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Foto del escritorAmenhotep VII

Esto es Eso - Alan Watts (Segunda Parte)




Desde el momento de su nacimiento, han de transcurrir sólo unas semanas para

que los pajaritos vuelen, los patitos naden, los gatitos cacen y se suban a los árboles,

y los pequeños monos salten de rama en rama. Aunque la vida de dichos animales es

mucho más corta que la del hombre, proporcionalmente sólo necesitan una fracción

del tiempo requerido por el ser humano civilizado para adquirir las artes esenciales de

la vida. En su caso, el mero hecho de la existencia parece garantizar las aptitudes

necesarias para la supervivencia y podríamos casi llegar a decir que sus técnicas están

incorporadas en sus cuerpos. Sin embargo, en el caso de los seres humanos, la

supervivencia en el contexto de una comunidad civilizada exige el dominio del arte

de pensar, aprender y elegir, que ocupa aproximadamente una cuarta parte de la

duración de la vida. Además, parece que vivir en una sociedad civilizada exige pensar

y actuar de un modo completamente distinto del de los animales, insectos y plantas.

Por regla general y con cierta vaguedad, dicha forma suele denominarse inteligente,

por contraposición con la instintiva. La diferencia aproximada consistiría en que la

actuación instintiva es espontánea, mientras que la inteligente implica un complejo

proceso de análisis, pronóstico y decisión.

Ambas formas de actuar requieren una habilidad asombrosa, si bien hasta el

momento parece que la inteligencia ofrece una mayor garantía de supervivencia; por

lo menos en cuanto a que su aplicación tecnológica ha aumentado la expectativa

media de vida en unos veinte años. Pero las ventajas de la actuación inteligente tienen

un precio, a veces tan alto, que cabe preguntarse si merece la pena, ya que, como

ahora sabemos, el precio de la inteligencia es la angustia crónica, que curiosamente

parece aumentar en proporción directa a la sujeción de la vida humana a una

organización inteligente.

El tipo de inteligencia que hemos cultivado, provoca angustia debido por lo

menos a tres razones principales. La primera se debe a que el pensamiento inteligente

funciona dividiendo en mundo de la experiencia en hechos y sucesos independientes,

lo suficientemente sencillos como para centrar nuestra atención consciente en los

mismos, uno por uno. Pero hay innumerables formas de dividir y seleccionar hechos

y sucesos para nuestra atención, es decir los datos necesarios para cualquier

pronóstico o decisión, y por consiguiente, cuando llega el momento de elegir, siempre

nos atormenta la terrible duda de haber pasado por alto datos importantes. Por tanto

no existe una seguridad completa de que una decisión importante sea correcta. El

constantemente malogrado esfuerzo que realizamos para obtener una seguridad

completa, revisando datos, se convierte en una angustia especial que denominamos

sentido de la responsabilidad. La segunda es debida a que el sentido de la

responsabilidad está íntimamente vinculado a un crecido sentido del ser como entidad

independiente, o centro de acción que no puede depender sólo del instinto o de la

espontaneidad para desempeñar la acción apropiada. Por consiguiente, el hombre

inteligente se siente independiente o desvinculado del resto de la naturaleza, y al

intentar dilucidarla con suficiente precisión, en su constante frustración, adquiere una

sensación de miedo y hostilidad hacia todo lo ajeno a su voluntad y su pleno control.

La tercera se debe a que la atención consciente observa los hechos y los sucesos en

series, a pesar de que puedan ocurrir simultáneamente. El hecho de observarlos en

series, y de formar pronósticos y tomar decisiones relativas al futuro de las mismas,

dota al hombre inteligente de un intenso concienciamiento del tiempo. Lo interpreta

como un proceso vital básico, contra el que se siente obligado a luchar. Sabe que

debe calcular con rapidez para vencerlo, aunque un estudio analítico de la naturaleza,

paso a paso, no indica propensión alguna a la velocidad. Además, el conocimiento del

futuro provoca reacciones emocionales a hechos futuros antes de que acaezcan y por

consiguiente angustia, ya que, por ejemplo, cabe la posibilidad de que uno enferme o

muera. Lo cual, al parecer, no preocupa a los seres que actúan por instinto.

