Regla número 1
Todos hemos nacido en Arcadia, es decir, entramos en el mundo llenos de
aspiraciones a la felicidad y al goce y conservamos la insensata esperanza de
realizarlas, hasta que el destino nos atrapa rudamente y nos muestra que nada es
nuestro, sino que todo es suyo, puesto que no sólo tiene un derecho indiscutible sobre
todas nuestras posesiones, sino además sobre los brazos y las piernas, los ojos y las
orejas, hasta sobre la nariz en medio de la cara. Luego viene la experiencia y nos
enseña que la felicidad y el goce son puras quimeras que nos muestran una ilusión en
las lejanías, mientras que el sufrimiento y el dolor son reales, que se manifiestan a sí
mismos inmediatamente sin necesitar la ilusión y la esperanza. Si esta enseñanza trae
frutos, entonces cesamos de buscar felicidad y goce y sólo procuramos escapar en lo
posible al dolor y al sufrimiento. Oὑ τὸ ἡδύ, ἀλλὰ τὸ ἄλυπον διώκει ὁ φρόνιμος [«El
prudente no aspira al placer, sino a la ausencia de dolor», Aristóteles, Ética a
Nicómaco]. Reconocemos que lo mejor que se puede encontrar en
el mundo es un presente indoloro, tranquilo y soportable: si lo alcanzamos, sabemos
apreciarlo y nos guardamos mucho de estropearlo con un anhelo incesante de alegrías
imaginarias o con angustiadas preocupaciones cara a un futuro siempre incierto que,
por mucho que luchemos, no deja de estar en manos del destino. Acerca de ello:
¿por qué habría de ser necio procurar en todo momento que se disfrute en lo posible
del presente como lo único seguro, puesto que toda la vida no es más que un trozo
algo más largo del presente y como tal totalmente pasajera?
Regla número 2
Evitar la envidia: numquam felix eris, dum te torquebit felicior [«Nunca serás feliz si
te atormenta que algún otro es más feliz que tú», Séneca, De ira]. Cum
cogitaveris quot te antecedant, respice quot sequantur [«Cuando piensas cuántos se
te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen», Séneca, Epistulae ad Lucilium].
No hay nada más implacable y cruel que la envidia: y sin embargo, ¡nos
esforzamos incesante y principalmente en suscitar envidia!
Regla número 4
Los bienes que a alguien nunca se le había pasado por la cabeza pretender, no los
echa en absoluto de menos, sino que está plenamente contento sin ellos. Otro, en
cambio, que posee cien veces más que aquél, se siente desgraciado porque le falta
una cosa que pretende. También a este respecto cada uno tiene su propio horizonte de
lo que a él le es posible alcanzar. Hasta donde se extiende, llegan sus pretensiones. Si
un objeto cualquiera dentro de este horizonte se le presenta de tal manera que puede
confiar en obtenerlo, entonces se siente feliz; en cambio es infeliz si surgen
dificultades que le privan de la perspectiva de tenerlo. Lo que se halla fuera del
alcance de su vista no ejerce ningún efecto sobre él. Esta es la razón por la cual el
pobre no se inquieta por las grandes posesiones de los ricos, y por la que, a su vez, el
rico no se consuela con lo mucho que ya posee cuando no se cumplen sus
pretensiones. La riqueza es como el agua de mar: cuanto más se beba, más sed se
tendrá. Lo mismo vale para la fama. Tras la pérdida de las riquezas o de una situación
acomodada, tan pronto como se supera el primer dolor, el estado de ánimo habitual
no suele ser muy diferente del anterior, y esto se debe al hecho de que, una vez el
destino ha reducido el factor de nuestras posesiones, nosotros mismos reducimos en
igual medida el factor de nuestras pretensiones. Esta operación es, ciertamente, lo
propiamente doloroso en un caso de infortunio: una vez terminada, el dolor va
disminuyendo hasta que finalmente no se lo siente más: la herida cicatriza. A la
inversa, en un caso de buena fortuna sube el compresor de nuestras pretensiones y
éstas se expanden: esto constituye la alegría. Pero tampoco dura más tiempo del que
hace falta para terminar del todo esta operación: nos acostumbramos a la dimensión
más extensa de nuestras pretensiones y nos volvemos indiferentes hacia las
posesiones correspondientes.
La fuente de nuestro descontento se encuentra en nuestros intentos siempre renovados de subir el nivel del factor de las pretensiones, mientras la inmovilidad del otro factor lo impide.
