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Foto del escritorAmenhotep VII

Sobre Oscar Wilde - Jorge Luis Borges y Roberto Alifano



ALIFANO: Chesterton dijo en una oportunidad que había llegado el momento de hablar

de Oscar Wilde y de su obra, superando ciertos sórdidos percances de su vida, ¿qué

le parece si lo hacemos, Borges?

BORGES: Me parece una buena idea. Yo no conocía esas palabras de Chesterton, pero

recuerdo que una vez le aconsejé a un amigo mío, que estaba escribiendo un libro

sobre Wilde, que no se refiriera a las situaciones que todos conocemos, que las pasara

por alto y que se remitiera a la obra, que es lo más importante. Wilde fue un hombre

con un destino trágico, pero estoy seguro que él eso no lo buscó; se resistió siempre a

ser una persona trágica. Y creo que la mejor muestra de lo que digo es su obra.

Robert Louis Stevenson dijo que hay una cualidad literaria sin la cual todas las demás

resultan inútiles: esa cualidad es el encanto. Y, ciertamente, Oscar Wilde no carecía

de encanto. Sus enemigos podrían decir que es lo único que tiene; pero, tener encanto

es para mí algo fundamental. Es como decir, bueno, fulano de tal no es más que un

genio, o zutano es simplemente un ángel. Ahora bien, en el caso de Wilde, nosotros al

leerlo sentimos que nos sigue hablando, que sigue asombrándonos. Es curioso pensar

que murió en el año 1900, porque todo lo que ha dicho es como si acabara de decirse.

Esa es, sin duda, la virtud de todo lo bueno: ser siempre reciente.


A.: Ahora, ¿ha sido juzgada correctamente la obra de Oscar Wilde?


B.: Sí, pero de un modo muy relativo. Yo sigo sosteniendo que es un error cifrar

nuestra admiración por Oscar Wilde en La Balada de la Cárcel de Reading. A mí me

suena falso ese poema: se trata de un soldado inglés condenado a la horca por haber

asesinado a su querida. Si lo analizamos un poco, en las primeras líneas encontramos

lo falaz: «No lleva ya su guerrera escarlata —dice uno de los versos—, porque la

sangre y el vino son rojos». Esa idea de un soldado inglés del año mil ochocientos

noventa y tantos bebiendo vino, es absurda; sin duda habría estado tomando cerveza

o aguardiente. Y luego, esas metáforas tampoco son fieles a ese personaje que Wilde

nos presenta. Él nos habla de su pequeña tienda azul que los presos llaman el cielo, y

después habla de las nubes con velas de plata. Y, para mí, todo eso es ajeno a la

imagen del soldado; es una mera imagen decorativa que corresponde al propio Wilde

y para nada al personaje. Kipling no hubiera cometido nunca ese error; se habría

convertido en soldado y no hubiera hablado de vino ni de velas de plata ni de una

pequeña tienda azul. Esos son todos detalles decorativos y nada más.


A.: ¿Qué es, a su criterio, lo que más perdura de la obra de Oscar Wilde?


B.: Sus comedias. Y, sobre todo, la comedia The Importance of Being Earnest (La

importancia de llamarse Ernesto), cuya traducción está mal hecha. Afonso Reyes le

aconsejó a Baeza, que fue el traductor, que cambiara el sentido del título porque si no

se pierde la broma, earnest quiere decir serio y también es un nombre propio que

traducido al castellano es Ernesto, pero que, a su vez, en castellano no quiere decir

serio. De modo que, según Reyes —y yo coincido con él—, en castellano se debió

traducir: La importancia de ser Severo. Severo es, además de un adjetivo, un nombre

propio; en cambio, Ernesto no dice nada en el idioma castellano, es solo un nombre.

En inglés The Importance of Being Earnest, quiere decir: la importancia de ser serio,

de ser severo. Esa broma, mal traducida, se pierde.


A.: Esta comedia según la opinión de muchos críticos, es muy importante para el

teatro inglés del siglo XIX.