Actuar por inteligencia es particular y predominantemente característico de la

civilización occidental, a pesar de que otras civilizaciones lo han desarrollado lo

suficiente para experimentar el mismo problema de angustia crónica. Sin embargo, la

civilización occidental ha sido la que ha desarrollado una mayor capacidad de control

del desenvolvimiento de los acontecimientos, basándose en la inteligencia

organizada. Pero esto parece haber intensificado nuestra angustia en lugar de

reducirla, ya que, cuanto más hemos profundizado en nuestro análisis del mundo

natural y del mundo humano, más complejo nos ha parecido proporcionalmente. El

alcance de nuestra información detallada sobre el mundo es tan enorme que para

cualquier individuo o fuente responsable de acción resulta excesiva sin depender de

la colaboración de otros que, por otra parte, son ajenos a su control. La colaboración

requiere fe, pero la fe es una actitud instintiva; hablando con toda propiedad, no es

inteligente confiar en lo que uno no ha analizado.

Parece, por tanto, que hay conflicto, contradicción, y consecuentemente angustia,

en la propia naturaleza de la inteligencia. Como medio eficaz, aunque lento y

laborioso, de control consciente, acumula un conjunto de información excesivamente

complejo para ser asimilado por su propio método de observar hechos y sucesos en

series correlativas. Uno debe confiar en la ayuda de máquinas u otras personas, pero

¿cuánto debe uno saber, cuántos datos ha de analizar, antes de decidir aceptar a un

colaborador? La inteligencia, que en cierto sentido es la duda sistemática, no puede ir

muy lejos sin abrazar su polo opuesto: la fe instintiva. Mientras la inteligencia y la fe

se excluyan mutuamente, existirá una contradicción imposible, dado que en la medida

en que la inteligencia es duda sistemática, no puede confiar en sí misma. De ahí que

la inseguridad sea la neurosis peculiar del hombre civilizado y que elabore sistemas

cada vez más complejos de protección jurídica, seguridad, y verifique repetidas veces

todo acto decisivo. Todo lo cual conduce al fenómeno de parálisis administrativa con

que todos estamos perfectamente familiarizados. (Recuerdo un incidente reciente en

cierta facultad de la universidad de California, donde era imposible contratar a una

mecanógrafa provisional por veinticinco dólares, sin rellenar un complejo formulario

con doce copias, cuatro de las cuales eran ilegibles).

No sólo la angustia, sino el propio agarrotamiento y la parálisis característicos de

la conducta estrictamente inteligente y no instintiva, constituyen las causas de los

movimientos antiintelectuales en nuestra sociedad. La impaciencia y la exasperación

con dichas complicaciones facilitan la transformación de sus democracias en

dictaduras. En señal de protesta ante la imposibilidad de dominar la desmesurada

cantidad de conocimientos técnicos en literatura, pintura y música, artistas y

escritores enloquecen y rompen todas las reglas, simplemente arrastrados por la

exuberancia instintiva. Agobiados por el alud insufrible de papeleo improductivo, los

pequeños negocios se venden a las grandes corporaciones y los profesionales

independientes se convierten en simples asalariados sin responsabilidad alguna.

Debido al asco que provoca la compleja organización del omnipotente rectorado y la

inimaginable pedantería de los doctorados, a las personas de verdadero ingenio o

habilidad creativa les resulta cada vez más difícil trabajar en nuestras universidades.

Es también el desaliento ante la imposibilidad de comprender o contribuir

productivamente al sumamente organizado caos de nuestro sistema

político/económico lo que hace que gran cantidad de personas se limiten a abandonar

los compromisos políticos y sociales. Permiten que se apodere de la sociedad una

pauta de organización tan autoproliferante como la mala hierba, cuyos objetivos y

valores no son humanos ni instintivos, sino mecánicos. Y conviene recordar que un

sistema de acción autocontradictorio genera formas de rebelión contradictorias entre

sí.

