Ahora, en la segunda parte, siguen unas treinta consideraciones que, cada una por sí sola, puede bastar para consolar adecuadamente de su sufrimiento a un hombre sensato. La primera dice que no hay ningún infortunio ni daño que no traigan consigo fortuna, y que ningún daño es daño total. Por eso dice San Pablo que la fidelidad y la bondad de Dios no permiten que ninguna prueba ni aflicción se hagan insoportables. Dios procura y da siempre algo de consuelo con el que podamos apañarnos, porque, como dicen los santos y también los maestros paganos, ni Dios ni la naturaleza permiten que un mal y un sufrimiento puedan ser absolutos. Pongo el ejemplo de un hombre que tiene cien marcos; pierde cuarenta y le quedan sesenta. Si piensa constantemente en los cuarenta perdidos, estará desconsolado y afligido. ¿Cómo va a consolarse y a librarse del sufrimiento el que mira el daño y el sufrimiento, que sume el sufrimiento dentro de sí y se sume él en el sufrimiento, lo mira y lo vuelve a mirar, y habla con lo perdido y lo perdido le habla, y se miran el uno al otro fijamente? Y si, en cambio, se volviese hacia los sesenta marcos que le quedan y diese la espalda a los cuarenta que ya están perdidos y sumiese su pensamiento en los sesenta y los mirase fijamente y hablase con ellos, no hay duda de que recibiría consuelo. Todo lo que es existente y es bien puede dar consuelo; pero todo lo que ya no existe y no es un bien, lo que no es mío y lo he perdido, por fuerza tiene que causar desconsuelo, sufrimiento y aflicción. Por eso dice Salomón: «En los días de dolor no olvides los días felices»; es decir: cuando te encuentres en medio del sufrimiento y de la desgracia, acuérdate del bien y de la dicha que todavía tienes y conservas. Y para ese hombre también será consuelo pensar que miles y miles de personas se tendrían por grandes señores y señoras, se considerarían riquísimos y tendrían el corazón lleno de alegría si tuviesen los sesenta marcos que tú sigues teniendo.
Hay otro motivo que debe consolar al hombre. Si alguien está enfermo y sufre grandes dolores en el cuerpo, pero tiene su casa y lo que necesita en lo referente a comer y beber, asistencia médica, servicio doméstico y compasión y apoyo de los amigos, ¿qué actitud debe tener? ¿Cómo se las arreglan los pobres que sufren eso mismo, o enfermedades aún peores sin tener quien les dé un vaso de agua fresca? Para recibir un trozo de pan seco, tienen que ir de casa en casa, bajo la lluvia o la nieve, con frío. De modo que, si quieres consuelo, olvídate de los que están mejor que tú, y piensa en los que están peor. Y digo además: todo sufrimiento viene del amor y del apego. Por tanto, si sufro por cosas efímeras, es que yo sigo —y mi corazón— sintiendo amor y apego por las cosas efímeras y no amo a Dios de todo corazón, que todavía no amo aquello que Dios quiere que ame juntamente con Él. ¿Qué tiene entonces de extraño que Dios me deje padecer con toda justicia perjuicios y sufrimiento? Dice San Agustín «Señor, yo no quería perderte, pero en mi avidez quería poseer las criaturas al mismo tiempo que poseerte a ti; y por eso te perdí, pues te resistes a que, junto a ti, que eres la Verdad, poseamos al mismo tiempo la falsedad y el engaño de las criaturas». Dice en otro lugar que es demasiado ávido aquél a quien Dios no basta. Y dice igualmente en otro sitio: «¿Cómo iba a contentarse con los dones de Dios que hay en las criaturas, si el mismo Dios no le basta?». Para el hombre bueno, todo aquello que es ajeno a Dios, distinto de Dios y que no es únicamente Dios, no debe resultarle un consuelo, sino una pena. Tiene que decir sin cesar: ¡Señor Dios, consuelo mío! Si de Ti me apartas para remitirme a algo distinto de Ti, dame otro «Tú» para que vaya yo de Ti a Ti, pues nada quiero fuera de Ti. Cuando Nuestro Señor prometió a Moisés todos los bienes y lo mandó a Tierra Santa, que significa el reino de los cielos, Moisés dijo: «No me mandes, Señor, a ningún lado, a menos que quieras venir también Tú». Toda inclinación, deleite y amor vienen de