B.: Sí. Además yo la considero superior a las otras que escribió Wilde, por esta

razón: en el siglo XIX, curiosamente, inexplicablemente, el teatro, en la patria de

Shakespeare, de Marlowe y de Ben Johnson se había convertido en un género

subalterno. Y Oscar Wilde, que en otras piezas suyas había condescendido en

argumentos sentimentales, tratando de salvarlas o de atenuarlas con frases ingeniosas,

apareció de pronto con The Importance of Being Earnest, una pieza exenta de

sentimentalismo, aunque agradablemente frívola. Ahora, claro, el sentimentalismo de

Wilde es, en alguna medida, comprensible. El teatro de aquella época, en Inglaterra,

era así. Pero repito, Wilde contribuyó en buena medida a modificarlo. Después

llegaron Bernard Shaw e Ibsen y prepararon un camino de sinceridad y libertad,

modificándolo todo. Y hoy el teatro inglés es lo que es gracias a ellos. Sin embargo,

The Importance of Being Earnest yo diría que es como el champagne: es una especie

de fiesta, de fiesta muy grata como lo es el champagne, que es algo más que una

bebida. Y The Importance of Being Earnest más que una comedia, es una verdadera

forma de felicidad.


A.: ¿Y en cuanto a su famosa novela, El Retrato de Dorian Gray, qué lugar ocupa

en la obra de Oscar Wilde?


B.: Tal vez equivocadamente el más importante. El Retrato de Dorian Gray es

evidente que se trata de una imitación, escrito de un modo muy decorativo y muy

forzado, de El doctor Jekyll y el señor Hyde de Stevenson; ya que es la misma idea de

dualidad. La novela de Robert Louis Stevenson antecede al Retrato… en unos diez

años más o menos.


A.: Hay un cuento de Poe que trata también el tema del doble. Me refiero a

William Wilson, ese personaje que se destruye a sí mismo ahogando su conciencia.

¿Lo recuerda?


B.: Sí. Pero no había pensando en él. Tal vez ese cuento pudo haber influido

también en Stevenson, ya que es anterior. El tema del doble es bastante antiguo; yo,

inclusive, me vi muchas veces tentado por él. Hay un cuento mío que se llama El

otro, donde lo trato. La imagen del personaje de Oscar Wilde es, sin embargo, muy

curiosa: la del hombre que se mantiene joven y del retrato que envejece. En el último

capítulo Dorian Gray acuchilla al cuadro y muere. Y luego aquel detalle realista, que

está muy bien: los sirvientes encuentran el cadáver de ese hombre que no reconocen,

encuentran el cuadro destruido. Y al final lo identifican por la ropa y por los anillos.


A.: En la obra de Oscar Wilde, la poesía ocupa un lugar importante, ¿por qué no

lo analizamos un poco?


B.: Bueno, yo creo que el mejor poema de Wilde es The Sphinx (La esfinge), que

es un poema puramente decorativo. Pero no necesita ser otra cosa, ya que Wilde era

un maestro de lo decorativo. Sin embargo, cuando él intercala capítulos meramente

decorativos en El Retrato…, no quedan bien, porque parecen ajenos a la economía, a

la estructura descarnada de la novela. The Sphinx, en cambio, está construido con

esos elementos y queda bien así: es un poema musical y visual. Oscar Wilde tiene una

métrica espontánea y en toda su obra no se encuentra un solo verso experimental.


A.: Su vocabulario es, además, curiosamente simple, ¿no?


B.: Es cierto. Y tanto es así, que de igual modo que para estudiar alemán conviene

comenzar por los primeros poemas de Heine, que son muy sencillos; para estudiar

inglés, yo siempre recomiendo comenzar leyendo a Oscar Wilde. Su vocabulario está

hecho, sobre todo, de palabras de origen latino, que son difíciles para los ingleses,

pero fáciles para nosotros. De modo que yo le aconsejaría a una persona que quiere

estudiar inglés, y lo quiere hacer agradablemente, que empiece por la obra de Wilde.


A.: Sigamos hablando de la poesía de Oscar Wilde.


