Lo expuesto por nosotros aquí sobre las relaciones del lenguaje con la música debe
también ser aplicado, por las mismas razones, a las relaciones del «mimo» con la
«música». También el «mimo», como simbólica reforzada de los gestos del hombre,
es, comparado con la significación general de la música, un símbolo cuyo sentido
interior se nos revela muy superficialmente, esto es, como sustrato del cuerpo movido
por la pasión. Pero si colocamos el lenguaje en la categoría de la simbólica corporal y
relacionamos el «Drama», según el canon expuesto por nosotros, con la música,
comprenderemos claramente una proposición de Schopenhauer, de la cual
volveremos a hablar más adelante: «Pudiera admitirse, aunque un espíritu puramente
musical quizá no lo necesite, que el lenguaje de los sonidos, aunque se basta a sí
mismo y no necesita de ninguna ayuda, debe ir acompañado de palabras y aun de una
acción plástica, para que nuestro intelecto intuitivo y reflexivo, que no puede estar
ocioso nunca, se ocupe de una manera análoga de modo que no se desvíe de la
música su atención, y lo que los sonidos dicen a nuestro sentimiento vaya
acompañado de una imagen intuitiva, que sea como un esquema, o como un ejemplo
que se pone a un concepto general, y esto reforzará el efecto de la música». Si
prescindimos de la motivación naturalista exterior, como nuestro intelecto no puede
estar completamente ocioso y el sentido de la música se penetra mejor asistidos de
una acción plástica, tiene razón Schopenhauer en considerar el drama en relación con
la música como un esquema, como un ejemplo de un concepto general, y cuando
añade que la impresión de la música es reforzada por este procedimiento, apela a la
generalidad de la música vocal, de la unión del sonido con la imagen y la palabra,
para garantizar su aserto. En todos los pueblos la música apareció ligada a la lírica, y
mucho tiempo antes de que se pensase en una música absoluta, realizó en aquel
maridaje sus primeros progresos. Y si comprendemos esta lírica primitiva de los
pueblos como debemos comprenderla, como una imitación de la Naturaleza en su
función artístico-creadora, deberemos considerar como el modelo primitivo de aquel
maridaje de música y lírica, aquella «duplicidad en la esencia del lenguaje»
prefigurada por la Naturaleza, en la cual nos ocuparemos detenidamente después de
haber fijado la posición de la música respecto de la imagen.
En la multiplicidad de lenguas se hace patente el hecho de que la palabra y la cosa
no tienen una relación necesaria, sino que, por el contrario, la palabra es un mero
símbolo. ¿Pero qué es lo que simboliza la palabra? Nada más que representaciones,
ya sean estas conscientes, o, como ocurre con mayor frecuencia, inconscientes, ¿pues
cómo habría de corresponder una palabra-símbolo a aquella esencia interior, cuyas
copias somos nosotros así como todas las demás cosas del mundo? Esa esencia, ese
meollo no lo conocemos más que por medio de representaciones, no intimamos con
ella más que por medio de imágenes exteriores: fuera de estas no hay un lazo que nos
una a ella directamente. Además, todo el conjunto de instintos vitales, el juego de los
sentimientos, de los afectos, los actos de la voluntad, se nos revela —y en esto
discrepo con Schopenhauer—, si examinamos el hecho atentamente, únicamente
como representaciones, no con arreglo a su esencia; y también tenemos que confesar
que esa misma «Voluntad» de Schopenhauer no es más que la forma fenoménica más
universal de algo completamente indescifrable para nosotros. Pero si, según esto,
tenemos que someternos a la dura necesidad de no poder salir del reino de la
representación; sin embargo, en este dominio bien podemos distinguir dos géneros
principales. El primero se nos manifiesta como sensaciones agradables y
desagradables que acompañan indefectiblemente como un bajo fundamental a todas
las demás representaciones. Esa forma fenoménica universalista, por la cual y bajo la
