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Foto del escritorAmenhotep VII

Conversación en Princeton - Rubén Gallo a Mario Vargas Llosa



RUBÉN GALLO: El periodismo es un tema importante en tu obra y en muchas de tus

novelas hay personas que trabajan como redactores en periódicos, estaciones de radio

y otros medios. En Conversación en La Catedral el diario La Crónica es uno de los

espacios centrales de la novela: un mundo gris, en donde los jóvenes con ideales

literarios terminan por ahogarse en la pobreza y el alcohol. Pero a diferencia de esos

personajes, tú has practicado el periodismo desde que tenías quince años y sigues

haciéndolo con tu columna en El País. ¿Puedes hablarnos de lo que ha representado

el periodismo en tu carrera?


MARIO VARGAS LLOSA: Me gustaría empezar por distinguir entre la ficción y el

reportaje periodístico. Muchas veces el periodismo se vale de técnicas literarias para

imponer determinados hechos. Hay una escuela de periodismo que nace en Estados

Unidos y que, aunque parte de una investigación en profundidad, se acerca mucho a

la literatura, por el tipo de escritura y la organización de esos materiales. Usa,

además, ciertos recursos tomados de la ficción, como el suspenso o la dislocación

cronológica, para crear expectativa, curiosidad, tensión dramática.

Pero incluso en estos casos hay una diferencia fundamental y es que en principio

el periodismo no debe transgredir la verdad. Debe buscarla y tratar de exponerla de la

manera más atractiva e interesante posible, pero su razón de ser es presentar una

realidad tal y como es, un hecho tal y como ocurrió, una persona tal y como es. Nada

de eso es obligatorio en la ficción. Cuando uno escribe ficción, tiene la libertad de

transgredir la realidad, de alterarla profundamente, mientras que un reportaje

periodístico vale por su cotejo con la realidad. Mientras mejor exprese la realidad el

texto periodístico, se considera más auténtico y más genuino. Hay una búsqueda de la

verdad que va fuera del texto, y que es lo que lo justifica o lo desautoriza. Una

ficción, en cambio, vale por sí misma y su éxito o su fracaso dependen de ella misma

y no del cotejo con la realidad. Una novela puede transgredir profundamente la

realidad, expresar otra dimensión, creada por el escritor con su imaginación y con las

palabras, y sostenerse por sí misma. De hecho, la literatura tiene siempre un elemento

añadido, algo que no está en la realidad, y que es lo propiamente literario de una

ficción.

Para mí el periodismo ha sido muy importante porque me ayudó a descubrir la

realidad de mi país. En el Perú, como en muchos países del tercer mundo, la

estructura de la sociedad es tal que los miembros de una clase social saben muy poco

sobre lo que ocurre en otros sectores de la población. El Perú en el que pasé mi

infancia y adolescencia era muy limitado: me movía en un mundo urbano y de clase

media, occidentalizado, hispanohablante —blanco, entre comillas—, y desconocía

por completo el resto del Perú.

Yo entré al periodismo cuando era todavía un escolar —fue en las vacaciones

entre quinto y sexto de media, entre el penúltimo y el último grado de colegio—.

Tenía quince años y entré a trabajar como redactor en un periódico que me mandó a

hacer toda clase de reportajes en una ciudad que yo conocía solamente de una manera

muy parcial. Nunca había estado en los barrios pobres, en las zonas marginales, que

eran los lugares donde había mayores estallidos de violencia. Trabajé unas semanas

en la página policial, que hacía reportajes sobre las partes más pobres y violentas de

Lima. Así fui descubriendo un país que desconocía totalmente. En ese sentido la

experiencia del periodismo fue muy instructiva: me enseñó mucho sobre la realidad

de un país que era más complejo, mucho más enconado, mucho más violento que

aquel en el que yo había vivido hasta entonces.

