MÍNIMA HIPÓTESIS DE TRABAJO
La investigación de la experiencia sensorial motivada y guiada por una hipótesis de trabajo, que conduzca por inferencias lógicas a la formulación de una teoría explicativa y que dé por resultado una consiguiente acción tecnológica: eso es la ciencia natural. Si no existe hipótesis de trabajo no hay motivo que justifique la investigación, ni hay razón que explique por qué se realiza este experimento y no ese otro, ni tampoco hay manera de dar sentido u orden a los hechos observados. Por el contrario, un exceso de hipótesis de trabajo trae consigo el hallazgo solamente de aquello que se sabe previamente que está ahí donde se busca, ignorando todo lo demás. El dogma convierte al hombre en un Procrustes intelectual: se dedica a forzar las cosas para que se conviertan en señal de sus patrones verbales, cuando debería más bien adaptar sus patrones verbales para que fueran señal de las cosas. Entre otras cosas, la religión es también investigación: investigación sobre, conducente a teorías acerca de, y acción a la luz de… la experiencia no sensible, no física, puramente espiritual. Para motivar y guiar esta investigación, ¿qué clase de hipótesis de trabajo necesitamos? Según los humanistas sentimentales, ninguna; en cambio, bastaría un poco de Wordsworth para los adoradores de la naturaleza. Resultado: carecen de motivo que les impulse a realizar los experimentos más arduos; son incapaces de explicar hechos no sensibles que les salen al paso: es bien escaso su avance en lo que atañe a la caridad. Al otro extremo de la escala se hallan los católicos, los judíos, los musulmanes, con sus religiones históricas, cien por cien reveladas. Estos pueblos tienen sus propias hipótesis de trabajo acerca de la realidad no sensible, lo cual significa que tienen un motivo para hacer algo al respecto. Pero como sus hipótesis de trabajo son demasiado laboriosamente dogmáticas, la mayor parte de ellos descubre sólo aquello en que inicialmente se les enseñó a creer. Y lo que creen es una mezcla de cosas buenas, cosas menos buenas e incluso cosas bastante malas. Los registros de las intuiciones infalibles de los grandes santos respecto a la más elevada realidad espiritual vienen mezclados con registros de intuiciones menos fiables e infinitamente menos valiosas, de personas con poderes psíquicos, pertenecientes a los niveles inferiores de la realidad no sensible; a todo ello se añaden meros caprichos, razonamientos discursivos y sentimentalidades proyectados hacia una especie de objetividad secundaria y adorados como si se tratase de hechos divinos. Pero en todas las épocas y a despecho de estas trabas, unos cuantos han persistido y han continuado investigando hasta el fondo en el que finalmente pudieran encontrarse del otro lado de los dogmas, en la Clara Luz del Vacío que hay más allá. Para quienes no somos congénitamente miembros de una iglesia organizada, para quienes hemos descubierto que el humanismo y la adoración de la naturaleza no son suficientes, para quienes no nos contentamos con seguir a oscuras en la ignorancia, la miseria del vicio o esa otra miseria que es la respetabilidad, la mínima hipótesis de trabajo diríase que se articula sobre estos puntos:
Que existe una Divinidad, un Fundamento, Brahman, Clara Luz del Vacío, que es el principio no manifiesto de todas las manifestaciones; Que ese Fundamento que cimienta el ser es a un tiempo trascendente e inmanente; Que es posible que los seres humanos amen, conozcan y, a partir de la virtualidad, lleguen a ser idénticos al Fundamento divino; Que lograr ese conocimiento unitivo de la Divinidad es la finalidad y el propósito de la existencia humana. Que hay una Ley o Dharma que ha de ser obedecida, un Tao o Camino que ha de ser recorrido, si los hombres han de alcanzar esa finalidad. Que cuanto más haya del yo, menos habrá de la Divinidad; que el Tao es por consiguiente una vía de humildad y de amor, el Dharma una ley viviente de mortificación y de conciencia autotrascendente. Esto, por descontado, explica los hechos de la historia. A todo el mundo le gusta su ego y no desea mortificarlo; es más divertido abusar y vivir de la adulación de uno mismo que de la humildad y la compasión; todo el mundo está lógicamente determinado a no entender por qué no debería «hacer lo que quiera» y «pasárselo en grande». Evidentemente, se lo pasan bien, pero también es inevitable que haya guerras, que los hombres sufran la sífilis, la tiranía y el alcoholismo. En ausencia de una hipótesis religiosa adecuada, se encuentran ante la elección entre una idolatría enloquecida, como puede ser el nacionalismo, y la sensación de futilidad y desesperación absolutas. ¡Misterios insondables! Pero a lo largo de la historia de la que tenemos constancia, la inmensa mayoría de los hombres y las mujeres han preferido el riesgo —no, la posible certeza — de tales desastres, antes que afrontar el fatigoso esfuerzo integral de buscar primero el reino de Dios. A la larga, obtenemos exactamente lo que habíamos pedido.
