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Foto del escritorAmenhotep VII

Esto es eso - alan watts



El hecho que más impresiona en la experiencia espiritual, intelectual y poética del

ser humano siempre ha sido para mí la preponderancia universal de esos asombrosos

momentos de introspección que Richard Bucke ha denominado «conciencia

cósmica». No hay ningún término realmente satisfactorio para dicha experiencia.

Denominarla mística equivale a confundirla con visiones de otro mundo, o de dioses

y ángeles. Llamarla espiritual o metafísica sugiere que no es al mismo tiempo

eminentemente física y concreta, mientras que el término «conciencia cósmica» está

dotado de la fragancia prosaica propia de la jerga ocultista. Sin embargo, hemos

recibido información de todas las épocas y culturas históricas acerca de la emergencia

de esa misma sensación inconfundible, por regla general de un modo repentino e

inesperado, y sin que se comprendiera claramente su causa.

El individuo que ha sido objeto de dicha iluminación tiene la viva y abrumadora

certeza de que el universo, tal como es exactamente en este momento, en su conjunto

y en cada una de sus partes, es tan completamente correcto que no necesita ninguna

explicación ni justificación más allá de lo que simplemente es. La existencia no sólo

deja de ser un problema; tan maravillada queda la mente ante la naturaleza

autoevidente y autosuficiente de las cosas tal como son, incluido lo que normalmente

se consideraría lo peor posible, que no encuentra ninguna palabra con fuerza

suficiente para expresar la perfección y belleza de la experiencia. A veces su claridad

produce la sensación de que el mundo se ha convertido en transparente o luminoso, y

su sencillez la de estar impregnado y ordenado por una inteligencia suprema. Al

mismo tiempo, es habitual que el individuo tenga la sensación de que el mundo

entero se ha convertido en su propio cuerpo y de que lo que es no sólo se ha

convertido en lo que es todo lo demás, sino que siempre lo ha sido. No es que pierda

su identidad hasta creer que ve realmente a través de ojos ajenos, convirtiéndose

literalmente en omnisciente, sino más bien que su conciencia y existencia individual

han sido temporalmente adoptadas por algo inconmesurablemente mayor que él.

El núcleo de la experiencia parece ser la convicción, o introspección, de que el

ahora inmediato, sea cual fuere su naturaleza, es la meta y gratificación de todo ser

viviente. A esta introspección la acompaña y rodea un éxtasis emocional, una

profunda sensación de alivio, libertad y ligereza, y a menudo de un amor casi

insoportable por el mundo, que no obstante es secundario. El placer de la experiencia

se suele confundir con la experiencia propiamente dicha y la introspección se pierde

en el éxtasis, de modo que al intentar retener los efectos secundarios de la

experiencia, el sujeto pasa por alto el objetivo de la misma: que el ahora inmediato es

completo en sí, incluso desprovisto de éxtasis; ya que el éxtasis es un contraste

necesariamente transitorio en la fluctuación permanente de nuestros sentimientos. Sin

embargo la introspección, cuando es suficientemente clara, persiste; después de

adquirir un conocimiento práctico, se suele retener la habilidad de practicarlo.

Los términos según los cuales el sujeto interpreta esta experiencia, se extraen

naturalmente de las ideas religiosas y filosóficas de su cultura, y sus diferencias

ocultan a menudo su identidad básica. Así como el agua sigue el cauce que menor

resistencia ofrece, las emociones adoptan los símbolos más fácilmente accesibles, con

tal agilidad y automatismo, que el símbolo puede parecer el propio núcleo de la

experiencia. La claridad, es decir la desaparición de los problemas, sugiere luz, y en

momentos de enorme claridad se puede tener la sensación física de que la luz lo

penetra absolutamente todo. El teísta tendrá naturalmente la impresión de haber

vislumbrado la presencia de Dios, como en el célebre testimonio de Pascal:


Año de gracia de 1654,

Lunes veintitrés de noviembre, día de San Clemente…

Desde aproximadamente las diez y media de la noche

hasta alrededor de las doce y media, medianoche,


FUEGO

Dios de Abraham. Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de filósofos y sabios.

Certeza, alegría, certeza, sensación, alegría, paz.