Hay otro aspecto interesante: yo creía que el periodismo estaba cerca de la

literatura, y que podía vivir de esa actividad mientras seguía escribiendo. Pero el uso

del lenguaje que hace un periodista y el que hace un escritor son completamente

distintos. El periodismo más profesional es aquel que transmite una realidad anterior

al oficio, y mientras más neutral y transparente sea su lenguaje, más eficaz resulta

desde el punto de vista periodístico. El uso del lenguaje que hace un escritor es todo

lo contrario: su deber es afirmar una visión personal, expresar su individualidad a

través de las palabras y hacerlo con una cierta originalidad, es decir, con una cierta

distancia con el lenguaje común y corriente. Eso es lo que hace la literatura, como

podemos ver si leemos a Rulfo, a García Márquez, a Onetti y analizamos el tipo de

lenguaje que usan estos escritores.

Un periodista no puede darse el lujo de ser original a la hora de escribir: está

obligado a deshacerse de su personalidad, a disolverla dentro de ese lenguaje

funcional que es el de los diarios. Es cierto que hay muchos escritores que también

han hecho periodismo, pero yo creo que a la hora de escribir novela, a la hora de

hacer literatura, usan un lenguaje muy distinto al que emplean en el momento de

redactar una noticia, una crónica o un editorial. Ésta es la primera incompatibilidad

que hay entre el periodismo y la literatura.

Dicho esto, la función del periodismo es importantísima en una sociedad

democrática. Yo crecí en el Perú, en un periodo dictatorial —recordemos que la

dictadura del general Odría duró de 1948 a 1956—, y esos años fueron fundamentales

para mi generación. Nosotros éramos niños cuando el general Odría dio el golpe y

éramos ya hombres cuando dejó el poder y llegó la democracia. Toda nuestra niñez y

adolescencia la vivimos en un mundo donde había una censura muy estricta:

sabíamos que la prensa mentía, que en lugar de describir la realidad la ocultaba y la

deformaba. Era una prensa servil que adulaba al poder y que estaba al servicio de la

dictadura. El periodismo era uno de los principales instrumentos que tenía el gobierno

para manipular la realidad, para hacernos creer que vivíamos en un mundo perfecto.

El periodismo es un barómetro fundamental del grado de libertad que hay en una

sociedad: necesitamos ese derecho de crítica, esa libertad de expresión que da el

verdadero periodismo para que una sociedad sea realmente democrática.

En la época moderna, el periodismo ha sufrido otra distorsión, muy distinta a la

de la censura, que es la frivolización. Ése es un fenómeno muy contemporáneo: la

prensa frívola siempre ha existido, pero antes era una práctica marginal. Hoy día esta

frivolización ha llegado hasta los grandes diarios, hasta los órganos de expresión que

consideramos como los más serios, por una razón muy práctica: una revista, un

periódico o un programa de televisión que trata de ser exclusivamente serio termina

siendo un fracaso desde el punto de vista económico. Hay una presión constante para

que los medios conquisten grandes masas de lectores o de espectadores.

Yo viví en Inglaterra muchos años, y recuerdo que cuando llegué, en 1966, el

periodismo era de una seriedad casi fúnebre. En esa época el Times tenía gran estilo:

un lenguaje sobrio y una vocación de objetividad. Nunca hubiera imaginado que el

Times y el Daily Mail terminarían por parecerse: las dosis de frivolidad que aparecen

hoy resultan inconcebibles para lo que era el Times hace veinte o treinta años. Esa

banalidad ha ido impregnando la prensa de nuestro tiempo. Creo que es un cambio

que refleja el deterioro de la cultura en el mundo, algo que ha lastimado

profundamente las bases de las sociedades democráticas.


RG: Y ese cambio lo vemos en la extensión de los artículos. Hace veinte años, un

periódico como The New York Times o The Guardian publicaba artículos de veinte,

treinta, cuarenta cuartillas, algo que ahora resulta impensable. Aunque la brevedad no

es incompatible con la seriedad: tus artículos para El País tienen un límite de cinco

cuartillas y en ese espacio logras desarrollar ideas serias y relacionarlas con

acontecimientos políticos e incluso obras literarias. El límite de cinco cuartillas

también puede verse como un ejercicio literario: recordemos que muchos escritores,

desde Augusto Monterroso hasta Jorge Luis Borges, siempre privilegiaron las formas

breves.


