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Foto del escritorAmenhotep VII

(Segunda Parte) Friedrich Hölderlin - Stefan Zweig



CAÍDA EN EL INFINITO


Lo que uno es se rompe, Empédocles, del mismo modo que los astros declinan solemnemente. Y ebrios de luz brillan los valles.


Treinta años cuenta Hölderlin al cruzar el umbral del nuevo siglo; los sufrimientos

de sus últimos años han hecho en él una obra gigantesca. Ha encontrado la forma

lírica; ha creado el ritmo del gran canto; su propia juventud se ha corporizado en la

figura de Hyperion; la tragedia de su espíritu ha quedado inmortalizada en

Empédocles. Nunca había llegado a tanta altura; nunca tampoco había estado tan

cerca de la caída. Pues las mismas olas que, en maravilloso empuje, le han llevado

por encima de su propia vida, forman ya una mole amenazante, dispuesta a dar el

golpe destructor. Él mismo, proféticamente, tiene la sensación de su descenso:


Contra su voluntad, el maravilloso deseo lo arrastra de escollo en escollo hacia el abismo. Y va a la deriva, sin timón.


De nada le sirve haber creado una tan alta obra: la realidad, celosa, se venga de

quien la despreció, y el mundo, del que él nada quiso saber, tampoco quiere ahora

saber nada de él. Sólo recoge incomprensión donde espera hallar amor, pues:


…hay una oscura generación que no gusta de escuchar ni aun a un semidiós, ni quiere oír al espíritu celeste que aparece entre los hombres o sobre las ondas. Una raza que no adora la pureza ni aun el rostro del mismo Dios, próximo y omnipotente.


A los treinta años sigue comiendo en una mesa que no es suya; da sus lecciones

vistiendo una raída levita de aspirante a pastor. Vive aún a expensas de su anciana

madre y de su decrépita abuela, encorvada por la edad. Como cuando era muchacho,

esas dos mujeres siguen zurciéndole las medias, le proveen de ropa blanca y de

vestidos. Con «cotidiana aplicación» ha buscado en Homburg, como antes lo hizo en

Jena, un medio de vivir sólo para la poesía, gracias a una vida de increíble privación,

se ha tasado la comida y ha tratado de llamar la atención de la patria alemana hasta el

punto de que los hombres deseen conocer su lugar de nacimiento y el nombre de su

madre. Pero nada sucede de esa manera; nada le es favorable; a veces, Schiller, con

condescendencia benévola, acepta alguna de sus poesías para su Almanaque,

rechazando las restantes.

Ese silencio que el mundo mantiene a su alrededor quiebra todos sus ánimos.

Verdad es que él, en lo profundo de su alma, sabe perfectamente que lo sagrado es

siempre sagrado, aunque no sea reconocido por los hombres, pero el poeta encuentra

más difícil cada día sostener su fe en un mundo donde no encuentra ninguna simpatía.

«Nuestro corazón no puede seguir amando a la Humanidad si no tiene hombres a

quien amar.» Su soledad, que durante un tiempo fue su castillo de oro y de sol, se

torna fría, invernal, con rigidez de hielo. «Callo y callo siempre, y así se va

acumulando un gran peso sobre mí… que por lo menos ha de oscurecer

inevitablemente mi espíritu», dice quejándose. Y en otra ocasión escribe a Schiller:

«Tengo frío y me entumezco en el invierno que me rodea. Mi cielo es de hierro y mi

ser es de piedra.» Pero nadie llega a él con el calor de la amistad. «Pocos hay ya que

tengan fe en mí», dice el poeta con resignada pena, y, poco a poco, él mismo va

perdiendo también la fe en sí mismo. Lo que antes le parecía divino, celestial, es

decir, su misión como poeta, se le aparece ahora vacío y sin sentido. Duda ya de la

poesía. Los amigos están lejos. La llamada de la gloria no resuena:


Sin embargo, me parece a menudo que mejor sería dormir que estar en esta soledad. No sé qué hacer ni qué decir y me pregunto muchas veces por qué ha de haber poetas en estos tiempos de miseria.