aquello que se nos parece, pues todas las cosas sienten inclinación y amor por lo que es semejante a ellas. El hombre puro ama la pureza, el justo ama la justicia y tiende a ella, la boca del hombre habla de lo que hay en él; como dice Nuestro Señor, «de lo que rebosa el corazón habla la boca», y dice Salomón: «Toda la pena del hombre reside en su boca»; por eso, si el corazón de un hombre encuentra gratificación y consuelo en el exterior, eso es signo claro de que ese corazón no está habitado por Dios, sino por la criatura. Por eso un hombre bueno debería sentir vergüenza ante Dios y ante sí mismo si se diese cuenta de que no es Dios quien está presente en él, ni quien opera por medio de sus acciones, sino que lo único que vive en él, lo que determina su inclinación y realiza en él sus acciones, es la miserable criatura. Por eso dice y se lamenta el rey David en el Salterio: «Las lágrimas eran mi pan, de día y de noche, mientras me decían todo el día: ¿Y dónde está tu Dios?». Porque sentir inclinación por las cosas exteriores, hallar consuelo en el desconsuelo y fácilmente hablar de él con gusto y sin medida, es signo claro de que Dios no se hace visible en mí, no ha despertado en mí y no opera en mí. Y el hombre bueno también debería sentir vergüenza ante la gente de bien porque se dan cuenta de que le sucede eso. Un hombre bueno no debe quejarse nunca de un perjuicio ni de un sufrimiento, sólo quejarse de haberse quejado y de haber encontrado queja y sufrimiento dentro de sí mismo. Dicen los maestros que debajo mismo del cielo hay un fuego muy extenso y de ardor muy fuerte, y que sin embargo al cielo no lo toca en nada. Pues bien, hay un escrito que dice que la parte más baja del alma es más noble que la parte más alta del cielo. ¿Cómo puede entonces un hombre pretender que es un hombre celestial y que tiene el corazón en el cielo, si naderías como ésas todavía lo afligen y entristecen?
Voy a hablar ahora de otra cosa. No puede ser bueno el hombre que no quiere lo que Dios quiere en un caso concreto, pues es imposible que Dios quiera algo distinto del bien, y, precisamente por el hecho de que Dios lo quiere, necesariamente tiene que ser bueno y también lo mejor. Y por eso Nuestro Señor enseñó a los apóstoles a pedir —y a nosotros a través de ellos, por eso lo pedimos cada día— que se haga la voluntad de Dios. Y luego, cuando se hace la voluntad de Dios, nos quejamos. Séneca, un maestro pagano, pregunta: ¿Qué consuelo es mejor en el sufrimiento y la aflicción? Y responde: el que el hombre acepte todas las cosas como si las hubiese deseado y pedido. Pues, de haber sabido que todas suceden por voluntad de Dios, con ella y en ella, las habrías deseado. Dice un maestro pagano: Soberano, Padre supremo y Señor de los cielos superiores, estoy a tu disposición para todo cuanto quieras; dame la voluntad de querer conforme a tu voluntad. Un hombre bueno debe confiar en Dios, creer en él, estar seguro de él y saber que Dios es tan bueno, que a Dios, a su bondad y su amor les resulta imposible permitir que el hombre pase algún sufrimiento o pena sin que sirva para evitarle otro mayor, o darle mayor consuelo en la tierra, o para que saque de ello un bien mayor en el que brille más total y plenamente la gloria de Dios. Sea como fuere, por el simple hecho de que es lo que quiere Dios, es preciso que la voluntad del hombre, hasta tal punto sea una sola con la de Dios y esté tan unida con la voluntad de Dios, que quiera lo que Dios quiere aunque sea un perjuicio para el hombre, o incluso su condenación. Por eso deseaba San Pablo ser separado de Dios a causa de Dios, conforme a la voluntad de Dios y para gloria de Dios. Pues un hombre verdaderamente perfecto tiene que estar tan habituado a morir a sí mismo, a desidentificarse de sí mismo y a identificarse con la voluntad de Dios, que toda su mayor dicha sea no saber nada de sí mismo ni de cosa alguna, y que lo único que conozca sea a Dios. Que no conozca otra voluntad que la voluntad de Dios, y que quiera conocer a Dios como Dios me conoce