B.: Hay otro poema de Wilde que me parece importante: La casa de la Ramera.

«A veces una muñeca con mecanismo de relojería —dice uno de los versos—

apretaba contra su pecho a un amante fantasmagórico, y a veces también parecían

intentar cantar…»; ese poema es decorativo como casi todos los demás. Ahora, si

comparamos a Oscar Wilde con poetas como Keats, con Eliot, con Tennyson, con

Rossetti, fue infinitamente menor, claro, pero la grandeza de Wilde está en otras

cosas.


A.: ¿Qué ha sucedido con su obra en Inglaterra? ¿Qué destino le ha deparado el

tiempo?


B.: Bueno, allí es un poeta casi olvidado. Sin embargo, Wilde es famoso en otras

partes del mundo; algo similar a lo que ha ocurrido en los Estados Unidos con Edgar

Allan Poe, que, como poeta, fue reengendrado por Baudelarie y Mallarmé. En los

Estados Unidos se lo juzga a Poe por su poesía y no por sus cuentos, que son lo más

valorable. Ese poema de Poe, tan famoso, llamado El Cuervo, bueno, es realmente un

cuervo embalsamado. Seguramente, Poe no se propuso escribir un gran poema; lo

que él se propuso fue escribir un poema que lo hiciera famoso. Y lo logró. En el caso

de Wilde, su estética está puesta en los diálogos que son realmente admirables.


A.: ¿Era un hombre genial Oscar Wilde?


B.: Bueno, yo no sé si en realidad era un hombre de genio; pero que era un

hombre de un enorme talento es indudable. En una oportunidad Oscar Wilde le dijo a

André Gide, que había puesto su genio en su vida y su talento en su obra. Yo

sospecho que además, Oscar Wilde era un ser inocente. He leído y releído la biografía

escrita por Hesketh Pearson, que, para mí, es la mejor de todas. Y Pearson insiste en

que Wilde era un atolondrado. Yo creo que era un espíritu travieso que le gustaba el

juego. Y eso lo habría hecho con la misma inteligencia dentro de cualquier

movimiento; el cubismo, el futurismo, el impresionismo, etc., y siempre con una

sonrisa a flor de labio, que es lo que lo diferencia de otros poetas, superiores a él, que

quizá fueron sus maestros, como el propio Mallarmé.


A.: En una oportunidad Wilde expresó que concebía el arte como un juego. Un

juego a la manera de Stevenson acaso, que dijo, precisamente, que el arte es un

juego que debemos jugar con la seriedad con que juegan los niños.


B.: Sí. Es cierto. Y le encantaba asombrar a la gente con sus metáforas. Era lo que

Plinio definía como «Monstruum artifex», monstruo perspicaz se podría traducir. La

obra de Wilde abunda en artificios que, en su caso, pueden usarse como argumentos a

favor de su grandeza literaria.


A.: Era un hombre realmente culto Oscar Wilde, ¿no, Borges?


B.: Sin duda. Era un hombre que había leído muchísimo. Sabía griego y latín;

había estudiado a los clásicos en su idioma original. Hablaba el francés tan

correctamente como el inglés. Pero tenía la elegancia de ocultar esos conocimientos;

tenía esa curiosa ambición de parecer frívolo, intrascendente, y sin embargo no lo era.

Uno de pronto encuentra en su obra pensamientos muy profundos, dichos como al

pasar, que parecen superficiales, pero que, en verdad, no lo son. Por ejemplo, esta

idea rarísima que yo leí no sé en qué página: «Un hombre es en cada momento de su

vida todo lo que ha sido y todo lo que será». Es una idea muy extraña, pero está dicha

como al pasar. Heráclito había dicho: «El destino de un hombre es su carácter», que

viene a ser lo mismo, pero dicho de un modo menos hermoso. Oscar Wilde fue un

gran escritor, un hombre culto de un enorme talento, que nos ha dejado su imagen

encantadora: la imagen de un dandy que debió sobrellevar un destino trágico, quizá

sin saberlo, pero que en nada empaña el encanto que legó a la memoria de los

hombres.


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