MVLL: El artículo es un género. Los grandes articulistas son escritores capaces de

desarrollar una sola idea. Un artículo logrado tiene una idea central: de allí surge la

argumentación para el resto del texto, así como las ideas complementarias que

preparan al lector y que luego lo apaciguan si ha quedado demasiado impresionado.

Podemos verlo en la obra de ese gran periodista norteamericano, Walter Lippmann,

que fue un extraordinario articulista, capaz de desarrollar todo un pensamiento en tres

o cuatro cuartillas. Sus artículos siempre presentan una idea que es la columna

vertebral en torno a la cual se estructura el resto del texto.

El artículo es un género difícil, pero también puede ser un espacio de mucha

creatividad. Recuerdo que cuando llegué a Inglaterra en 1966 yo esperaba el domingo

con impaciencia para leer los artículos de dos críticos: Cyril Connolly, el autor de

Enemigos de la promesa, escribía todos los domingos en The Sunday Times una

crónica literaria que comentaba algún libro o algún hecho literario, y sus

observaciones eran siempre deslumbrantes. Tenía esa extraordinaria capacidad de

desarrollar todo un pensamiento en un artículo de tres o cuatro cuartillas. Y había otro

crítico, Kenneth Tynan, más frívolo y más juguetón, que hacía crítica de teatro y era

también absolutamente extraordinario porque lograba que el lector visualizara el

espectáculo que él comentaba. Y lo hacía con gran elegancia, con mucho humor.

Después él mismo llegó a escribir una obra de teatro, Oh! Calcutta!, que tuvo un gran

éxito en el mundo entero. Se volvió rico y dejó de escribir artículos. Por cierto, el

título de su obra era un juego de palabras: Oh, quel cul t’as.

Estos dos articulistas eran también grandes creadores. Cultivaban un género que

fue considerado menor, pero en él lograron ser profundamente creativos.



RG: En varios de tus libros —desde Conversación en La Catedral hasta El pez en el

agua— el periodismo aparece como una trampa para el escritor. Entre los personajes

vemos a jóvenes talentosos que pudieron haber escrito pero que, al entrar a trabajar

como periodistas, se pierden y se quedan atrapados. No logran salir de la mesa de

redacción y nunca publican la gran novela que hubieran querido escribir.


MVLL: Así es. Porque el mundo del periodismo que yo conocí estaba muy marcado

por la vida bohemia. Se escribía de noche y la noche es pecaminosa y tentadora. Los

periodistas terminaban su turno, salían a tomar tragos y se quedaban fuera hasta el

amanecer. Ese ritmo de vida terminaba por matar la energía y la disciplina que son

fundamentales para un creador. En una época se pensaba que la bohemia era un buen

caldo de cultivo para la literatura, pero eso es una fantasía romántica porque todos los

grandes escritores han sido trabajadores y disciplinados y han organizado su vida en

función de la escritura. Hay algunos casos de grandes creadores que llevaron una vida

bohemia y aunque se quemaron rápidamente dejaron una obra, pero yo creo que se

trata de la excepción que confirma la regla.

Cuando entré a trabajar como periodista conocí a muchos compañeros que

habrían querido ser escritores y que vivían con una gran nostalgia de la poesía que

nunca escribieron, de las novelas que nunca publicaron, porque su vida se quedó

atrapada en la rutina del periodismo, en un trabajo que es no sólo anónimo sino

también efímero. Las noticias duran veinticuatro horas —a veces menos— y después

los periódicos se botan a la basura. Esa naturaleza tan fugaz del periodismo frustra

muchísimo a los escritores, que siempre anhelan alcanzar la trascendencia.



RG: Tú has practicado el periodismo a lo largo de tu vida y ahora sigues escribiendo

una columna para El País. ¿Por qué has decidido seguir escribiendo artículos en lugar

de dedicar todo tu tiempo a la literatura?