a mí, como dice San Pablo. Todo lo que Dios conoce, ama y quiere, lo conoce, ama y quiere en Sí mismo y en su propia voluntad. Nuestro Señor mismo dice: «Eso es la vida eterna, conocer sólo a Dios». Por eso dicen los maestros que, en el reino de los cielos, los bienaventurados conocen las criaturas despojadas de toda imagen de criatura, y que las conocen en la imagen única, que es Dios, en la cual Dios se conoce, se ama y se quiere a Sí mismo y a todas las cosas. Y eso es algo que Dios mismo nos enseña a pedir y a desear, cuando decimos: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre», es decir (pedimos y deseamos) conocerte a ti solo, «venga a nosotros tu reino», no tener nada de lo que me parezca rico fuera de ti, que eres el Rico. Por eso dice el Evangelio: «Bienaventurados los pobres en espíritu», o sea pobres en voluntad, y por eso le pedimos a Dios que «su» voluntad se haga «en la tierra», o sea en nosotros, «como en el cielo», o sea en Dios mismo. Un hombre así está tan unido a la voluntad de Dios que quiere lo que Dios quiere y del modo en que Dios lo quiere. Y como en cierto modo Dios quiere que yo haya cometido pecados, yo no querré no haberlos cometido, pues es así como se hace la voluntad de Dios «en la tierra», o sea mediante la falta, «como en el cielo», o sea mediante el recto obrar. Así el hombre quiere estar privado de Dios por causa de Dios, estar apartado de Dios por causa de Dios, y ése es el único arrepentimiento verdadero de mis pecados. Así, lamento mi pecado sin sufrir por él, igual que Dios lamenta todo el mal sin sufrir por él. Sufro, y mucho, por causa del pecado (pues no querría pecar ni por ninguna cosa creada, ni por ninguna que pueda ser creada, aunque hubiese mil universos en la eternidad), pero sufro sin sufrir; los sufrimientos los tomo en y por la voluntad de Dios. Y sólo este sufrimiento es un sufrimiento perfecto, pues surge y nos viene del amor puro, de la voluntad y el gozo más puro de Dios. Y así resulta ser verdad —y podemos darnos cuenta de ello— lo que decía antes, a saber, que el hombre bueno, en la medida en que es bueno, penetra en todo el ser propio de la mismísima Bondad, Bondad que Dios es en Sí mismo. Fíjate qué maravillosa y deliciosa vida tiene ese hombre en Dios mismo «en la tierra», «como en el cielo». El desasosiego le trae el sosiego y el sinsabor le es agradable, y fíjate que hay ahí otro consuelo específico, porque, si tengo la gracia y la bondad de que acabo de hablar, siento consuelo y alegría de manera estable y total, en toda circunstancia y en todo momento; y si no las tengo, permanezco privado de ellas por Dios y de acuerdo con la voluntad de Dios. Si Dios quiere darme lo que deseo, tomo posesión de ello y siento la plenitud; y si Dios no me lo quiere dar, lo recibo por privación en ese modo de voluntad de Dios, precisamente el no querer, y así lo recibo sintiendo que estoy privado de ello y que no lo recibo. ¿Qué es entonces lo que me falta? Y es que realmente, en el sentido más verdadero, a Dios se lo posee más por privación que por posesión. Porque, en efecto, cuando el hombre recibe una cosa, ésta tiene en sí lo que le da gozo y consuelo; pero si el hombre no recibe, entonces no posee, ni encuentra, ni sabe nada que pueda regocijarlo, excepto Dios y la voluntad de Dios.
Otro consuelo más. En la medida en que es bueno, nacido de la Bondad solamente e imagen de la Bondad, al hombre bueno todo lo creado, esto o aquello, le resulta insoportable y es para él amargo sufrimiento y perjuicio. Así pues, perderlo será dejar y perder el sufrimiento, el infortunio y el perjuicio; y en verdad, perder el sufrimiento es un auténtico consuelo. Por eso no debe quejarse el hombre de ningún perjuicio. Más bien debería deplorar que el consuelo sea algo que le resulte ajeno, que el consuelo no pueda consolarlo, igual que el vino dulce le parece insípido al enfermo. Tiene que lamentar, como decía antes, que no se haya deshecho totalmente de la imagen de las criaturas y entrado con todo su ser en la imagen de la Bondad.
