La meditación espiritual es el camino hacia la Divinidad, la escalera mística que
lleva de la tierra al cielo, del error a la Verdad, del dolor a la paz. Todos los
santos la han escalado; todo pecador debe, antes o después, llegar a ella, y todo
cansado peregrino que da la espalda a su yo y al mundo, y dirige su rostro con
resolución hacia el Hogar del Padre, debe plantar los pies en sus escalones dorados.
Sin su ayuda no puedes crecer hacia el estado divino —ni parecerte a lo divino—,
hacia la divina paz, y las glorias inmutables y las alegrías impolutas de la Verdad se
mantendrán escondidas de ti.
Meditar es habitar intensamente, en pensamiento, en una idea o tema, con el
objetivo de comprenderlo por completo, y no solo llegarás a entender aquello en lo
que meditas constantemente, sino que cada vez te harás más parecido a ello, porque
se incorporará a tu propio ser. Por lo tanto, si moras perpetuamente en el egoísmo y
en la corrupción, al final llegarás a ser egoísta y corrupto. Sin embargo, si piensas
incesantemente en lo que es puro y libre de egoísmo, sin duda te harás puro y
desinteresado.
Dime en qué piensas más frecuente e intensamente, eso hacia lo que, en tus horas
silenciosas, tu alma se dirige de manera natural, y yo te diré qué camino de dolor o de
paz estás recorriendo, y si te estás acercando a lo divino o a lo bestial.
Hay una tendencia inevitable a convertirse, literalmente, en la encarnación de
aquella cualidad en la que uno piensa más constantemente. Haz, por tanto, que el
objeto de tu meditación esté arriba y no abajo, de modo que cada vez que te dirijas a
él con el pensamiento, te sientas elevado; deja que sea puro y no lo mezcles con
ningún elemento egoísta: así tu corazón se purificará y se acercará a la Verdad, sin
dejarse engañar ni ser arrastrado desesperadamente hacia el error.
La meditación, en el sentido espiritual en el que ahora uso la palabra, es el secreto
de toda vida y conocimiento espiritual. Todos los profetas, sabios y salvadores se
convierten en lo que son por el poder de la meditación. Buda meditó sobre la Verdad
hasta que pudo decir: «Yo soy la Verdad». Jesús reflexionó sobre la Divina
inmanencia hasta que por fin pudo declarar: «El Padre y yo somos Uno».
La meditación centrada en las realidades divinas es la esencia misma y el alma de
la oración, la extensión silenciosa del alma hacia lo Eterno. La mera oración petitoria,
sin meditación, es un cuerpo sin alma, y no tiene poder para elevar la mente y el
corazón por encima del pecado y de la aflicción. Si rezas diariamente pidiendo
sabiduría, paz, una pureza más elevada y una más plena realización de la Verdad, y
eso por lo que rezas sigue estando lejos de ti, significa que estás pidiendo una cosa en
tu oración, mientras que en el pensamiento y en el acto estás viviendo otra. Si
abandonas esa obstinación y alejas tu mente de aquello a lo que se apegan los
egoístas, que te aleja de la posesión de las realidades inmaculadas por las que rezas;
si dejas de pedir a Dios que te conceda lo que no mereces, o que te conceda ese amor
y compasión que tú no das a otros, y estás dispuesto a comenzar a pensar y a actuar
en el espíritu de la Verdad, irás creciendo día a día hacia esas realidades, hasta que en
último término serás uno con ellas.
Si realmente buscas la Verdad y no solo tu propia gratificación; si la amas por
encima de todos los placeres y ganancias mundanos, más aún que la felicidad misma,
estarás dispuesto a hacer el esfuerzo necesario para conseguirla.
Para liberarte del pecado y del dolor, para saborear la pureza inmaculada por la
que suspiras y oras, para alcanzar la sabiduría y el conocimiento y entrar en posesión
de una paz profunda y duradera, ven ahora y entra en el camino de la meditación, en
la que el objeto supremo sea la Verdad.