Regla número 5
Por cierto que la observación sobre lo inevitable del dolor y sobre la sustitución de
una cosa por la otra y el introducir lo nuevo expulsando lo anterior podría llevarnos
incluso a la hipótesis paradójica, aunque no descabellada, de que en todo individuo la
naturaleza determina definitivamente la medida del dolor que es característica para él,
una medida que no se podría dejar vacía ni tampoco colmar demasiado, por mucho
que cambie la forma del sufrimiento. Según esta idea, el sufrimiento y bienestar no
vendrían determinados desde fuera, sino precisamente por esa medida o disposición,
que podría experimentar algún aumento o disminución según el estado físico y los
distintos momentos, pero que en conjunto permanecería igual, siendo simplemente lo
que se llama el temperamento de cada uno o, mejor dicho, el grado en que su mente
sería más liviana o más grave, como lo expresa Platón en el primer libro de la
República, εὔκολος o δύσκολος. Lo que apoya esta hipótesis no sólo es la conocida
experiencia de que grandes sufrimientos hacen totalmente imperceptibles a los
pequeños y, a la inversa, que en ausencia de grandes sufrimientos incluso las más
pequeñas molestias nos atormentan y ponen de mal humor, sino además el hecho de
que la experiencia nos enseña que una gran desgracia, que nos hace estremecernos
sólo de pensarla, cuando realmente ocurre, tan pronto como hemos superado el
primer dolor, en conjunto no altera mucho nuestro estado de ánimo. Y también a la
inversa, después de producirse un hecho feliz y largamente esperado no nos sentimos,
en conjunto, mucho más a gusto y cómodos que antes. Sólo el instante en que se
produce dicho cambio nos conmueve de manera inusitadamente fuerte, sea en forma
de un profundo lamento o en la de una exclamación de júbilo. Mas, ambos
desaparecen pronto porque se basan en un engaño. No surgen a partir del dolor o del
placer inmediatos y actuales, sino debido al anuncio de un futuro nuevo que se
anticipa en ellos. Sólo por el hecho de que el dolor o la alegría hacen un préstamo al
futuro es posible que sean tan inusualmente grandes y, por tanto, no duraderos. A
favor de la hipótesis según la cual tanto en la cognición como en los sentimientos de
sufrimiento o bienestar una gran parte estaría determinada subjetivamente y a priori,
se pueden alegar todavía como prueba las observaciones de que, al parecer, el ánimo
alegre o triste de las personas no está determinado por circunstancias externas, como
riqueza o clase social, porque entre los pobres encontramos al menos el mismo
número de caras contentas que entre los ricos. Por añadidura, los motivos que llevan
al suicidio son muy diversos, de manera que no podemos indicar una desgracia lo
bastante grande para que induzca con gran probabilidad a cualquier carácter al
suicidio, y hay pocos males pequeños que, por insignificantes que parezcan, no hayan
provocado también suicidios. Aunque el grado de nuestra alegría o tristeza no es
siempre el mismo, según esta concepción no lo atribuiremos al cambio de
circunstancias externas, sino al estado interior, al estado físico. Porque cuando se
produce un aumento auténtico de nuestro buen humor, aunque fuera pasajero, incluso
llegando al grado de la alegría, esto suele ocurrir sin motivo externo alguno. Es cierto
que a menudo entendemos nuestro dolor como consecuencia de un determinado
acontecimiento externo y aparentemente sólo es éste el que nos pesa y entristece, de
modo que creemos que al desaparecer esta causa, deberíamos sentir la mayor
satisfacción. Sin embargo, esto es un engaño. Según nuestra hipótesis, la magnitud de
nuestro dolor y bienestar en su conjunto está determinada subjetivamente en cada
momento y, en relación a nuestro dolor, cualquier motivo externo de tristeza es tan
sólo lo que para el estado físico sería un vejigatorio que concentra todos los
humores malignos repartidos en el cuerpo. Si no hubiera una causa externa de
sufrimiento, el dolor determinado por nuestro carácter y, por tanto, inevitable durante
este período, estaría repartido en mil puntos diferentes y aparecería en forma de mil
pequeños disgustos y quejas sobre cosas que pasamos del todo por alto cuando
nuestra capacidad para el dolor ya está colmada por un mal principal que ha
concentrado todos los demás dolores en un solo punto. Este hecho lo corrobora
también la observación de que tras el alivio por un final feliz de una gran
preocupación que nos oprimía, pronto aparece otra en su lugar, cuya materia ya
estaba presente, pero no podía llegar como tal preocupación a la conciencia, porque a
ésta no le sobraba capacidad para ello, de modo que dicha materia de preocupación
permanecía des apercibida tan sólo como una figura oscura y nebulosa en el último
extremo del horizonte. En cambio, en el momento de disponer nuevamente de
espacio, esta materia ya configurada se acerca y ocupa el trono de la preocupación
dominante (πρυτανεύουσα) del día. Aunque según su materia pueda ser mucho más
ligera que la materia de la preocupación desaparecida, es capaz de inflarse de tal
manera que aparentemente se iguala en magnitud a la anterior, llenando así por
completo el trono de la preocupación principal del día.
