LA CREACIÓN «He aquí lo que te demuestra Su omnipotencia, exaltado sea, que Él se te oculta por lo que no tiene existencia fuera de Él». Ibn ‘Ata ‘Allâh al-Iskandari, Hikam
La idea de creación, que es común a las tres religiones monoteístas, se contradice en apariencia con la de Unidad esencial de todos los seres, ya que la creatio ex nihilo parece negar la preexistencia de las posibilidades en la Esencia divina y como consecuencia también su subsistencia en Ella, mientras que la idea de manifestación, tal y como la enseña el Hinduismo, pone en relación los seres relativos con la Esencia absoluta como reflejos de su origen luminoso. Sin embargo, las dos concepciones —o los dos simbolismos— se aproximan si se considera que la significación metafísica de la «nada» (‘udum), de donde el Creador «extrae» las cosas, sólo puede ser la de «no-existencia», es decir, no-manifestación o estado principal: pues las posibilidades principalmente contenidas en la Esencia divina no son distintas en Ella como tales posibilidades, antes de su expansión en modo relativo, ni tampoco «existentes» (mawŷûd), pues la existencia implica ya una primera condición y una distinción virtual entre «el que conoce» y «lo conocido». Respecto a la acción de «crear», según el sentido de la expresión árabe jalaqa es sinónima de «asignar a una cosa su propia medida», lo que, transpuesto al orden metafísico, corresponde a la primera determinación nación (ta ‘ayyun) de las posibilidades en el Intelecto divino. Según este sentido de la palabra jalq, puede considerarse que «la creación» precede lógicamente a la «producción a la existencia» (îŷâd) de estas mismas posibilidades, pudiéndose describir la cosmogonía del modo siguiente: Dios «concibe» primero las posibilidades susceptibles de manifestación en un estado de simultaneidad perfecta, asignando a cada una su «capacidad» (qadr) de desarrollarse de modo relativo y a continuación las hace aparecer en la existencia, manifestándose (zahara) en ellas. Dios en Su cualidad de Creador (Jâliq) opera, pues, una elección entre las posibilidades que se pueden manifestar. De este modo aparece la creación en cuanto se relaciona con la Persona (al-Nafs) divina, concebida por analogía con la persona humana y designada con atributos tales como el Juicio (al-hukm), la Voluntad (alirâda) y la Acción (al-fîl); el antropomorfismo de estas expresiones no es más que una «alusión» (išâra) y no una limitación de la perspectiva de que se trata. Existe, no obstante, una perspectiva metafísica más vasta, que considera las cosas en virtud de la infinitud de la Esencia divina: en relación con el Infinito, todas las posibilidades son lo que son eternamente; es decir, que en el Conocimiento divino, todas las posibilidades están contenidas tal como son, con lo que cada una de ellas contiene de actualidad permanente o relativa y la elección de las posibilidades de manifestación coincide desde ese momento con su misma naturaleza; o también, según un aspecto complementario del precedente, el Ser divino se manifiesta en Sí-mismo según todos los modos posibles, y no existe límite para las posibilidades divinas. En cualquier sentido que se quiera considerar, el mundo es esencialmente la manifestación de Dios a Sí-mismo, como lo expresa la máxima sagrada (hadît qudsî) que relaciona la idea de creación con la de Conocimiento: «Yo era un Tesoro oculto; He querido ser conocido (o: conocer) y He creado el mundo». En el mismo sentido los sufíes comparan el Universo con un conjunto de espejos en los que la Esencia infinita se contempla en formas