Una vez más ha experimentado la impotencia del espíritu frente a la realidad; una

vez más, ha de encorvar su espalda bajo el yugo opresor, y una vez más se entrega a

una vida que no es la suya, puesto que le resulta imposible vivir de la literatura si no

quiere conducirse con exceso de servilismo. No le es dado volver a ver su patria sino

en una hora feliz de otoño, un día en que con sus amigos de Stuttgart celebra la

«fiesta del otoño». Pero después ha de volver a tomar su casaca de dómine y marchar

a Suiza, a Hauptwyl, para amarrarse una vez más a una ocupación servil.

El corazón profético de Hölderlin sabe perfectamente que ha llegado la hora de su

ocaso, la hora de su crepúsculo y de su dolorosa caída. Elegiacamente se despide de

su juventud: «¡Oh, juventud, te has apagado ya!» Y en sus poesías sopla un airecillo

frío, vespertino:


He vivido poco; pero ya respiro el aire frío del ocaso. Aquí estoy, silencioso como una sombra; mi corazón se estremece en mi pecho, incapaz ya de cantar.


Se ha roto el resorte de su impulso, y él, que sólo sabía vivir en pleno vuelo, rotas

las alas no recobra jamás el equilibrio. Ahora debe pagar la falta de no haberse

ocupado «exclusivamente de lo superficial de su ser y haberse entregado a la acción

destructora de la realidad con toda su alma, con todo su amor». El nimbo del genio se

ha borrado de su cabeza; angustiado, se recoge en sí mismo para ocultarse a los

hombres, cuyo trato le es molesto hasta físicamente. Cuanto mayor es su debilidad,

tanto más fuerte salta el demonio y hace vibrar sus nervios. Poco a poco, la

sensibilidad de Hölderlin se va haciendo enfermiza y sus impulsos espirituales se

convierten en ataques. Las nimiedades le excitan, y aquella actitud humilde, que le

protegía como una coraza, se desgarra y deja ver su hipersensibilidad; por todas

partes cree ver ofensas y desprecios. Su cuerpo reacciona dolorosamente a los

cambios atmosféricos; lo que antes era inquietud espiritual es ya neurastenia, crisis y

catástrofe de sus nervios; sus gestos son crispados, su humor agresivo; y su mirada,

antes tan serena e inteligente, pone ya un brillo de inquietud en su cara demacrada. El

incendio se extiende por todo su ser; el demonio de la agitación y de la confusión, el

espíritu siniestro, se apodera de la víctima; «una inquietud que lo aturde» y que «se

acumula alrededor de su alma» lo arrastra a los extremos opuestos: ardor y frialdad;

éxtasis y desespero; alegría y tristeza, y lo lleva de país en país, de ciudad en ciudad.

La febril irritación turba sus pensamientos hasta que alcanza a su poesía; la

intranquilidad del hombre se refleja ya en la incoherencia de sus versos; se ve incapaz

de formar un pensamiento, sostenerlo y desarrollarlo. Así como su cuerpo va de casa

en casa, su espíritu va de imagen en imagen, de idea en idea. Y este ardor demoníaco

no se calma hasta que ha devorado a toda la persona del poeta. Sólo resta, cual

ennegrecida armazón de un edificio destruido por el fuego, el cuerpo, en el cual el

demonio no puede aniquilar lo que aún queda de divino: ese ritmo que sigue fluyendo

todavía de sus labios inconscientes.

Así pues, en la patología de Hölderlin no se encuentra un punto preciso que

marque el principio de su hundimiento; no hay una división clara entre lo que es su

espíritu lúcido y sano y su espíritu ya enfermo. Hölderlin arde interior y lentamente;

su razón es destruida por el demonio, no con uno de esos incendios que de pronto

hacen arder todo un bosque, sino por medio de un fuego escondido, entre rescoldos.