Si tienes que comenzar tus deberes diarios a una hora temprana, y por eso no
puedes dedicar los primeros momentos de la mañana a la meditación sistemática,
trata de ofrecerle una hora por la noche, y si eso te es negado por la duración y
laboriosidad de tus tareas cotidianas, no desesperes, porque aún puedes dirigir tus
pensamientos hacia lo alto en santa meditación en los descansos del trabajo, o en esos
pocos minutos libres que ahora desperdicias sin dedicarlos a fin alguno. Si tu trabajo
es del tipo que con la práctica se vuelve automático, puedes meditar mientras lo
realizas. Ese eminente santo y filósofo cristiano llamado Jacob Boehme, alcanzó su
vasto conocimiento de lo divino mientras trabajaba largas horas como zapatero. En
todas las vidas hay tiempo para pensar, y la aspiración y la meditación no le están
negadas ni al más ocupado y laborioso.
La meditación espiritual y la autodisciplina son inseparables; por lo tanto,
comenzarás a meditar sobre ti mismo para intentar entenderte, porque, recuerda: el
gran objetivo que tendrás ante ti será la eliminación completa de todos tus errores
para alcanzar la Verdad. Empezarás a cuestionar tus motivos, pensamientos y actos,
comparándolos con tu ideal, y tratando de contemplarlos con ojos calmados e
imparciales. De esta manera alcanzarás cada vez más ese equilibrio mental y
espiritual sin el cual los hombres no son más que barcos sin rumbo en el océano de la
vida. Si eres dado al odio o a la ira, meditarás sobre la delicadeza y el perdón para ser
agudamente consciente de tu conducta dura y alocada. De esa manera irás abrigando
progresivamente pensamientos de amor, delicadeza y perdón; a medida que superes
lo inferior mediante lo superior, entrará en tu corazón de forma gradual el
conocimiento de la Ley Divina, la comprensión de sus consecuencias en todos los
aspectos de la vida y la conducta. Y al aplicar este conocimiento a todos tus
pensamientos, palabras y actos, te irás haciendo cada vez más delicado, amoroso y
divino. Y así pulirás poco a poco cada error, cada deseo egoísta, cada debilidad
humana; los superarás por el poder de la meditación y, a medida que los expulses, la
Luz de la Verdad iluminará el alma peregrina en mayor medida.
Meditando así, te fortalecerás sin cesar contra tu único enemigo «real», tu yo
egoísta y perecedero, y te establecerás cada vez más firmemente en el yo divino e
inextinguible que es inseparable de la Verdad. El resultado directo de tus
meditaciones será una fuerza espiritual calmada, que constituirá tu lugar de descanso
en las luchas y afanes de la vida. Grande es el poder del pensamiento santo, y la
fuerza y el conocimiento ganados por la meditación silenciosa enriquecerán tu alma
con su recuerdo salvador en la hora del esfuerzo, del dolor, de la tentación.
Y así, por el poder de la meditación, crecerás en sabiduría, y renunciarás más y
más a tus deseos pasajeros, que son inestables, impermanentes, que producen pena y
dolor. Y te aposentarás con creciente firmeza y confianza sobre los principios
inmutables para alcanzar el descanso celestial.
La meditación sirve para lograr el conocimiento de los principios eternos, y
ofrece la capacidad de descansar sobre ellos y de confiar en ellos, haciéndote así uno
con lo Eterno. El fin de la meditación es, por lo tanto, el conocimiento directo de la
Verdad, de Dios, y la consecución de una profunda Paz divina.
Quien medita con seriedad en primer lugar percibe como a distancia, y después
realiza en la práctica diaria. Solo quien practica la Palabra de Verdad puede conocer
la doctrina de la Verdad, porque, aunque esta es percibida por el pensamiento puro,
solo la práctica es capaz de manifestarla.