múltiples, o que reflejan, en grados diversos, la irradiación (at-taŷallî) del Ser único; los espejos simbolizan las posibilidades que tiene la Esencia (al-Dât) de determinarse a Sí-misma, posibilidades que Ella contiene soberanamente en virtud de Su infinitud (Kamâl); por lo menos, éste es el significado puramente principial de los espejos, pero tienen también un sentido cosmológico, el de substancias receptivas (qawâbil) en relación con el Acto puro (al-Amr). En ambos casos se está en presencia de una polaridad que, sin embargo, se integra en la Unidad, pues los dos términos opuestos conducen, por una parte, al Ser divino (al-Wuŷûd), que no es otro que la primera afirmación, perfecta e incondicionada, de la Esencia (al-Dât), y, por otra, a las «posibilidades principiales» (al-a ‘yân al-tâbita), que, igualmente, revierten a la Esencia, de la que sólo son «determinaciones» o «relaciones» (nisab) «no existentes como tales aunque permanentes» (Ibn ‘Arabî, La Sabiduría de los Profetas, capítulo sobre Henoch). Es preciso comprender con claridad que esta oposición puramente lógica entre el Ser y las «posibilidades principiales» no se refiere a entidades cósmicas diferentes, sino que representa en cierto modo una clave especulativa para la reintegración de todas las dualidades posibles en la Unidad de la Esencia; corresponde a pesar de todo a una realidad metafísica precisa. En cuanto al simbolismo relacionado con ello y que presenta al Ser divino como una fuente de luz cuya «efusión» o «desbordamiento» (al-fayd) se derrama sobre las posibilidades, comparadas al espacio tenebroso, no se debe entender en el sentido de una emanación substancial, pues el Ser evidentemente no puede salir de Sí-mismo, ya que nada es fuera de Él. El Ser revela la Esencia por afirmación, mientras que las posibilidades principiales son reducibles a Ella en cierto modo por negación, puesto que no son más que limitaciones, al menos en la medida en que lógicamente se las separa del Ser. «En verdad todas las posibilidades (mumkinât) principialmente se reducen a la no-existencia (‘udum)», escribe Ibn ‘Arabî en La Sabiduría de los Profetas, «y no hay otro ser (o Existencia) que el Ser de Dios, ¡exaltado sea! (al revelarse) en las «formas» de los estados que resultan de las posibilidades tal como son en sí mismas, en sus determinaciones esenciales» (capítulo sobre Jacob). Esta distinción entre el Ser y las posibilidades principiales o esencias inmutables, distinción que se sitúa en el límite de lo concebible y que se resuelve en la Infinitud divina, permite contemplar la manifestación universal bajo dos aspectos complementarios, el de las autodeterminaciones» o «subjetivaciones» (ta ayyunât) de la Esencia y, por otra parte, el de las «revelaciones» (taŷalliyât) divinas que aparecen en las primeras. El Ser se concibe por integración, de forma que se confirma como único en cada posibilidad manifestada y sólo en todas ellas, mientras que las posibilidades como tales establecen la diversidad sin separarse nunca de modo esencial del Uno. Si la distinción metafísica que acabamos de establecer de esta manera es indiscutible y si se puede definir con fórmulas lógicas, no se sitúa a pesar de ello dentro del plano racional. La coincidencia del Ser (Wuŷûd) y las posibilidades principiales (a ‘yân) —que según Ibn ‘Arabî «nunca han sentido el olor de la existencia»— es tan paradójica como la de «existencia» (Wuŷüd) y «ausencia» (‘udum), y es en eso, precisamente, donde se expresa a la vez la «vacuidad» de las cosas —como dicen los budistas— y su naturaleza de puros símbolos.
