18 DE AGOSTO
¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de su miseria? Este sentimiento, que llena y rejuvenece mi corazón ante la vivaz naturaleza, que vierte sobre mi seno torrentes de deliciosas dulzuras y convierte en un paraíso el mundo que me rodea, ha llegado a ser para mí un insoportable verdugo, un espíritu que me atormenta y que me persigue por todas partes. Cuando contemplaba otras veces desde las crestas de las rocas, más allá del río, hasta las lejanas colinas, el fértil valle, y que todo germinaba con lozanía en torno mío, cuando veía esas montañas bordadas, desde la falda hasta la cima, de espesos y corpulentos árboles, estos valles salpicados de risueña floresta en todos sus contornos: el arroyo apacible que se deslizaba adormecido con el murmullo de los cañaverales, reflejando las matizadas nubes que la brisa suave de la tarde mecía en el cielo; cuando escuchaba a los pájaros animando con sus gorjeos la enramada, mientras copiosísimos enjambres de insectillos jugueteaban alegremente en los últimos rayos de sol, a cuyo destello el escarabajo oculto antes debajo de la hierba abandonaba, zumbando su prisión; cuando el ruido y la vida llamaban mi atención hacia la tierra, y el musgo que arranca su alimento a la dura roca, y las retamas que crecen en la pendiente de la árida colina arenosa, me descubría la íntima, ardiente y santa vida de la naturaleza, ¡con qué jubilo abrazaba todos estos objetos mi encendido corazón! Yo estaba como un dios en este mar de riquezas, en este inmenso universo, cuyas formas sublimes parecían moverse, animando toda mi creación en el fondo de mi alma. Me rodeaban enormes montañas; tenía delante de mí profundos abismos, donde se precipitaban torrentes tempestuosos, los ríos se deslizaban bajo mis pies; oía algo como un rugido en los bosques y los montes agitándose y confundiéndose todas estas fuerzas misteriosas en las profundidades de la tierra, mientras sobre ésta y bajo el cielo revoloteaban las razas infinitas de los seres que lo pueblan todo de mil diversas formas, mientras los hombres se juzgan reyes de este vasto universo, agazapándose juntos en el nido de sus reducidas moradas. ¡Pobre loco, que todo te parece mezquino, porque tú eres muy pequeño! Desde la inaccesible montaña y el desierto que ningún pie ha pisado aún, hasta la última orilla de los océanos desconocidos, lo anima todo tu espíritu del eterno creador, gozándose en estos átomos de polvo que viven y le comprenden. ¡Ay cuántas veces deseaba entonces, con las alas de la garza que pasaba sobre mi cabeza, trasladarme a las costas de ese inmenso mar para beber en la espumosa copa de lo infinito dulcísimas delicias y sentir, aunque sólo fuera por un momento, en el espacio estrecho de mi seno una gota de la felicidad del ser que todo lo engendra en él y por él! Hermano mío, el recuerdo de tales horas basta para fortalecerme. Más aún: los esfuerzos que hago para recordar estos sentimientos inefables, para poder expresarlos, elevan mi alma sobre ella misma, y me obligan a sentir doblemente lo angustioso de mi estado actual. »Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma, y el inmenso espectáculo de la vida no es a mis ojos otra cosa que el abismo de la tumba, eternamente abierto. ¿Podrás decir “esto existe” cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi nunca todas sus fuerzas, y se ve, ¡ay!, encadenado, tragado por el torrente y despedazado contra las rocas? No hay momento que no te consuma, que no consuman los tuyos; no hay un momento en que no seas, en que no debas ser destructor: tu paseo más inocente cuesta la vida a millares de pobres insectos; uno solo de tus pasos destruye los laboriosos edificios de las hormigas y sumerge todo un pequeño mundo en un sepulcro.
¡Ah!, no son las grandes y poco frecuentes catástrofes del mundo, no son esas inundaciones, esos temblores de tierra, que se tragan a vuestras ciudades, lo que me conmueve, lo que me roe el corazón es la fuerza devoradora que se oculta en toda la naturaleza, y que no ha producido nada que no destruya cuanto le rodea y no se destruya a sí mismo.
