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Foto del escritorAmenhotep VII

Las penas del joven Werther - Johann Wolfgang von Goethe



10 DE MAYO

«Reina en mi espíritu una alegría admirable, muy parecida a las dulces alboradas

de la primavera, de que gozo aquí con delicia. Estoy solo, y me felicito de vivir en

este país, el más a propósito para almas como la mía, soy tan dichoso, mi querido

amigo, me sojuzga de tal modo la idea de reposar, que no me ocupo de mi arte. Ahora

no sabría dibujar, ni siquiera hacer una línea con el lápiz; y, sin embargo, jamás he

sido mejor pintor. Cuando el valle se vela en torno mío con un encaje de vapores;

cuando el sol de mediodía centellea sobre la impenetrable sombra de mi bosque sin

conseguir otra cosa que filtrar entre las hojas algunos rayos que penetran hasta el

fondo del santuario; cuando recostado sobre la crecida hierba, cerca de la cascada, mi

vista, más próxima a la tierra, descubre multitud de menudas y diversas plantas;

cuando siento más cerca de mi corazón los rumores de vida de ese pequeño mundo

que palpita en los tallos de las hojas, y veo las formas innumerables e infinitas de los

gusanillos y de los insectos; cuando siento, en fin, la presencia del Todopoderoso, que

nos ha creado a su imagen, y el soplo del amor sin limites que nos sostiene y nos

mece en el seno de una eterna alegría; amigo mío, si los primeros fulgores del alba

me acarician, y el cielo y el mundo que me rodean se reflejan en mi espíritu como la

imagen de una mujer adorada, entonces suspiro y exclamo: “¡Si yo pudiera expresar

todo lo que siento! ¡Si todo lo que dentro de mí se agita con tanto calor, con tanta

exuberancia de vida, pudiera yo extenderlo sobre el papel, convirtiendo éste en espejo

de mi alma, como mi alma es espejo de Dios!” Amigo… Pero me abismo y me

anonada la sublimidad de tan magníficas imágenes.»


13 DE MAYO

«¿Me preguntas si debes enviarme mis logros? ¡Por Dios, hombre, no me

abrumes con ese aumento de equipaje! No quiero que me guíen, que me exciten, que

me espoleen: aquí me basta mi corazón. Sólo echaba de menos un canto que me

arrullase, y he encontrado en mi Homero más de lo que buscaba. ¡Cuántas veces

templo con sus versos el hervor de mi sangre! Porque tú no conoces nada más

desigual, ni más variable que mi corazón. Amigo mío: ¿necesitaré decírtelo, a ti que

has sufrido más de una vez viéndome pasar de la tristeza a la alegría más

alborotadora, y de una dulce melancolía a la pasión más violenta? Trato a este pobre

corazón como a un niño enfermo, le concedo cuanto me pide. No se lo cuentes a

nadie, que no faltaría quien dijese que con ello cometo un crimen.»


22 DE MAYO

«Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí

esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las

facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos

estriba en satisfacer nuestras necesidades, que éstas sólo tienden a prolongar una

existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras

investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos

entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los

muros que nos aprisionan; todo esto, Guillermo, me hace enmudecer. Me reconcentro

en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de

presentimientos y de deseos sin formular, que de realidades y de fuerzas vivas.

Cuantos se dedican a la enseñanza convienen en que los niños no saben darse

cuenta de su voluntad; pero, por más que para mí sea una verdad inconcusa, no

creerán muchos que los hombres como los niños, caminando a tientas sobre la tierra,

ignorando de dónde vienen y adónde van, son poco menos que autómatas y,

exactamente como los niños, se dejan gobernar con juguetes, confites y azotes.

