SUFISMO Y MISTICISMO
Los manuales científicos definen, de modo habitual, el Sufismo como «misticismo musulmán». Adoptaríamos de buen grado el epíteto de «místico», para designar lo que distingue al Sufismo de la religión islámica ordinaria, si este término se entendiese todavía en el sentido en que lo empleaban los Padres griegos y los que continúan su línea espiritual, es decir, para designar lo que tiene relación con el conocimiento de los «misterios». Pero la expresión de «misticismo» —y como consecuencia también la de «místico»— se ha extendido abusivamente a manifestaciones religiosas fuertemente impregnadas de subjetividad individual y regidas por una mentalidad que no va más allá del horizonte del exoterismo. Es cierto que existen, tanto en Oriente como en Occidente, casos límites como el del maŷdûb, por ejemplo, en el que la atracción divina (al-yâdb) predomina hasta el punto de invalidar sus facultades mentales; un maŷdûb no será capaz de formular doctrinalmente su estado contemplativo. También puede ocurrir, excepcionalmente, que una realización espiritual se produzca casi sin el apoyo de un método regular, pues «el Espíritu sopla donde quiere». En el mundo islámico, sin embargo, el nombre de tasawwuf sólo se aplica a vías contemplativas regulares, que incluyan una doctrina esotérica y una transmisión de maestro a maestro. No se puede, pues, traducir tasawwuf por mística sino con la condición de atribuir explícitamente a este último término su sentido estricto que, por lo demás, es el original. Si se entienden así las cosas, evidentemente es lícito comparar a los sufíes con los verdaderos místicos cristianos. Interviene, no obstante, un matiz que no disminuye en nada el alcance del término místico en sí mismo, pero que explica el porqué su transposición al Sufismo no resulta satisfactoria en todos los órdenes: los contemplativos cristianos y, sobre todo, los contemplativos postmedievales se parecen mucho a los contemplativos musulmanes que siguen el camino del amor espiritual (almahabba) —el bhakti-marga de los hindúes—, pero muy pocas veces a los contemplativos orientales de orden puramente intelectual, como, por ejemplo, Ibn ’Arabî o, en el mundo hindú, Shrî Shankarâchârya. Así, pues, el amor espiritual es, en cierto modo, mediador entre el impulso devocional y el conocimiento; por ello, el lenguaje bhaktico proyecta la polaridad, de la que brota el amor, hasta en el terreno de la unión final. Sin duda, ésta es una de las razones por las que, dentro del mundo cristiano, no está siempre muy señalada la distinción entre la mística real y el «misticismo» puramente religioso, mientras que, dentro del mundo islámico, el esoterismo, que es ante todo una posición intelectual, incluso en sus variantes bhakticas, se separa claramente del exoterismo que se define mucho más como «ley» común. En definitiva, cualquier vía contemplativa integral —como la sufí o la mística cristiana en el sentido original del término— se distingue de una vía devocional llamada impropiamente mística en que implica una actitud intelectual activa, y por activa no entendemos una especie de individualismo de aspecto «intelectualista», sino muy por el contrario una disposición para abrirse a la Realidad esencial (al-haqîqa), que trasciende el pensamiento discursivo y de ahí la posibilidad de colocarse intelectualmente fuera de cualquier subjetividad individual. Para que no haya equívocos sobre lo que acabamos de decir precisemos que a su vez el sufí realiza una actitud de adoración perpetua, ajustada a la forma religiosa; debe rezar como todo creyente y conformarse a la Ley revelada, pues su naturaleza individual y humana siempre permanecerá pasiva respecto a la Realidad o Verdad divina, sea cual sea el grado de su identificación espiritual con Ésta; «el servidor (el individuo) permanece siempre como servidor» (al-'abd yabqâ-l-’abd), nos dijo en una ocasión un maestro marroquí. Desde este punto de vista, la Presencia divina se manifestará, pues, como Gracia. Pero la inteligencia del sufí, en cuanto se identifica directamente con el «Rayo divino», en cierta forma se aparta, en su actualidad espiritual y en sus propios modos de expresión, de los marcos que la religión y la razón imponen al individuo y en este sentido la naturaleza íntima del sufí no es receptividad, sino acto puro. Es obvio que todo contemplativo que sigue el camino sufí no llega a realizar un estado de conocimiento supraformal, pues evidentemente esto no depende de su