Sólo la parte más divina de su ser resiste como si fuera de amianto ese incendio

interior; su sentido poético sobrevive a su razón y salva su melodía, su ritmo, su

palabra. Tal vez sea Hölderlin el único caso clínico en que, muerta la inteligencia,

subsista la poesía, del mismo modo que, a veces —muy raras veces, es cierto—, un

árbol carbonizado por el rayo sigue floreciendo en alguna rama elevada que salió

incólume del siniestro. El tránsito de Hölderlin a lo patológico es escalonado,

progresivo. No es, como en Nietzsche, un derrumbamiento repentino de un altísimo

edificio de ideas, sino que es una desintegración gradual, piedra a piedra, una

descomposición paulatina de los cimientos, un deslizamiento hacia lo inconsciente.

Es sólo en su exterior donde se van acentuando su inquietud, su miedo nervioso,

su exagerada sensibilidad, que llegan a provocar accesos de furor y crisis nerviosas

que aumentan de intensidad y se repiten cada vez más frecuentemente; así como antes

podía contenerse meses y aun años enteros hasta llegar a la explosión, ahora esas

descargas eléctricas se suceden sin apenas interrupción. Mientras que en

Waltershausen y en Francfort supo resistir años enteros, en Hauptwyl y en Burdeos

sólo puede aguantar unas semanas; su incapacidad para la vida se vuelve más

agresiva. Por fin, la vida, como el temporal a un buque, lo arroja a la casa materna.

Allí, en pleno desespero, se dirige de nuevo a Schiller, al maestro de su juventud,

pero Schiller no responde; le deja hundirse, y Hölderlin, como una piedra, se hunde

hasta lo más hondo de su destino. Aún vuelve a partir una vez, pues ha de aceptar un

cargo de preceptor; va ya sin espíritu, ungido por la muerte, diciendo adiós eterno a

sus seres queridos.

Entonces, un tupido velo nos oculta su vida. Su historia es ya leyenda, mito. Se

sabe que en florida primavera pasó por Francia, y que pernoctó en las cumbres de

Auvernia, rodeado de nieve, en paraje solitario, en dura cama y con una pistola a su

lado. Se sabe que estuvo en Burdeos, en casa del cónsul de Alemania, y que después,

de pronto, abandonó el lugar. Pero luego descienden negras nubes que nos ocultan su

caída.

¿Sería Hölderlin aquel extranjero que, diez años más tarde, fue visto por una

mujer en París hablando entusiasmado con las marmóreas estatuas de los dioses en un

parque? ¿Será cierto que una insolación le privó de sus sentidos y que, como él

mismo afirma, el rayo de Apolo lo castigó? ¿Será cierto que unos bandidos le robaron

todo su dinero y hasta sus vestiduras? Nunca se tendrá la respuesta a estas preguntas.

Un negro velo encubre su regreso a Alemania y su caída. Sólo se sabe que un día, en

casa de Matthisson, en Stuttgart, entró un hombre pálido como un cadáver,

flaquísimo, con ojos apagados, enmarañada y salvaje cabellera, luengas barbas y traje

de mendigo, y como Matthison retrocediera espantado y temeroso ante aquella visión,

el extranjero, con voz apagada, dijo su propio nombre: Hölderlin.

Las últimas pavesas se han apagado. Sus restos van a la deriva hacia la casa

materna, pero los mástiles de la confianza y el timón de la inteligencia se han roto

para siempre. Desde entonces, Hölderlin vive ya en oscura noche, iluminada tan sólo

de vez en cuando por relámpagos órficos. Su razón está apagada, pero de esa

oscuridad surge aún, a veces, la palabra del genio y sobre su cabeza pasa, en alguna

ocasión, sonora y rápida, la poesía. En la conversación, no puede encontrar el sentido

de las palabras, sus cartas son un conglomerado barroco; su ser sigue aún cerrándose

a las cosas reales, pero se abre todavía a las palabras musicales, mas sin comprender

siquiera lo que le dicen. Su ser se deshace grano a grano, se hace total la pérdida de la

conciencia, y su inconsciencia se transforma en portavoz de palabras píticas; su voz

se convierte «en órgano del imperativo que llega del más allá», como dice Nietzsche,

intérprete y heraldo de las cosas divinas que le susurra el demonio y cuyo sentido ya

no puede reconocer.