Dijo el divino Gautama, el Buda: «Quien se entregue a la vanidad y no a la
meditación, olvidando el verdadero objetivo de la vida y aferrándose al placer, con el
tiempo envidiará a quien se haya ejercitado en la meditación», e instruyó a sus
discípulos en las «Cinco Grandes Meditaciones» siguientes:
-La primera es la meditación del amor, en la que has de ajustar tu corazón de tal
manera que anheles el bienestar de todos los seres, incluyendo la felicidad de tus
enemigos.
-La segunda es la meditación de la pena, en la que debes pensar en todos los seres
afligidos, representando vívidamente en tu imaginación sus dolores y ansiedades,
de modo que despiertes en tu alma una profunda compasión por ellos.
-La tercera es la meditación de la alegría, en la que piensas en la prosperidad de los
demás y te alegras de sus alegrías.
-La cuarta es la meditación de la impureza, en la que consideras las consecuencias
negativas de la corrupción, los efectos del pecado y las enfermedades. Qué trivial
es a veces el placer del momento, y qué fatales sus consecuencias.
-La quinta es la meditación sobre la serenidad, en la que te alzas por encima del amor
y del odio, la tiranía y la opresión, la riqueza y la necesidad, y consideras tu propio
destino con calma imparcial y perfecta tranquilidad.
Sobre el campo de batalla del alma humana hay dos maestros que siempre están
luchando por la corona de la supremacía, por el reinado y el dominio del corazón:
el maestro del yo, llamado también el «Príncipe de este mundo» y el maestro de la
Verdad, denominado asimismo Dios Padre. El maestro del yo es ese rebelde cuyas
armas son la pasión, el orgullo, la avaricia, la vanidad, la voluntad personal, las
herramientas de la oscuridad. El de la Verdad es, por el contrario, humilde y manso, y
sus herramientas son la delicadeza, la paciencia, la pureza, el sacrificio, la humildad y
el amor, los instrumentos de la Luz.
En cada alma se libra la batalla, y tal como un soldado no puede pertenecer al
mismo tiempo a dos ejércitos enemigos, cada corazón se alista o bien en las filas del
yo o bien en las filas de la Verdad. No es posible situarse a medio camino. «Está el yo
y está la Verdad; donde está el yo, no está la Verdad, donde está la Verdad, no está el
yo». Así habló Buda, el profesor de la Verdad, mientras que Jesús, el Cristo
manifestado, declaró: «Ningún hombre puede servir a dos maestros, porque o bien
odiará a uno y amará al otro, o seguirá a uno y despreciará al
otro. No puedesservir a Dios y a Mamón».
La Verdad es tan simple, tan absolutamente libre de desviación y de concesiones
que no admite complejidad, ni cambios, ni calificativos. El yo es ingenioso, retorcido
y está gobernado por un deseo sutil y esquivo, admite cambios interminables y
calificativos, y los engañados adoradores del yo imaginan en vano que pueden
gratificar todos sus deseos mundanos y al mismo tiempo poseer la Verdad. Pero los
amantes de la Verdad la adoran sacrificando el yo, y se protegen incesantemente
contra lo mundano y el egoísmo.
¿Quieres conocer y experimentar la Verdad? En ese caso debes estar dispuesto al
sacrificio, a la máxima renuncia, porque la Verdad en toda su gloria solo puede ser
percibida y conocida cuando el último vestigio del yo ha desaparecido.
El Cristo eterno declaró que quien quisiera ser su discípulo debía «negarse a sí
mismo diariamente». ¿Estás dispuesto a negarte, a renunciar a tus deseos, a tus
prejuicios, a tus opiniones? Si es así, puedes entrar en el camino estrecho de la
Verdad, y encontrar esa paz a la que el mundo no tiene acceso. La negación absoluta,
la extinción completa del yo, es el estado perfecto de la Verdad, y todas las religiones
y filosofías no son sino ayudas para conseguir este logro supremo.