SIETE MEDITACIONES
Ser Dios es. Ése es el hecho primordial. Con el objeto de descubrirlo por nosotros mismos, por experiencia directa, existimos. La finalidad y el propósito de todo ser humano es el conocimiento unitivo con el ser de Dios. ¿Cuál es la naturaleza del ser de Dios? La invocación del Padrenuestro nos da la respuesta: «Padre Nuestro que estás en el cielo». Dios está y Dios es, es nuestro, es inmanente a todo ser sensible, la vida de todas las vidas, el espíritu que anima todas las almas. Pero esto no es todo. Dios es también el Creador trascendente y el Legislador Supremo, el Padre que ama y, porque ama, el que educa también a Sus hijos. Por último, Dios «está en el cielo». Ello equivale a decir que posee un modo de existencia que es incomensurable e incompatible con el modo de existencia que poseen los seres humanos en su condición natural, no espiritualizada. Como Él es nuestro y es inmanente, Dios está muy cerca de nosotros. Pero como también está en el cielo, la mayor parte de nosotros estamos muy lejos de Dios. El santo es una persona que se ha acercado tanto a Dios como Dios se ha acercado a él. Mediante la oración los hombres alcanzan el conocimiento unitivo de Dios. Pero la vida de oración es también una vida de mortificación, de muerte del yo propio. No puede ser de otro modo, ya que cuanto más haya del yo, menos habrá de Dios. Nuestro orgullo, nuestra ansiedad, nuestra ansia de poder y de placer son hechos que eclipsan a Dios. También lo es el codicioso apego a ciertos seres, que tan a menudo pasa por lo contrario del egoísmo, y que en puridad debería ser llamado no altruismo, sino alter-egoísmo. Y no menos eclipsante de Dios es el servicio de aparente sacrificio propio que damos a cualquier causa o ideal que, en realidad, queda muy lejos de lo divino. Tal servicio es siempre idólatra, y nos imposibilita adorar a Dios tal como deberíamos; para qué hablar de llegar a conocerle. El reino de Dios no vendrá a nosotros a menos que comencemos a hacer desaparecer nuestros reinos humanos. No sólo los reinos enloquecidos y obviamente perniciosos, sino también los respetables, los reinos de los escribas y los fariseos, los buenos ciudadanos y los pilares de la sociedad, no menos que los reinos de los publicanos y los pecadores. El ser de Dios no puede ser conocido por nosotros si preferimos prestar atención y lealtad a otra cosa distinta, por digno de crédito que eso otro pueda parecer a los ojos del mundo.
Belleza La belleza brota cuando las partes de un conjunto se relacionan unas con otras y con la totalidad, de manera tal que las aprehendamos en orden y con sentido. Pero el primer principio del orden es Dios, y Dios es el sentido último y definitivo de todo lo que existe. Dios, así pues, está manifiesto en la relación que da belleza a las cosas. Reside en ese intervalo de amor que da armonía a los sucesos en todos los planos, en donde descubrimos la belleza. Lo aprehendemos en los vacíos y las plenitudes que alternan en una catedral, en los espacios que separan los rasgos más sobresalientes de un cuadro, en la geometría viva de una flor, una concha, un animal; en las pausas e intervalos entre las notas de una composición musical, en sus diferencias de tono y de sonoridad; por último, en el plano de la conducta, en el amor y en la gentileza, en la confianza y la humildad que dotan de belleza a las relaciones entre los seres vivos. Tal es la belleza de Dios como la aprehendemos en la esfera de las cosas creadas. Pero también nos es posible aprehenderla, al menos en cierta medida, tal como es en sí misma. La visión beatífica de la belleza divina es el conocimiento, por así decir, del Intervalo Puro, de la relación armoniosa ajena a las cosas relacionadas entre sí. Una muestra material de la belleza en sí misma es el cielo despejado del atardecer, que nos resulta inexpresablemente hermoso, aun cuando no posea orden ni disposición precisa, ya que no hay partes discernibles que puedan estar en armonía. Nos resulta bello porque es un emblema de la Clara Luz del Vacío. Al conocimiento de ese Intervalo Puro sólo llegaremos cuando hayamos aprendido a mortificar el apego a los seres, y sobre todo el apego a nosotros mismos. La fealdad moral brota cuando la afirmación del yo estropea la relación armónica que debiera existir entre los seres sensibles. Análogamente, la fealdad estética e intelectual surge cuando una de las partes del conjunto es excesiva o es deficiente. El orden se echa a perder, el sentido se distorsiona y la relación divina entre pensamiento y cosa es sustituida por una relación errónea, una relación que manifiesta simbólicamente no la fuente inmanente y trascendente de toda la belleza, sino ese desorden caótico que caracteriza a los seres cuando intentan vivir con independencia de Dios.
