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Foto del escritorAmenhotep VII

El Orden y el Tiempo - Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari



Osvaldo Ferrari: Después de haber colocado, Borges, la piedra fundamental,

después de haber fundado, como dijo usted, nuestro ciclo de audiciones; circulamos

ahora, irreversiblemente, por estas misteriosas ondas radiales. ¿Qué opina de esto?


Jorge Luis Borges: El diálogo es uno de los mejores hábitos del hombre,

inventado —como casi todas las cosas— por los griegos. Es decir, los griegos

empezaron a conversar, y hemos seguido desde entonces.


F: Ahora, en esta semana, he advertido que si usted se propuso a través de las

letras —o si las letras se propusieron a través de usted— un vasto conocimiento del

mundo, yo me he embarcado en un conocimiento no menos vasto al tratar de conocer

a Borges para que todos lo conozcan mejor.


B: Bueno, «conócete a ti mismo», etcétera, etcétera, sí, como dijo Sócrates, contra

Pitágoras, que se jactaba de sus viajes. Por eso Sócrates dijo: «Conócete a ti mismo»,

es decir, es la idea del viaje interior, no del mero turismo —que yo practico también

— desde luego. No hay que desdeñar la geografía, quizá no sea menos importante

que la psicología.


F: Seguramente. Una de las impresiones que uno tiene al conocer su obra y al

conocerlo a usted, Borges, es la de que hay un orden al que usted guarda rigurosa

fidelidad.


B: Me gustaría saber cuál es (ríe).


F: Bueno, es un orden que preside, naturalmente, su escritura y sus actos.


B: Mis actos, yo no sé. La verdad es que he obrado de un modo tan

irresponsable… Usted dirá que lo que yo escribo no es menos irresponsable, pero yo

trato de que lo sea, ¿no? Además, tengo la impresión de vivir… casi de cualquier

modo. Aunque trato de ser un hombre ético, eso sí. Pero mi vida es bastante casual, y

trato de que mi escritura no sea casual, es decir, trato, bueno, de que haya algo de

cosmos, aunque sea esencialmente el caos. Como puede ocurrir con el universo,

desde luego: no sabemos si es un cosmos o si es un caos. Pero, muchas cosas indican

que es un cosmos: tenemos las diversas edades del hombre, los hábitos de las

estrellas, el crecimiento de las plantas, las estaciones, las diversas generaciones

también. De modo que cierto orden hay, pero un orden… bastante pudoroso, bastante

secreto, sí.


F: Ciertamente. Pero, para identificarlo de alguna manera: ése su orden se

parece —me parece a mí— a lo que Mallea describió como un sentido severo, o «una

exaltación severa de la vida», propia del hombre argentino.


B: Bueno, ojalá fuera propia del hombre argentino.


F: Digamos, del arquetipo de hombre argentino.


B: Del arquetipo más bien, ¿eh?, porque en cuanto a los individuos, no sé si vale

la pena pensar mucho en ello. Aunque nuestro deber es tratar de ser ese arquetipo.


F:¿No es cierto?


B: Sí, porque… fue predicado por Mallea porque él, como se habla de la «Iglesia

invisible» —que no es ciertamente la de los diversos personajes de la jerarquía

eclesiástica—, él habló del «argentino invisible», de igual modo que se habla de la

Iglesia invisible. El argentino invisible sería, bueno, los justos. Y, además, los que

piensan justamente, más allá de los cargos oficiales.


F: Una vez usted me dijo que por la misma época de Mallea, o quizás antes, usted

había pensado también en este «sentido severo de la vida», en esta exaltación.


B: Sí, quizá sea la sangre protestante que tengo, ¿no? Creo que en los países

protestantes es más fuerte la ética. En cambio, en los países católicos se entiende que

los pecados no importan; confiesan, a uno lo absuelven, uno vuelve a cometer el

mismo pecado. Hay un sentido ético, creo, más fuerte entre los protestantes.

Pero quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo entero. No

importa, tendremos que inventarla otra vez.


F: Pero la ética de los protestantes parecería tener que ver con cuestiones, por

ejemplo, económicas, y de tipo…


B: Sexuales.


F: Sexuales. Aunque no últimamente.