O en el caso citado por William James:

Los mismos cielos parecieron abrirse y verter sus rayos de luz y gloria. No

un solo instante, sino a lo largo de todo el día y toda la noche, plétoras de luz

y gloria parecerían impregnar mi alma, y cómo me transformé y todo pasó a

ser nuevo. Mis caballos, cerdos y todo lo demás parecían haber cambiado.


Pero la claridad también puede sugerir transparencia, o la sensación de que el

mundo que tenemos delante ha dejado de ser un obstáculo y nuestro propio cuerpo un

peso, lo cual al budista le recordará naturalmente la doctrina de la realidad como

vacío incomprensible e indefinible (sunyata).


Entré de nuevo en la sala y estaba a punto de volver a mi silla, cuando

cambió por completo mi visión. Se abrió una gran expansión y el suelo

parecía haberse hundido… Cuando miré arriba y abajo, todo el universo con

su multitud de objetos sensoriales parecía ahora muy distinto; lo que antes era

aborrecible, junto con la ignorancia y las pasiones, ahora parecía simplemente

el flujo de mi naturaleza interior más íntima, que permanecía en sí misma

clara, verdadera y transparente.


Del mismo modo en que tanto el tormento del calor como el suplicio del frío

pueden definir el mismo dolor, las descripciones de esta experiencia pueden adoptar

formas completamente opuestas. Un sujeto puede afirmar que ha encontrado la

respuesta al misterio de la vida, pero de algún modo no puede expresarlo con

palabras. Otro dirá que nunca había habido ningún misterio y, por consiguiente,

ninguna respuesta, ya que la experiencia le habrá aclarado el desatino y el artificio de

todas nuestras preguntas. Uno se declara convencido de que la muerte no existe, ya

que su verdadero yo es tan eterno como el universo. Otro afirma que la muerte ha

dejado simplemente de importar, porque el momento presente es tan completo que no

precisa futuro alguno. Uno se siente arrebatado y unido a una vida infinitamente

ajena a la suya. Pero así como los latidos del corazón pueden considerarse como algo

que le ocurre a uno, o como algo que uno hace, según el punto de vista, a otro le

parecerá que su experiencia no ha sido la de un Dios transcendente, sino la de su

naturaleza más íntima. Uno tendrá la sensación de que su ego o yo ha crecido hasta

abarcar todo el universo, mientras otro creerá haberse perdido por completo, con la

convicción de que lo denominado ego no ha sido nunca más que una mera

abstracción. Uno se considerará infinitamente enriquecido, mientras el otro habla de

una pobreza tan absoluta que ni siquiera su cuerpo y alma le pertenecen, y nada en el

mundo le preocupa.

Raramente se describe la experiencia sin metáforas, propensas a malentendidos si

se toman literalmente. Sin embargo, en Sketch for a Self-Portrait, de Bernard

Berenson, encontré un fragmento que describe dicha experiencia con gran sencillez y

«pureza»:


Era una mañana de principios de verano. Una neblina plateada rielaba temblorosa

sobre los tilos, cuya fragancia impregnaba el ambiente. La temperatura era como una

caricia. Recuerdo, sin tener que rememorar, que subí al tronco de un árbol y de pronto

me sentí inmerso en la substancia. No la llamé por ese nombre.

No había necesidad de palabras. ESO y yo éramos uno.


Sólo «ESO», como cuando utilizamos el término para referirnos al superlativo, o

al punto exacto, o a la intensa realidad, o a lo que sea que busquemos. No en el

sentido neutro de un mero objeto, sino como algo más vivo y amplio que lo personal,

y para lo cual utilizamos la más sencilla de las palabras porque no tenemos otra.