Amor Dios es amor, y hay momentos de dicha en los que incluso para los seres humanos no regenerados está garantizado conocer a Dios como amor. Pero son solamente los santos quienes tienen asegurada la continuidad de este conocimiento. Quienes se encuentran en las etapas preliminares de la vida espiritual aprehenden a Dios predominantemente como ley. Mediante la obediencia a Dios, el Legislador Supremo, llegamos finalmente a conocer el amor de Dios Padre. La ley que hemos de obedecer, si aspiramos a conocer a Dios como amor, es en sí una ley de amor. «Amarás a Dios con toda tu alma, todo tu corazón, toda tu mente y toda tu fuerza. Y amarás al prójimo como a ti mismo». No podemos amar a Dios como debiéramos, a no ser que amemos a nuestro prójimo como es debido. No podemos amar a nuestro prójimo como es debido, a no ser que amemos a Dios como es debido. Por último, no podemos aprehender a Dios como principio activo y omnipresente del amor a no ser que aprendamos a amarle a Él y a nuestros congéneres. La idolatría consiste en amar a un ser más de lo que amamos a Dios. Hay múltiples clases de idolatría, pero todas tienen algo en común: el amor propio. La presencia del amor propio es obvia en las manifestaciones más groseras de la indulgencia sensual, o en la búsqueda de la riqueza, del poder y la alabanza. Menos manifiesta, aunque no por ello menos fatal, es su presencia en nuestros desordenados afectos por otros individuos, lugares, cosas e instituciones. E incluso en los más heroicos sacrificios del hombre a las causas más elevadas y a los ideales más nobles, el amor propio tiene su lugar trágico. Y es que cuando nos sacrificamos a una causa o a un ideal que sea inferior a lo más elevado, es decir, inferior a Dios Mismo, meramente estamos sacrificando una parte de nuestro ser no regenerado a otra parte que nosotros y otras personas consideran más digna de crédito. El amor propio aún persiste, aún nos impide obedecer a la perfección el primero de los dos grandes mandamientos. Dios puede ser amado perfectamente sólo por parte de aquellos que han aniquilado las formas más sutiles y más noblemente sublimadas del amor propio. Cuando esto sucede, cuando amamos a Dios como debemos y por tanto conocemos a Dios como amor, el tormento del mal deja de ser un problema, el mundo del tiempo pasa a ser visto como un aspecto de la eternidad y, de manera inexpresable, pero no por ello menos real ni menos cierta, la pugna y la caótica multiplicidad de la vida se reconcilia en la unidad de la caridad divina que todo lo abarca.
Paz Junto con el amor y la alegría, la paz es uno de los frutos del espíritu. Pero también es una de las raíces. Dicho de otro modo, la paz es condición necesaria de la espiritualidad. Como dice san Pablo, es la paz la que guarda la mente y el corazón en el conocimiento y el amor de Dios. Entre la paz raíz y la paz fruto del espíritu existe no obstante una profunda diferencia cualitativa. La paz raíz es algo que todos conocemos y entendemos, algo que, si optamos por hacer el esfuerzo necesario, podemos alcanzar. Si no lo alcanzamos, nunca haremos ningún avance sustancial en nuestro conocimiento y amor de Dios, nunca llegaremos más que a atisbar un pasajero vislumbre de esa otra paz que es el fruto de la espiritualidad. La paz fruto es la paz que atraviesa todo el entendimiento; atraviesa el entendimiento porque es la paz de Dios. Sólo aquellos que en cierto modo se han convertido en algo semejante a Dios pueden aspirar a conocer esta paz en su resistente plenitud. Es inevitable. Y es que en el mundo de las realidades espirituales, el conocimiento es siempre una función del ser: la naturaleza de todo lo que experimentamos está determinada por lo que somos. En los primeros compases de la vida espiritual nos importa casi exclusivamente la paz raíz, así como las virtudes morales de las que surge, y los vicios y debilidades que detienen e impiden su crecimiento. La paz interior tiene muchos enemigos. En el plano moral hallamos, por una parte, la ira, la impaciencia, toda clase de violencia; por otra (pues la paz es esencialmente activa y creativa), toda clase de inercia y de pereza. En el plano de los sentimientos, los grandes enemigos de la paz son la pena, la ansiedad, el miedo, el formidable ejército de las emociones negativas. Y en el plano del intelecto encontramos las ridículas distracciones, la veleidad de la curiosidad vaga. Sobreponerse a estos enemigos y vencerlos es uno de los procesos más laboriosos y a menudo dolorosos, que requiere una incesante mortificación de las tendencias naturales y de los hábitos más humanos. He ahí por qué, en este mundo nuestro, hay tan poca paz interior entre los individuos, y tan poca paz exterior entre las sociedades. Dicho con las palabras de la Imitación, «todo los hombres desean la paz, pero muy pocos desean, desde luego, las cosas que propician la paz».
Santidad En inglés, íntegro, robusto y santo son palabras que tienen la misma raíz. Etimológicamente, pero también en la realidad, la santidad es la salud espiritual, y la salud es integridad, totalidad, perfección. La santidad de Dios es idéntica a Su unidad; un hombre es santo en la medida en que ha logrado ser resuelto, inquebrantable, uno en sí mismo, perfecto como es perfecto nuestro padre en el cielo. Como cada uno de nosotros posee solamente un cuerpo, tendemos a pensar que somos un único ser. En realidad, nuestro nombre es legión. En nuestra condición de seres no regenerados, somos seres divididos, con dos mitades, con dobleces, con toda clase de humores distintos y personalidades múltiples. Y no sólo estamos divididos en contra de nuestros seres no regenerados, sino que también somos incompletos. Al igual que un alma multitudinaria, tenemos un espíritu que es uno con el espíritu universal. Potencialmente (ya que en su condición normal no sabe el hombre quién es) somos mucho más que esa personalidad que tomamos por nuestra. El hombre no puede alcanzar su compleción a menos que comprenda su auténtica naturaleza, descubra y libere el espíritu en el interior de su alma y así se una a Dios. La impureza pecaminosa contraria a la santidad surge cuando damos nuestro consentimiento o aquiescencia, afirmándonos, a cualquier parte de nuestro ser en contra de esa totalidad en que nos es posible convertirnos mediante la unión con Dios. Por ejemplo, existe la impureza de la sensualidad indulgente, de la avaricia desmedida, de la envidia, la cólera y la veleidad del orgullo y la ambición mundana. Hasta la sensualidad negativa de la mala salud puede constituir una impureza, si la mente tiene permiso de abundar en los sufrimientos del cuerpo más de lo que es absolutamente necesario e inevitable. Y en el plano del intelecto existe la impureza imbécil de la distracción, así como la impureza deliberada, ajetreada, de la curiosidad acerca de cuestiones sobre las cuales carecemos de poder para actuar de manera constructiva. Desde nuestro natural estado de incompleción no existe un atajo mágico o fácil de hallar que nos lleve hasta la salud espiritual y la perfección. El camino de la santidad es largo y laborioso. Pasa por la vigilancia y la oración, por una guardia inquebrantable del corazón, la mente, la voluntad y la lengua, y por la atención amorosa centrada en Dios, que sólo esa guardia continua puede posibilitar.