Hasta cierto punto es sin duda una manifestación de dicho antiintelectualsimo el

hecho de que últimamente haya crecido el interés de los occidentales por las

filosofías y religiones asiáticas. Al contrario del cristianismo sus estilos de vida parecen ofrecer, por encima de todo, una liberación del conflicto y de la angustia. Su objetivo es un estado de sensación interna en el que los polos opuestos cooperen entre sí en lugar de excluirse mutuamente, en el que haya desaparecido el conflicto entre el ser individual y la

naturaleza, o entre la inteligencia y el instinto. Su visión del mundo es unitaria (o, con

mayor propiedad, «no dualista») y en dicho mundo no existe una urgencia

abrumadora por estar en lo cierto en lugar de errar, o por vivir en lugar de morir. Sin

embargo, para nosotros es bastante difícil comprender este punto de vista,

precisamente porque estamos acostumbrados a considerar que los opuestos se

excluyen mutuamente, como Dios y el diablo. Por ello, nuestra idea de la unidad y

nuestra forma de resolver los conflictos, consiste simplemente en eliminar una de las

partes. En otras palabras, nos resulta difícil ver la relatividad o interdependencia

mutua de los contrarios. Por esta razón, nuestras rebeliones contra los excesos de la

inteligencia corren siempre el peligro de abandonarse al instinto.

Pero ésta es la solución habitual del dualista para el problema del dualismo:

resolver el dilema amputando uno de ambos cuernos. No obstante, puede que sea una

reacción comprensible al conflicto en el que el cristianismo y el racionalismo

científico han colocado al hombre occidental. El cristianismo, incluso tal como lo

entienden los cristianos moderadamente reflexivos, no es en absoluto un remedio

para la angustia. En el cristianismo no es sólo preferible, sino indispensable elegir el

bien en lugar del mal, ya que el destino eterno del individuo depende de dicha

decisión. Sin embargo, si uno está seguro de la salvación, comete un pecado de

presunción y, si está seguro de la condena, comete uno de desesperación. Asimismo

Dios, como principio racional del universo, está en el bando de la inteligencia en

lugar del instinto, y particularmente en el de una inteligencia humilde e insegura de sí

misma, ya que el hombre ha sido pervertido por el pecado original en todas sus

facultades, tanto animales como racionales. La contrición, el arrepentimiento y la

liberación del orgullo exigen que se reviva constante y meticulosamente el conflicto

entre lo mejor de uno y su perversidad innata. Ésta es sin duda una disciplina heroica

y de enfrentamiento enérgico con los hechos. Pero cuanto mayor es la sensibilidad y

concentración con que se sigue, mayor es también la parálisis de la voluntad. Los

hechos de la naturaleza individual se nos muestran asombrosamente complejos y

evasivos, con el mal disfrazado de bien con infinita sutileza y presentando el bien

como un mal. A pesar de la perplejidad que esto genera, no deja de ser indispensable

elegir el bien.

Hay dos formas evidentes de escapar de este dilema. Una consiste en dejar de ser

ansiosamente inteligente y demasiado consciente de los hechos de la vida interior,

para refugiarse en una pauta inflexiblemente formal, tradicional y autoritaria, tanto en

la forma de pensar como de actuar, como si nos dijéramos: «Limítate a actuar

correctamente y no seas complicadamente psicológico en cuanto a los motivos.

Simplemente obedece y no hagas preguntas». A esto se le llama sacrificar el orgullo

del intelecto. Pero aquí nos encontramos con otro dilema, puesto que la religión de la

simple obediencia no tarda en degenerar en un formalismo vacío y un legalismo

moral desprovisto de corazón, el mismo fariseísmo contra el que luchó Jesucristo.

La otra consiste en escapar hacia el romanticismo de los instintos, una

glorificación del mero impulso que hace caso omiso del don igualmente natural de la

voluntad y la razón. Ésta es en realidad una forma moderna de la antigua práctica de

vender el alma al diablo, que siempre ofrece una posible liberación de la angustia y

del conflicto, puesto que por lo menos la condena es certera.