Y el hombre, en su sufrimiento, tiene que pensar también que Dios dice la verdad y hace promesas en nombre de sí mismo, que es la Verdad. Si Dios faltase a su palabra, a su verdad, faltaría a su divinidad y no sería Dios y no sería Su Palabra, Su Verdad. Pues bien, Su Palabra nos dice que nuestro sufrimiento se trocará en gozo. Si yo tuviese verdaderamente la certeza de que todas mis piedras se iban a convertir en oro, cuantas más piedras tuviese, y cuanto más grandes fuesen, más contento estaría, e incluso pediría piedras y, de serme posible, las adquiriría, bien grandes y en gran cantidad; y cuantas más tuviese y más grandes fuesen, más me gustaría tenerlas. Y de este modo el hombre tendría un gran consuelo en medio de sus sufrimientos.
Y otro consuelo del mismo tipo: ningún recipiente puede contener dos tipos de bebidas a la vez: si tiene que contener vino, hay que echar forzosamente el agua. El recipiente tiene que estar limpio y vacío de todo. Y por eso, si quieres recibir en ti el gozo divino y a Dios, necesariamente tienes que echar las criaturas y apartarlas. Dice San Agustín: «Vacía para ser llenado, aprende a no amar para así aprender a amar, aparta la mirada para poder dirigirla». En una palabra: todo aquello que tiene que acoger y ser receptivo es necesario que esté vacío. Dicen los maestros: Si el ojo tuviese en sí un color cualquiera cuando percibe, no percibiría ni el color que hubiese en él ni el que no tuviese; pero, como no hay en él ningún color, reconoce todos los colores. La pared tiene un color, por eso no conoce ni su color ni ningún otro, y no le causa deleite ningún color sea cual sea, ni el del oro o el lapislázuli, ni el del carbón. El ojo, por su parte, no tiene en sí ningún color, y en cambio sí lo tiene en el sentido más verdadero, pues los conoce con placer, deleite y gozo. Por eso cuanto más perfectas y puras son las potencias del alma, más perfecta y abundantemente reciben lo que acogen; y cuanto más reciben, mayor es su gozo y más son una sola cosa con lo que reciben, de modo que la parte superior del alma, despojada de toda cosa y sin nada en común con nada (sea lo que sea), acoge nada menos que a Dios mismo en la amplitud y la plenitud de Su ser. Y señalan los maestros que no hay placer ni deleite comparables a esa unión, esa interpenetración y ese gozo. Por eso en el Evangelio dice Nuestro Señor eso tan admirable de «Bienaventurados los pobres en espíritu». «Pobre» lo es el que no posee nada, y «pobre en espíritu» quiere decir que, así como el ojo es «pobre» porque no posee ningún color y es receptivo a cualquier color, así aquel que es pobre en espíritu es receptivo a todo espíritu. Pues bien, el Espíritu de todo espíritu es Dios. El amor, el gozo y la paz son fruto del Espíritu. Estar desnudo y pobre, no tener nada, estar vacío, eso transforma la naturaleza. El vacío hace que el agua remonte la corriente monte arriba y obra muchas otras maravillas de las que no hablaremos ahora. Así pues, si quieres tener y encontrar pleno gozo y pleno consuelo en Dios, procura despojarte de todas las criaturas, de todo consuelo que tenga que ver con las criaturas, pues puedes tener la certeza de que, mientras te consuele o pueda consolarte la criatura, nunca encontrarás consuelo verdadero. Pero si no puede consolarte nada que no sea Dios, en verdad entonces te consolará Dios y, al mismo tiempo, te consolará con Él y en Él todo lo que es gozo. Si te consuela lo que no es Dios, no tendrás consuelo ni aquí ni en ninguna parte; en cambio, si no te consuela la criatura ni encuentras gusto en ella, encontrarás consuelo en todas partes. Si el hombre tuviese la posibilidad y la capacidad de vaciar por completo un recipiente y de mantenerlo vacío de todo aquello que pudiese llenarlo, incluso de aire, no cabe duda de que el recipiente renegaría de su naturaleza y la olvidaría, y el vacío lo elevaría hasta el cielo. Pues del mismo modo el estar desnudo, pobre y vacío de todas las criaturas eleva el alma hacia Dios. Y también la semejanza y el ardor atraen hacia lo alto. En la Divinidad, se atribuye la igualdad al Hijo, y el calor y el amor, al Espíritu Santo. La igualdad —en