Es particularmente difícil encontrar los medios adecuados para expresar dicha

experiencia, en el contexto cultural del cristianismo, ya que si bien el fenómeno es

tan común entre los cristianos como entre los demás, para el místico cristiano siempre

ha existido el peligro de entrar en conflicto con los defensores de la fe ortodoxa. Los

dogmáticos cristianos insisten firmemente en la diferencia radical entre Dios y el

universo creado por él, así como entre Dios y el alma humana. Insisten en la

oposición y el aborrecimiento eternos del mal y del pecado por parte de Dios y,

puesto que éstas son realidades eminentemente presentes, en la salvación efectiva del

mundo sólo al final de los tiempos. Incluso entonces, el infierno durará para siempre

como estado de reclusión y tormento permanente de las fuerzas del mal. No obstante,

la doctrina de la omnipotencia en la que nada, ni siquiera el pecado, puede ocurrir sin

el permiso de la voluntad de Dios, permite que incluso en este difícil marco el místico

cristiano exprese la inconcebible doctrina de que «el pecado responsable es

incumbente pero todo acabará bien y todo acabará bien y las cosas de todo género

acabarán bien».

El sentido cristiano de la realidad del mal, así como del tiempo y la historia como

proceso de superación del mal, está tan profundamente arraigado entre nosotros,

incluso en el clima intelectual postcristiano de la actualidad, que nos resulta difícil

aceptar la «conciencia cósmica» como algo más que una inspiradora alucinación.

Puede llegar a ser admisible como visión de un «lejano suceso divino» en el futuro,

pero con nuestro concepto progresivo del mundo parece imposible aceptarla como

visión de la forma de ser de las cosas. Incluso en la descripción que Bucke nos ofrece

de su propia experiencia, se expresa a menudo en tiempo futuro:


De pronto y sin previo aviso, me encontré envuelto en una nube de color

de las llamas. Durante unos instantes luché contra el fuego, una inmensa

conflagración en algún lugar cercano de aquella gran ciudad; al cabo de un

momento, supe que el fuego estaba dentro de mí. Acto seguido me invadió

una sensación de exultación, de inmensa alegría acompañada o seguida

inmediatamente de una iluminación intelectual imposible de describir. Entre

otras cosas, no sólo me convencí, sino que vi que el universo, en lugar de

estar compuesto por materia inerte, era una presencia viva; adquirí la

conciencia de la vida eterna. No era la convicción de que yo alcanzaría la vida

eterna, sino la conciencia de que la poseía entonces; vi que todos los hombres

eran inmortales; que el orden cósmico es tal que, sin ningún lugar a dudas,

todos sus componentes trabajan juntos para el bien de todos y cada uno de

ellos; que el principio fundamental del mundo, de todos los mundos, es lo que

nosotros denominamos amor, y que la felicidad de todos y cada uno de

nosotros, a largo plazo, es una certeza absoluta. La visión duró escasos

segundos antes de desaparecer; pero su recuerdo y la sensación de realidad de

su enseñanza han permanecido conmigo a lo largo del cuarto de siglo

transcurrido desde entonces.


No obstante, «la conciencia de que entonces poseía vida eterna» corresponde a la

comprensión budista de que «todo está en nirvana desde el primer momento» y que la

iluminación o el despertar no equivale a crear un nuevo estado, sino a reconocer lo

que siempre ha sido.

Por consiguiente, de dichas experiencias se infiere que nuestra percepción y

evaluación normal del mundo es una pesadilla subjetiva, aunque colectiva, lo que

sugiere que nuestro sentido común de la realidad práctica, del mundo visto un lunes

por la mañana, es una elaboración del condicionamiento y la represión social, un

sistema de desatención selectiva que nos enseña a ignorar aspectos y relaciones de la

naturaleza que no corresponden a las reglas del juego de la vida civilizada. Sin

embargo, la visión incluye casi ineludiblemente la comprensión de que dicha

limitación de la conciencia también forma parte de la propiedad eterna de las cosas.

En palabras del maestro del zen, Gensha:


Si entiendes, las cosas son tal como son; si no entiendes, las cosas son tal como

son…


Dicho «tal como son» es el carácter autosuficiente y completamente desprovisto

de problemas de este ahora eterno en el que, según Chuangtzu:


Las patas de un pato, aunque cortas, no pueden ser prolongadas sin incomodar al

pato; las patas de una grulla, aunque largas, no pueden ser acortadas sin incomodar a

la grulla.


En cierto modo la visión parece tener lugar mediante la aceptación de la realidad

del hecho de que no es uno quien la posee, mediante la disposición a ser tan

imperfecto como uno es: perfectamente imperfecto.