Los hombres se apartan de su compañía (pues su irritabilidad se desata a menudo

como una bestia desencadenada) o también a veces se burlan de él. Sólo Bettina, que,

como en Goethe y en Beethoven, sabe distinguir el genio a través de la atmósfera, y

Sinclair, el amigo magnífico, digno de una leyenda, siguen reconociendo la presencia

de un dios en esta degradación del poeta que está «preso en celeste esclavitud». «Es

cosa cierta para mí —escribe aquella espléndida mujer— que una fuerza divina ha

envuelto en sus olas a Hölderlin; me refiero a sus palabras, que, en río irrefrenable,

han inundado sus sentidos, los cuales, al pasar esa inundación, han quedado ya

debilitados, como muertos.» Nadie ha expresado con más nobleza y perspicacia el

destino de Hölderlin; nadie nos ha hecho más asequible el eco de aquellas

conversaciones demoníacas (que se han perdido, como las improvisaciones de

Beethoven) como Bettina cuando escribe a la señora Günderode: «Al oírle, uno

parece escuchar el viento desencadenado, pues su voz suena a himno rugiente que de

pronto cesa, como cesan las ráfagas del viento.» Y entonces se apodera de él como

una ciencia profunda, de tal modo que no se puede pensar que haya perdido la razón

y hay que escuchar lo que dice de la poesía para llevarse la impresión de que está a

punto de revelar el secreto divino del lenguaje. Y de pronto todo se hunde en la

oscuridad, el poeta languidece, queda en completa confusión y declara «que no lo

logrará nunca». Todo su ser se funde en la música; durante horas enteras (como

Nietzsche en los últimos días de su estancia en Turín) se sienta al piano y golpea el

teclado en incesante esfuerzo para lograr acordes, como si quisiera captar las

melodías infinitas que pasan sobre su cabeza y que resuenan dolorosamente en su

cerebro, o a veces también se recita a sí mismo, como en un monólogo, siempre

rítmicamente, palabras y cantos. Él, que antes se sentía arrebatado por la poesía, se va

hundiendo poco a poco en el río sonoro; lo mismo que los indios del poema

«Hiawatha», de su hermano espiritual Lenau, se precipita cantando hacia la catarata

rugiente.

Aterrorizados y conmovidos a la vez, su madre y sus amigos, respetuosos ante el

milagro incomprensible, le dejan en completa libertad dentro de la casa. Pero el

demonio estalla cada vez más poderosamente en su interior; sufre furiosos ataques; la

llama, antes de apagarse completamente, se levanta en peligrosas contorsiones, hasta

que se hace necesario llevarlo a una clínica, después a casa de unos amigos y

finalmente a la casa de un honrado carpintero. Con los años, ese furor salvaje se va

apaciguando, sus crisis se calman, y Hölderlin se hace manso como un niño; las

tempestades de sus nervios se disipan, dejando lugar al silencio del crepúsculo. Su

locura cataléptica se hace ahora tranquila, pero, aunque el espíritu del poeta se calma,

su razón queda siempre envuelta en negro velo y muy raras veces un relámpago de

lucidez ilumina su pasado. Recuerda cosas, es cierto, pero no se acuerda de sí mismo.

Como en un sueño, su cuerpo sin alma nota aún la suave acción benéfica de la

primavera y aspira el agradable aliento de los campos; su corazón solitario palpita

aún durante cuarenta años en su cuerpo consumido, pero ya no es más que una

sombra del que fue. Hölderlin, aquel adolescente divino, está ya hace mucho tiempo

entre los dioses, como Ifigenia de Áulide. Vive en otra esfera, vive una vida que nada

tiene de terrestre.

Lo que ahora queda aquí, entre las negras garras del tiempo, es su cadáver

espiritual; es una sombra fantasmal desfigurada, que ya no se reconoce a sí misma y

que se llama a veces «el señor bibliotecario», y a veces también «Scardanelli».