todas las cosas, pero ante todo y sobre todo en la naturaleza divina— es el nacimiento de lo Uno, y la igualdad de lo Uno en lo Uno y con lo Uno es comienzo y origen del amor pleno y ardiente. Lo Uno es el Principio sin principio. La igualdad es el principio de lo Uno solo, y su ser y su principio lo recibe de lo Uno y en lo Uno. Por su propia naturaleza, el amor fluye y nace de dos que son uno solo. De lo Uno en su condición de uno no brota amor; y de lo Dos, en su condición de dos, tampoco brota el amor. Pero de lo Dos, en su condición de Uno, sí brota necesariamente el amor concorde con su naturaleza apremiante y ardiente. Dice Salomón que todas las aguas, o sea todas las criaturas, refluyen y remontan hacia su origen. Por eso es verdad necesariamente lo que acabo de decir: la semejanza y el amor ardiente atraen hacia lo alto, conducen y llevan el alma hasta el primer origen de lo Uno, que es «Padre de todos» «en el cielo y en la tierra». Digo, pues, que la semejanza nacida de lo Uno atrae al alma hacia Dios (es decir, hacia Dios en tanto en cuanto es lo Uno en Su unión oculta, pues eso es lo que significa «lo Uno»). De eso tenemos un símbolo visible: cuando el fuego material prende en la leña, una chispa recibe la naturaleza del fuego y se vuelve semejante en su pureza al fuego que está inmediatamente por debajo del cielo. De inmediato la chispa olvida y abandona a su padre y a su madre, a su hermana y a su hermano de la tierra, y sube deprisa hacia su padre celestial. El padre de la chispa en este mundo es el fuego, su madre es la leña, y sus hermanas y hermanos son las otras chispas; la primera chispita que aparece no se queda a esperarlas, sino que sube rápidamente hacia su verdadero padre, que es el cielo, pues quien conoce la verdad sabe realmente que el fuego, en su condición de fuego, no es el verdadero y auténtico padre de la chispa. El verdadero y auténtico padre de la chispa y de todo lo que tiene la naturaleza del fuego es el cielo. Y además hay que prestar también mucha atención al hecho de que esta chispita no sólo abandona y olvida a su padre, su madre, su hermana y su hermano de la tierra, sino que sobre todo se abandona a sí misma y renuncia a sí misma, urgida por el amor a ir hacia su verdadero padre, que es el cielo; porque necesariamente tiene que enfriarse en la frialdad del aire, y pese a ello, quiere manifestar su natural amor por su verdadero padre celestial. Antes, hablando del vacío o de la desnudez, decíamos que cuanto más pura, desnuda y pobre está el alma, menos criaturas posee y más vacía está de todas las cosas que no son Dios, más capta a Dios y más es captada por Dios, más es una con Dios y contempla a Dios y Dios la contempla cara a cara, como transfigurada en otra imagen, como dice San Pablo. Y lo mismo digo de la semejanza y la inflamación del amor, porque, en la medida en que una cosa se hace semejante a otra, en la misma medida se lanza y apresura hacia ella, y más la llena de dicha y felicidad esa carrera; y en la misma medida en que se aleja de sí misma y se aparta de todo cuanto no es aquello que persigue, en la misma medida se hace más desemejante a sí misma y a todo cuanto no es lo que persigue. Y, como la semejanza fluye del uno y atrae y seduce por el poder y en el poder de lo Uno, por eso ni el que atrae ni el que es atraído tienen reposo ni satisfacción mientras no estén unidos en lo Uno. Por eso dice el Señor, hablando por boca de Isaías: ninguna gran semejanza ni ninguna paz de amor me bastan hasta que Yo me revele en mi Hijo y me inflame y arda en el amor del Espíritu Santo. Y Nuestro Señor rogó a su Padre que con él y en él fuésemos uno, y no simplemente que nos reuniésemos. De estas palabras y esta verdad tenemos en el exterior, en la naturaleza, una imagen visible y un testimonio. El fuego, cuando actúa, inflama la leña y la hace arder; el fuego sutiliza esa madera desemejante a él y le quita la bastedad, la frialdad, el peso y la humedad, y la vuelve cada vez más semejante a él; y sin embargo, no hay calor, ni inflamación, ni semejanza que den reposo, ni sosiego, ni apaciguamiento al fuego ni a la madera mientras el fuego no pueda