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Foto del escritorAmenhotep VII

El Arte de ser Feliz - Arthur Schopenhauer (Primera Parte)



Regla número 1


Todos hemos nacido en Arcadia, es decir, entramos en el mundo llenos de

aspiraciones a la felicidad y al goce y conservamos la insensata esperanza de

realizarlas, hasta que el destino nos atrapa rudamente y nos muestra que nada es

nuestro, sino que todo es suyo, puesto que no sólo tiene un derecho indiscutible sobre

todas nuestras posesiones, sino además sobre los brazos y las piernas, los ojos y las

orejas, hasta sobre la nariz en medio de la cara. Luego viene la experiencia y nos

enseña que la felicidad y el goce son puras quimeras que nos muestran una ilusión en

las lejanías, mientras que el sufrimiento y el dolor son reales, que se manifiestan a sí

mismos inmediatamente sin necesitar la ilusión y la esperanza. Si esta enseñanza trae

frutos, entonces cesamos de buscar felicidad y goce y sólo procuramos escapar en lo

posible al dolor y al sufrimiento. Oὑ τὸ ἡδύ, ἀλλὰ τὸ ἄλυπον διώκει ὁ φρόνιμος [«El

prudente no aspira al placer, sino a la ausencia de dolor», Aristóteles, Ética a

Nicómaco]. Reconocemos que lo mejor que se puede encontrar en

el mundo es un presente indoloro, tranquilo y soportable: si lo alcanzamos, sabemos

apreciarlo y nos guardamos mucho de estropearlo con un anhelo incesante de alegrías

imaginarias o con angustiadas preocupaciones cara a un futuro siempre incierto que,

por mucho que luchemos, no deja de estar en manos del destino. Acerca de ello:

¿por qué habría de ser necio procurar en todo momento que se disfrute en lo posible

del presente como lo único seguro, puesto que toda la vida no es más que un trozo

algo más largo del presente y como tal totalmente pasajera?



Regla número 2


Evitar la envidia: numquam felix eris, dum te torquebit felicior [«Nunca serás feliz si

te atormenta que algún otro es más feliz que tú», Séneca, De ira]. Cum

cogitaveris quot te antecedant, respice quot sequantur [«Cuando piensas cuántos se

te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen», Séneca, Epistulae ad Lucilium].

No hay nada más implacable y cruel que la envidia: y sin embargo, ¡nos

esforzamos incesante y principalmente en suscitar envidia!



Regla número 4


Los bienes que a alguien nunca se le había pasado por la cabeza pretender, no los

echa en absoluto de menos, sino que está plenamente contento sin ellos. Otro, en

cambio, que posee cien veces más que aquél, se siente desgraciado porque le falta

una cosa que pretende. También a este respecto cada uno tiene su propio horizonte de

lo que a él le es posible alcanzar. Hasta donde se extiende, llegan sus pretensiones. Si

un objeto cualquiera dentro de este horizonte se le presenta de tal manera que puede

confiar en obtenerlo, entonces se siente feliz; en cambio es infeliz si surgen

dificultades que le privan de la perspectiva de tenerlo. Lo que se halla fuera del

alcance de su vista no ejerce ningún efecto sobre él. Esta es la razón por la cual el

pobre no se inquieta por las grandes posesiones de los ricos, y por la que, a su vez, el

rico no se consuela con lo mucho que ya posee cuando no se cumplen sus

pretensiones. La riqueza es como el agua de mar: cuanto más se beba, más sed se

tendrá. Lo mismo vale para la fama. Tras la pérdida de las riquezas o de una situación

acomodada, tan pronto como se supera el primer dolor, el estado de ánimo habitual

no suele ser muy diferente del anterior, y esto se debe al hecho de que, una vez el

destino ha reducido el factor de nuestras posesiones, nosotros mismos reducimos en

igual medida el factor de nuestras pretensiones. Esta operación es, ciertamente, lo

propiamente doloroso en un caso de infortunio: una vez terminada, el dolor va

disminuyendo hasta que finalmente no se lo siente más: la herida cicatriza. A la

inversa, en un caso de buena fortuna sube el compresor de nuestras pretensiones y

éstas se expanden: esto constituye la alegría. Pero tampoco dura más tiempo del que

hace falta para terminar del todo esta operación: nos acostumbramos a la dimensión

más extensa de nuestras pretensiones y nos volvemos indiferentes hacia las

posesiones correspondientes.