De este modo avanzo yo con angustia por mi inseguro camino, rodeado del cielo, de la tierra, y de sus fuerzas activas: no veo más que un monstruo ocupado eternamente en mascar y tragar.
9 DE MAYO He visitado el pueblo donde nací, con toda la devoción de un peregrino, impresionándome una porción de sentimientos inesperados. Hice detener el coche cerca del gran tilo que hay a un cuarto de legua de la población, a la parte sur; me apeé y mandé al cochero que fuese delante, con objeto de seguir yo a pie y saborear todos los recuerdos con toda viveza y plenitud de la novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi infancia había sido objeto y término de mis paseos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa ignorancia me lanzaba impetuosamente hacia ese mundo desconocido en que esperaba hallar para mi corazón todo el alimento, todas las venturas que debían colmar y satisfacer la efervescencia de mis deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas esperanzas perdidas, cuántos planes destruidos! Aquí están delante de mí las montañas que mil veces contemplé como el único muro que se oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme en estos sitios horas enteras, pensando en escalar esas alturas, llevando mi pensamiento al fondo de los valles y de las alamedas que divisaba entre las tintas suaves del crepúsculo; y cuando llegaba el momento de volver a mi casa, yo abandonaba este paraje querido con indecible pena. Al acercarme al pueblo, he saludado todos los viejos pabellones de los jardines. Los nuevos me desagradan, como todos los cambios que he observado. Pasé la puerta que da entrada a la población, y entonces sí que me encontré dentro de mis recuerdos. Amigo mío, no quiero detenerme en detalles, la relación sería tan pesada como grande ha sido el placer que he experimentado. Pensaba alojarme en la plaza, precisamente al lado de nuestra antigua casa. Observé al paso que la escuela, donde una buena vieja nos reunía cuando niños, se había convertido en una abacería. Me acordé de la inquietud, de los temores, los apuros y las aflicciones que yo había sufrido en aquella especie de agujero. No daba un paso que no me obligara a entusiasmarme. No encuentra un peregrino en tierra santa tantos lugares consagrados por religiosos recuerdos, y dudo que su alma experimente tan puras emociones. Bajé por la orilla del río adelante hasta una alquería adonde iba yo en otro tiempo muy a menudo: es un paraje reducido, donde los muchachos nos divertíamos en tirar piedras a la superficie del agua para ver quién las hacia singlar mejor. Recordé vivamente que me detenía algunas veces a ver correr el agua, formándome las ideas más maravillosas de su curso; recordé las caprichosas pinturas que me hacía de los países adonde aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto encontraba mi imaginación los límites de esos países, y que, sin embargo, yo iba más lejos, y acababa por perderme en la contemplación de un paisaje lejano y vagoroso. Amigo mío, de este modo con esta felicidad, vivieron los venerables padres del género humano; tan infantiles fueron sus impresiones y su poesía. Cuando Ulises habla de la mar inmensa y de la tierra, su lenguaje es verdadero, humano, íntimo, sorprendente y misterioso. ¿De qué me sirve poder repetir con todos los colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre algunas palabras para tener ocupación toda su vida, y menos todavía para volver a esta tierra de donde salió. Estoy ahora en la casa de campo del príncipe. Se vive muy bien con este hombre: es la verdad y la sencillez personificada, pero está rodeado de gente singular que no acabo de comprender. Sin tener el aspecto de unos bribones, les falta el talento de los hombres de bien. Algunas veces me parecen muy respetables, y, sin embargo, no llego a fiarme de ellos. Me molesta que el príncipe hable con frecuencia de cosas que ha oído decir o que ha leído, copiando siempre servilmente lo que lee y lo oye. Añade a esto, que tiene en más mi talento que mi corazón, este corazón, única cosa de que estoy orgulloso, única fuente de toda fuerza, de toda felicidad y de todo infortunio. ¡Ah! Lo que yo sé, cualquiera lo puede saber; pero mi corazón lo tengo yo sólo.
Primera Parte:
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