voluntad por sí sola. Sin embargo, el fin pretendido no sólo determina el horizonte intelectual, sino que exige unos medios espirituales que, al ser su prefiguración, permiten al contemplativo tomar una posición activa en relación con su propia forma psíquica: en lugar de identificarse con su «yo» empírico, le da forma en virtud de una posición simbólica e implícitamente no individual. El Corán dice: «golpearemos la vanidad con la verdad y la destruirá» (XXI, 18) y el sufí ’Abd al-Salam ibn Mašǐš reza: «Golpea conmigo la vanidad con el fin de destruirla». Según su emancipación efectiva, el contemplativo cesará de ser «un individuo» para «convertirse» en la verdad que medita y el nombre divino que invoca. La esencia intelectual del Sufismo proporciona su sello incluso a las expresiones puramente humanas del camino, que pueden coincidir en la práctica con las virtudes religiosas: al igual que para los hesicastas, las virtudes no son otra cosa, en la perspectiva sufí, que «orientaciones» humanas que dan acceso a las Verdades universales, o huellas «subjetivas» de éstas; de aquí la incompatibilidad entre el espíritu del Sufismo y la concepción «moralista», apriorística, cuantitativa e individualista de la virtud. Dado que la doctrina es a la vez el fundamento de la vía y el fruto de la contemplación que constituye el objetivo de ésta, la diferencia entre el Sufismo y el misticismo religioso puede reducirse a una cuestión de doctrina. Se puede puntualizar diciendo que el creyente, cuya perspectiva doctrinal no va más allá del exoterismo, conserva siempre una separación fundamental e irreductible entre la Divinidad y él mismo, mientras que el sufí reconoce, por lo menos en principio, la Unidad esencial de todos los seres o —para expresar lo mismo de modo negativo— la irrealidad de todo lo que aparece como distinto de Dios. Es necesario tener presente este doble aspecto de la orientación esotérica, pues sucede que el exoterista —y en particular el místico religioso— también afirma que carece de valor ante Dios. Sin embargo, si esta afirmación tuviese para él todo su alcance metafísico, en buena lógica estaría obligado al mismo tiempo a admitir la cara positiva de la misma verdad: que la esencia de su propia realidad, eso por lo que no es «nada», se identifica misteriosamente con Dios. El maestro Eckhart escribe: «Hay en el alma algo increado e increable; si todo el alma fuese así, sería increada e increable; y eso es el Intelecto.» Hay en esto una verdad que todo esoterismo reconoce a priori sea cual sea la manera en que la exprese. La mentalidad religiosa, en cambio, la ignora o incluso la niega de modo explícito, pues la gran mayoría de los creyentes confundirían el Intelecto divino con su reflejo humano o «creado» y no podrían concebir la unidad trascendente de otra forma que a semejanza de una substancia cuya coherencia casi «material» sería contraria a la unicidad esencial de cada ser. Es verdad que el Intelecto implica un aspecto «creado», no sólo en el orden humano, sino en el orden cósmico, en tanto se le considera no como esencia, sino como agente de cualquier intelección; lo que aquí nos importa señalar no es el alcance que se puede dar al término Intelecto; independientemente de esta cuestión, el esoterismo se caracteriza por su afirmación de la naturaleza esencialmente divina del Conocimiento. El exoterismo se sitúa en el plano de la inteligencia formal, que está condicionada por sus propios objetos: las verdades parciales que se excluyen entre sí. El esoterismo realiza la inteligencia informal: se mueve libremente en su espacio ilimitado y ve cómo las verdades relativas se delimitan. Todo esto nos conduce a hacer otra aclaración, que además se relaciona de forma indirecta con la distinción entre la «mística» verdadera y el «misticismo» religioso: los hombres del «exterior» con frecuencia atribuyen a los sufíes la pretensión de poder alcanzar a Dios por el único medio de su voluntad. En verdad, es precisamente el hombre dirigido a la acción y al mérito, el exoterista, quien tiene la mayoría de las veces la inclinación a considerarlo todo en relación con el esfuerzo voluntario y de ahí su incomprensión del punto de vista puramente contemplativo que considera la vía, ante todo, desde el ángulo del conocimiento. En el orden principial la voluntad depende del conocimiento y no a la inversa, al ser el conocimiento de naturaleza «impersonal». Aunque su expansión, a partir del simbolismo transmitido por la