TINIEBLAS DE PÚRPURA


…hasta en la oscuridad lucen brillantes imágenes.


Las grandes poesías órficas que Hölderlin, con su espíritu ya apagado, crea en

aquellos años de crepúsculo, sus Cantos de la noche, pertenecen a una zona

completamente definida de la literatura universal; sólo son comparables quizá a

aquellos libros proféticos de William Blake, aquella otra criatura angélica, confidente

de Dios, al que sus contemporáneos consideraban «unfortunate lunatic whose

personal inoffensivenes secures him from confinement».

En éste, como en Hölderlin, la creación es algo dictado por el demonio; en Blake,

como en Hölderlin, apunta un sentido pueril e impreciso en la significación

manifiesta de sus palabras; la sonoridad órfica se apodera de la frase como un eco que

llega de otras esferas; en uno y en otro, la mano inconsciente e ignorante de la

realidad traza aún la bóveda de un firmamento sin analogía, por encima de este caos

cruzado de estrellas y relámpagos, y crea así un mito propio. La poesía (y en Blake

también el dibujo) llega a ser en el estado crepuscular del poeta un lenguaje pítico:

como la sacerdotisa, ebria de visiones inauditas, por encima de los vapores de la

caverna de Delfos, balbuce palabras profundas en transportes convulsos, así el

demonio creador hace fluir en ellos, del cráter apagado de su espíritu, una lava de

fuego y de piedras incandescentes. En estas poesías demoníacas de Hölderlin no

habla la razón, ni habla el idioma corriente de la vida real, sino sólo el ritmo, sin

significación, incomprensible, dejando ver a veces en un renglón el relámpago que

ilumina todo el Universo. El vidente es transportado a una esfera apocalíptica:


Un valle y ríos se extienden alrededor de las montañas de la profecía, a fin de que el hombre pueda tender su vista hacia el Oriente y ya partir de allí, en variadas metamorfosis. Pero del Éter desciende la fiel imagen y llueven las palabras divinas y resuenan las profundidades del bosque.


Los sueños poéticos se han convertido en una melodiosa anunciación, en una

«resonancia en lo más profundo del bosque»; la voz del más allá, en una voluntad

superior a la propia. Aquí el poeta no habla ya de sí, ni trata ya de él; es sólo el héroe

inconsciente de las palabras elementales. El demonio, la voluntad superior, ha

vencido al espíritu del poeta y ha hecho enmudecer sus palabras y habla ahora por su

boca crispada, por sus labios exánimes, como a través de algo muerto que resonase

sordamente. Aquel hombre esclarecido que fue Friedrich Hölderlin se marchó ya. Y

de su cuerpo se sirve ahora el demonio como de una larva vacía.

Pues esos Cantos de la noche, esas canciones rotas, son indudablemente

improvisaciones que ya no nacen de lo terrenal, de lo cultivado del arte; no salen ya

de lo conmensurable; no son materia trabajada en el trepidante taller del genio, sino

meteoros caídos del invisible cielo de la inspiración, llenos aún de la fuerza mágica

de las regiones ultraterrenales. Una poesía representa un tejido de elementos

artísticos, salidos de la inconsciencia, de la inspiración y de la conciencia, y

cualquiera de esas artimañas se ve más o menos, se acusa con más o menos fuerza. Es

un fenómeno completamente típico que, en el ser corriente (Goethe, por ejemplo), en

la edad madura, domine ya la técnica, es decir, el elemento material, sobre la

inspiración, y, por consiguiente, que el arte que fue al principio un presentimiento

consciente, se convierta en sabia maestría dominadora y sugestiva. En Hölderlin

sucede lo contrario; se fortalecen el envoltorio, lo inspirativo, lo demoníaco, lo

genial, mientras se deshacen como una cadeneta el tejido intelectual, lo artificioso, lo

planeado. Por eso, en sus obras líricas posteriores, el lazo intelectual va relajándose

más y más; los versos, como las olas, montan uno sobre otro, no obedeciendo ya más

que a la armonía de sonido, y toda forma, toda regla, toda ley, son arrolladas por la

ola sonora. Pues el ritmo se ha hecho ya el amo y señor; la fuerza primitiva vuelve a

su origen. A veces puede verse en Hölderlin, que ha sido arrancado de su propio ser,

una especie de defensa contra este poder superior; se ve su esfuerzo para fijar una

idea poética y desarrollarla espiritualmente, pero siempre las olas sonoras le arrebatan

lo medio planeado, lo que está a medio formar. Y he aquí su queja:

Poco nos conocemos a nosotros mismos, pues llevamos dentro un dios que nos domina.