EL HOMBRE UNIVERSAL
El Acto divino, que es uno, no tiene más que un solo y único objeto. Según el «punto de vista» divino, la creación es una y se resume en un prototipo único, en donde se reflejan todas las Cualidades o «relaciones» (nisab) divinas sin confusión ni separación: «En verdad, Nosotros hemos contado toda cosa dentro de un prototipo (imâm) evidente» (Corán XXXVI, 11). En cambio, desde el punto de vista de la creación, el Universo no puede ser más que múltiple, desde el momento que se concibe como «otro que Dios» y que sólo Dios es uno. El prototipo único (alUnmûdaŷ al-farîd) se va diferenciando desde el punto de vista relativo, en polarizaciones sucesivas, como activo y pasivo, macrocosmos y microcosmos, especie e individuo, hombre y mujer, al tener cada elemento de estas oposiciones su propia perfección. El macrocosmos que manifiesta a Dios en la medida en que Él es «El Exterior» (al-Zâhir), es perfecto porque engloba a todos los seres individuales y expresa, por ese mismo motivo, la estabilidad y la potencia divinas: «¿Sois, pues, una creación más fuerte que el cielo que Él construyó?» (Corán LXXIX, 26). El microcosmos, que corresponde al Nombre divino «El Interior» (al-BâŃin), es perfecto por su naturaleza de centro. Con relación a la Esencia, que es una, el universo es como un solo ser. La unidad esencial del mundo es lo más cierto al mismo tiempo que lo más oculto: cualquier conocimiento o percepción, sea cual sea su grado de adecuación, presupone la Unidad esencial de los seres y las cosas. Si los diversos seres perciben el Universo de modo diferente, según sus distintas perspectivas y de conformidad con sus grados de universalidad, no obstante lo perciben realmente, pues la realidad del universo apenas se disocia de la de su visión y esta realidad es una, aunque diversa según sus aspectos; está presente simultáneamente en los sujetos que conocen y en los objetos conocidos. Por otra parte, la naturaleza del mundo es dualidad y discontinuidad; ver el mundo es no ver la Esencia; contemplar la Esencia es no ver ya el mundo. Entre todos los seres de este mundo el hombre es el único cuya visión intelectual engloba virtualmente todas las cosas; otros seres orgánicos sólo tienen visiones parciales del mundo. Sin duda, el contenido inmediato de la percepción humana no es más que el mundo corporal circundante, pero, en su nivel de existencia, representa una imagen relativamente completa del universo entero; a través de las formas sensibles el hombre concibe las formas sutiles y las esencias espirituales. Se puede, pues, decir que el hombre, que es un microcosmos, y el universo, que es un macrocosmos, son como dos espejos que se reflejan mutuamente: por un lado el hombre no existe más que en relación con el macrocosmos, del que forma parte y le determina; por otro, el hombre conoce el macrocosmos, lo que significa que todas las posibilidades que se manifiestan en el mundo están, principialmente, contenidas en la esencia intelectual del hombre. Ese es el sentido del versículo coránico: «Y Él (Dios) enseñó a Adán todos los nombres (es decir, todas las esencias de los seres y las cosas)» (II, 31). Cada microcosmos es a su manera un centro del universo, pero es en el hombre donde la polarización «subjetiva» del Espíritu alcanza su punto culminante: «El (Dios) ha puesto a vuestro servicio lo que hay en los cielos y lo que está sobre la tierra, todo (procede) de Él» (Corán, XLV, 12). Respecto a los microcosmos no humanos que encierra nuestro mundo son inferiores al hombre como microcosmos, es decir, como polarizaciones «subjetivas» del Espíritu o del Prototipo único, pero relativamente son superiores al hombre en cuanto participan en mayor medida en la percepción macocrósmica. Hay en la jerarquía de los reinos animal y vegetal un creciente predominio de la especie —de la forma específica— sobre la autonomía individual, mientras que en el caso de los minerales los dos polos —especie e individuo— están casi unidos. Cada término de las polarizaciones sucesivas del Prototipo único contiene implícita o explícitamente su complementario: la especie engloba a los individuos, pero cada individuo comprende virtualmente en él todas las posibilidades de la especie. El hombre contiene la naturaleza de la mujer e