enseñanza tradicional, implica un orden lógico, no deja de ser un don divino que el hombre no podría arrogarse por iniciativa propia. Si se tiene esto en cuenta, se comprenderá mejor aún lo que antes decíamos acerca de la naturaleza de los medios espirituales propiamente «iniciáticos», medios que son como la prefiguración del fin no humano del camino: cuando todo esfuerzo humano y voluntario para superar los límites de la individualidad debe fatalmente recaer sobre uno mismo, sólo los medios que, como si dijéramos, son de la misma naturaleza que la Verdad supraindividual (al-haqîqa) que evocan y prefiguran, pueden disolver el nudo de la individuación microcósmica—o de la ilusión egocéntrica, según la perspectiva védica—, pues sólo la Verdad, en su realidad universal y supra-mental, consume a su contrario sin dejar residuo alguno. En comparación con esta negación radical del «yo» (nafs) cualquier medio puramente voluntario, como la ascesis (al-zuhd), por ejemplo, no tendrá más que un papel preparatorio y auxiliar. Esta es la razón, añadiremos, de que en el Sufismo esos medios nunca obtengan la importancia casi absoluta que han tenido en algunos religiosos, sea cual sea, de hecho, su rigor en una u otra tariqa. Resumiremos lo que acabamos de exponer con la ayuda de un simbolismo sufí que tiene la ventaja de situarse al margen de cualquier tipo de análisis psicológico: según esta imagen, el Espíritu (al-Rûh) y el alma (al-nafs) libran un combate por la posesión de su hijo común, el corazón (al-qalb). Por al-Rûh se entiende en este caso el principio intelectual que trasciende la naturaleza individual y por al-nafs la psique cuyas tendencias centrífugas determinan la esfera difusa e inconsistente del «yo»; el corazón al-qalb representa el órgano central del alma, en correspondencia con el centro vital del organismo físico; es, por decirlo así, el punto de intersección del rayo «vertical» al-Rûh con el plano «horizontal» al-nafs. Se dice que el corazón toma la naturaleza de uno de los dos elementos generadores: el que lo consigue en el combate. Mientras la nafs predomina, el corazón está «cubierto» por ella, pues el alma, que se cree un todo autónomo, lo envuelve, en cierto modo, con su «velo» (hiyab). Al mismo tiempo, la nafs es cómplice del mundo en lo que tiene de múltiple y cambiante, ya que se adapta pasivamente a la condición cósmica de la forma; ésta divide y ata mientras el Espíritu supraformal une, al afirmar la unicidad cualitativa de toda cosa. Si es, en cambio, el Espíritu quien consigue la victoria sobre el alma, el corazón se transformará en Él y, a la vez, transmutará el alma con la luz espiritual que se difundirá en ella. El corazón se revela entonces tal y como es en realidad, como el tabernáculo (miskât) del Misterio (sirr) divino en el hombre. En la imagen comentada, el Espíritu aparece con una función viril en relación con el alma que es femenina. Pero el término árabe para designar el «Espíritu», al-Rûh, es femenino, pues el Espíritu es receptivo, y a su vez femenino, respecto al Ser Supremo, del que, sin embargo, no se distingue sino por su carácter cósmico, en cuanto se polariza en relación con los seres creados. En esencia, al-Rûh se identifica con el Acto o la Orden divina (al-Amr) que el Corán simboliza con la Palabra creadora «sé» (kun) y que constituye la «enunciación» inmediata y eterna del Ser supremo: «ellos te preguntarán sobre el Espíritu; di: el Espíritu es la Orden de mi Señor, pero vosotros no habéis recibido más que poco conocimiento…» (Corán, XVII, 84). En el proceso de su liberación espiritual, el contemplativo se reintegra en el Espíritu y con Éste en la enunciación primordial de Dios, por la que «todas las cosas han sido hechas… y nada de lo que ha sido hecho ha sido hecho sin ella» (Evangelio de San Juan). Por otra parte, el nombre de Sufí designa, hablando con rigor, al que está esencialmente identificado con el Acto divino, y de ahí la máxima de que «el Sufí no ha sido creado» (al-Sûfî lam yujlaq), que también puede entenderse en el sentido de que el ser reintegrado de este modo en la Realidad divina se reconoce en ella «tal y como era» desde toda la eternidad, según «su posibilidad principial, inmutable en su estado de no-manifestación» —como dice Muhyî-l-dln ibn ’Arabî—, al aparecer entonces todas sus modalidades creadas, temporales e intemporales, como simples reflejos inconsistentes de aquella posibilidad principial.
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