Te concederé desde luego (porque sé que me lo puedes objetar) que los más

felices son los que no se curan del pasado ni del porvenir, los que pasean, visten y

desnudan su muñeca, y los que, dando cautelosas vueltas alrededor del armario donde

la madre ha encerrado las golosinas, cuando logran atrapar el manjar apetecido, lo

devoran a dos carrillos y gritan: “¡Más!” Estas criaturas son envidiables. También lo

son las que, encareciendo con títulos pomposos sus frívolas ocupaciones, o tal vez sus

pasiones, reclaman gratitud al género humano, como si para su salud y su dicha

hubieran llevado a cabo alguna empresa gigantesca. ¡Feliz el que pueda vivir de este

modo! Sin embargo, el hombre humilde que comprende adónde va todo a parar; el

que observa con cuánta facilidad convierte cualquiera su huerto en un paraíso, y con

cuánto tesón el infeliz que gime encorvado bajo el fardo de la miseria prosigue casi

exánime su camino, aspirando, como todos, a ver un minuto más la luz del sol, está

tranquilo, crea un mundo, que saca de sí mismo, y también es feliz, porque es

hombre. Podrá agitarse en una esfera muy limitada; pero siempre llevará en su

corazón la dulce idea de la libertad y el convencimiento de que saldrá de esta prisión

cuando quiera.»


30 DE MAYO

«Lo que te dije el otro día sobre la pintura es aplicable a la poesía: basta con conocer lo que es bello y atreverse a expresarlo. En verdad, no se puede decir más en menos palabras. He asistido hoy a una escena que, fielmente referida, sería el mejor idilio del mundo; pero poesía, escenario, idilio…, ¿qué falta hacen? ¿Es preciso, cuando debemos interesarnos en una manifestación de la naturaleza, que se halle artísticamente combinada? Si después de este exordio esperas oír algo grande y sublime, te llevas un gran chasco: es pura y simplemente una joven aldeana que me ha inspirado esta irresistible simpatía… Como de costumbre, referiré mal, y, como de costumbre me encontrarás, según creo exagerado. Culpa es de Wahlheim, y siempre de Wahlheim el que suceda así.»