El hinduismo y el budismo han reconocido que el camino del hombre transcurre

por el filo de una navaja y que, en realidad, no existe forma de escapar a los grandes

conflictos del sentimiento y la acción. Sin embargo, al contrario de la mayoría de las

formas del cristianismo, no se plantean la huida, sino la resolución del conflicto en

esta vida. Además, su respuesta es falazmente próxima al «todo vale» del

romanticismo instintivo, por lo menos en los aspectos más profundos y penetrantes de

su doctrina, que son los que gozan de mayor popularidad en Occidente, ya que en

realidad enseñan que el bien y el mal, el placer y el dolor, y la vida y la muerte son

interdependientes, y que hay un Tao: un camino o equilibrio natural del que, en

efecto, nunca podemos desviarnos, por muy errónea que pueda ser nuestra conducta

desde un punto de vista limitado.

Sin embargo, su comprensión de la reciprocidad de términos opuestos es

infinitamente más amplia que la de nuestros románticos, con su valoración exclusiva

de la acción precipitada e improvisada. Un aspecto difícil y sutil que les pasa

inadvertido a los románticos y que, por otra parte, el racionalista e intelectual es

incapaz de comprender, es el de que toda acción y existencia se ajusta al ineludible

Tao o camino de la naturaleza, sin necesidad de medios ni métodos especiales para

ello. En el lenguaje del zen, dichos medios se denominan «patas de serpiente» o

bobadas, y corresponden precisamente a la elección de una conducta impulsiva, en

lugar de reflexiva e inteligente. El romántico proclama su ignorancia del Tao con su

mero intento de ser espontáneo, y su preferencia por lo denominado natural e

instintivo, en detrimento de lo artificial e inteligente.

Para superar el conflicto entre la inteligencia y el instinto, primero es necesario

comprender, o por lo menos imaginar, un punto de vista, o quizás un estado de la

mente, que es vivencial en lugar de intelectual: una especie de sensación, en lugar de

un conjunto de ideas. Cuando se expresa en palabras, dicha sensación es siempre

paradójica, pero en la experiencia no lo es en absoluto. Todos los que la han

experimentado, han sentido al mismo tiempo que era perfectamente clara y sencilla.

Sin embargo, creo que lo mismo podría decirse de todas nuestras sensaciones. No

parece haber paradoja alguna en la descripción de nuestras sensaciones más comunes,

porque todos los demás también las han experimentado, y el que escucha siempre

sabe a lo que uno se refiere. No supone ningún problema comprender lo que digo

cuando afirmo que «veo la luz del sol». Pero también es cierto que el sol es luz

porque veo, ya que, en otras palabras, la luz es la relación entre los ojos y el sol, y la

descripción de relaciones siempre tiende a parecer paradójica. Cuando se produce una

colisión entre la Tierra y un aerolito, podemos afirmar que el aerolito ha chocado

contra la Tierra, o que la Tierra ha chocado contra el aerolito. Lo uno o lo otro

dependen de un marco de referencia arbitrario y por tanto ambas afirmaciones son

ciertas, aunque aparentemente contradictorias.

Asimismo, sólo es aparentemente contradictorio describir una sensación en la que

parece que lo que haga con libertad e inteligencia está al mismo tiempo

completamente determinado y viceversa. Parece que absolutamente todo lo que

ocurre, tanto dentro como fuera de mí, lo hace por cuenta propia y al mismo tiempo

que soy yo quien lo hace todo, que mi individualidad independiente es una simple

función, algo hecho por todo lo demás que no soy yo y al mismo tiempo que todo lo

que no soy yo es función de mi individualidad independiente. Por regla general

podemos ver la verdad de estas sensaciones aparentemente paradójicas si las

examinamos por separado, si observamos una de ellas sin mirar simultáneamente la

otra. De ahí, por ejemplo, que los argumentos del libre albedrío y del determinismo

sean igualmente convincentes, aunque al parecer contradictorios. Otro tanto es

aplicable a casi todos los grandes debates de la filosofía occidental: realistas contra

nominalistas, idealistas contra materialistas, etcétera. Tenemos conflictos y

entablamos debates sobre estos problemas porque nuestro lenguaje y nuestra forma

de pensar es un tanto torpe en su comprensión de las relaciones. En otras palabras,

porque es mucho más fácil para nosotros considerar que los términos opuestos se

excluyen mutuamente que verlos como interdependientes.