La fuente de nuestro descontento se encuentra en nuestros intentos siempre renovados de subir el nivel del factor de las pretensiones, mientras la inmovilidad del otro factor lo impide.



Regla número 5


Por cierto que la observación sobre lo inevitable del dolor y sobre la sustitución de

una cosa por la otra y el introducir lo nuevo expulsando lo anterior podría llevarnos

incluso a la hipótesis paradójica, aunque no descabellada, de que en todo individuo la

naturaleza determina definitivamente la medida del dolor que es característica para él,

una medida que no se podría dejar vacía ni tampoco colmar demasiado, por mucho

que cambie la forma del sufrimiento. Según esta idea, el sufrimiento y bienestar no

vendrían determinados desde fuera, sino precisamente por esa medida o disposición,

que podría experimentar algún aumento o disminución según el estado físico y los

distintos momentos, pero que en conjunto permanecería igual, siendo simplemente lo

que se llama el temperamento de cada uno o, mejor dicho, el grado en que su mente

sería más liviana o más grave, como lo expresa Platón en el primer libro de la

República, εὔκολος o δύσκολος. Lo que apoya esta hipótesis no sólo es la conocida

experiencia de que grandes sufrimientos hacen totalmente imperceptibles a los

pequeños y, a la inversa, que en ausencia de grandes sufrimientos incluso las más

pequeñas molestias nos atormentan y ponen de mal humor, sino además el hecho de

que la experiencia nos enseña que una gran desgracia, que nos hace estremecernos

sólo de pensarla, cuando realmente ocurre, tan pronto como hemos superado el

primer dolor, en conjunto no altera mucho nuestro estado de ánimo. Y también a la

inversa, después de producirse un hecho feliz y largamente esperado no nos sentimos,

en conjunto, mucho más a gusto y cómodos que antes. Sólo el instante en que se

produce dicho cambio nos conmueve de manera inusitadamente fuerte, sea en forma

de un profundo lamento o en la de una exclamación de júbilo. Mas, ambos

desaparecen pronto porque se basan en un engaño. No surgen a partir del dolor o del

placer inmediatos y actuales, sino debido al anuncio de un futuro nuevo que se

anticipa en ellos. Sólo por el hecho de que el dolor o la alegría hacen un préstamo al

futuro es posible que sean tan inusualmente grandes y, por tanto, no duraderos. A

favor de la hipótesis según la cual tanto en la cognición como en los sentimientos de

sufrimiento o bienestar una gran parte estaría determinada subjetivamente y a priori,

se pueden alegar todavía como prueba las observaciones de que, al parecer, el ánimo

alegre o triste de las personas no está determinado por circunstancias externas, como

riqueza o clase social, porque entre los pobres encontramos al menos el mismo

número de caras contentas que entre los ricos. Por añadidura, los motivos que llevan

al suicidio son muy diversos, de manera que no podemos indicar una desgracia lo

bastante grande para que induzca con gran probabilidad a cualquier carácter al

suicidio, y hay pocos males pequeños que, por insignificantes que parezcan, no hayan

provocado también suicidios. Aunque el grado de nuestra alegría o tristeza no es

siempre el mismo, según esta concepción no lo atribuiremos al cambio de

circunstancias externas, sino al estado interior, al estado físico. Porque cuando se

produce un aumento auténtico de nuestro buen humor, aunque fuera pasajero, incluso

llegando al grado de la alegría, esto suele ocurrir sin motivo externo alguno. Es cierto

que a menudo entendemos nuestro dolor como consecuencia de un determinado

acontecimiento externo y aparentemente sólo es éste el que nos pesa y entristece, de

modo que creemos que al desaparecer esta causa, deberíamos sentir la mayor

satisfacción. Sin embargo, esto es un engaño. Según nuestra hipótesis, la magnitud de

nuestro dolor y bienestar en su conjunto está determinada subjetivamente en cada

momento y, en relación a nuestro dolor, cualquier motivo externo de tristeza es tan

sólo lo que para el estado físico sería un vejigatorio que concentra todos los

humores malignos repartidos en el cuerpo. Si no hubiera una causa externa de

sufrimiento, el dolor determinado por nuestro carácter y, por tanto, inevitable durante

este período, estaría repartido en mil puntos diferentes y aparecería en forma de mil

pequeños disgustos y quejas sobre cosas que pasamos del todo por alto cuando

nuestra capacidad para el dolor ya está colmada por un mal principal que ha

concentrado todos los demás dolores en un solo punto. Este hecho lo corrobora

también la observación de que tras el alivio por un final feliz de una gran

preocupación que nos oprimía, pronto aparece otra en su lugar, cuya materia ya

estaba presente, pero no podía llegar como tal preocupación a la conciencia, porque a