16 DE JUNIO

«¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas; ¡tú, que te cuentas entre nuestros sabios! Debes adivinar que me encuentro bien y que…, en una palabra, he hecho una amistad que interesa a mi corazón. Yo he…, yo no sé… Difícil me será referirte de por sí cómo he conocido a la más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento; por lo tanto, seré mal historiador. ¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la que aman, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo no podré decirte cuán perfecta es y por qué es perfecta; en resumen, ha esclavizado todo mi ser. ¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta bondad con tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida real, de la vida activa! »Cuando digo de ella no es más que una palabrería insulsa, una helada abstracción, que no puede darte ni remota idea de lo que es. Otra vez…, no quiero contártelo en seguida. Si lo dejo, no lo haré nunca, porque (dicho sea para nosotros), desde que he comenzado esta carta, tres veces he tenido ya intención de soltar la pluma, hacer ensillar mi caballo y marcharme. Y, sin embargo, esta mañana me había jurado a mí mismo no ir; así y todo, a cada momento me asomo a la ventana para ver la altura a que se encuentra el sol. No he podido vencerme: he ido a hacerle una visita. Heme ya de vuelta, Guillermo, estoy cenando y escribiéndote. Si continúo de este modo, no sabrás al fin más que al principio. Escucha, pues: procuraré sosegarme para poderte hacer una detallada relación de todo. Te dije últimamente que había hecho conocimiento con el juez S. y que me había invitado a visitarle en su retiro, o por mejor decir, en su reinezuelo. No me acordaba de esta visita, y acaso no la hubiera hecho nunca si la casualidad no me hubiese descubierto el tesoro escondido en este paraje solitario. »La gente joven había dispuesto un baile en el campo, al que debía yo asistir. Tomé por pareja a una señorita bella y de buen genio, pero de trato indiferente, y convinimos en que yo iría con un coche a buscar a esta señorita y a su tía, que la acompañaba, para conducirlas al sitio de la fiesta y convinimos, además, en que al paso recogeríamos a Carlota S. “Vais a conocer a una joven muy guapa”, me dijo mi pareja, mientras atravesábamos la gran selva y nos acercábamos a la casa. “¡Cuidado con enamorarse!”, añadió la tía. “¿Y por qué?” pregunté yo. “Porque ya está prometida a un joven que vale mucho y que, por haber perdido a su padre, ha tenido necesidad de hacer un viaje para arreglar sus asuntos y solicitar un buen empleo.” Escuché estos detalles con bastante indiferencia. »Descendía el sol rápidamente hacia las montañas que limitaban el horizonte, cuando el coche se detuvo en la puerta del patio de la casa. Hacía un calor sofocante, y las señoras tenían miedo de que descargase una tempestad, que parecía formarse entre pardas y oscuras nubecillas que cercaban el horizonte. Disipé los temores de mis compañeras, fingiendo tener profundos conocimientos del tiempo, a pesar de que también yo presentía que se nos iba a aguar la fiesta. »Ya había yo bajado del coche, cuando llegó una criada a la puerta del patio y nos dijo que hiciésemos el favor de aguardar un momento, que la señorita Carlota no tardaría en salir. Atravesé el patio y avancé con desenfado hacia la casa; cuando hube subido la escalera y franqueé la puerta, contemplaron mis ojos el espectáculo más encantador que he visto en mi vida. En la primera habitación, seis niños, desde dos hasta once años de edad saltaban alrededor de una hermosa joven, de mediana estatura, vestida con una sencilla túnica blanca, adornada con lazos de color de rosa en las mangas y en el pecho. Tenía en la mano un pan moreno, del que a cada uno de los niños cortaba un pedazo proporcionado a su edad y a su apetito. Les repartía las rebanadas con la mayor gracia, y ellos, gritando, se lo agradecían, después de haber tenido un buen rato las manecitas levantadas, aun antes que el pan estuviese cortado. Por fin, provistos de su merienda, unos se alejaron saltando de contento; otros, de carácter menos juguetón, se fueron sosegadamente a la puerta del patio para ver a los forasteros y el coche que debía llevarse a Carlota. Ésta me dijo: “¿Me perdonaréis que haya causado la molestia de entrar y haber hecho esperar a esas señoras? Distraída en vestirme y en tomar las disposiciones que en la casa exige mi ausencia, me había olvidado de dar su merienda a los niños, que no quieren recibirla