Gracia Las gracias son dones libres, ayudas concedidas por Dios a cada uno de nosotros, con objeto de que nos sea más llevadero alcanzar nuestra finalidad y propósito, esto es, el conocimiento unitivo de la realidad divina. Tales ayudas rara vez son tan extraordinarias que de inmediato tengamos conciencia de su verdadera naturaleza de dones divinos. En la abrumadora mayoría de los casos, se hallan tan discretamente entretejidas en la textura de la vida cotidiana que no sabemos siquiera que sean gracias, a menos que respondamos a ellas como es debido, y así recibamos los beneficios materiales, morales o espirituales que tienen por objeto aportarnos. Si no respondemos a estas gracias como debemos, no recibiremos beneficios, y seguiremos estando al margen de su naturaleza e incluso de su misma existencia. La gracia siempre es suficiente, al menos cuando estemos dispuestos a colaborar con ella. Si no llegamos a cumplir nuestro cometido, si preferimos confiar en la propia voluntad y en la propia determinación, no sólo no recibiremos ayuda de las gracias que nos hayan sido concedidas; de hecho, imposibilitaremos que nos sean concedidas gracias ulteriores. Cuando se utiliza con obstinación, la voluntad propia crea un universo privado y amurallado en el que no puede penetrar la luz de la realidad espiritual; dentro de estos universos privados, los que lo fían todo a la voluntad propia siguen su camino sin ayuda y sin iluminación, de accidente en accidente, al azar. De ellos habla san Francisco de Sales cuando señala que «Dios no os ha privado de la operación de su amor, sino que vosotros habéis impedido que Su amor cuente con vuestra cooperación. Dios jamás os habría rechazado si vosotros no le hubieseis rechazado a Él». Para tener clara y constante conciencia de lo divino, esta ayuda o guía es otorgada solamente a quienes ya han avanzado un buen trecho en la vida del espíritu. En los primeros compases tenemos que avanzar no mediante la percepción directa de Dios y de sus gracias sucesivas, sino mediante la fe en su existencia. Tenemos que aceptar como hipótesis de trabajo que los acontecimientos de nuestra vida no son meramente fortuitos, sino que son pruebas deliberadas de nuestra inteligencia y nuestro carácter, ocasiones especialmente ideadas (si se utilizan con propiedad) para que progresemos en nuestro camino espiritual. Obrando en consecuencia de esta hipótesis de trabajo, no debemos tratar ningún suceso como si intrínsecamente careciese de importancia. Nunca debemos dar una respuesta desconsiderada, o que sea mera expresión automática de nuestra propia voluntad; al contrario, siempre debemos concedernos tiempo, antes de actuar y de hablar, para considerar qué curso de comportamiento pueda estar más de acuerdo con la voluntad de Dios, y que sea más caritativo, más conducente al logro de nuestra finalidad. Cuando tal sea nuestra respuesta natural ante los sucesos, descubriremos, por la naturaleza de sus efectos, que al menos algunos de esos sucesos eran gracias divinas disimuladas a veces de meras trivialidades, a veces de contratiempos e inconveniencias, e incluso de dolores y malos tragos. Pero si no logramos obrar en consecuencia de la hipótesis de trabajo propuesta, es decir, que la gracia existe, la gracia será en efecto inexistente por lo que a nosotros respecta. En el mejor de los casos demostraremos mediante una vida accidentada, y en el peor de los casos mediante una vida de maldad, que Dios no ayuda a los seres humanos a menos que éstos se dejen ayudar antes que nada.