ésta no le sobraba capacidad para ello, de modo que dicha materia de preocupación

permanecía des apercibida tan sólo como una figura oscura y nebulosa en el último

extremo del horizonte. En cambio, en el momento de disponer nuevamente de

espacio, esta materia ya configurada se acerca y ocupa el trono de la preocupación

dominante (πρυτανεύουσα) del día. Aunque según su materia pueda ser mucho más

ligera que la materia de la preocupación desaparecida, es capaz de inflarse de tal

manera que aparentemente se iguala en magnitud a la anterior, llenando así por

completo el trono de la preocupación principal del día.

La alegría desmesurada y el dolor intenso siempre se dan en la misma persona,

porque ambos se condicionan mutuamente y también están condicionados por una

gran vivacidad del espíritu. Como acabamos de ver, no son producto de la pura

actualidad, sino de la anticipación del futuro. Pero, dado que el dolor es esencial a la

vida y también en cuanto a su grado sólo determinado por la naturaleza del sujeto, de

modo que los cambios repentinos, de hecho, no pueden cambiar su grado, por eso el

júbilo o el dolor excesivos siempre se basan en un error y una ilusión. En

consecuencia ambas tensiones excesivas del estado de ánimo se podrían evitar por

medio de la sensatez. Todo júbilo desmesurado (exultatio, insolens laetitia) se basa

siempre en la ilusión de haber encontrado algo en la vida que de hecho no se puede

hallar en ella, a saber, una satisfacción permanente de los deseos o preocupaciones

que nos atormentan y que renacen constantemente. De cada una de estas ilusiones

hay que retornar más tarde inevitablemente a la realidad y pagarla, cuando

desaparece, con la misma cuantía de amargo dolor que tenía la alegría causada por su

aparición. En este sentido se parece bastante a un lugar elevado al que se ha subido y

del que sólo se puede bajar dejándose caer. Por eso habría que evitar las ilusiones,

pues cualquier dolor excesivo que aparece repentinamente no es más que la caída

desde semejante punto elevado, o sea, la desaparición de una ilusión que lo ha

producido. Por consiguiente podríamos evitar ambos, si fuéramos capaces de ver las

cosas siempre claramente en su conjunto y en su contexto y de cuidarnos de creer que

realmente tienen el color con el que desearíamos verlas.

La mayoría de las veces, sin embargo, así como rechazamos una medicina amarga,

nos resistimos a aceptar que el sufrimiento es esencial a la vida, de modo que no

fluye hacia nosotros desde fuera, sino que cada uno lleva la fuente inagotable del

mismo en su propio interior. Al contrario, a modo de un pretexto, siempre buscamos

una causa externa y singular para nuestro dolor incesante; tal como el ciudadano libre

se construye un ídolo para tener un amo. Porque nos movemos incansablemente de

un deseo a otro y, aunque ninguna satisfacción alcanzada, por mucho que prometía,

nos acaba de contentar, sino generalmente pronto se presenta como error vergonzoso,

no terminamos de admitir que estamos llenando la bota de las Danaídes, sino que

corremos detrás de deseos siempre nuevos:


Pues mientras nos falta lo que deseamos, nos parece que supera a todo

en valor; pero cuando fue alcanzado,

se presenta otra cosa, y así siempre estamos presos de la misma

sed, nosotros que anhelamos la vida».


Lucrecio, De rerum natura


Así, o bien el movimiento va al infinito, o bien, cosa más rara que presupone cierta

fuerza de carácter, continúa hasta que encontramos un deseo que no se puede cumplir,

pero que tampoco se puede abandonar. Entonces tenemos en cierto modo lo que

buscamos, a saber, algo que en todo momento podemos acusar, en lugar de nuestro

propio carácter, como la fuente de nuestros sufrimientos y que nos hace enemigos de

nuestro destino pero que, en cambio, nos reconcilia con nuestra existencia, porque

vuelve a alejar de nosotros la necesidad de admitir que el sufrimiento es esencial a

esta existencia misma y que la verdadera satisfacción es imposible. La consecuencia

de esta última forma de desarrollo es un estado de ánimo algo melancólico, que

significa soportar constantemente un gran dolor único y el desprecio resultante de

todos los pequeños sufrimientos o alegrías; por lo cual se trata de un fenómeno algo

más digno que la constante persecución de ilusiones siempre nuevas, que es mucho

más vulgar.