sino de mi mano.” Contesté con un cumplido insignificante: mi alma estaba absorta en contemplar su talle, su rostro, su voz, sus menores movimientos. Apenas pude volver de mi sorpresa al verla entrar presurosa en otra habitación para tomar los guantes y el abanico. Los niños, permaneciendo a cierta distancia, me miraban de reojo; yo me acerqué al más pequeño, cuya fisonomía era sumamente interesante. Se retiraba huyendo de mí, cuando Carlota, que salía ya por la puerta, le dijo: “Luis, da la mano a ese caballero, que es tu primo.” »Obedeció el niño sonriendo, y, aunque tenía las narices llenas de mocos, no pude resistir la tentación de darle algunos besos. “¿Primo? —dije a Carlota, ofreciéndole la mano—. ¿Creéis que yo merezca la dicha de ser pariente vuestro?” “¡Oh! —exclamó ella jovialmente—; nuestro parentesco es muy antiguo, y yo sentiría infinito que fueseis el peor de la familia.” Al salir, encargó a Sofía, niña de once a doce años y la mayor de las hermanas que quedaban en la casa, que cuidase bien de los niños y saludase a su padre cuando volviese de paseo. Recomendó a los pequeños que obedeciesen a Sofía como si fuese ella misma, lo que muchos prometieron terminantemente; pero una traviesa rubilla, que podría tener unos seis años, se apresuró a decir: “Pero ella no eres tú, Lota, y nosotros queremos mejor que seas tú.” Los dos hermanos mayores se habían encaramado en el coche, y, por mi intercesión, Carlota les permitió acompañarnos hasta la selva, aunque haciéndoles prometer que se mantendrían firmes y que no se pelearían el uno con el otro. »Apenas nos habíamos colocado nuestros asientos; apenas las damas habían cambiado el saludo y las lisonjas de costumbre sobre los trajes, especialmente sobre los sombrerillos, y pasado revista a las personas que debían asistir al baile, cuando Carlota hizo parar el coche y mandó a sus hermanos apearse. Estos quisieron besarle de nuevo la mano: el mayor lo hizo con toda la ternura de un adolescente; el más pequeño, con tanta viveza como atolondramiento. Les encargó una vez más que saludasen a sus otros hermanos, y continuamos nuestra marcha. »La tía de mi pareja preguntó a Carlota si había concluido el libro que últimamente le había prestado. “No —dijo ella—, no me gusta, y os lo devolveré pronto; tampoco el anterior me hizo mucha gracia.” Encontraba en cuanto decía un talento nada común; cada palabra añadía nuevos encantos, nuevos fulgores de inteligencia a su rostro, y observé que se explicaba con tanto más gusto cuanto que veía en mí una persona que la comprendía. “Cuando yo era más niña —me dijo— mi lectura favorita eran las novelas. Dios sabe cuánto placer experimentaba yo cuando podía sentarme el domingo en algún rinconcillo para participar con todo mi corazón de la dicha o de la desgracia de alguna miss Jenni. No quiere esto decir que este género de literatura haya perdido a mis ojos todos sus encantos; pero, como ahora son contadas las veces que puedo leer, cuando lo hago deseo que la obra esté perfectamente dentro de mi gusto. El autor que prefiero es aquel en quien hallo el mundo que me rodea, el que cuenta las cosas como las veo en torno mío, el que con sus descripciones, me atrae y me interesa tanto como mi propia vida doméstica, que indudablemente no es un paraíso, pero sí una fuente de aquí un inefable para mí.” Procuré ocultar la emoción que me causaban estas palabras, pero no lo conseguí por mucho tiempo, pues cuando la oí hablar, incidentalmente, del vicario de Wakefield, de… , no pudiendo contenerme, le dije cuanto se me ocurrió en aquel instante, y sólo después de un rato, al dirigir Carlota la palabra a nuestras compañeras, caí en la cuenta de que éstas habían permanecido como dos marmolillos, sin tomar parte en la conversación. La tía me miró más de una vez con un aire de burla, del que no hice el menor caso. Hablamos entonces del baile. “Si bailar es un defecto —dijo Carlota—, confieso ingenuamente que no concibo otro de más atractivos. Cuando alguna cosa me desvela con exceso y me acerco a mi clavicémbalo, aunque esté desafinado, me basta con mal tocar una contradanza para darlo todo al olvido.” ¡Con cuánto embeleso mientras ella hablaba, fijaba yo mi vista en los ojos negros! ¡Cómo enardecían mi alma la animación de sus labios y la frescura risueña de sus mejillas! ¡Cuántas veces, absorto en los magníficos pensamientos que exponía dejé de prestar atención a las palabras con que se explicaba! Tú, que me conoces a fondo puedes formar una idea exacta de todo esto. En