B: No, últimamente no, caramba (ríe); yo diría que todo lo contrario, ¿eh?


F: Yo siento que su fidelidad a ese orden personal —no diría a un método, sino a

un ritmo, a veces a una eficaz monotonía— proviene de su infancia y se mantiene

vigente hasta hoy, inclusive.


B: Bueno, yo trato de que sea así. Yo tengo mucha dificultad para escribir, soy un

escritor muy premioso, pero precisamente eso me ayuda, ya que cada página mía, por

descuidada que parezca, presupone muchos borradores.


F: Justamente, de eso hablo, de esa prolijidad, de…


B: Yo, el otro día, estuve dictándole algo y usted habrá visto cómo me demoro en

cada verbo, cada adjetivo, cada palabra. Y, además, en el ritmo, en la cadencia, que

para mí es lo esencial de la poesía.


F: En ese caso, usted si se acuerda del lector.


B: Sí, creo que sí (ríe).


F: Bien, entonces yo —repito— advierto ese orden en sus poemas, en sus cuentos,

en su conversación.


B: Bueno, muchas gracias.


F: Hoy quisiera hablar con usted sobre aquello que me ha parecido su mayor

preocupación: me refiero al tiempo. Usted ha dicho que la palabra eternidad es

inconcebible.


B: Es una ambición del hombre, yo creo: la idea de vivir fuera del tiempo. Pero no

sé si es posible, aunque dos veces en mi vida yo me he sentido fuera del tiempo. Pero

puede haber sido una ilusión mía: dos veces en mi larga vida me he sentido fuera del

tiempo, es decir, eterno. Claro que no sé cuánto tiempo duró esa experiencia porque

estaba fuera del tiempo. No puedo comunicarla tampoco, fue algo muy hermoso.


F: Si no es concebible la eternidad; así como, quizá, hablamos del infinito pero

no es concebible por nosotros, aunque sí podemos concebir lo inmenso…


B: Bueno, en cuanto a lo infinito, digamos, lo que señaló Kant: no podemos

imaginarnos que el tiempo sea infinito pero menos podemos imaginarnos que el

tiempo empezó en un momento, ya que si imaginamos un segundo en el que el

tiempo empieza, bueno, ese segundo presupone un segundo anterior, y así

infinitamente. Ahora, en el caso del budismo, se supone que cada vida está

determinada por el karma tejido por el alma en su vida anterior. Pero, con eso nos

vemos obligados a creer en un tiempo infinito: ya que si cada vida presupone una

vida anterior, esa vida anterior presupone otra vida anterior, y así infinitamente. Es

decir, no habría una primera vida, ni tampoco habría un primer instante del tiempo.


F: En ese caso, habría una sospechable forma de eternidad.


B: No, de eternidad no: de infinita prolongación del tiempo. No, porque la

eternidad creo que es otra cosa; la eternidad —yo he escrito sobre eso en un cuento

que se llama «El Aleph»— es la, bueno, la muy aventurada hipótesis de que existe un

instante, y que en ese instante convergen todo el pasado, todos nuestros ayeres como

dijo Shakespeare, todo el presente y todo el porvenir. Pero, eso era un atributo divino.


F: Lo que se ha llamado la triada temporal.


B: Sí, la tríada temporal.


F: Ahora, lo que advierto es que esta familiaridad, por momentos angustiosa, con

el tiempo, o con la preocupación por el tiempo que usted tiene, bueno, me ha hecho

sentir que en esos momentos en que usted habla del tiempo, el tiempo parece

corporizarse, parece tomar forma corpórea, parece percibírselo como un ente

corporal.


B: Y, en todo caso, el tiempo es más real que nosotros. Ahora, también podría

decirse —y eso lo he dicho muchas veces— que nuestra sustancia es el tiempo, que

estamos hechos de tiempo. Porque, podríamos no estar hechos de carne y hueso: por

ejemplo, cuando soñamos, nuestro cuerpo físico no importa, lo que importa es nuestra

memoria y las imaginaciones que urdimos con esa memoria. Y eso es evidentemente

temporal y no espacial.


F: Cierto. Ahora, fíjese: Murena decía que el escritor debía volverse anacrónico,

es decir, contra el tiempo.