La sensación que intento describir es la experiencia de cosas y sucesos en

relación, en lugar de la experiencia parcial de cosas y sucesos por separado. Algunas

veces he dicho que si pudiéramos convertir la teoría occidental moderna de la

relatividad en experiencia, tendríamos lo que los chinos e indios denominan

«absoluto», como cuando afirman que todo cuanto ocurre es el Tao, o que todas las

cosas son de una «taleza». Lo que quieren decir es que todas las cosas están en

relación y que, por consiguiente, cualquier cosa o suceso considerado

independientemente carece de realidad. Parece haber relativamente poca gente,

incluso en las civilizaciones asiáticas, para la cual la relación sea realmente una

sensación, en lugar de una mera idea. La angustia provocada por el conflicto de la

inteligencia con el instinto, del hombre como voluntad consciente con la naturaleza

tanto interior como exterior, carece a mi parecer de solución a no ser que logremos

realmente sentir la relación, y que se convierta en una clara sensación el hecho de que

como seres predeterminados somos libres, y que como seres libres estamos

predeterminados. Si llegamos a sentir de ese modo, no nos parecerá que el uso de la

voluntad y la inteligencia entre en conflicto con nuestro medio ambiente y dotes

naturales.

Sin duda es evidente que la forma de hacer las cosas depende fundamentalmente

del estado de ánimo de quien las hace. Si en su interior uno se siente aislado del

mundo natural, su relación con el mismo tenderá a ser hostil y agresiva. No es tanto

lo que se hace sino cómo se hace, no es tanto el contenido sino el estilo de conducta

adoptado. Es fácil comprobarlo al dirigir o persuadir a otras personas, ya que un

mismo mensaje puede producir resultados opuestos, según el estilo o sentimiento con

que se comunique. Esto es igualmente cierto cuando tratamos con la naturaleza

inanimada y con nuestra propia naturaleza interna, con sus instintos y apetitos. Se

someterán de mucho mejor grado a la inteligencia cuanto más unidos nos sintamos a

las mismas o, dicho de otro modo, si existe una relación entre nosotros, una unidad de

interdependencia mutua.

Además, la sensación de relación simplemente elimina esas angustias especiales

de la inteligencia, provocadas por un exagerado sentido de la responsabilidad

individual de elección y de la lucha contra el tiempo, ya que ésta es la sensación,

aunque sea muy confusa y pervertida, que en el fondo impulsa las grandes tradiciones

religiosas del mundo, la sensación de inseparabilidad básica del conjunto del

universo, de identidad del yo individual con el gran yo subyacente en todo lo que

existe.

Entonces, ¿por qué no nos sentimos relacionados? ¿Por qué no es la

interdependencia mutua entre nosotros y el mundo exterior el hecho más evidente y

dominante de nuestra conciencia?

¿Qué nos impide ver que el mundo que intentamos controlar, el conjunto de

nuestro propio mundo interior y de la naturaleza que nos rodea, es precisamente el

que nos proporciona el poder de controlar algo? Esto se debe a que miramos las cosas

por separado, en lugar de simultáneamente. Cuando intentamos controlar o cambiar

nuestras circunstancias, ignoramos la dependencia de nuestra conciencia y energía del

mundo exterior y no somos conscientes de ella, ya que, como he dicho anteriormente,

el sol es luz porque hay ojos para verlo, los ruidos existen porque hay oídos para

oírlos y las duras realidades porque hay sensibilidad para percibirlas. Sin embargo,

éste es un punto de vista con el que no estamos familiarizados y del que nos

desentendemos rápidamente afirmando: «¡No soy yo quien ha creado mi conciencia,

mis ojos, mis oídos ni mi sensibilidad! Fueron mis padres quienes me lo

proporcionaron, o quizá Dios».

¿Pero no tendríamos que decir lo mismo cuando las cosas van bien y nuestro

intelecto consciente está inmerso en la manipulación del universo que nos rodea?

Además, si mi conciencia es algo que no controlo plenamente, algo que he heredado

de mis padres, ¿quién o qué es el «yo» que «posee» dicha conciencia? ¿Quién soy yo

sino la conciencia de la que acabo de desentenderme? Sin duda debe ser evidente que

no hay ningún hombrecito en nuestro interior que posea o alquile dicha conciencia.