engendrarse a sí mismo en el leño y le transmita su propia naturaleza y su propio ser de modo que sean los dos un solo fuego, tan propio de uno como del otro, sin diferencia de más ni de menos. Así pues, mientras no se llega a eso, siempre hay una humareda, una pugna, un crepitar, un esfuerzo y un combate entre el fuego y la madera. Pero una vez arrancada y eliminada la desemejanza, se calma el fuego y calla la madera. Y digo además, de conformidad con la verdad, que la fuerza oculta de la naturaleza odia secretamente la semejanza en la medida en que ésta implica [todavía un grado de] diferenciación y división, y lo que busca en ella es lo Uno: solamente eso busca ella en la semejanza, y sólo lo busca por amor a lo Uno, igual que lo único que la boca busca en el vino y le gusta de él es el sabor o la dulzura. Si el sabor del vino lo tuviese el agua, la boca ya no preferiría el vino al agua. Por eso he dicho que el alma odia la semejanza en la semejanza, porque si le gusta la semejanza no es en ella y por ella, sino precisamente a causa de lo Uno que hay oculto en ella, verdadero «Padre», principio sin comienzo, «de todos», en el cielo y en la tierra. Por eso digo: mientras subsista todavía y se vea la semejanza entre el fuego y la madera, no habrá verdadero gozo, ni silencio, ni reposo ni satisfacción. Por eso dicen los maestros: en el devenir del fuego hay lucha, agitación, inquietud y tiempo, mientras que el nacimiento del fuego y el gozo no tienen tiempo ni distancia. Nadie encuentra largos ni distantes el deleite y el gozo. Todo esto que acabo de decir lo expresa Nuestro Señor con estas palabras: «Cuando la mujer da a luz, lo hace en medio del sufrimiento, el dolor y la tristeza, pero una vez nacido el niño, se olvida de angustia y sufrimiento». Y por eso nos exhorta también Dios en el Evangelio a pedir al Padre celestial que nuestro gozo se haga perfecto, y dice San Felipe: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta»; porque «Padre» quiere decir nacimiento, no semejanza, y se refiere a lo Uno; en lo Uno la semejanza guarda silencio, y todo cuanto tiene deseo de ser encuentra la paz en lo Uno. Así pues, el hombre puede ver claramente por qué y de dónde le viene el que esté desconsolado en todo sufrimiento, infortunio y perjuicio por él padecidos. Eso sólo le viene, siempre y únicamente, del estar lejos de Dios y sin liberarse de la criatura, de ser desemejante a Dios y frío en el amor divino.
Hay que saber también que, sin que quepa duda, la virtud natural humana es tan noble y fuerte que no hay acto exterior suficientemente difícil ni grande para que pueda en él manifestarse y tomar cuerpo. Por eso hay un acto interior que ni tiempo ni espacio pueden abarcar ni contener; hay en él algo divino y semejante a Dios y que no es abarcado ni por el tiempo ni por el espacio —está presente por igual en todo lugar y en todo momento—, y en eso este acto es también semejante a Dios, y ello por el hecho de que ninguna criatura es capaz de acoger perfectamente en sí misma ese acto ni puede reproducir en sí misma la bondad de Dios. Y por eso necesariamente hay algo más interior, más elevado, e increado, sin medida ni modo, en lo que el Padre celestial puede imprimir totalmente su imagen, infundirse y manifestarse: a saber, el Hijo y el Espíritu Santo. Y poner obstáculos al acto interior de la virtud es tan imposible como ponérselos a Dios. El acto luce y resplandece día y noche; ensalza y canta la alabanza del Señor en un cántico nuevo, como dice David: «Cantad un cántico nuevo al Señor». Pero es terrenal la alabanza y no ama a Dios el acto cuando es exterior, cuando incluye el tiempo y el espacio, cuando es estrecho, cuando se puede impedir y forzar, y el que se cansa y envejece con el tiempo y el ejercicio. En cambio, ese otro acto [el interior] consiste en amar, en querer el bien y la Bondad, de modo que todo lo que el hombre quiere y pueda querer con voluntad pura y total en todas las buenas obras, lo ha hecho ya, con lo que también en esto se asemeja a Dios, de quien dice David: «Todo aquello que quiso, ahora ya está hecho y obrado».
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