Cada vez más, el poeta indefenso pierde el dominio sobre la poesía. «Como un

arroyo, me siento arrastrado hacia el fin de algo que es tan vasto como toda Asia»,

dice al hablar de esa fuerza superior que lo arranca de su propio ser. Parece que toda

coherencia ha sido anulada en su cerebro y que los pensamientos caen dispersos en el

vacío: todo lo que empezaba con valiente y osado énfasis, acaba en trágico balbuceo.

El hilo de su discurso se embarulla, las oraciones forman un enredo; las frases se

barajan rítmicamente, de modo que es imposible encontrar su principio o su fin. Y el

poeta, cansado, ve siempre cómo el pensamiento primitivo se desprende de su

cerebro. Entonces, su mano temblorosa e inhábil une dos pensamientos no acabados

por medio de un «a saber» o un «sin embargo», o abandona resignadamente la

continuación del hilo del pensamiento diciendo: «mucho podría decirse sobre esto».

Una poesía como «Patmos», de gran enjundia espiritual, que se extiende sobre la

inmortalidad, se deshace al final en un balbuceo que no es más que un preludio de lo

que iba a decir. En vez de un discurso, nos da como una nota taquigráfica que nada

tiene que ver con el texto:


Y ahora quisiera cantar la partida de los caballeros hacia Jerusalén y los sufrimientos errantes de Canosa y del emperador Enrique, pero sería necesario que el ánimo no me faltara para ello. Desde Cristo, los nombres son como el aire matinal; se convierten en sueños.


Pero esos sonidos, esos balbuceos faltos de la coherencia del pensamiento, están

unidos por un sentido elevado. El espíritu, invadido por una vegetación exuberante,

no puede ya fijarse en detalles; los lazos intelectuales se aflojan, pero bajo esas

lagunas de forma, el contenido ardiente de las poesías de Hölderlin toma más fuego y

más calor. El que era plasmador se ha convertido en visionario poderosísimo, y con

mirada ardiente abraza todo el universo poéticamente. Hölderlin alcanza en ese

tartamudeo rítmico, en su embriaguez ilógica, una profundidad de sentido que nunca

alcanzó cuando su espíritu estaba despierto. «Llueven las palabras divinas y resuenan

las profundidades del bosque.» Lo que ahora ha perdido su poesía en claridad matinal

y en precisión de silueta, lo gana en inspiración demoníaca, en claros relámpagos de

su espíritu que llenan de luz el caos del sentimiento y alumbran por un instante todas

las alturas y las profundidades de la Naturaleza. Desde ahora, las poesías de Hölderlin

son tempestuosas, llenas de relámpagos proféticos; son rápidas, cortas y brotan de los

oscuros nublados de sus odas, pero iluminan espacios infinitos. La poesía de

Hölderlin se extiende por todo el universo; sus cantos brotan de él como visiones

cósmicas y se dirigen a su elemento natural, al caos.

El poeta de espíritu ya ciego tantea en la oscuridad, alumbrado tan sólo por

relámpagos llenos de vibraciones, y trata de captar grandiosas imágenes y signos del

tiempo y del espacio. Y en su maravillosa marcha por esta región sin caminos, antes

de su caída, de su final, se produce aún un milagro sin precedentes: en lo más

tenebroso de su camino, en ese tormentoso crepúsculo de su espíritu, Hölderlin

alcanza lo que en vano trató de encontrar cuando su espíritu estaba aún despierto y su

inteligencia lúcida: el secreto de la Gracia. Desde su niñez lo había perseguido por

todos los caminos, en los cielos del idealismo, en los ensueños; ya adolescente, había

buscado su Grecia y había enviado en vano a su Hyperion en busca de su secreto por

todos los caminos del tiempo y del pasado. Había evocado a Empédocles entre las

sombras, estudiado las obras de los filósofos; el «estudio de los griegos» le había

servido de círculo de amigos y había llegado a ser tan extraño a su patria y a su

tiempo por haber estado siempre en la Grecia de sus sueños. Y él mismo, asombrado

de ese poder que se ejercía sobre sus sentidos, se había preguntado a menudo:


¿Qué es lo que me ata a aquellas riberas afortunadas y me las hace amar todavía más que a mi propia patria? Pues, como sometido a dulce esclavitud, siempre estoy en los lugares por donde pasó Apolo.


La antigua Grecia fue siempre su meta; Grecia lo había arrancado del agradable

calor de su hogar y de los brazos de su gente para sumergirlo en continuas

decepciones hasta llevarlo a la desesperación, a la soledad suprema y absoluta.

Y entonces, en el caos de sus sentidos, entre los más profundos repliegues de su

espíritu, brilla de pronto su secreto griego. Como Virgilio conduce a Dante, Píndaro

conduce al exaltado, con la superabundancia de su verbo, hacia la última embriaguez

de la expresión hímnica, y el poeta, deslumbrado en el crepúsculo del mito, ve brillar

como una brasa, en el fondo del abismo abierto, aquella Grecia que antes que él nadie

había adivinado y que, después de él, sólo otro poseso, Nietzsche, el filósofo todo luz,

hará salir de las entrañas del pasado. Hölderlin puede ver y anunciar con su verbo

vidente esa región de fuego, y su anunciación es el primer sentimiento, vivo, cálido y

lleno del vigor de la sangre, que el mundo ha tenido de esa fuente espiritual del

universo perdida entre los escombros del pasado. No se trata ya de la Grecia clásica

de figuras de yeso, mostrada por Winckelmann, ni es la Grecia helénica que Schiller

ha tomado como modelo en su «imitación tímida y sin ánimo del arte antiguo» —

según las palabras de Nietzsche—; ahora se trata de la Grecia asiática, la Grecia

oriental que acaba de salir de la barbarie, ebria de sangre y de juventud, y que aún

muestra las huellas ardientes de la matriz del caos. Es Dionisos, que sale ebrio y lleno

de ardor báquico de la oscura caverna; ya no es la clara y diáfana luz de Homero

iluminando las formas de la vida, sino que ahora es el espíritu trágico de la lucha

eterna el que se levanta gigantesco entre la alegría y el dolor. Sólo lo demoníaco, que

ha triunfado en Hölderlin, permite que sea visto lo antiguo, es decir, la significación

de aquella verdadera Grecia, como visión del principio del mundo que une

grandiosamente las épocas de la historia, Asia y Europa, y la interpretación de las

culturas: la barbarie, el paganismo y el cristianismo.

Pues esta Grecia que Hölderlin descubre brillando en la oscuridad ya no es la

pequeña península griega, arrinconada, sino que es el ombligo del mundo, origen y

centro de toda mudanza: «Es de allí de donde viene el futuro Dios y es allá adonde

volverá.» Es la fuente del espíritu que salta de pronto de los pliegues de la barbarie, y

al mismo tiempo es el mar sagrado adonde han de ir a parar un día los ríos de los

pueblos; es el mar de la futura Germania; es la mediadora entre el misterio de Asia y

el mito del Crucificado. Lo mismo que a Nietzsche en su decadencia espiritual, por el

presentimiento trágico de este «Dionisos crucificado» que se figura ser en su delirio,

también a Hölderlin le llena el presentimiento de una sublime unión entre Cristo y

Pan. El símbolo de Grecia toma proporciones gigantescas. Nunca ningún poeta tuvo

una más alta concepción histórica que la mostrada por Hölderlin en sus últimos

cantos, que en apariencia carecen de sentido.