Alegría La paz, el amor, la alegría… De acuerdo con san Pablo, éstos son los tres frutos del espíritu. Se corresponden muy estrechamente con los tres atributos de Dios tal como los resume la fórmula india: sat, chit, ananda, es decir, ser, conocimiento, dicha. La paz es la manifestación del ser unificado. El amor es el modo del conocimiento divino. Y la dicha, concomitante de la perfección, es idéntica a la alegría. Al igual que la paz, la alegría no es sólo fruto del espíritu, sino también raíz. Si hemos de conocer a Dios, habremos de hacer todo lo posible por cultivar ese equivalente de la alegría, sólo que inferior a ella, que está a nuestro alcance sentir y expresar. «Pereza» es la traducción ordinaria de esa acedia que se cuenta entre los siete pecados capitales de nuestra tradición occidental. Es una traducción inapropiada, ya que acedia es más que pereza; es además depresión y autocompasión; es ese gris hastío del mundo que, en términos de Dante, nos lleva a «entristecemos en la dulzura del aire que se regocija bajo el sol». Apenarse, remorderse, lamentarse por uno mismo, desesperar… ésas son las manifestaciones de la terquedad, la voluntad propia y la rebelión contra la voluntad de Dios. Y ese especial desánimo, tan característico, que experimentamos debido a la lentitud de nuestro avance espiritual, ¿qué es, salvo mero síntoma de una vanidad herida, tributo pagado a la alta estima en que tenemos nuestros propios méritos? Estar animado cuando las circunstancias son deprimentes, o cuando nos tienta darnos a la autocomplacencia, ésa sí es una auténtica mortificación, una mortificación tanto más valiosa por ser tan poco destacada, tan difícil de reconocer como es. La austeridad física, inclusive la más suave, no puede apenas ponerse en práctica sin llamar la atención de otras personas, y como atraen esa atención, quienes la practican a menudo son tentados a envanecerse por su deliberada negación de sí mismos. Pero otras mortificaciones como es el abstenerse de charlar, de curiosear cosas que no nos importan, y sobre todo de la depresión y la autocompasión, se pueden poner en práctica sin que nadie lo sepa. Mostrarse continuamente de buen ánimo puede suponer un esfuerzo más costoso, por ejemplo, que ser continuamente moderado; así como otras personas a menudo nos admiran por abstenernos de la condescendencia física, probablemente atribuyan nuestro ánimo a una buena digestión o a una insensibilidad innata. De las raíces de esa negación del propio yo, secreta y ajena a la admiración de los demás, brota el árbol cuyos frutos son la paz que atraviesa todo el entendimiento, el amor de Dios y de todas las criaturas en nombre de Dios, y la alegría de la perfección, la dicha de una consumación eterna e intemporal.
RELIGIÓN Y TEMPERAMENTO
La liberación, la salvación, la Visión beatífica, el conocimiento unitivo de Dios: el fin es siempre y en cualquier lugar el mismo.
Pero los medios por los cuales se procura lograr ese fin son tan diversos como lo son los seres humanos que emprenden la tarea. Se han llevado a cabo muchos intentos por clasificar las variedades del temperamento humano. Así, en Occidente contamos con la clasificación en cuatro grupos que realizó Hipócrates a tenor de los «humores» (flemáticos, coléricos, melancólicos, sanguíneos); se trata de una clasificación que ha prevalecido en la teoría y en la práctica de la medicina durante más de dos mil años, y cuya terminología se halla impresa indeleblemente en todas las lenguas de Europa. Otro sistema de clasificación bastante popular, que también ha dejado sus huellas en la lengua hablada, es el sistema de siete grupos ideado por los astrólogos. Aún describimos a las personas acudiendo a la terminología de los planetas, y hay así personas joviales, mercuriales, saturnales o venusianas. Los dos sistemas tienen su mérito, e incluso podría decirse algo en favor de la clasificación fisionómica según los presuntos parecidos de las personas con diversos animales. Todos ellos se basaban hasta cierto punto en la observación. En nuestro tiempo se ha llevado a cabo buen número de intentos nuevos por establecer una clasificación; destacan sobre todo los de Stockard, Kretschmer, Viola y, siendo este último más satisfactorio y estando mejor documentado que todos los demás, el del doctor William Sheldon, cuyos volúmenes sobre Las variedades de la psique humana y Las variedades del temperamento figuran entre las contribuciones recientes de mayor peso a la ciencia del Hombre. Las investigaciones de Sheldon le han llevado a la conclusión de que el sistema de clasificación más satisfactorio es el que se basa en tres tipos generales de temperamento, a los que llama viscerotónico, somatotónico y cerebrotónico. Todos los seres humanos pertenecen a un tipo mixto; no obstante, en algunas personas se mezclan de forma equilibrada los diversos elementos, mientras que en otras existe algún elemento que tiende a predominar a expensas de los otros dos. En algunas personas, la mezcla resulta equilibrada, mientras que hay otro tipo de personas en las que se da un desequilibrio del cual se desprende un agudo conflicto interno y una dificultad extrema al llevar a cabo una correcta adaptación a la vida. No existe ningún tratamiento hormonal, ninguna forma de terapia que pueda transformar la estructura fundamental del temperamento, que es de este modo un hecho dado que es preciso aceptar con la intención de obtener el mejor partido posible. Dicho muy sucintamente, la estructura psicofísica es una de las expresiones del karma. Hay buenos karmas y malos karmas, pero depende de la capacidad de elección del individuo hacer buen uso del mejor karma y buen uso del peor. Existe un grado de libre voluntad dentro de un sistema