cual conocemos únicamente todo devenir y todo querer y que designamos con el
nombre de «Voluntad», tiene también su esfera simbólica en el lenguaje, y esta
simbólica es tan fundamental en el lenguaje como aquella forma fenoménica
universalísima para todas las demás representaciones. Todos los grados de placer y de
desplacer —manifestaciones de «algo» primordial que no podemos penetrar— se
simbolizan en el «tono del que habla», mientras que todas las demás representaciones
son indicadas por la «simbólica del gesto». Como quiera que aquel fondo emotivo es
en todos los hombres el mismo, también el tono fundamental, a pesar de la diversidad
de lenguas, es el mismo en todos los idiomas. De él se desarrolla después la simbólica
del gesto, arbitraria y no completamente adecuada a su fundamento: y de aquí nace la
variedad de las lenguas, cuya multiplicidad debemos considerar, si vale la
comparación, como un texto cuyas estrofas se yuxtaponen a la melodía originaria de
las palabras que expresan ya el placer o el dolor. El campo entero de los sonidos
consonantes y vocales debe ser incluido bajo la simbólica del gesto —las consonantes
y las vocales, sin el tono fundamental necesario no son más que «posiciones» del
órgano del lenguaje, en suma, gestos—; en el momento en que nosotros oímos la
«palabra» que brota de los labios del hombre, nosotros nos imaginamos la raíz de esta
palabra y el fundamento de aquella simbólica del gesto, el «tono fundamental», el
tono emotivo, como un eco de las sensaciones o sentimientos agradables y
desagradables. La misma relación que toda nuestra corporalidad guarda con el
fenómeno universalísimo y primordial de la «Voluntad», guarda la palabra
consonante vocal con su tono fundamental.
Pero este fenómeno de la «Voluntad» con su escala de sensaciones agradables y
desagradables, alcanza en el desarrollo de la música una expresión simbólica cada
vez más adecuada, y paralelamente a este proceso histórico se desarrolla el esfuerzo
de la lírica para expresar la música en imágenes; doble fenómeno, que, como
acabamos de ver, se da también en el lenguaje.
El que nos haya seguido de buen grado y con la atención suficiente en estas
arduas consideraciones, concentrando su fantasía —y completando nuestras
expresiones cuando estas son deficientes o demasiado absolutas— tendrá ahora, con
nosotros, la ventaja de poder resolver con mejor base algunas cuestiones estéticas que
hoy preocupan y que los artistas modernos se proponen seriamente. Pensemos ahora,
después de sentadas estas premisas, la temeridad que supone poner en música una
poesía, es decir, querer ilustrar musicalmente un poema y, por consiguiente, querer
ayudar a la música por un lenguaje conceptual: ¡un mundo invertido! ¡Temeridad que
yo la compararía a un hijo que quisiera engendrar a su padre! La música puede crear
imágenes que luego serán meros esquemas, ejemplos, por decirlo así, de su propio
contenido universal. Pero ¿cómo podría la imagen, la representación, engendrar
imágenes?; aparte de la cuestión de que esta estuviera en estado de engendrar el
concepto, o como se suele decir, la «idea poética». Así como del misterioso castillo
del músico puede echarse un puente al campo libre de las imágenes —y el lírico pasa
ese puente—, el camino inverso es imposible, aunque haya algunos que crean seguir
este camino. Aunque poblemos el aire con la fantasía de un Rafael, aunque
contemplemos como él a Santa Cecilia, arrobada en las armonías de los coros
celestiales, ningún sonido percibiremos en este mundo perdido aparentemente para la
música, y si nos imaginamos que por un milagro empiezan a resonar aquellas
armonías, ¡la Santa Cecilia, Pablo, la Magdalena y el mismo coro de ángeles
desaparecerían repentinamente! Dejaríamos al punto de ser Rafael, y así como en
aquel cuadro los instrumentos profanos yacen rotos por el suelo, se disiparía nuestra
visión pictórica, empalidecida, ensombrecida, extinguida por otra de orden más alto.