Es fácil comprender que esta forma de ver las cosas pueda ser aceptable en

culturas desprovistas de un sentido de la esperanza y de la historia, en las que pueda

constituir la única base de una filosofía en la que la vida sea tolerable. A decir verdad,

es altamente probable que el «dinamismo histórico» del cristiano occidente sea un

descubrimiento teológico bastante reciente, ya que en modo alguno podríamos ahora

cantar, sin remordimientos de conciencia, el acomodaticio himno que dice como

sigue:


El rico en su castillo, el pobre en el portalón, Él los ensalza o los degrada y

ordena sus bienes…


Para exclamar a continuación:


Todas las cosas brillantes y hermosas, todas las criaturas grandes y

pequeñas, todas las cosas sabias y maravillosas, creadas todas por Nuestro

Señor.


Pero aunque se explote con este propósito, la experiencia en sí no es en modo

alguno una filosofía concebida para justificar las desigualdades de la vida, ni sirve

para insensibilizarse respecto a las mismas.

Al igual que el hecho de enamorarse, tiene un vínculo mínimo con las tradiciones

culturales o las situaciones económicas. Desciende indiscriminadamente sobre el rico

y sobre el pobre, el moral y el inmoral, el feliz y el desgraciado. Lleva consigo la

abrumadora convicción de que el mundo es en todos los sentidos un milagro glorioso,

y aunque esto pueda excluir lógicamente la necesidad de compartir la visión con los

demás y despertarlos de su pesadilla, la reacción habitual es una sensación, no de

obligación, sino de pura alegría al comunicar la experiencia de palabra u obra.

Desde esta nueva perspectiva, los crímenes y locuras de la pesadilla habitual que

es la vida del ser humano, no parecen maldades ni estupideces, sino actos

simplemente lamentables. Uno tiene la sensación extraordinariamente curiosa de ver

a la gente en sus persecuciones mezquinas o maliciosas, al mismo tiempo como

dioses, como si estuvieran repletos de felicidad sin saberlo. Como dice Kirilov, en El

poseído de Dostoievski:


El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz. Eso es todo. ¡Eso es todo,

eso es todo! Si alguien lo descubre, pasará a ser feliz inmediatamente, en aquel

mismo momento… Todo es bueno. Yo lo descubrí de repente.

Y si alguien muere de hambre —pregunta Stavrogin— y si alguien insulta y veja

a una niña, ¿es eso bueno?

¡Sí! Y si alguien se vuela los sesos por la niña, también es bueno. Y si alguien no

lo hace, también lo es. Todo es bueno, todo. Es bueno para todos aquellos que saben

que todo es bueno. Si supieran que es bueno para ellos, lo sería, pero mientras no lo

sepan, será malo para ellos. ¡He ahí el quid de la cuestión, eso es todo!… Son malos

porque no saben que son buenos. Cuando lo descubran, no se horrorizarán ya por la

niña. Descubrirán que son buenos y se convertirán en buenos, todos y cada uno de

ellos.


Por regla general, puede parecernos que existe un tremendo contraste entre la

maravillosa estructura del organismo y el cerebro humano, por una parte, y el uso al

que mucha gente los somete por otra. Sin embargo, podría haber quizás un punto de

vista según el cual la maravilla natural del organismo se limita a ocultar con su brillo

las degradantes prestaciones de su conciencia superficial. De un modo un tanto

similar, esta extraña apertura de la visión no permite que la atención permanezca

centrada en detalles limitados de maldad, que quedan subordinados a la

omnipenetrante inteligencia y belleza de la configuración global.

Esta introspección no tiene absolutamente nada que ver con un «optimismo

superficial», ni con una comprensión del significado del universo en términos de una

filosofía convenientemente simplificada. Junto a la misma, todas las opiniones y

debates filosóficos parecen versiones sofisticadas de riñas infantiles (¡Sí lo es! ¡No lo

es! ¡Sí lo es! ¡No lo es!), que duran hasta que los niños que dan cuenta de lo absurdo

de la situación y, ojalá siguieran su ejemplo los filósofos, acaban por troncharse de

risa. Además, lejos de ser una pulcra racionalización digna del señor Pangloss, la

experiencia tiende a alcanzar niveles extremos o de desesperación, cuando el sujeto

no tiene otra opción más que la de abandonarse por completo.