de predestinación del individuo. Una religión no puede sobrevivir a menos que haga un llamamiento claro a los hombres de toda suerte y condición. Siendo así, es previsible que encontremos en todas las religiones existentes en el mundo elementos del credo, del precepto y de la práctica, que hayan sido aportados por cada una de las principales categorías de los seres humanos. Consideremos someramente los tres tipos principales en relación con las religiones organizadas del mundo entero. El temperamento viscerotónico se relaciona estrechamente con lo que Sheldon ha denominado físico endomórfico, el tipo de físico en el que las tripas constituyen su rasgo más destacado, que tiene una acusada tendencia, cuando las condiciones externas son favorables, a aumentar de peso y de volumen. Son características de la viscerotonía extrema, por ejemplo, la lentitud de reacciones, el afecto por la comodidad y el lujo, el gusto por la comida, el placer producido por la digestión, el amor del ritual de la comida en compañía (un almuerzo en compañía es casi un sacramento natural para este tipo de persona), el afecto por las ceremonias de cortesía, una cierta blandura sin atemperar, una jovialidad indiscriminada, una facilidad notable para la comunicación de los sentimientos, tolerancia y complacencia, rechazo a la soledad, necesidad de otras personas en caso de apuro, orientación preferente hacia la infancia y las relaciones familiares. El temperamento somatotónico se relaciona con un físico mesomórfico, cuyo rasgo dominante es la musculatura. Los mesomórficos son personas físicamente fuertes, activas y atléticas; entre las características de la somatotonía extrema se hallan las siguientes: seguridad de posturas y movimientos, amor por la aventura física, necesidad de ejercicio, amor por el riesgo, indiferencia al dolor, energía y toma rápida de decisiones, codicia del poder y la dominación, ánimo en el combate, competitividad, dureza e insensibilidad psicológica, falta de escrúpulos para alcanzar la finalidad deseada, extroversión hacia la actividad más que hacia las personas (caso del viscerotónico), necesidad de pasar a la acción en caso de apuro, orientación hacia las metas y las actividades propias de la juventud. El temperamento cerebrotónico se relaciona con un físico ectomórfico, en el cual el predominio del sistema nervioso da por resultado un altísimo grado de sensibilidad. La cerebrotonía extrema posee las siguientes características: constricción de las posturas y los movimientos, exceso de respuestas fisiológicas (una de cuyas consecuencias es la sexualidad extrema), afecto por la privacidad y el secreto, cierta aprensión y preocupación excesiva, desagrado ante las demás personas, timidez y comportamiento social inhibido, agorafobia, resistencia a la formación de hábitos e incapacidad de construir rutinas, conciencia de los procesos mentales internos, tendencia a la introversión, necesidad de estar a solas en caso de apuro, orientación hacia las personas maduras y hacia la vejez. Son tres descripciones sumarias, pero probablemente bastarán para indicar la naturaleza de las aportaciones que han hecho a la religión cada uno de estos tres tipos principales. En estado no regenerado, el viscerotónico ama la ceremonia, la cortesía y el lujo, y convierte en fetiche el ritual de comer en público. Debido a él, las iglesias y los templos están adornados con gran esplendor, los rituales son de lo más solemne y complejo y ese sacramentalismo, o adoración de la divinidad por medio de símbolos materiales, desempeña un papel tan importante en las religiones organizadas. El ideal del amor fraterno universal representa la racionalización, el refinamiento y la sublimación de la jovialidad connatural del viscerotónico, su amistad indiscriminada con todos los hombres. De igual manera, de su sociofilia innata proviene la idea de la iglesia en tanto comunidad de fieles. Los diversos cultos a la infancia divina y a la divina maternidad tienen su fuente en su nostálgica tendencia a regresar a la propia infancia y a sus primeras relaciones de familia. (Es sumamente significativo en este contexto tomar nota de la diferencia que hay entre el culto ordinario y viscerotónico del niño Jesús y la versión cerebrotónica que se genera en los oratorios franceses del siglo XVII. En el culto ordinario, el niño Jesús es concebido y representado como un hermoso niño de unos dos años. En el culto del oratorio, el niño es menor, y al creyente se le induce a pensar en la infancia no como una etapa de encanto y de belleza, sino como condición de la abyección y el desamparo, sólo un grado menos absoluta que la muerte. A Cristo es preciso dar gracias por haber asumido voluntariamente la abrumadora humillación en que estriba el hecho de volver a ser niño. Entre este punto de vista y el punto de vista implícito en una de las vírgenes de Rafael, con el niño Jesús, existe un abismo temperamental poco menos que insalvable). Al somatotónico deben las religiones todo lo que en ellas es energía y dureza. El celo del proselitismo, el cortejo del martirio, la disposición a emprender y a sufrir persecuciones son rasgos del somatotónico. También lo son las formas extremas del ascetismo, y el temperamento estoico y puritano. Y también lo son la insistencia dogmática en el fuego del infierno y en los aspectos más severos de Dios, la preocupación por las buenas obras, por oposición a la preocupación viscerotónica por los sacramentos y el ritual y también a la preocupación cerebrotónica por la devoción privada y la meditación. Otra peculiaridad significativa del somatotónico, mencionada por Sheldon, es que entre las personas de este tipo el fenómeno de la conversión repentina sea más frecuente que entre