fin, cuando el coche paró delante de la casa del baile yo eché pie a tierra completamente abstraído. La hora del crepúsculo, el laberinto de sueños en que vagaba mi imaginación, todo contribuyó a que apenas hiciese alto en los torrentes de armonía que llegaban hasta nosotros desde la sala iluminada. El señor Audran y un tal… (¿quién puede retener en la memoria todos los nombres?), que eran las parejas de la tía y de Carlota, nos recibieron en la puerta y se apoderaron de sus damas, yo los seguí con la mía. Comenzamos por bailar varias veces el minué. Saqué una por una todas las señoras y pude observar que las que valían menos eran las que hacían más dengues antes de decidirse a ponerse a bailar. Carlota y su caballero comenzaron una contradanza inglesa: puedes figurarte el placer que experimenté cuando le tocó hacer la figura conmigo. ¡Es preciso verla bailar! Lo hace con todo su corazón, con toda su alma; todo su cuerpo está en una perfecta armonía, y se abandona de tal modo con tanta naturalidad, que parece que para ella el baile lo resume todo, que no tiene otra idea ni otro sentimiento y que, mientras baila, lo demás se desvanece ante sus ojos. »Le pedí la segunda contradanza y me ofreció la tercera, asegurándome que tendría mucho gusto en bailar la alemanda. “Aquí es costumbre —añadió— cada cual baile la alemanda con su pareja, pero mi caballero valsa mal y me agradecerá que le releve de esta obligación. Vuestra compañera tampoco la sabe ni se cuida de ello, y he observado, durante la danza inglesa, que bailáis a maravilla. Por lo tanto, si queréis bailar conmigo la alemanda, id a pedirme a mi caballero mientras yo hablo a vuestra dama.” Después le di la mano, y se convino en que, mientras nosotros bailábamos juntos, su caballero acompañaría a mi pareja. »Se comenzó, nos entretuvimos un rato en hacer diferentes pasos y figuras. ¡Qué gracia, qué agilidad en sus movimientos! Cuando llegamos al vals y las parejas, como las esferas celestes, empezaron a girar unas alrededor de otras, hubo un momento de confusión, porque son contados los que valsan bien. Tuvimos la prudencia de dejar pasar el primer ímpetu de los demás; pero cuando los menos hábiles se retiraron, nos lanzamos de nuevo y dejamos bien puesto nuestro pabellón, y seguidos de otra pareja, que eran Audran y su compañera. Jamás he sido más ligero; yo era ya un hombre. Tener en mis brazos a la criatura más amable, volar con ella como una exhalación, desapareciendo de mi vista todo lo que rodeaba, y…, Guillermo, te lo diré ingenuamente: me hice el juramento de que mujer que yo amase, y sobre la cual tuviera algún derecho, no valsaría jamás con otro que conmigo; Jamás, aunque me costase la vida. ¿Me comprendes? »Dimos algunas vueltas por la sala para tomar aliento; después ella se sentó y le presenté, para que refrescase, unos limones que yo había separado cuando se hacía el ponche, los únicos que quedaban. Observé que agradecía mi atención; pero se hallaba al lado una dama indiscreta, a quien ella ofrecía pedacitos por pura cortesía, y cada uno que tomaba era un puñal que me atravesaba el corazón. En la tercera contradanza inglesa nos tocó ser la segunda pareja. Cuando concluíamos de hacer la cadena y yo (¡Dios sabe con cuánta voluptuosidad!) me adhería al brazo de Carlota, fijo en sus ojos, que brillaban con la cándida expresión del placer más puro y espontáneo, nos hallamos delante de una señora que, aunque ya se iba alejando de lo mas florido de su juventud, me había llamado la atención por cierto aire de amabilidad que hermoseaba su semblante. Miró a Carlota sonriendo, hizo como que la amenazaba, y pronunció al paso dos veces el nombre de Alberto, con un tonillo misterioso. “¿Puedo —dije a Carlota— sin cometer una imprudencia preguntaros quién es Alberto?” Iba a responderme; pero tuvimos que separarnos para hacer la gran cadena, y cuando llegamos a cruzar uno al lado del otro, me pareció que estaba pensativa. “¿Por qué os lo he de ocultar? —me dijo al darme la mano para hacer una figura —. Alberto es un joven muy apreciable al cual estoy prometida.” Aunque esto no era nuevo para mí, porque lo había sabido en el coche, me causó tanta sorpresa como si lo ignorase, y es que no me había ocupado de tal noticia con relación a Carlota, que en tan breves instantes llegó a serme tan querida. En una palabra, me turbé, me desconcerté y embrollé de tal modo la figura, que, sin la presencia de ánimo de Carlota y la oportunidad con que enmendaba mis torpezas, no se hubiera podido continuar