¿Cómo habría de producirse el milagro? ¿Cómo el mundo apolíneo de los ojos
sumidos en la contemplación podría engendrar de sí mismo el sonido que simboliza
una esfera en que el mundo apolíneo de la apariencia se extingue y anonada? El goce
de la apariencia no puede engendrar de sí el goce de la no-apariencia; el deleite de la
intuición es deleite porque no nos recuerda una esfera en la cual la individuación
queda rota y abolida. Ya hemos definido en otra parte lo apolíneo en oposición a lo
dionisíaco; debemos aquí reputar por falsa la idea de que la imagen, el concepto, la
apariencia tengan la virtud de engendrar sonidos. Y que para refutarnos no se nos
oponga el músico que compone al presente poemas líricos, pues, por todo lo dicho,
debemos afirmar que la relación del poema lírico con su composición debe ser
siempre otra que la del padre con el hijo. ¿Pero cuál?
Ahora, los partidarios de una estética arbitraria nos saldrán al paso con la
siguiente afirmación: «no es la poesía, sino el “sentimiento” engendrado por la
poesía, el que determina la composición». No estoy conforme: el sentimiento, el tono
sentimental más o menos marcado, es precisamente, en el terreno del arte creador, lo
no-artístico, es más, solo su comple ta desaparición es lo que provoca la
contemplación desinteresada del artista. Pero se me podría replicar que yo mismo he
hablado antes de «Voluntad», que llega en la música a una expresión simbólica cada
vez más adecuada. Mi contestación, sintetizada en un principio estético, sería esta:
«la Voluntad es el objeto de la música, pero no su origen», es decir, la Voluntad
considerada en su universalidad más extrema, como el fenómeno primordial, bajo el
cual se da todo devenir. Lo que nosotros llamamos «sentimiento» está ya, respecto de
esta Voluntad, penetrado y saturado de representaciones conscientes o inconscientes,
y, por lo mismo, ya no es objeto de la música, dejando aparte la cuestión de si esta la
puede engendrar. Pongamos por ejemplo los sentimientos de amor, de temor y de
esperanza: la música no puede expresarlos por caminos directos, por lo que llena cada
uno de estos sentimientos con representaciones. En cambio, estos sentimientos sirven
para simbolizar la música, y esto es lo que hace el lírico cuando traduce el mundo de
la «Voluntad» inasequible a los conceptos y a las imágenes, en el mundo simbólico de
los sentimientos. Semejantes al lírico son todos aquellos oyentes musicales que
descubren un «efecto de la música» sobre sus sentimientos: el poder remoto y
escondido de la música evoca en ellos un «reino intermedio» que, por decirlo así, les
proporciona un gusto preliminar, un concepto simbólico preliminar de la música
propiamente dicha, el reino intermediario de los afectos. De él se puede decir, con
respecto a la «Voluntad», objeto único de la música, que se conduce con respecto a
esta, como el sueño analógico de la mañana, según la teoría de Schopenhauer, al
verdadero sueño. Pero de todos aquellos que solo pueden comprender la música por
sus efectos, hay que decir que se quedan siempre en el vestíbulo y no consiguen
penetrar hasta el santuario: porque la música, como he dicho, no puede expresar sino
solo simbolizar los efectos.
Por lo que se refiere al origen de la música, ya he declarado que este no puede
estar ni está nunca en la «Voluntad», sino antes bien en el seno de aquel poder que
bajo la forma de «Voluntad» engendra de sí mismo un mundo de visión: «el origen de
la música está más allá de toda individuación», afirmación que se explica por sí
misma según nuestra definición de lo dionisíaco. En este punto quisiera que se me
permitiese echar una ojeada sobre las afirmaciones decisivas a que nos han llevado
necesariamente la oposición de lo dionisíaco y lo apolíneo.
La «Voluntad», como forma fenoménica originaria, es el objeto de la música, y en
este sentido puede ser considerada como una imitación de la Naturaleza, pero de la
forma más universal de la Naturaleza.