las personas de los otros tipos. La razón hay que buscarla, al parecer, en su extroversión activa que les lleva a ser profundamente ignorantes del funcionamiento interno de su propia mente. Cuando la religión les abre y les descubre la vida interior del alma, ese descubrimiento les sobreviene muy a menudo con la fuerza de una revelación. Se convierten de manera violenta, y a continuación se lanzan a actuar a partir de ese nuevo conocimiento con la energía que les caracteriza. Las conversiones religiosas han dejado de ser comunes en los círculos de personas cultas, pero su lugar ha sido ocupado, como señala Sheldon, por la conversión psicológica. Y es que sobre los somatotónicos desequilibrados produce el psicoanálisis sus efectos más asombrosos; son ellos los que resultan los creyentes más fervorosos y los misioneros más devotos. Muy distinto es el caso del cerebrotónico, que habitualmente vive en contacto con su ser interior; para él, las revelaciones de la religión y la psiquiatría no suelen ser asombrosas novedades. Por este motivo, y en razón de su contención emocional, no es casi nunca susceptible de una conversión violenta. Para él, los cambios vitales tienden a producirse de forma muy gradual. Al igual que el viscerotónico, que carece de la energía necesaria para operar en su persona esa conversión violenta, el cerebrotónico suele pasarlo francamente mal si por azar nace y crece en el seno de una secta que considere la conversión violenta como condición necesaria de la salvación. Su temperamento es tal que, sencillamente, no puede experimentar la convulsión que tan fácilmente sobreviene a sus vecinos somatotónicos. Debido a esta incapacidad, se ve forzado bien a simular la conversión por un acto fraudulento consciente o inconsciente, o bien a considerarse, y a ser considerado por los demás, como un ser inapelablemente perdido. La gran contribución de los cerebrotónicos a la religión es el misticismo, la adoración de Dios en la soledad contemplativa, sin la ayuda del ritual o de los sacramentos. Como no siente la necesidad, el cerebrotónico a veces se ve llevado, igual que Buda, a denunciar la adoración ritual y a calificarla como una traba que impide que el alma alcance la liberación. El viscerotónico no regenerado tiene un gran apego por el lujo y las «cosas buenas»; cuando se hace religioso, renuncia a esas «cosas buenas» para sí, pero las quiere en su iglesia o en su templo. No es ése el caso del cerebrotónico. Para él, la vida de pobreza voluntaria parece no sólo tolerable, sino, muy a menudo, sumamente deseable. Y le agrada realizar su adoración en un santuario tan austero y tan despojado como su propia celda. Cuando el amor del cerebrotónico por lo esencial se asocia al celo proselitista del somatotónico, nos encontramos con la actividad de los iconoclastas. Entre las invenciones de los cerebrotónicos se hallan las ermitas y las órdenes contemplativas. La mayor parte de los sistemas de ejercicios espirituales han sido ideados por cerebrotónicos, como coadyuvante de la devoción privada y como preparación para la experiencia mística. Por último, los grandes sistemas de la filosofía espiritual, como los de Shankara, Plotino o Eckhart, son obra de mentes cerebrotónicas. Hasta aquí, pues, los elementos que han aportado a la religión los tres tipos principales del temperamento humano. Ahora se nos plantean dos cuestiones distintas. En primer lugar, ¿cuál de los tres tipos ha sido más influyente en la configuración de las grandes religiones del mundo? Después, ¿cuál de ellos está mejor preparado para descubrir la verdad de la Realidad definitiva? Las religiones de la India son religiones predominantemente viscerotónicas y cerebrotónicas, de ritual y misticismo, con muy escaso celo proselitista y muy escasa intolerancia; tienen en mayor estima la vida contemplativa que la vida activa. Lo mismo puede decirse del taoísmo en China, al menos en sus formas no corrompidas. El confucianismo diríase que resulta principalmente viscerotónico, una religión de formas y de ceremoniales, en la cual el culto de la familia tiene una importancia capital. El islamismo es sin lugar a dudas más somatotónico que cualquiera de las religiones indígenas de la India y de China. En su forma más primitiva es una religión dura, militante y puritana; fomenta el espíritu del martirio, está en todo momento ansiosa por aumentar el número de prosélitos y no tiene escrúpulos al emprender «guerras santas» y persecuciones. Pocos siglos después de la muerte del profeta se desarrolló la escuela del misticismo sufi, cuya estricta ortodoxia islámica los teólogos del propio islam tienen ciertas dificultades en defender. En el cristianismo encontramos una religión cuya columna vertebral, hasta hace pocos años, ha sido siempre cerebrotónica y viscerotónica, contemplativa y ritual. Sin embargo, y en mayor medida que el budismo y el hinduismo, estos elementos cerebrotónicos y viscerotónicos han estado siempre asociados con otros de naturaleza somatotónica. El cristianismo ha sido una religión militante, proselitista y acusadora. En diversas fases de su historia, el estoicismo y el puritanismo han florecido en el interior de la iglesia; en ciertas ocasiones, las «buenas obras» de índole activa han sido tenidas en tan gran estima como la propia contemplación. Tal es el caso, sobre todo, del presente. Como ha apuntado Sheldon, nuestro tiempo ha sido testigo de una verdadera revolución somatotónica. La expresión de esta revolución en el terreno de la política es tan manifiesta que no requiere comentario. En la esfera de la vida privada, la revuelta en contra de la contemplación pura y el respeto sacramental por las cosas materiales tienen su mejor expresión en las páginas publicitarias