la contradanza. Aún duraba el baile cuando los relámpagos que desde mucho antes esclarecían el horizonte, y que yo achacaba sin cesar a ráfagas de calor se hicieron más intensos, y el ruido del trueno apagaba el de la música. Tres señoras, seguidas de sus caballeros, abandonaron la contradanza, se generalizó el desorden y enmudecieron los instrumentos. Cuando repentino pavor o accidente imprevisto nos sorprende en medio de los placeres, producen en nosotros, y es natural, una impresión más honda que de ordinario ya sea por el contraste que se destaca vigorosamente, ya porque, una vez abiertos nuestros sentidos a las emociones, adquieren una sensibilidad exquisita. A esta causa debo atribuir los gestos extraños que vi hacer entonces a muchas señoras. La más prudente corrió a sentarse en un rincón, tapándose los oídos y volviendo la espalda hacia la ventana; otra se arrodilló delante de ella y escondió la cabeza en su regazo; una tercera se metió entre las dos ventanas y abrazaba a sus hermanitas, vertiendo torrentes de lágrimas. Algunas querían volverse a sus casas; otras, que estaban más amilanadas, ni siquiera tenían ánimo para reprimir la audacia de los astutos jóvenes, que se ocupaban afanosos en robar de los labios de las bellas afligidas las temidas plegarias que dirigían al cielo. Algunos hombres habían salido a fumarse tranquilamente una pipa, y los demás de la reunión acogieron con júbilo la feliz idea que tuvo la dueña de la casa de trasladarnos a otra pieza donde las ventanas tenían postigos y colgaduras. Carlota, apenas entramos en la nueva habitación, hizo poner las sillas en corro y propuso un juego. Vi que varios caballeros, enderezándose como para indicar que estaban prontos, se relamían de gusto, soñando ya en las sentencias de las prendas. “Jugamos a contar —dijo ella—. Prestadme atención. Yo iré pasando por toda la rueda, siempre de derecha a izquierda y vosotros al mismo tiempo contaréis desde uno hasta mil, diciendo a mi paso cada cual el número que le toque. Debe contarse muy de prisa, y el que titubee o se equivoque recibirá un bofetón.” Nada más divertido. Carlota, con el brazo extendido, echó a andar dentro del corro. “¡Uno!”, dijo el primero. “¡Dos!”, el segundo. “¡Tres!”, el que estaba al lado, y así sucesivamente. Ella fue poco a poco acelerando sus pasos, aquello ya no era andar: volaba. Uno se equivocaba. ¡Plaf!, bofetón; el que le sigue lanza una carcajada. ¡Plaf!, nuevo bofetón y Carlota corriendo cada vez más. A mí me alcanzaron dos sopapos, y con inefable placer creí haber notado que me los aplicaba más fuerte que a los otros. El juego concluyó en medio de una risa y una algazara general antes que la cuenta hubiese llegado al número mil. Las personas que tenían más intimidad formaron conversación aparte; la tempestad había cesado, y yo seguí a Carlota, que se volvió a la sala. En el camino me dijo: “Los bofetones han hecho que se olviden de la tempestad y de todo.” Nada pude contestarle. “Yo era —prosiguió— una de las más miedosas; pero aparentando valor para animar a los demás, llegué a tenerlo de veras.” Nos acercamos a la ventana; se oían truenos lejanos y el ruido apacible de una abundante lluvia que caía sobre los campos. Una atmósfera tibia nos acaricia con oleadas de los más suaves perfumes. Carlota había apoyado los codos en el marco de la ventana y miraba hacia la campiña, luego levantó los ojos al cielo; después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados de lágrimas; por fin, puso su mano sobre la mía y exclamó: “¡Oh Klopstock!” Abismado en un torrente de emociones que esta sola palabra despertó en mi espíritu, recordé al instante la oda sublime que ocupaba a la sazón el pensamiento de Carlota. No pude resistir: me incliné sobre su mano, se la llené de besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis ojos a encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola mirada, que debías haber visto, basta para tu apoteosis. ¡Ojalá no vuelva yo a oír pronunciar tu nombre tan frecuentemente pronunciado!»


18 DE JULIO

«Guillermo, sin el amor, ¿qué sería el mundo para nuestro corazón? Lo que una linterna mágica sin luz. Apenas se introduce la lamparilla, cuando las imágenes más variadas aparecen en el lienzo diáfano. Y aunque el amor no sea otra cosa que fantasmas pasajeros, esto basta para labrar nuestra dicha cuando, deteniéndonos a contemplarlos como niños alegres, nos extasiamos con tan maravillosas ilusiones.»



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