La «Voluntad» misma y los sentimientos —como las manifestaciones de la
voluntad ya penetradas de representaciones— son completamente incapaces de
engendrar la música; por otra parte, la música es impotente para expresar
sentimientos, tener por objeto sentimientos, porque su objeto propio es la voluntad.
El que considera los sentimientos, como el efecto de la música, ve en ellos, por
decirlo así, un mundo intermedio que le puede adelantar un gusto por la música, pero
que le impide llegar a su más íntimo sagrario.
Por consiguiente, cuando el músico compone una canción lírica, no se siente
excitado ni por las imágenes ni por el lenguaje sentimental del texto, sino que la
elección del texto es determinada por un estímulo musical proveniente de otra esfera
completamente distinta, y la letra es entonces una expresión simbólica. Por lo tanto,
no se puede hablar de una relación necesaria entre la canción y la música, pues estos
dos mundos puestos aquí en contacto, el mundo de las imágenes y el de los sonidos,
están demasiado lejos el uno del otro para poder tener más que una relación
meramente exterior; el canto es solo un símbolo y está con la música en la relación de
los jeroglíficos egipcios de la valentía con los valientes guerreros. En las más altas
manifestaciones musicales sentimos muchas veces la «grosería» de cualquier imagen
y de cual quier efecto alegado analógicamente: por ejemplo, los últimos cuartetos de
Beethoven, que se avergonzarían de cualquier interpretación plástica tomada del
reino de la realidad empírica. El símbolo no tiene ya importancia alguna ante esta
esencia divina que aquí se nos revela; es más, nos parecería una superficial injuriosa.
Y que no se nos reproche que, colocados en este punto de vista, pongamos sobre
el tapete «el último tiempo de la novena sinfonía de Beethoven», de encanto
inexplicable, para hablar de él sin ambages. ¿Quién me podría convencer de que el
júbilo redentor ditirámbico de esta música no es incongruente con la de Schiller, que,
como pálido reflejo de la Luna, queda completamente empalidecido por aquel mar
agitado? ¿Y quién me disputaría que aquel sentimiento no puede ser expresado por la
música, porque incapacitados por esta para todo lo que sea imágenes y palabras, «no
oímos nada de la poesía de Schiller»? Todo aquel alto vuelo, aquella sublimidad de
los versos de Schiller, no hace más que estorbar, incomodar y hasta ofender a la
candorosa melodía popular de la alegría; pero como el creciente desarrollo de los
coros y de las masas orquestales nos impide oírla, no sentimos la incongruencia. ¿Y
qué estimación hemos de hacer de aquella superstición estética según la cual
Beethoven, en este cuarto tiempo de la novena sinfonía, habría querido hacer una
solemne confesión de los límites de la música absoluta, y abrir en cierto modo las
puertas de un nuevo arte en el cual la música fuese capaz de expresar la imagen y el
concepto por medio del «espíritu consciente»? ¿Y qué nos dice Beethoven mismo
cuando al empezar este coro por un recitativo: «¡Oh, amigos míos, dejen ese tono y
entonen un cántico más agradable y más alegre!»? ¡Más agradable y más alegre! Para
ello necesitaba el eco persuasivo de la voz humana, el estilo candoroso del cántico
popular. Lo que pide el sublime músico no es la palabra, sino un sonido «más
agradable»; no es el concepto, sino un tono más íntimo y gozoso en su anhelo por
despertar todas las potencias anímicas de su orquesta. ¿Cómo se pudo desconocer
esto? Más bien podríamos decir de este tiempo lo que dijo Richard Wagner de su
misa solemne, que era «una obra puramente sinfónica del más neto carácter
beethoveniano». «Las voces son aquí tratadas como instrumentos humanos: el texto,
en estas grandes composiciones religiosas no está concebido según su significación
conceptual, sino que sirve simplemente como material para el canto y por lo mismo
no perturba el sentimiento musical, porque nunca despierta en nosotros
representaciones lógicas, sino que, con arreglo a su carácter religioso, solo pone ante
nuestra mente fórmulas simbólicas de fe, bien conocidas». Por lo demás, yo no dudo
que Beethoven, en el caso en que hubiera escrito su proyectada décima sinfonía —de
la cual dejó diseños—, precisamente habría escrito la «décima» sinfonía y nada más.