La alegría desmesurada y el dolor intenso siempre se dan en la misma persona,
porque ambos se condicionan mutuamente y también están condicionados por una
gran vivacidad del espíritu. Como acabamos de ver, no son producto de la pura
actualidad, sino de la anticipación del futuro. Pero, dado que el dolor es esencial a la
vida y también en cuanto a su grado sólo determinado por la naturaleza del sujeto, de
modo que los cambios repentinos, de hecho, no pueden cambiar su grado, por eso el
júbilo o el dolor excesivos siempre se basan en un error y una ilusión. En
consecuencia ambas tensiones excesivas del estado de ánimo se podrían evitar por
medio de la sensatez. Todo júbilo desmesurado (exultatio, insolens laetitia) se basa
siempre en la ilusión de haber encontrado algo en la vida que de hecho no se puede
hallar en ella, a saber, una satisfacción permanente de los deseos o preocupaciones
que nos atormentan y que renacen constantemente. De cada una de estas ilusiones
hay que retornar más tarde inevitablemente a la realidad y pagarla, cuando
desaparece, con la misma cuantía de amargo dolor que tenía la alegría causada por su
aparición. En este sentido se parece bastante a un lugar elevado al que se ha subido y
del que sólo se puede bajar dejándose caer. Por eso habría que evitar las ilusiones,
pues cualquier dolor excesivo que aparece repentinamente no es más que la caída
desde semejante punto elevado, o sea, la desaparición de una ilusión que lo ha
producido. Por consiguiente podríamos evitar ambos, si fuéramos capaces de ver las
cosas siempre claramente en su conjunto y en su contexto y de cuidarnos de creer que
realmente tienen el color con el que desearíamos verlas.
La mayoría de las veces, sin embargo, así como rechazamos una medicina amarga,
nos resistimos a aceptar que el sufrimiento es esencial a la vida, de modo que no
fluye hacia nosotros desde fuera, sino que cada uno lleva la fuente inagotable del
mismo en su propio interior. Al contrario, a modo de un pretexto, siempre buscamos
una causa externa y singular para nuestro dolor incesante; tal como el ciudadano libre
se construye un ídolo para tener un amo. Porque nos movemos incansablemente de
un deseo a otro y, aunque ninguna satisfacción alcanzada, por mucho que prometía,
nos acaba de contentar, sino generalmente pronto se presenta como error vergonzoso,
no terminamos de admitir que estamos llenando la bota de las Danaídes, sino que
corremos detrás de deseos siempre nuevos:
Pues mientras nos falta lo que deseamos, nos parece que supera a todo
en valor; pero cuando fue alcanzado,
se presenta otra cosa, y así siempre estamos presos de la misma
sed, nosotros que anhelamos la vida».
Lucrecio, De rerum natura
Así, o bien el movimiento va al infinito, o bien, cosa más rara que presupone cierta
fuerza de carácter, continúa hasta que encontramos un deseo que no se puede cumplir,
pero que tampoco se puede abandonar. Entonces tenemos en cierto modo lo que
buscamos, a saber, algo que en todo momento podemos acusar, en lugar de nuestro
propio carácter, como la fuente de nuestros sufrimientos y que nos hace enemigos de
nuestro destino pero que, en cambio, nos reconcilia con nuestra existencia, porque
vuelve a alejar de nosotros la necesidad de admitir que el sufrimiento es esencial a
esta existencia misma y que la verdadera satisfacción es imposible. La consecuencia
de esta última forma de desarrollo es un estado de ánimo algo melancólico, que
significa soportar constantemente un gran dolor único y el desprecio resultante de
todos los pequeños sufrimientos o alegrías; por lo cual se trata de un fenómeno algo
más digno que la constante persecución de ilusiones siempre nuevas, que es mucho
más vulgar.