MVLL: Nunca he querido dejar el periodismo por una razón muy clara: la literatura es

mi vocación, es el oficio más estimulante del mundo, pero por otro lado nunca he

admirado la figura del escritor que sólo es escritor, que vive completamente

encerrado con sus fantasmas, con un mundo mental que lo distancia de la realidad

cotidiana, de la vida de todos los días, de esa experiencia que es el común

denominador de la gente. Quizá por eso soy un escritor realista y no un escritor

fantástico. Yo nunca trato de crear un mundo completamente soberano, independiente

del mundo real. En mis novelas he querido mostrar un mundo que tiene por lo menos

la apariencia del mundo real. Por eso la idea de practicar un oficio que puede llegar a

divorciarme enteramente de ese mundo no me tienta. Para mí el periodismo ha sido

una forma de mantener siempre un pie en el mundo real, y por eso lo sigo

practicando. Es mi manera de no separarme de esa realidad objetiva, compartida,

cotidiana. Mis artículos tratan temas literarios pero también sobre hechos sociales o

políticos relacionados con la vida cotidiana. Esa ancla con la realidad que me da el

periodismo es muy importante para mi trabajo. Recuerdo unos versos de Vallejo que

dice: «comer algo agradable y salir / por la tarde, comprar un buen periódico». Leer

un buen periódico es una experiencia muy estimulante, casi tanto como leer un buen

libro, porque un artículo bien escrito nos pone en contacto con lo que está ocurriendo

y nos hace sentir parte de ese fenómeno tan diverso, tan complejo que es la

actualidad. Ese tipo de periodismo serio se ha ido perdiendo en nuestra época para ser

reemplazado por algo más elemental, hecho de titulares. Parecería que los grandes

artículos se han vuelto imposibles para los periódicos porque no hay lectores para

ellos.


RG: Tus artículos tratan una gran diversidad de temas. Has escrito sobre Fidel Castro,

sobre Margaret Thatcher, sobre el Papa y sus pronunciamientos contra el condón,

sobre el único estudiante que tuviste en Cambridge, sobre la tendencia populista en

Latinoamérica, sobre Donald Trump, sobre la guerra de Irak y las elecciones en la

Argentina. Además de erudición y versatilidad, esa lista de temas demuestra una gran

libertad intelectual, una curiosidad que te lleva a interrogarte sobre aspectos muy

distintos del mundo en que vivimos.


MVLL: Yo aprecio enormemente esa libertad. Estoy obligado a entregar un artículo

cada dos semanas pero tengo tema libre. Es maravilloso poder escribir sobre lo que

más me estimula. Escribo siempre sobre temas de actualidad porque me parece que

ésa es la función del periodismo. Además me gusta hacerlo porque la mayor parte del

tiempo vivo desactualizado, escribiendo novelas, separado de la actualidad.


LARA NORGAARD: Siguiendo con el tema del periodismo: la edición de sus Obras

completas recoge solamente los artículos que usted escribió después de 1968. ¿Qué

cambió en ese año en su periodismo y por qué decidió usted empezar con esa fecha?

¿Por qué no incluyó los artículos que escribió cuando era más joven?


MVLL: Yo no me encargué de la selección, que estuvo a cargo de Antoni Munné, el

director de la colección en Galaxia Gutenberg. Yo le di carta libre porque él es un

gran conocedor de mi obra y tiene un criterio respetable. Es cierto que una colección

de obras completas, si hiciera lo que dice el título, debiera incluir todo: lo malo y lo

bueno. Quizá yo habría incluido muchos malos artículos, pero él prefirió eliminar los

que escribí cuando era muy joven porque le parecieron los menos interesantes y los

menos actuales.

Creo que si algo muestran esos artículos es que yo he cambiado mucho en mi

manera de pensar y sobre todo en el campo político. En las recopilaciones de

artículos o de ensayos me he preocupado de incluir artículos que son contradictorios

para mostrar que ha habido un cambio y una evolución.