Pasemos ahora, tras esta introducción, a tratar de la ópera para poder considerar
luego su pareja en la tragedia griega. Lo observado por nosotros en el último tiempo
de la novena sinfonía, es decir, en la cima del desarrollo de la música moderna, que la
palabra queda por completo apagada bajo las olas de un mar de sonidos, no es nada
excepcional ni singular, sino la norma generalmente seguida en la música vocal de
todos los tiempos, conforme únicamente con los orígenes del canto lírico. Ni el
hombre, agitado por la embriaguez dionisíaca, ni la masa orgiástica, tienen un
«oyente» al cual necesiten comunicar algo, como el que supone el narrador épico y en
general el artista apolíneo. Por el contrario, es propio del arte dionisíaco no conocer
referencia alguna a un «oyente»: el ferviente servidor del culto de Dioniso, como ya
dije en otra parte, solo es comprendido por sus compañeros. Si, en aquellas
endémicas explosiones de excitación dionisíaca, imaginásemos un oyente, le cabría la
misma suerte que a Penteo, el espía descubierto: sería destrozado por las ménades. El
lírico canta como el «pájaro», por una necesidad interior, y enmudecerá si ante él se
planta el oyente curioso. Por esto sería contrario a la Naturaleza pedir al lírico que se
preocupe de las palabras de su canción, lo que exigiría un oyente, lo que no puede
pretenderse en modo alguno tratándose de la lírica. Ahora bien, preguntamos
sinceramente, con las poesías de los más grandes líricos de la Antigüedad, si pudieron
pensar siquiera hacerse entender por la multitud por medio de imágenes y conceptos,
y rogamos que se nos conteste a esta sincera pregunta recordando a Píndaro y los
coros esquilianos: ¿Aquellos atrevidos y oscurísimos atracones de ideas, aquellos
remolinos de imágenes eternamente renovados, aquel tono de oráculo del conjunto,
todo lo cual no se puede penetrar debidamente sino haciendo «callar» a la música y a
la orquesta, todo este mundo de milagros pudo ser, tratándose del pueblo griego,
transparente como un cristal, una interpretación de la música por medio de imágenes
y de conceptos? ¿Y acaso Píndaro, el maravilloso poeta, habría pensado en hacer más
clara la clarísima música de su lira con aquellos misteriosos pensamientos? ¿No
debemos pensar más bien en lo que el lírico es realmente; a saber: el hombre artista
que piensa en la música por medio de la simbólica de imágenes y afectos, pero que no
tiene que comunicar nada a ningún oyente; que, en sus momentos de rapto, olvida
todo lo que pasa a su alrededor? Y así como el lírico canta sus himnos, el pueblo
canta su canción para sí mismo, por un impulso interior, sin preocuparse si sus
palabras son inteligibles para otro cualquiera que no cante con él. Recordemos
nuestra experiencia personal cuando se trata del arte musical en sus manifestaciones
más altas: ¿qué entendemos del texto de una misa de Palestina, de una cantata de
Bach, de un oratorio de Handel, cuando no participamos en el canto, sino que
simplemente lo oímos? Solo «para los que cantan» hay una liríca, una música vocal:
el oyente la considera como música absoluta. Pero ahora empieza la «ópera», según
los más autorizados testimonios con «el oyente que tiene la pretensión de entender las
palabras».
¿Cómo? ¿El oyente tiene «pretensiones»? ¿Las palabras deben ser entendidas?