No es más que una figura semántica, a la que se atribuye excesiva importancia. Por

consiguiente, si la conciencia deja de ignorar al yo y adquiere plena conciencia de sí

misma, descubre dos cosas: primero, que sólo se controla muy ligeramente a sí

misma y que depende enteramente de otros factores como los padres, la naturaleza

exterior, los procesos biológicos, Dios, etcétera, y segundo, que no hay ningún

hombrecillo en su interior, ningún «yo» propietario de la conciencia. Y si es así, si no

soy propietario de mi conciencia, ni existe siquiera un «yo» que la controle, la reciba,

o la soporte, ¿quién diablos hay ahí para ser víctima del destino o amo de la

naturaleza? «Lo que nos trastorna —dijo Witgenstein— es nuestra tendencia a creer

que la mente es como un hombrecillo en nuestro interior».

Ahora bien, si examinamos el historial de la experiencia mística, o de lo que

ahora denomino experiencia de relación, descubriremos una y otra vez que está

vinculada a la «pobreza espiritual»; es decir, al hecho de abdicar de toda propiedad,

incluida la del propio yo o de la propia conciencia. Es el abandono total de la

propiedad del mundo exterior de la naturaleza y del mundo interior del organismo

humano. Esto no ocurre gracias a la virtud de la voluntad, la fuerza individual que en

todo caso no pertenece al individuo, sino gracias a la visión introspectiva de que no

existe ningún propietario, ningún controlador interno; esto pasa a ser evidente en el

momento en que la conciencia que se ha considerado a sí misma, descubre que no se

otorga a sí misma el poder de controlar. Su empuje es la tracción de la naturaleza; es

un lazo en un nudo sin fin, en el que tirar desde la derecha equivale a empujar desde

la izquierda.

Cuando llego a ver con claridad que no soy propietario de nada, ni siquiera de lo

que he llamado sí mismo, es como si, en palabras de san Pablo, no tuviera nada pero

lo poseyera todo. Cuando dejo de poder identificarme con el hombrecillo del interior,

no queda nada con que identificarme, ¡a excepción de todo! Desaparece toda

contradicción entre la sensación de hoja arrastrada por la corriente y el dedicar toda la

energía a la acción responsable, ya que el empuje es la tracción. Y al utilizar así la

inteligencia para cambiar lo que hasta ahora ha sido el curso de la naturaleza, uno

descubre que ésta es una perspectiva nueva en dicho curso y que el flujo de la

corriente se encuentra a su espalda.

Todo lo que he descrito es un sentimiento subjetivo. No ofrece dirección

específica alguna en cuanto al uso adecuado de la inteligencia para variar el curso de

la naturaleza, que siempre será cuestión de opinión y experimentación. Lo que nos

facilita es lo que percibimos como aprensión correcta del continuo, del contexto en el

que nos desenvolvemos, a mi parecer condición fundamental y previa al problema de

qué es exactamente lo que debemos hacer. ¿Vale realmente la pena debatir a fondo

esta última cuestión antes de ser más conscientes del contexto en el que la acción

debe desenvolverse? Dicho contexto es nuestra relación con el denominado mundo

objetivo de la naturaleza, y la relación en cuestión es algo concreto, ya que, más que

la posición abstracta y teórica de una bola de billar, es algo prácticamente excluido de

la conciencia por nuestro uso actual de la inteligencia.

Así como el estudio de la historia natural fue inicialmente una elaborada

clasificación de especies por separado y sólo recientemente ha incluido la ecología, el

estudio de la interrelación de las especies, globalmente la inteligencia, en principio,

no es más que una división del mundo en cosas y hechos. Esto subraya la

independencia y separación de las cosas, y de nosotros de las mismas, como cosas

entre cosas. La función posterior de la inteligencia consiste en apreciar las relaciones

inseparables entre las cosas por ella divididas y redescubrir el universo, a diferencia

del multiverso. Al hacerlo verá sus propias limitaciones, que no basta sólo con la

inteligencia que no puede operar, que no puede ser inteligencia sin acercarse al

mundo a través del sentimiento instintivo, con su posibilidad de relación conocedora,

como uno sabe cuando bebe que el agua está fría.


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