RG: Eso demuestra que las obras completas nunca terminan siendo verdaderamente

completas. Después de publicadas, siempre puede aparecer un texto, una carta, una

versión que se quedó fuera de lo que se suponía era una edición definitiva. Augusto

Monterroso se burló de este concepto, que pensándolo bien es casi metafísico, en un

librito de cuentos que lleva por título Obras completas.


MVLL: Sí, claro: Obras completas y otros cuentos. En ese libro aparece también

«Dinosaurio», que es el cuento más breve y perfecto que se haya escrito y que

consiste en una sola frase: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Esas

siete palabras cuentan toda una historia, con una gran economía. Es lo contrario de

las Obras completas porque está incompleto, pero lo que falta hace que sea un gran

cuento.


LN: Cuando habla de los cambios en sus artículos ¿diría usted que se trata

principalmente de un cambio político?


MVLL: Político pero también literario. De joven tuve una enorme admiración por

Sartre, a tal grado que mis amigos se burlaban de mí y me dieron el apodo de «el

Sartrecillo valiente». Hoy en día no podría leer a Sartre: me doy cuenta de que esas

novelas que tanto me entusiasmaron de joven son malas y a fin de cuentas poco

interesantes. Ahora diría que Sartre fue un imitador de Dos Passos, pero Dos Passos

sí tenía un gran talento novelístico y Sartre no: era demasiado inteligente para poder

ser un gran novelista. Para escribir uno no puede guiarse por las ideas: tiene que

abandonarse a las emociones y a las pasiones, algo que Sartre nunca pudo hacer

porque era una máquina de pensar, un robot. Tenía una enorme inteligencia, que sirve

para escribir buenos ensayos pero no para crear buenas novelas.


RG: A Sartre le faltaba cuerpo.


MVLL: Le faltaba cuerpo, le faltaba sudor, le faltaban lágrimas, le faltaba amor, le

faltaba pasión. Pero no quería nada de eso. Era una máquina de pensar y por eso sus

novelas parecen ensayos: son recopilaciones de ideas, argumentos novelados, pero

sin ninguno de los elementos literarios que hacen una buena novela.



LN: Sobre el tema de la censura de la prensa: en el Perú, bajo Odría, la censura la

hacían los dueños de los periódicos pero también los reporteros porque ellos

anticipaban lo que no pasaría. Era un tipo de autocensura que terminó siendo más

importante y más nefasta que la censura oficial.


MVLL: Cuando trabajé en La Crónica, había palabras que no podían usarse y temas

que no podían tocarse. Era una cosa automática. Se formaba como una segunda

naturaleza en la persona que conocía perfectamente los territorios peligrosos a los que

no debía entrar a menos que quisiera correr un riesgo. Y es por eso que había un

periodismo clandestino, al que pertenecía el periodiquito de nuestro grupo Cahuide.

Pero esta autocensura no afectaba solamente el periodismo: también determinaba el

comportamiento cívico, porque había cosas que no podían hacerse sin correr un

riesgo. Es un fenómeno típico de todas las dictaduras, sean de derecha o de izquierda,

ideológicas o militares, religiosas o laicas. Inmediatamente se crea una especie de

personalidad secreta que está siempre vigilando lo que uno hace, diciéndole a la

persona: «Por aquí no. Esto no. Esto mejor evítalo. Esto no debe hacerse. Esto

implica un riesgo». Esa autocensura es lo peor que puede existir en una sociedad,

porque se trata de un censor que uno lleva dentro.


LN: ¿Se dio también este tipo de autocensura en otros países latinoamericanos?