B: Es una espléndida idea, ¿eh? Casi todos los escritores tratan de ser

contemporáneos, tratan de ser modernos. Pero eso es superfino ya que, de hecho yo

estoy inmerso en este siglo, en las preocupaciones de este siglo, y no tengo por qué

tratar de ser contemporáneo, ya que lo soy. De igual modo, no tengo por qué tratar de

ser argentino, ya que lo soy, no tengo por qué tratar de ser ciego ya que, bueno,

desgraciadamente, o quizás afortunadamente, lo soy… tenía razón Murena.


F: Es interesante porque él no dice metacrónico, o más allá del tiempo, sino

anacrónico: contra el tiempo. A diferencia, quizá, infiero, del periodista o del

cronista de la historia.


B: Adolfo Bioy Casares y yo fundamos una revista que duró —no quiero exagerar

— tres números, que se llamaba Destiempo. Y la idea era ésa, ¿no?


F: Coincide, cómo no.


B: Nosotros no sabíamos lo de Murena, pero, en fin, coincidimos con él. Se

llamaba Destiempo la revista, claro, eso dio lugar a una broma previsible, inevitable;

un amigo mío, Néstor Ibarra, dijo: «Destiempo…, ¡más bien contratiempo!» (ríen

ambos), refiriéndose al contenido de la revista Contretemps, sí.


F: Murena se refería al tiempo del artista o del escritor como al tiempo eterno del

alma, contraponiéndolo a lo que él llamaba: «El tiempo caído de la historia».


B: Sí quizás uno de los mayores errores, de los mayores pecados de nuestro siglo,

es esa importancia que le damos a la historia. Eso no ocurría en otras épocas.

En cambio, ahora parece que uno vive un poco en función de la historia. Por ejemplo,

en Francia, donde, claro, los franceses son muy inteligentes, muy lúcidos, les gustan

mucho los cuadros sinópticos; bueno, el escritor escribe en función de su tiempo, y se

define, digamos, como un hombre de tradición católica, nacido en Bretaña, y que

escribe después de Renán y contra Renán, por ejemplo. El escritor está haciendo su

obra para la historia, en función de la historia. En cambio, en Inglaterra no, eso se

deja para los historiadores de la literatura. Bueno, claro, como dijo Novalis: «Cada

inglés es una isla», es decir, cada inglés está aislado —exactamente en la etimología

de «isla»— y entonces escribe más bien en función de su imaginación, o de sus

recuerdos, o de lo que fuere. Y no piensa en su futura clasificación en los manuales

de la historia de la literatura.


F: Pero, todo coincide con lo que usted dice: Murena sostenía que la servidumbre

al tiempo por parte de los hombres nunca ha sido peor que en este momento de la

historia, que en esta época.


B: Sí, bueno, uno de los que señalaron el hecho de que nuestra época es ante todo

histórica, fue Spengler. En La decadencia de Occidente él señala que nuestra época es

histórica. La gente se propone escribir en función de la historia. Con su obra casi

prevé —un escritor casi prevé— el lugar que va a ocupar en los manuales de la

historia de la literatura de su país.


F: ¿Y qué lugar ocuparía en una época así, historizada, y dependiente del

tiempo…?


B: Es que yo, sin duda, estoy historizado también: estoy hablando de la historia de

esta época.


F: Claro, pero ¿qué lugar ocuparían el arte y la literatura, en una época de tal

naturaleza?


B: El arte y la literatura… tendrían que tratar de librarse del tiempo. Muchas veces

a mí me han dicho que el arte depende de la política, o de la historia. No, yo creo que

eso es todo falso.


F: Claro.


B: Bueno, Whistler, el famoso pintor norteamericano, asistía a una reunión, y ahí

se discutían las condiciones de la obra de arte. Por ejemplo: la influencia biológica, la

influencia del ambiente, de la historia contemporánea. Entonces Whistler dijo: «Art

happens», el arte sucede, el arte ocurre, es decir, el arte… es un pequeño milagro.


F: Verdaderamente.


B: Que escapa, de algún modo, a esa organizada causalidad de la historia. Sí, el

arte sucede —o no sucede—; eso tampoco depende del artista.



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