Regla número 7
Reflexionar a fondo sobre una cosa antes de emprenderla, pero, una vez que se ha
llevado a cabo y se pueden esperar los resultados, no angustiarse con repetidas
consideraciones de los posibles peligros, sino desprenderse del todo del asunto,
mantener el cajón del mismo cerrado en el pensamiento y tranquilizarse con la
convicción de que en su momento se ha ponderado todo exhaustivamente. Si el
resultado, no obstante, llega a ser malo, ello se debe a que todas las cosas están
expuestas al azar y al error.
Regla número 13
Cuando estamos alegres, no debemos pedirnos permiso para ello con la reflexión de
si a todas luces tenemos motivo para estarlo. Nada hay que pueda sustituir
tan perfectamente como la alegría a cualquier otro bien. Cuando alguien es rico,
joven, bello y famoso, hay que preguntarse si además es alegre para enjuiciar su
felicidad; mas a la inversa, si es alegre, no importa si es joven, viejo, pobre o rico: es
feliz. Por ello debemos abrir todas las puertas a la alegría, cuando sea que llegue.
Porque nunca llega a deshora. En cambio, a menudo tenemos reparos en dejarla
entrar, porque primero queremos considerar si realmente tenemos motivo para estar
alegres o si eso no nos distrae de nuestras reflexiones serias y preocupaciones
profundas. Lo que mejoramos con estas últimas es muy incierto, mientras que la
alegría es la ganancia más segura; y puesto que sólo tiene valor para el presente, es el
bien más elevado para aquellos seres cuya realidad tiene la forma de un presente
indivisible entre dos tiempos infinitos. Si es así que la alegría es el bien que puede
sustituir a todos los demás, mientras que ningún otro bien la puede sustituir a ella, por
consiguiente deberíamos preferir la adquisición de este bien a la de cualquier otra
cosa. Ahora bien, es cierto que no hay nada que contribuya menos a la alegría que las
circunstancias externas de la fortuna y nada que la favorezca más que la salud. Por
eso debemos dar preferencia a ésta ante todo lo demás y, en concreto, procurar
conservar un alto grado de perfecta salud, cuya flor es la alegría. Su adquisición
requiere evitar todos los excesos, también todas las emociones intensas o
desagradables; también todos los grandes y constantes esfuerzos intelectuales,
finalmente al menos dos horas de movimiento rápido al aire libre.
Regla número 14
Se podría decir que buena parte de la sabiduría de la vida se basa en la justa
proporción entre la atención que prestamos en parte al presente y en parte al futuro
para que la una no pueda estropear a la otra. Muchos viven demasiado en el presente
(los imprudentes), otros demasiado en el futuro (los miedosos y preocupados), raras
veces alguien mantendrá la medida justa. Quienes sólo viven en el futuro con sus
ambiciones, que siempre miran hacia adelante y corren impacientes al encuentro de
las cosas venideras como si sólo éstas pudieran traer la verdadera felicidad, y dejan
que, mientras tanto, el presente pase de largo sin disfrutarlo ni prestarle atención,
estas personas se parecen al asno italiano de Tischbein, con su fajo de heno atado
con una cuerda delante de él para acelerar su paso. Siempre viven sólo ad interim,
hasta que mueren. La tranquilidad del presente sólo la pueden molestar aquellos
males que son seguros y cuyo momento de producirse es igualmente seguro. Pero hay
muy pocos que sean así, porque o bien son males sólo posibles o en todo caso
probables, o bien son seguros pero el momento de su acaecimiento es del todo
incierto, como por ejemplo, la muerte. Si nos entregamos a estos dos tipos de
malestar, no nos quedará ni un instante de tranquilidad. Para no perder la serenidad de
toda nuestra vida ante males inciertos o indefinidos, debemos acostumbrarnos a ver
los primeros como si nunca llegaran y a los segundos como si con seguridad no
acaecerían en el momento actual.
Regla número 15
Un hombre que se mantiene sereno ante todos los accidentes de la vida, sólo muestra
que sabe cuán inmensas y diversas son las posibles contrariedades de la vida y que,
por eso contempla un mal presente como una pequeña parte de aquello que podría
venir; y a la inversa, quien sabe esto último y lo tiene en cuenta, siempre mantendrá
la serenidad.
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