MVLL: En el momento en que se establece la censura, se produce inmediatamente la

autocensura, que siempre es uno de los efectos más perversos de una dictadura. Eso

yo lo viví en el Perú, de joven, pero también en España: cuando llegué a Madrid en

1958, durante el franquismo, había una censura previa que requería que autores y

editores recibieran el visto bueno antes de publicar. Eso llevaba a muchos escritores a

autocensurarse porque sabían que iban a recortarles lo que habían escrito, así que se

creaba un mecanismo casi automático a la hora de escribir, como si uno tuviera un

pequeño censor dentro de la cabeza que le va diciendo lo que no se debe tocar. En

otro sentido más sutil y complejo la autocensura puede tener el efecto contrario y

llevar a los escritores a tratar de hablar justamente de lo que está prohibido, a escribir

desafiando las prohibiciones. Eso también corrompe, porque si un escritor escribe

sólo para enfrentarse a la censura, pierde su libertad. La libertad es un espacio

fundamental a la hora de escribir, a la hora de pensar, a la hora de fantasear. La

censura es un elemento distorsionador en muchos sentidos.

La censura también puede ser disparatada. Juan Marsé contaba que cuando una de

sus novelas pasó por la censura le suprimieron todas las veces que aparecía la palabra

sobaco. Era completamente incomprensible: ¿por qué sobaco y no otra palabra?

Quizá porque el censor era un pervertido y la palabra sobaco le inspiraba toda clase

de imágenes lúbricas. No hay otra explicación: la palabra sobaco no le hace daño a

nadie.

Cuando publiqué mi primera novela, La ciudad y los perros, tuve una discusión

con el jefe de la censura. En ese momento Franco había nombrado a un grupo de

ministros supuestamente progresistas —por lo menos en comparación con los

anteriores, que habían sido totalmente cavernarios—. Carlos Robles Piquer, que era

jefe de Información y el encargado de la censura, aceptó discutir conmigo los

cambios que proponían en mi libro. Así que nos vimos en un almuerzo y fue muy

cómico, porque una de las frases que quería cambiar era la descripción del jefe de un

colegio militar. Yo había escrito que el coronel «tenía un vientre de cetáceo», es decir

que era barrigón. Pero Robles Piquer me decía que como el coronel era jefe del

cuartel, si yo me burlaba de él no solamente ridiculizaba a un personaje sino a la

institución entera, porque él representaba al ejército. Me explicó que si el personaje

tuviera un grado menor, si fuera un comandante o un capitán, entonces no importaría

tanto, pero un coronel tenía un lugar clave en la jerarquía. A mí, por fastidiarlo, se me

ocurrió preguntarle: «¿Y qué pasa si en lugar de decir “vientre de cetáceo” decimos

“vientre de ballena”?». Y me respondió que la palabra ballena sí podía pasar, porque

le parecía que era más suave. Allí vemos que la censura, entre otras cosas, es una

forma de estupidez porque pierde tanto tiempo en ese tipo de nimiedades.

Otra de las frases que quiso cambiar era la descripción de un cura que decía: «Se

lo ha visto merodeando por los burdeles del Callao con ojos codiciosos». Y el señor

Robles Piquer me dijo: «Mire: yo sé que hay pastores que pecan, pero en su novela

ése es el único cura. Si hubiera otro se vería que hay buenos y malos, pero ahí

solamente aparece el malo». Así que yo le dije: «Bueno. ¿Qué pasa si en lugar de

poner “burdeles” ponemos “prostíbulos”?». Y él me dijo que sí, que la palabra

prostíbulos podía pasar porque es más suave. A fin de cuentas me cambiaron ocho

palabras en la primera edición de la novela, pero Carlos Barral, mi editor, era muy

valiente y restableció esas ocho palabras en la segunda edición y no pasó nada.


RG: Ese trabajo de censura requiere una lectura relativamente cuidadosa del texto.


MVLL: Es una lectura muy minuciosa, pero siempre tiene que encontrar algo que

censurar. Se busca el pecado, la falta, la disidencia, y si no aparece hay que

inventarla. Además, el censor vuelca sus propias fobias y prejuicios personales sobre

los libros que lee. No sé cómo en España no se ha publicado un libro blanco sobre la

censura que cuente todos estos casos.