Poner la música al servicio de una serie de imágenes y de conceptos, utilizarla
como medio para un fin, para su mejor comprensión y para su fortalecimiento, esta
singular arrogancia que hallamos en el concepto de la ópera me recuerda la ridícula
pretensión de aquel hombre que quería elevarse por los aires con sus brazos: lo que
pretendía este hombre, como pretende la ópera, son cosas verdaderamente
imposibles. El referido concepto de la ópera exige de la música no un uso indebido,
sino, como ya he dicho, ¡una cosa imposible! La música «no puede» nunca emplear
medios, aunque se la golpee, se la taladre o se la atormente; como ruido, como
redoble de tambor, es decir, en sus grados más groseros y sencillos vence siempre a la
poesía y la rebaja a un mero reflejo suyo. La ópera, como género artístico, según el
concepto que aquí hemos traído a consideración, no es solamente una aplicación
extraviada de la música, sino que supone una idea equivocada de la estética. Pero si
yo trato aquí de justificar la ópera ante la estética, claro es que estoy muy lejos de
querer justificar las óperas malas o los poemas musicales inestéticos. La peor música,
frente al mejor poema, siempre significará el fondo dionisíaco, y el peor poema podrá
ser espejo, copia y reflejo de este fondo, de la mejor música, porque ya el sonido
aislado, frente a la imagen, es dionisíaco, y la imagen aislada, con el concepto y la
palabra, frente a la música, es apolínea. Y aun una música mala, unida a un poema
malo, nos puede instruir respecto a la esencia de la música y de la poesía.
Por consiguiente, cuando, por ejemplo, Schopenhauer, consideraba la «Norma»
de Bellini como el colmo de la tragedia, en cuanto a música y poesía, tenía perfecto
derecho a pensar así en su excitación dionisíaco-apolínea y en su olvido de sí mismo,
porque sentía la música y la poesía en su valor filosófico más universal, como música
y poesía en general; mientras que con aquel juicio demostraba únicamente un gusto
poco depurado, un gusto anacrónico. Para nosotros, que deliberadamente apartamos
de nuestra consideración toda cuestión sobre el valor histórico de una obra musical y
solo estudiamos el fenómeno en sí, en su significación invariable y, por decirlo así,
eterna, y por tanto en su «tipo más elevado», para nosotros la ópera como género
aparece tan justificada como la canción popular, en cuanto que en las dos vemos la
síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco —nos referimos al tipo más elevado de ópera
—, y para las dos admitimos una misma causa de origen. Nosotros rechazamos la
ópera solo en cuanto presenta un origen histórico completamente distinto del origen
del «lied» o canción popular; esta ópera histórica es al género que nosotros
defendemos como la marioneta al hombre vivo. Y así como la música nunca puede
ser un medio al servicio de un texto, sino que siempre se sobrepone al texto, así,
siempre se trataría de una música mala, si el compositor subordinase toda su fuerza
creadora dionisíaca a cada uno de los gestos y palabras de sus marionetas. El poeta no
deberá ofrecer al músico más que las usuales figuras esquemáticas con su regularidad
egipcia, y el valor de la ópera será tanto más alto cuanto más libremente se
desarrollen los instintos dionisíacos de la música y cuanto más desdeñosamente trate
las llamadas exigencias dramáticas. La ópera, en este sentido, será, en el mejor caso,
buena música y solo música; mientras que el juego escénico es, por decirlo así, un
ropaje fantástico de la orquesta, y ante todo, de su principal instrumento, el cantante,
del cual aparta los ojos el aficionado inteligente. Cuando la gran masa del público se
complace precisamente en «este» ropaje «tolerando» simplemente la música, se
conduce como aquellos que estiman el marco dorado de un cuadro más que el cuadro
mismo; ¿quién se atrevería a justificar estéticamente semejante extravío?