de los periódicos y las revistas. En lo que a la religión se refiere, la revuelta no ha ido en contra de los elementos viscerotónicos del cristianismo, sino en contra de los elementos cerebrotónicos o contemplativos. Las dos palabras clave de la religión occidental contemporánea son, respectivamente, viscerotónica y somatotónica: «comunidad» y «servicio social». Las cosas que representan estas palabras son bienes preciados, pero su valor sólo puede alcanzarse cuando la contemplación de la Realidad definitiva dota de sentido a la calidez emocional de la comunidad y a la actividad del servicio. Aun a riesgo de generalizar, podríamos decir que la principal función social de las grandes religiones ha sido impedir que las personas de gran energía innata, así como otros somatotónicos, se destruyeran a sí mismos, a sus vecinos y a la sociedad en general. Sumamente significativo en este contexto es el Bhagavad Gita que está dirigido a un kshatriya principesco, un somatotónico hereditario y profesional. Su enseñanza de la acción en el desapego ha sido complementada en la India por la teoría y la práctica de las castas, con la doctrina concomitante de que la autoridad espiritual tiene siempre primacía sobre el poder temporal. Durante los últimos cuatro siglos, no obstante, esta doctrina ha sido puesta en tela de juicio no sólo en la práctica, por acción de los gobernantes más ambiciosos, sino también en teoría, por parte de los filósofos y los sociólogos. Ya en el siglo XVI, Enrique VIII se declaró, según las palabras del obispo Stubbs, «el Papa, todo el Papa y algo más que el Papa». Desde aquella época, su ejemplo ha sido imitado en todos los rincones de la Cristiandad, hasta el punto de que hoy en día no existe ningún poder temporal organizado que reconozca siquiera en teoría la supremacía de cualquier clase de autoridad espiritual. El triunfo de la somatotonía sin restricciones parece completo. Así llegamos a nuestra segunda pregunta: ¿cuál de los tres tipos principales está mejor preparado para descubrir la verdad acerca de la Realidad definitiva? Es una pregunta que sólo puede remitirse al juicio de los expertos, que en este caso son los grandes santos teocéntricos de las mayores religiones. El testimonio de estos hombres y mujeres es inconfundible. Sólo en la pura contemplación se acercan los hombres, en vida, a la visión beatífica de Dios. Ahora bien, el deseo de la contemplación y la aptitud para alcanzarla son características cerebrotónicas. (Sin embargo, quienes pertenecen de modo predominante a los otros tipos principales siempre podrán llegar a la plena contemplación, sobre todo si cumplen las condiciones necesarias para recibir la gracia del conocimiento unitivo. No obstante, puede ponerse en duda que las personas de temperamento viscerotónico y somatotónico lleguen a pensar alguna vez en emprender el camino que lleva a la contemplación, sobre todo si ese camino no hubiera sido previamente explorado y recorrido por los cerebrotónicos cuya alma es, de alguna manera, naturaliter contemplativa). ¿Hasta qué extremo se justifica el viscerotónico en su afirmación de que el ritual, el culto en grupo y el sacramentalismo le capacitan para establecer contacto con la Realidad definitiva? Ésta es una pregunta muy difícil de responder. Que tales procedimientos permitan a quienes los practican tomar contacto con algo más grande que ellos mismos es algo que no parece dejar lugar a dudas. Ahora bien, cuál sea la naturaleza de eso que es seguramente más grande que ellos mismos, tanto si se trata de algún aspecto mediador de la Realidad espiritual, como si posiblemente se trata de alguna cristalización psíquicamente objetiva del sentimiento de la devoción que ha experimentado una larga sucesión de fieles que han utilizado el mismo ceremonial en el pasado, eso es algo que ni siquiera me aventuraré a precisar. Queda dejar constancia de una conclusión práctica. Los análisis parecen poner de manifiesto que la religión es un sistema de relatividades que tiene, sin embargo, un marco de referencias absoluto. La finalidad que la religión se propone es el conocimiento del hecho inalterable de Dios. Sus medios son relativos a la herencia y a la maduración social de quienes buscan esa finalidad. Siendo así, parece extremadamente insensato elevar cualquiera de esos medios puramente relativos a la categoría de absoluto dogmático. Por ejemplo, una comunidad organizada y dedicada a la prosecución de fines espirituales, así como a la preservación del conocimiento tradicional, es obviamente, como demuestra la experiencia, algo sumamente valioso. Ahora bien, no tenemos ningún derecho a pasar de ahí a una quasi-deificación de la Iglesia por medio del dogma de la infalibilidad. Mutatis mutandis, lo mismo puede decirse de los rituales, los sacramentos, las conversiones repentinas. Todos ellos son medios puestos al servicio del fin definitivo; son medios que para algunas personas tienen un valor extraordinario, mientras que para otras personas de distinto temperamento tienen un valor reducido o nulo. Por este motivo no deben ser considerados como si fuesen algo absoluto. Por ese camino se encuentra la idolatría. El caso de los preceptos éticos es bien distinto. La experiencia demuestra que estados de ánimo tales como el orgullo, la ira, la codicia y la lujuria son totalmente incompatibles con el conocimiento de la Realidad definitiva; esta incompatibilidad existe en el caso de personas de muy diverso temperamento y educación. En consecuencia, estos preceptos pueden ser inculcados con toda propiedad y de una forma absoluta. «Si quieres a Dios, es absolutamente esencial que no quieras ser Napoleón, Jay Gould o Casanova».
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