Otro ejemplo. El crítico de cine Román Gubern escribió un estudio sobre King

Kong en el cine y propuso como título La bella y la bestia. La censura le prohibió el

título: le dijeron que el libro podía publicarse pero siempre y cuando le cambiara el

nombre. Él fue a hablar con alguien y dijo que no entendía qué podía tener de malo

un título como La bella y la bestia. Entonces el censor le dijo algo maravilloso:

«Mire, nosotros no somos tontos. ¿Ese título qué cosa quiere decir? La bella ¿quién

es? Pues es España, obviamente. Y la bestia ¿quién es? Ya sabemos que se refiere

usted al Generalísimo, así que no pasa». La perversión mental de un censor puede

llegar a estos extremos grotescos: un libro sobre King Kong que es visto como un

insulto a Franco.


LN: ¿Había ese mismo proceso de lectura tan cuidadosa para artículos de un

periódico?


MVLL: Era mayor aún. La censura aumentaba con la popularidad del género, por eso

el terreno más libre era el de la poesía, porque se pensaba que muy poca gente leía

poemas. Los poetas podían expresarse sobre temas que eran inconcebibles en una

novela. La censura era mucho más estricta con la novela, más aún con el periódico,

pero en donde era francamente feroz era en la televisión. Cuando yo llegué a España

como estudiante en 1958, Analía Gadé, una actriz que era muy famosa en aquella

época, me contó cómo funcionaba la censura en televisión. Antes de salir al aire, el

censor sacaba un metro y medía las faldas y el escote de las actrices y de repente

decía: «Tiene que ser más larga para que se vea menos la pierna» o «El escote tiene

que ser más cerrado para que se vea menos el pecho». Para las pobres actrices eso era

la humillación extrema. Me imagino que esta situación debía generar toda clase de

perversiones entre los censores.


RG: ¿Han sido censurados tus libros en otros países?


MVLL: Mis libros fueron prohibidos en Cuba después de que comencé a criticar al

gobierno cubano. Es lo que sucede en las dictaduras, cuyo objetivo es controlar la

literatura, el arte y la creatividad, porque consideran el pensamiento independiente

como peligroso. En una democracia nadie cree que una novela o un poema puede ser

peligroso o subversivo. Yo diría que en este caso las democracias están equivocadas y

las dictaduras tienen razón, porque la literatura sí es peligrosa. La literatura nos

enseña a mirar el mundo con una actitud crítica. Cuando leemos una gran novela

—Moby Dick, Les Misérables, La guerra y la paz, el Quijote— y luego volvemos al

mundo real, algo ha cambiado dentro de nosotros que nos hace ser muy críticos con

lo que vemos a nuestro alrededor. Leer una buena novela significa habitar un mundo

perfecto, redondo y pulido, caracterizado por la belleza, en donde incluso el mal se

transforma en algo atractivo. Todo ocurre en un lenguaje literario que nos permite

entender a fondo todo lo que sucede, sus causas y sus efectos. En comparación con la

literatura, el mundo real es imperfecto, desordenado y caótico. Así que leer una buena

novela nos hace ser muy críticos con todo lo que nos rodea, y esto es extremadamente

subversivo en una sociedad que pretende ejercer un control total sobre el individuo.

Eso explica la desconfianza que sienten los dictadores hacia la literatura…, y tienen

razón.

En una sociedad controlada, la gente lee de una manera distinta y trata de

encontrar en los libros, en las novelas, en los cuentos, en las obras de teatro, algo que

no está ni en los periódicos, ni en la televisión, ni en la radio: un análisis crítico de lo

que está ocurriendo. La literatura se convierte en un medio para expresar una

reflexión sobre el mundo y adquiere una importancia política que no tiene en las

democracias. La poesía, la novela, los ensayos literarios y el teatro se llenan de

alusiones que la gente inmediatamente interpreta en función de la experiencia que

está viviendo. Entonces la literatura se vuelve algo mucho más importante, adquiere

una importancia política. La gente que vive bajo una dictadura busca en los libros un

doble fondo que hable de una realidad que ha sido rigurosamente suprimida en la

prensa oficial. Es por eso que las dictaduras se preocupan tanto por lo que hacen los

escritores. La literatura es algo que socava esa certeza que la dictadura quiere

imponer en la sociedad.