¿Pero qué significación habremos de dar ahora a la música «dramática» en su
mayor alejamiento posible de la música pura, de efectos propios, de la música
netamente dionisíaca? Imaginémonos un drama apasionado que arrebate al
espectador y que tenga ya asegurado el éxito como acción; ¿qué es lo que podrá
añadir la música «dramática», dado que no quite algo? Pero en primer lugar, sí quita,
pues en cada momento en que la fuerza dionisíaca de la música impresiona al
espectador, desvía la mirada de la visión de los personajes que tiene ante sí: el
espectador (oyente) «olvida» entonces el drama, y solo vuelve a él cuando ha cesado
el encanto dionisíaco de la música. Y en cuanto la música hace olvidar el drama, no
es música dramática. ¿Pero qué música es esa que no tiene fuerza dionisíaca alguna
sobre el oyente? ¿Cómo es posible esta música? Es posible como «mera simbólica
convencional», en la que el convencionalismo ahoga toda fuerza natural, como
música que se ha rebajado a la categoría de signo nemotécnico; y su efecto tenderá a
advertir al espectador de algo que ante el espectáculo del drama, si lo comprende, no
puede pasar inadvertido; de igual modo que un toque de corneta es, para un caballo,
un estímulo para trotar. Por último, habría también, al principio del drama o en los
entreactos o en los pasajes aburridos o dudosos para el efecto dramático, y aun para
sus momentos culminantes, otra música no menos convencional, que sería como un
estimulante de las personas cuyos nervios estuvieran apagados o embotados. Yo no
puedo distinguir en la llamada música dramática más que dos elementos: una música
retórica y convencional y una música estimulante de efectos ante todo físicos; y esta
música participa del redoble del tambor y del toque de corneta, como la voz del
guerrero que nos incita a entrar en fuego. Pero el sentido ilustrado que se crea en la
música pura pide que estas dos tendencias abusivas sean «enmascaradas», exige, sí,
«recuerdos» y «excitaciones», pero en buena música que a la vez sea agradable y
variable. ¡Qué desesperación para el músico dramático, que debe enmascarar el ruido
del tambor con buena música, que no ha de producir el efecto de la música pura, sino
un efecto excitante! Y luego viene el público filisteo de mil cabezas y se regocija ante
esta música «dramática» que se avergüenza de sí misma. Él no nota nada de esta
vergüenza y perplejidad; antes bien, siente su piel agradablemente cosquilleada. A
este público se lo procura complacer por todos los medios imaginables; a este
público, en el que encontramos al disoluto epicúreo de ojos apagados por el vicio y
que necesita excitantes; al que se imagina ilustrado y cree haberse aficionado a la
buena música y al buen drama como a los buenos manjares, y que, por lo demás, no
hace mucho caso de ellos; al olvidadizo y disipado egoísta, al que hay que atraer a la
obra de arte por la fuerza y a toque de corneta, porque durante la representación
cruzan por su cerebro planes ambiciosos de lucro o de placeres. ¡Desgraciado músico
dramático! «¡Olfatea a sus mecenas que se aproximan! Sabe que son fríos e incultos».
¿Por qué atormenta para tan torpes fines a las dulces musas? Y que las atormenta y
las martiriza lo confiesa él mismo descaradamente.
Hemos supuesto un drama apasionado que arrastra a los espectadores, capaz de
producir sus efectos sin necesidad de música; yo temía que lo que en este drama es
«poesía» y «no» propiamente «acción», fuera a la verdadera poesía como la música
dramática es a la música general: una poesía nemotécnica y estimulante. La poesía es
empleada como medio para recor dar convencionalmente sentimientos y pasiones
cuya expresión es hallada normalmente por verdaderos poetas que por ello se han
hecho célebres. Enseguida exigimos que en los momentos peligrosos venga en ayuda
de la verdadera «acción», ya sea esta una espantosa historia criminológica o una
comedia de magia, para echar sobre ella una especie de púdico velo. Con el
vergonzoso sentimiento de que la poesía es solo una mascarada que no resiste la luz
del día, pedimos esta poesía dramática para la música dramática; y como luego el
poetastro autor de tales dramas se encuentra a la mitad de su camino con el músico
dramático, con sus admirables dotes de tamborilero y trompetero y su horror por la
música pura que confía en sí misma y se basta a sí misma, estas dos caricaturas
apolíneas y dionisíacas se contemplan y se abrazan, ¡pobre par de «nobile
fratrum»!
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