Algo de esta índole me ocurrió en un sueño, cuando tenía unos ocho años. Estaba

enfermo y casi deliraba de fiebre, cuando en el sueño me encontré sujeto boca abajo,

y con las extremidades abiertas, a una inmensa bola de acero que daba vueltas

alrededor de la tierra. En el sueño sabía con toda certeza que estaba condenado a girar

para siempre en aquel vertiginoso y aterrador torbellino, y mi convicción era tan

intensa que sólo podía abandonarme por completo, ya que aquello era el propio

infierno y mi única perspectiva era literalmente una eternidad de dolor. Pero en el

momento en que me abandoné, la bola pareció chocar contra una montaña, se

desintegró, y de pronto me encontré sentado sobre una arena cálida, con fragmentos

de metal esparcidos a mi alrededor como único vestigio de la bola. Evidentemente,

esto no fue una experiencia de la «conciencia cósmica», sino del simple hecho de que

el abandono en casos extremos permite cruzar el problema y no alejarse de él.

La otra experiencia fue muy posterior, de doble intensidad, y en otras ocasiones

con lo que podría describirse como resplandor, más que como brillante destello. Poco

después de haber empezado a estudiar la filosofía india y china, estaba sentado una

noche junto a la chimenea, intentando alcanzar la actitud mental adecuada para la

meditación, tal como se practica en el hinduismo y el budismo. Me parecía que había

varias actitudes posibles, pero como al parecer se excluían y contradecían entre sí,

intentaba compaginarlas en vano en una sola. Por último, completamente harto,

decidí rechazarlas todas y no adoptar ninguna actitud mental determinada. En el

impulso de abandonarlas, al parecer me abandoné también a mí mismo, ya que de

pronto desapareció el peso de mi cuerpo. Sentí que no poseía nada, ni siquiera un yo,

y que nada me poseía. El mundo entero pasó a ser tan transparente y desprovisto de

obstrucciones como mi propia mente; el «problema de la vida» sencillamente dejó de

existir, y durante unas dieciocho horas, tanto yo como todo lo que me rodeaba,

parecía como el viento otoñal que arrastra hojas por el campo.

La siguiente experiencia, al cabo de unos años, tuvo lugar después de que

intentara practicar durante algún tiempo lo que los budistas llaman «recordación»

(smiriti) o concienciamiento constante del presente inmediato, en contraste con la

habitual divagación casual de reminiscencias y anticipaciones. Sin embargo, cuando

una noche hablábamos del tema, alguien me dijo: «¿Por qué intentar vivir en el

presente? ¿Qué duda cabe de que siempre estamos completamente en el presente,

aunque pensemos en el pasado o en el futuro?». Este comentario, en realidad

perfectamente evidente, me provocó de pronto la sensación de carecer de peso una

vez más. Al mismo tiempo, el presente pareció convertirse en una especie de quietud

en movimiento, un flujo eterno del que ni yo ni nada podía desviarse. Vi que todo, tal

como es ahora, es ESO: la razón de ser de la vida y del universo. Vi que cuando los

Upanishads afirman «¡Eso eres tú!» o «Todo en este mundo es Brahma», lo dicen

literalmente. Todas y cada una de las cosas, de los sucesos y de las experiencias, en

su ineludible ahora y con toda su propia individualidad particular, era precisamente lo

que debían ser, hasta el punto de adquirir una autoridad y originalidad divinas.

Comprendí con una claridad meridiana, que nada de eso dependía de que yo lo viera

de aquel modo; así eran las cosas, tanto si lo comprendía como si no, y aunque no lo

comprendiera también era. Además, tuve la sensación de comprender lo que podía

significar en el cristianismo el amor de Dios; a saber, que a pesar de la imperfección

arbitraria de las cosas, eran amadas por Dios tal como son y que ese amor que

recibían era al mismo tiempo lo que las divinizaba. En esta ocasión, la poderosa

sensación de ligereza y claridad duró toda una semana.