inversamente, y ello por el propio origen de los seres: «Temed a vuestro Señor que os ha creado de una sola alma (min nafsin wâhida), que ha creado de ella su esposa y ha producido de esta pareja hombres y mujeres en gran número» (Corán, IV, 1). Del mismo modo el mundo, o macrocosmos, es evidentemente el «continente» del hombre que es su parte integrante. Sin embargo, el hombre conoce al mundo lo que, dada la Unidad principial del Ser y el Conocimiento, significa que todas las posibilidades del mundo están, en un sentido virtual y principal, presentes en el hombre. El hombre y el cosmos, como ya hemos dicho, son parecidos a dos espejos que se reflejan entre sí y de ahí el adagio sufí: «El universo es un gran hombre y el hombre es un pequeño universo» (al-kawnu insânum kabîrun wa-linsânu kawnu sagîr). También se puede decir que el universo y el hombre son formas del Espíritu universal (al-Rûh) o del Espíritu divino, o que los dos son aspectos complementarios de un único ser «pancósmico», símbolo de Dios. No obstante, la forma «exterior» u «objetiva» del macrocosmos no puede captarse en su totalidad, ya que sus límites retroceden indefinidamente, mientras que la forma del hombre es conocida, lo que lleva a decir que el hombre es el «compendio» cualitativo del gran «libro» cósmico, al estar expresadas de una manera u otra todas las cualidades universales en su forma. Por otra parte, el Profeta dijo que «Dios creó a Adán en Su (propia) forma», lo que significa que la naturaleza primordial del hombre es como el resultado simbólico y, en cierto modo, la «suma» aparente de todas las esencias divinas inmanentes al mundo. En el caso del hombre común, el sentido «global» de la naturaleza humana permanece virtual; no se actualiza sino en aquel que, al haber realizado de modo efectivo todas las Verdades universales que se reflejan en su forma terrestre, se identifica por esa misma causa con el «Hombre perfecto» o el «Hombre universal» (al-Insân al-kâmil). Este ser tendrá prácticamente como forma «exterior» su individualidad humana; pero virtualmente y en principio la pertenecen todas las formas y estados de la existencia, desde el momento en que su «realidad interior» se identifica con la realidad de la totalidad del universo. De ese modo se puede comprender por qué el nombre de «Hombre universal» tiene dos significados que coinciden o se diferencian según el criterio desde el que uno se sitúa. Por un lado, este nombre se aplica a los hombres que han realizado la Unión o la «Identidad suprema», como los grandes mediadores espirituales, en particular los Profetas y los «polos» [4] entre los santos; por otra parte, designa la síntesis permanente y actual de todos los estados del Ser, síntesis que es a la vez un aspecto inmediato del Principio y la totalidad de todos los estados relativos y particulares de la existencia. Es éste el prototipo único (al-Unmûdaŷ al-farîd) o «prototipo evidente» del que habla el Corán y que hemos mencionado con anterioridad; recordemos que, desde el «punto de vista» divino, la creación se integra en este prototipo, donde se reflejan todas las Cualidades o «relaciones» (nisab) divinas sin confusión o separación; únicamente desde el punto de vista de la criatura aparece el universo como múltiple. En consecuencia, los grandes mediadores, cuyo espíritu se ha identificado con el Espíritu divino, se asemejan por eso mismo a esta síntesis del Universo, el gran Prototipo, que es el «objeto» único y directo del Acto divino. Al hombre universal, que es al mismo tiempo el Espíritu, la totalidad del universo y el símbolo humano perfecto, se refieren los epítetos tradicionales del Profeta según su significado esotérico: es el «Glorificado» (Muhammad) ya que sintetiza el resplandor divino en el cosmos; es el «servidor» (‘abd) perfecto porque es enteramente pasivo respecto a Dios a la vez que diferente de Él por su naturaleza creada; es el «enviado» (rasûl) porque, al ser esencialmente el espíritu, emana directamente de Dios; es el «iletrado» (ummi) por el hecho de que recibe su ciencia inmediatamente de Dios, sin la mediación de ningún signo escrito, es decir, sin el intermediario de ninguna criatura, y es también el «amado» (babib) único y universal de Dios.
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