Para los escritores resulta muy estimulante valerse de las mil y una maneras que

tiene la literatura de decir cosas sin decirlas explícitamente para burlar la censura.


RG: Muchos escritores crean su obra en contra de una dictadura. Pienso en Milan

Kundera, que escribió obras maravillosas, como La insoportable levedad del ser,

durante la época más dura del socialismo checo. Con la caída del bloque socialista a

principios de los noventa, Kundera se desinfla como escritor. Todo lo que publica

después ya no tiene esa forma, ese odio, ese coraje que tenía cuando luchaba contra

ese gran enemigo que era el estado socialista y que lo amenazaba con la cárcel, con

penas muy duras.

Vemos un fenómeno similar en Carlos Saura: las películas que realizó durante el

franquismo —como Cría cuervos— están cargadas de comentario político, pero tras

la muerte de Franco se ha dedicado a hacer largometrajes sobre el flamenco, el tango

y otros temas que nada tienen que ver con la política.


MVLL: Este fenómeno se da en todas las dictaduras: se escribe contra la dictadura y,

cuando la dictadura cae, de pronto uno pierde al enemigo que le permitía pensar y

trabajar. Otro ejemplo sería el arte expresionista alemán que surge entre la Primera y

la Segunda Guerra Mundial. Alemania es un país completamente revuelto, con

conflictos violentísimos en esos años: comunistas y nazis se matan en las calles. Pero

esa inseguridad y precariedad de la vida hacen que surja un arte enormemente

creativo y de una violencia impresionante. Entre los artistas de esos años, hay uno

que yo admiro mucho: George Grosz, uno de los críticos más feroces del nazismo y

del racismo que se salvó de milagro. Un comando nazi llega a su casa a buscarlo. Él

los recibe, pero se hace pasar por el mayordomo: los hace entrar, les ofrece té y,

mientras los nazis toman té, él se escapa por una escalerita y llega hasta Estados

Unidos. Pero en cuanto pisa el continente americano desaparece toda la ferocidad, la

belicosidad, las caricaturas atroces que habían caracterizado su obra. Uno diría que se

volvió bueno, que perdió toda su animosidad: empieza a hacer una pintura que es

completamente decorativa, sana, benigna, sin fuerza, sin alma. Nunca más recupera la

energía que había tenido en Alemania. Él necesitaba odiar para ser un gran pintor.

Cuando dejó de odiar y empezó a vivir en un país donde no odiaba a nadie, y se

sentía muy contento, su pintura pierde toda su alma. Es un caso muy interesante. Hay

muchos otros casos de escritores que necesitaban tener un adversario temible para

poder crear.


BEN HUMMEL: ¿Heberto Padilla?


MVLL: Sí, exacto: está el caso de Heberto Padilla también. Recordemos los hechos:

Padilla era un muy buen poeta cubano, que además tenía mucha virulencia. Él sufre

una experiencia terrible: las autoridades cubanas lo acusan de ser un disidente y lo

meten preso. Sale de la cárcel para hacer una autocrítica terrible, acusándose de ser

agente de la CIA y de otras estupideces, evidentemente por miedo. No le vuelve a

pasar nada y se queda en Cuba hasta que por fin, muchos años después, se exilia en

Estados Unidos. Pero la persona que llega a Miami es como un muerto en vida: ya no

puede escribir nunca más algo que sea realmente importante. La poesía que publica

es extremadamente pobre, como si hubiera perdido el alma. Es un caso muy parecido

al de Grosz. Y Padilla vive el resto de sus días como un fantasma de sí mismo. Quizá

por eso lo dejaron salir, porque ya no podía hacer daño a nadie con lo que escribía,

que es lo más triste que puede decirse de un escritor.


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