Estas experiencias, reforzadas por otras posteriores, han constituido la fuerza vital

de todos mis trabajos literarios y filosóficos desde entonces, aunque he llegado a

comprender que el hecho de cómo me sienta, esté o no presente la sensación de

libertad y claridad, no es lo importante, puesto que sentirse pesado o limitado también

es ESO. Pero con dicho punto de partida, el filósofo se enfrenta a un extraño

problema de comunicación, especialmente en cuanto a que su filosofía parece tener

cierta afinidad con la religión. La gente parece tener la firme impresión de que uno

habla o escribe sobre estas cosas, con el propósito de beneficiar o mejorar a los

demás, también con el supuesto de que el propio autor ha mejorado y puede

expresarse con autoridad. En otras palabras, el filósofo se ve obligado a adoptar el

papel de predicador, y a su vez se espera que predique con el ejemplo. En

consecuencia, se miden sus palabras en relación con su carácter y su moral: si

manifiesta angustia, si depende de «muletas físicas» como el vino o el tabaco, si tiene

úlceras de estómago o siente pasión por el dinero, si se enoja indebidamente, o se

deprime, o se enamora inoportunamente, o a veces se le ve cansado y hastiado. Todos

estos criterios podrían ser válidos si el filósofo predicara la libertad de dejar de ser

humano, o si pretendiera mejorarse radicalmente a sí mismo y a los demás.

En el transcurso de una vida, casi todo ser humano tiene evidentemente la

posibilidad de mejorarse a sí mismo, dentro de los límites establecidos por la energía,

el tiempo, el temperamento y el nivel de su punto de partida. Por consiguiente, está

claro que existe un lugar apropiado para los predicadores y otros consejeros técnicos,

en materia de perfeccionamiento humano. Pero los límites de dicho

perfeccionamiento son reducidos, comparados con los vastos aspectos de nuestra

naturaleza y nuestras circunstancias, que siguen siendo las mismas, y muy difíciles de

mejorar, aunque se considerara deseable hacerlo. Lo que digo, por tanto, es que si

bien hay lugar para mejorarse uno mismo y a los demás, solucionar problemas y

dominar situaciones, no es en absoluto el único propósito de la vida, ni siquiera el

primordial. Como tampoco es la finalidad principal de la filosofía.

Los designios humanos se desenvuelven dentro de un inmenso universo circular,

a mi parecer completamente carente de propósito en nuestro sentido. La naturaleza es

mucho más propensa al juego que al propósito y la probabilidad de que no disponga

de metas futuras específicas no debe considerarse como un defecto. Por el contrario,

los procesos de la naturaleza, tal como los vemos en el mundo que nos rodea y en los

aspectos involuntarios de nuestros organismos, son mucho más parecidos al arte que

a los negocios, la política o la religión. Se asemejan especialmente al arte de la

música y de la danza, que se desenvuelven sin aspirar a ningún destino futuro. Nadie

imagina que deba mejorar la calidad de una sinfonía conforme progresa, ni que el

propósito al tocarla consista en llegar al final de la misma. El objetivo de la música se

descubre en cada momento en que se interpreta y escucha. A mi parecer es igual a

gran parte de nuestra vida, que tal vez olvidemos vivirla si nos esforzamos

indebidamente en mejorarla. El músico cuya primordial preocupación consista en

mejorar cada una de sus interpretaciones respecto a la anterior, puede que no logre

participar del deleite de su propia música, y que lo único que transmita al público sea

el anhelante rigor de su técnica.

Por consiguiente, el objetivo primordial del filósofo no es el de ser catalogado

junto a moralistas y reformadores. En el espíritu del artista hay algo llamado filosofía,

amor a la sabiduría, que no predica ni propugna métodos de perfeccionamiento. A mi

entender, la función del filósofo como artista consiste en revelar y celebrar el fondo

eterno y carente de propósito de la vida humana. Por puro asombro o exuberancia,

desea compartir con los demás el punto de vista según el cual el mundo es

inimaginablemente bueno como es, con las personas como son. Por muy difícil que

pueda resultar expresar dicho punto de vista, sin parecer presuntuoso o un mero

soñador, tal vez el filósofo logre sugerir algún indicio, si ha tenido la buena suerte de

experimentarlo personalmente.

Puede que a aquellos que insisten en interpretar toda actividad humana en

términos de persecución de metas, esto les parezca un propósito, un deseo de mejorar.