El yo es la negación de la Verdad. A un tiempo, esta es la negación del yo.
Conforme dejes que muera el yo, renacerás en la Verdad. A medida que te aferres al
yo, ella se ocultará a ti.
Mientras te aferres al yo, tu camino estará plagado de dificultades, y tu suerte será
marcada por el dolor, la pena y las decepciones. No hay dificultades en la Verdad, y
al venir a ella, te liberarás de todo dolor y decepción.
La Verdad misma no está oculta ni es oscura. Siempre está revelada y es
perfectamente transparente. Pero el yo ciego y caprichoso no puede percibirla. La luz
del día no está oculta excepto para los ciegos, y la Luz de la Verdad no está oculta
excepto para aquellos que se hallan cegados por el yo.
La Verdad es la Realidad una del universo, la Armonía interna, la perfecta
Justicia, el Amor eterno. No se le puede añadir ni quitar nada. No depende de ningún
hombre, pero todos los hombres dependen de ella. No puedes percibir su belleza de
mientras mires con los ojos del yo. Si eres vanidoso, lo colorearás todo con tu propia
vanidad. Si eres lujurioso, tu corazón y tu mente estarán tan nublados por el humo y
las llamas de la pasión que a través de ellas todo aparecerá distorsionado. Si eres
orgulloso y estás lleno de opiniones, no verás otra cosa en todo el universo que la
magnitud e importancia de tus propias opiniones.
Hay una cualidad que distingue principalmente al hombre de la Verdad del
hombre del yo: la «humildad». Estar no solo libre de vanidad, obstinación y egoísmo,
sino considerar las propias opiniones como carentes de valor, eso ciertamente es
verdadera humildad.
Quien está inmerso en el yo considera sus opiniones como la Verdad, y las de los
demás hombres como errores. Pero el humilde amante de la Verdad que ha aprendido
a distinguir entre esta y la opinión, mira a todos los hombres con ojos caritativos y no
trata de defender sus opiniones contra las de ellos, sino que sacrifica aquellas que más
quiere para poder manifestar el espíritu de Verdad, que por su propia naturaleza, es
inefable y solo puede ser vivida. Quien es más caritativo es quien más Verdad tiene.
Los hombres participan en controversias encendidas, e imaginan alocadamente
que están defendiendo la Verdad, cuando en realidad solo defienden sus propios
intereses insustanciales y sus opiniones perecederas. El seguidor del yo toma las
armas contra los demás, mientras que el seguidor de la Verdad toma las armas contra
sí mismo. La Verdad, al ser inmutable y eterna, es independiente de tu opinión y de la
mía. Podemos entrar en ella o quedarnos fuera, pero tanto nuestra defensa como
nuestro ataque son superfluos, y acabarán volviéndose contra nosotros mismos.
Los hombres, esclavizados por el yo, apasionados, orgullosos y tendentes a
condenar, creen que su credo o religión particular es la Verdad, y que todas las demás
religiones están en el error, y hacen proselitismo con ardor apasionado. No hay más
que una religión, la religión de la Verdad. No hay más que un error, el error del yo. La
Verdad no es una creencia formal, sino un corazón que aspira, santo y desinteresado,
y quien la posee está en paz con todos y atesora a todos con pensamientos de amor.