Regla número 7


Reflexionar a fondo sobre una cosa antes de emprenderla, pero, una vez que se ha

llevado a cabo y se pueden esperar los resultados, no angustiarse con repetidas

consideraciones de los posibles peligros, sino desprenderse del todo del asunto,

mantener el cajón del mismo cerrado en el pensamiento y tranquilizarse con la

convicción de que en su momento se ha ponderado todo exhaustivamente. Si el

resultado, no obstante, llega a ser malo, ello se debe a que todas las cosas están

expuestas al azar y al error.



Regla número 13


Cuando estamos alegres, no debemos pedirnos permiso para ello con la reflexión de

si a todas luces tenemos motivo para estarlo. Nada hay que pueda sustituir

tan perfectamente como la alegría a cualquier otro bien. Cuando alguien es rico,

joven, bello y famoso, hay que preguntarse si además es alegre para enjuiciar su

felicidad; mas a la inversa, si es alegre, no importa si es joven, viejo, pobre o rico: es

feliz. Por ello debemos abrir todas las puertas a la alegría, cuando sea que llegue.

Porque nunca llega a deshora. En cambio, a menudo tenemos reparos en dejarla

entrar, porque primero queremos considerar si realmente tenemos motivo para estar

alegres o si eso no nos distrae de nuestras reflexiones serias y preocupaciones

profundas. Lo que mejoramos con estas últimas es muy incierto, mientras que la

alegría es la ganancia más segura; y puesto que sólo tiene valor para el presente, es el

bien más elevado para aquellos seres cuya realidad tiene la forma de un presente

indivisible entre dos tiempos infinitos. Si es así que la alegría es el bien que puede

sustituir a todos los demás, mientras que ningún otro bien la puede sustituir a ella, por

consiguiente deberíamos preferir la adquisición de este bien a la de cualquier otra

cosa. Ahora bien, es cierto que no hay nada que contribuya menos a la alegría que las

circunstancias externas de la fortuna y nada que la favorezca más que la salud. Por

eso debemos dar preferencia a ésta ante todo lo demás y, en concreto, procurar

conservar un alto grado de perfecta salud, cuya flor es la alegría. Su adquisición

requiere evitar todos los excesos, también todas las emociones intensas o

desagradables; también todos los grandes y constantes esfuerzos intelectuales,

finalmente al menos dos horas de movimiento rápido al aire libre.



Regla número 14


Se podría decir que buena parte de la sabiduría de la vida se basa en la justa

proporción entre la atención que prestamos en parte al presente y en parte al futuro

para que la una no pueda estropear a la otra. Muchos viven demasiado en el presente

(los imprudentes), otros demasiado en el futuro (los miedosos y preocupados), raras

veces alguien mantendrá la medida justa. Quienes sólo viven en el futuro con sus

ambiciones, que siempre miran hacia adelante y corren impacientes al encuentro de

las cosas venideras como si sólo éstas pudieran traer la verdadera felicidad, y dejan

que, mientras tanto, el presente pase de largo sin disfrutarlo ni prestarle atención,

estas personas se parecen al asno italiano de Tischbein, con su fajo de heno atado

con una cuerda delante de él para acelerar su paso. Siempre viven sólo ad interim,

hasta que mueren. La tranquilidad del presente sólo la pueden molestar aquellos

males que son seguros y cuyo momento de producirse es igualmente seguro. Pero hay

muy pocos que sean así, porque o bien son males sólo posibles o en todo caso

probables, o bien son seguros pero el momento de su acaecimiento es del todo

incierto, como por ejemplo, la muerte. Si nos entregamos a estos dos tipos de

malestar, no nos quedará ni un instante de tranquilidad. Para no perder la serenidad de

toda nuestra vida ante males inciertos o indefinidos, debemos acostumbrarnos a ver

los primeros como si nunca llegaran y a los segundos como si con seguridad no

acaecerían en el momento actual.



Regla número 15


Un hombre que se mantiene sereno ante todos los accidentes de la vida, sólo muestra

que sabe cuán inmensas y diversas son las posibles contrariedades de la vida y que,

por eso contempla un mal presente como una pequeña parte de aquello que podría

venir; y a la inversa, quien sabe esto último y lo tiene en cuenta, siempre mantendrá

la serenidad.


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