El problema consiste en que nuestro sentido común occidental es firmemente

aristotélico y, por consiguiente, creemos que la voluntad sólo actúa en pos del bien o

del placer. Pero a fin de cuentas esto sólo significa que hacemos lo que hacemos,

porque siempre hacemos lo que nos place, incluso en el suicidio, ya que no hay forma

de manifestar lo que nos place aparte de lo que hacemos. Con el uso de esta lógica no

hago más que arrojar piedras sobre el tejado de la casa de la que han salido, ya que

soy perfectamente consciente de que las expresiones de la experiencia mística no

pasarán la prueba de la lógica. Pero, al contrario que el aristotélico, el místico no

pretende ser lógico. La esfera de su experiencia es lo inexpresable. Sin embargo esto

puede significar simplemente que se trata de la esfera de la naturaleza física, de todo

aquello que no son conceptos, números o palabras.

Si la experiencia de la «conciencia cósmica» es inexpresable, al intentar

describirla en palabras no «decimos» nada en el sentido de transmitir información o

formular una propuesta. El discurso en el que se exprese dicha experiencia, está más

próximo a una exclamación. O, mejor dicho, el suyo es el lenguaje de la poesía más

que el de la lógica, pero no el de la poesía en el sentido empobrecido del positivismo

lógico, de los disparates estéticos y decorativos, porque existe cierto lenguaje que tal

vez sea capaz de transmitir algo sin poder expresarlo realmente. Korzybski tropezó

con esta dificultad al intentar expresar la idea aparentemente simple de que las cosas

no son lo que decimos que son; por ejemplo, la palabra «agua» en sí no es potable.

Formuló el concepto en su «ley de no identidad», según la cual «lo que se diga que

una cosa es, no lo es». Pero de ahí se desprende que tampoco es una cosa, ya que si

digo que una cosa es una cosa, no lo es. Entonces, ¿de qué hablamos? Lo que él

pretendía demostrar era que hablábamos del mundo inexpresable del universo físico,

el mundo ajeno a las palabras. Las palabras lo representan, pero si queremos

conocerlo directamente, debemos recurrir al contacto sensorial inmediato. Lo que

denominamos cosas, hechos o sucesos, no son más que convenientes unidades de

percepción, asideros reconocibles para los nombres, seleccionados entre una multitud

infinita de líneas y superficies, colores y texturas, espacios y densidades que nos

rodean. No existe una forma más fija y definitiva de separar dichas variaciones en

cosas, que agrupar las estrellas en constelaciones.

Sin embargo, con este ejemplo queda claro que podemos indicar el mundo

inexpresable, e incluso transmitir la idea de su existencia, sin poder expresar

exactamente lo que es. No sabemos lo que es. Sólo sabemos que es. Para expresar lo

que es deberíamos poder clasificarlo, pero, evidentemente, el «todo» en el que está

delineado el conjunto de la multiplicidad de las cosas no puede ser clasificado.

La esfera de la «conciencia cósmica», a mi entender, es tan inexpresable como el

mundo de Korzybski y los semánticos. No es nada «espiritual» en el sentido habitual

abstracto o ideológico. Es concretamente físico y, sin embargo, por esa misma razón,

inefable (o inexpresable) e indefinible. La conciencia «cósmica» es una liberación de

la autoconciencia, es decir, de la creencia y sensación fija de que el organismo

individual es algo absoluto e independiente, convenientemente diferenciado de una

unidad de percepción, ya que si llegamos a ver con claridad que el uso de líneas y

superficies de la naturaleza no es más que una forma conveniente de dividir el

mundo, todo lo que me he llamado a mí mismo es en realidad inseparable de lo

demás. Esto es exactamente lo que uno experimenta en esos momentos

extraordinarios. No es que desaparezcan los contornos y formas de lo que

denominamos cosas y utilizamos para delinearlas, convirtiéndose en una especie de

vacío luminoso. Sencillamente pasa a ser obvio que si bien pueden utilizarse como

divisiones, en realidad no dividen. Por mucho que me impresione la diferencia entre

una estrella y el espacio oscuro que la rodea, no debo olvidar que sólo puedo ver lo

uno en relación con lo otro y que su relación es inseparable.