Puedes saber fácilmente si eres un hijo de la Verdad o un adorador del yo; basta
con examinar en silencio tu mente, tu corazón y tu conducta. ¿Albergas pensamientos
de suspicacia, enemistad, envidia, lujuria y orgullo o luchas enconadamente contra
ellos? En el primer caso estás encadenado al yo, independientemente de la religión
que profeses; en el segundo, eres un candidato a la Verdad, aunque externamente no
te adhieras a ninguna religión. ¿Eres apasionado, voluntarioso, autoindulgente,
autocentrado y siempre estás tratando de conseguir tus propios fines? ¿O eres
delicado, suave, desinteresado, ajeno a todo tipo de indulgencia y estás siempre
dispuesto a renunciar a lo tuyo? En el primer caso, el yo es el maestro; en el segundo,
la Verdad es el objeto de tus afectos. ¿Te esfuerzas por conseguir riquezas? ¿Luchas
con pasión por tu partido? ¿Anhelas el poder y el liderazgo? ¿Tiendes a la ostentación
y al autoensalzamiento? ¿O has renunciado al amor a las riquezas y a toda lucha? ¿Te
sientes contento de ocupar el lugar más bajo y de pasar inadvertido? ¿Has dejado de
hablar de ti mismo y de contemplarte con orgullo autocomplacido? En el primer caso,
aunque puedas imaginar que adoras a Dios, el dios de tu corazón es el yo. En el
segundo, aunque tal vez contengas tus labios de la adoración, habitas con el Altísimo.
El infortunio del mundo lo fabrica el propio mundo. El dolor purifica y
profundiza el alma, y el sufrimiento extremo es el preludio de la Verdad.
¿Has sufrido mucho? ¿Has tenido un dolor muy hondo? ¿Has reflexionado
seriamente sobre los problemas de la vida? Si es así, estás preparado para librar la
batalla contra el yo y convertirte en discípulo de la Verdad.
El intelectual que no ve la necesidad de renunciar al yo formula interminables
teorías sobre el universo y las llama Verdad. Tú, sin embargo, sigue esa línea de
conducta recta que es la práctica de la rectitud, y alcanzarás esa Verdad que no tiene
un lugar en la teoría, esa Verdad que nunca cambia. Cultiva tu corazón. Riégalo
continuamente con amor desinteresado y con piedad profundamente sentida, y
esfuérzate por dejar fuera de él todos los pensamientos y sentimientos que no estén de
acuerdo con el Amor. Devuelve bien por mal, amor por odio, delicadeza por maltrato,
y mantente en silencio cuando te ataquen. Así transmutarás todos tus deseos egoístas
en el oro puro del Amor, y el yo desaparecerá en la Verdad. De esa forma caminarás
sin tacha entre los hombres, atado al yugo leve de la mansedumbre y vestido con el
divino atuendo de la humildad.
¡Oh, ven, cansado hermano! Acaba tu lucha y esfuerzo en el
corazón del Maestro de compasión. ¿Por qué atraviesas el
aburrido desierto del yo, sintiendo sed de las aguas ligeras de
la Verdad?
Mientras estás aquí, en este camino de búsqueda y pecado,
¿fluye el alegre arroyo de la Vida, el verde oasis del Amor? Ven,
túmbate y descansa; conoce el final y el principio, lo buscado y
el buscador, el vidente y lo visto.
Tu Maestro no está en las montañas lejanas ni habita en el
espejismo que flota en el aire, y tampoco descubrirás sus
fuentes mágicas en los caminos de arena que rodean la
desesperación.
Deja de buscar cansadamente en el oscuro desierto del yo las
olorosas pistas de los pies de tu Rey; y si escuchas el dulce
sonido de su charla,sé sordo a todas las voces de los cantos
vacíos.
Huye de los lugares que se esfuman; renuncia a todo lo que
posees; deja atrás todo lo que amas y, descalzo y desnudo,
lánzate al altar más interno; el Altísimo, el Santísimo, el
Inmutable está allí.
Dentro habita Él, en el corazón del Silencio. Abandona el dolor
y el pecado, abandona tu doloroso vagar. Ven a bañarte en su
Alegría, mientras Él, susurrando, dice a tu alma lo que
buscaba; no deambules más.
Después cesa, cansado hermano, en tu lucha y en tu esfuerzo;
encuentra paz en el corazón del Maestro de compasión;
atraviesa el aburrido desierto del yo, y ven a beber las aguas
livianas de la Verdad.
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