Sin embargo, la característica más asombrosa de esta experiencia es la convicción

de que la totalidad de este mundo inexpresable es «acertada», hasta el punto de que

nuestras angustias habituales se convierten en absurdas y que si el hombre llegara a

verlo, enloquecería de alegría,

y el rey haría cabriolas,

y el sacerdote recogería flores.


Aparte de la dificultad de relacionar esta sensación con el problema del mal y del

dolor, está la cuestión del propio significado de la afirmación «todo acabará bien y

todo acabará bien y las cosas de todo género acabarán bien». Sólo puedo decir que el

significado de la afirmación es la experiencia propiamente dicha. Fuera de dicho

estado de conciencia, su significado es nulo, hasta el punto en que sería difícil creer

en la misma como revelación, sin la propia experiencia, ya que ésta no deja lugar a

dudas de que universo entero, en todas sus dimensiones, es el juego del amor en todas

y cada una de sus facetas, desde la lujuria animal hasta la caridad divina. De algún

modo esto abarca incluso el holocausto del mundo biológico, en el que todos los seres

viven alimentándose de los demás. Nuestra visión habitual del mundo es inversa, en

cuanto imaginamos que cada víctima se ofrece en sacrificio. Si nos preguntáramos si

dicha visión es verdadera, podríamos empezar por responder que no existen las

verdades en sí mismas; una verdad siempre lo es en relación con cierto punto de

vista. El fuego es caliente en relación con la piel. La estructura del mundo aparece

como es, en relación con nuestros órganos sensoriales y nuestro cerebro. Por

consiguiente, ciertas alteraciones en el organismo humano pueden convertirlo en

perceptor, para el cual el mundo sea como se ve en tal visión. Asimismo, otras

alteraciones nos ofrecerán la verdad del mundo visto por un esquizofrénico, o por una

mente en estado de depresión profunda.

Sin embargo, existe un posible argumento en favor de la verdad superior de la

experiencia «cósmica». Se basa en el simple hecho de que ningún sistema energético

puede ser completamente autocontrolado sin dejar de moverse. El control es la

sujeción del movimiento, y puesto que el control completo equivaldría a una sujeción

completa, el control debe estar siempre supeditado al movimiento, en el supuesto de

que deba haberlo. En términos humanos, la sujeción total del movimiento equivale a

la duda total, a negarse absolutamente a confiar en los propios sentidos o sensaciones,

y tal vez su personificación sería el catatónico extremo, que rehúsa todo movimiento

o comunicación. Por otra parte, el movimiento y la liberación de la sujeción

equivalen a la fe, a someterse a lo incontrolado o desconocido. En un caso extremo,

esto significaría abandonarse al puro capricho y, a primera vista, una fe tan

indiscriminada parecería corresponder a una visión del mundo en la que «todo fuera

acertado». Pero dicho punto de vista excluiría todo control como erróneo y, por

consiguiente, no habría lugar en el mismo para el acierto de la sujeción. Sin embargo,

un aspecto esencial de la experiencia «cósmica» es que la sujeción normal de la

conciencia a la sensación del ego es también acertada, pero sólo en cuanto

permanezca subordinada a la ausencia de sujeción, al movimiento y a la fe.

El caso es sencillamente que, si ha de haber vida y movimiento, la actitud de la fe

—fundamental y definitiva— debe ser básica, y la de la duda secundaria y

subordinada. Esto es otra forma de decir que en la explotación de los vastos

antecedentes de alcance global de la vida humana, de la que se ocupa el filósofo en

calidad de artista, la afirmación y la aceptación deben ser totales. De lo contrario, no

existirá base alguna para la precaución y el control de los detalles en primera

instancia. Pero el hombre puede quedar fácilmente tan absorbido por dichos detalles,

que pierda todo sentido de la proporción, e intente frenéticamente superditarlo todo a

su control. Nos volvemos locos y sordos, y perdemos nuestros fundamentos cuando

perdemos la conciencia y la fe en el mundo incontrolado e incomprensible que es, a

fin de cuentas, lo que nosotros mismos somos. Y existe una pequeñísima diferencia,

si es que la hay, entre una fe completa y consciente y el amor.



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