Y en esos cantos, en esas versiones de Píndaro y de Sófocles, grandes como rocas

caóticas, el lenguaje de Hölderlin sobrepasa el simple helenismo, la claridad apolínea

de sus comienzos: como enormes construcciones de bloques megalíticos de una

Grecia primitiva y rítmica, esas transposiciones de ritmo trágico se levantan en

nuestro mundo lingüístico de atmósfera tibia y que ya no tiene más que un calor

artificial. No es la palabra del poeta, no es una frase dulce de un verso lo que pasa de

una orilla del lenguaje a la otra, sino que es el núcleo de fuego de la pasión creadora,

que sigue ardiendo con su fuerza primitiva. Así como, en el mundo físico, los ciegos

oyen más claramente, porque un sentido muerto despierta a los otros, así también el

espíritu de Hölderlin, privado de razón, es más sensible a las fuerzas que llegan de las

misteriosas profundidades poéticas con audacia inaudita: Hölderlin estruja el idioma

hasta hacerle manar sangre melódica, hasta romper el esqueleto de su armazón,

tornándolo así flexible, y al mismo tiempo endurece su lenguaje por la tensión del

ritmo sonoro. Como Miguel Ángel con sus bloques medio elaborados, Hölderlin, en

sus fragmentos caóticos, es más perfecto que en la obra terminada, que es ya una

meta, un fin; en esos fragmentos resuena un canto grandioso, el caos, la fuerza del

universo, y no la voz poética del individuo.

Así es como el espíritu de Hölderlin cae en la oscuridad de la noche; es como una

hoguera que aún lanzara hacia el cielo una columna de chispas antes de convertirse

en un montón de cenizas. Si su genio tiene una figura divina, también la tiene el

demonio de su melancolía. Cuando en los poetas el demonio aplasta al individuo,

generalmente las llamaradas que surgen están azuladas por el alcohol (Grabbe,

Günter, Verlaine, Marlowe) o se mezclan con el incienso del aturdimiento voluntario

(Byron, Lenau); la embriaguez de Hölderlin, al contrario, es pura, y su caída es más

bien un vuelo hacia atrás, hacia el infinito. El lenguaje de Hölderlin se disuelve en el

ritmo, y su espíritu, en visiones grandiosas, en el mundo primitivo. Su caída es

todavía música, y su desaparición, un canto; como Euforion, que en el Fausto es el

símbolo de la poesía, Hölderlin, hijo del espíritu alemán y del espíritu griego,

destruye todo lo destructible de su ser, y su cuerpo es lo único que desciende a las

tinieblas de la nada. Pero su lira de plata se eleva siempre por encima del horizonte,

hacia las estrellas.



SCARDANELLI


Pero él ha partido; está ya lejos, pues los genios son demasiado buenos: una celeste conversación le ocupa ahora.


Durante cuarenta años, lo que queda de Hölderlin está sumergido en la vorágine de

la locura. Lo que queda de él en la Tierra es sólo su sombra, su triste imagen,

Scardanelli, pues éste es el nombre que su mano desvalida pone al final de las

tumultuosas olas de sus versos. El mundo lo ha olvidado ya; él también se olvidó de

sí mismo.

Scardanelli vive en casa de un honrado carpintero hasta bastante avanzado el

siglo. El tiempo pasa insensible por encima de su cabeza y, con su toque, hace

emblanquecer los cabellos que antes fueron revueltas ondas doradas. El mundo

exterior se agita, muda continuamente. Napoleón invade Alemania para ser rechazado

después; perseguido desde Rusia, acaba en Elba y en Santa Elena; aquí vive aún diez

años como un Prometeo encadenado; entonces muere y se convierte en leyenda. El

pobre solitario de Tubinga nada sabe de eso, y sin embargo una vez cantó al héroe de

Arcole. Unos artesanos colocan una noche el féretro de Schiller en el fondo de una

tumba; años y años se pudre allí su esqueleto; luego, un día, vuelve a abrirse esa

sepultura y Goethe, pensativo, toma en sus manos la calavera del que fue su amigo

tan querido. Pero «el celeste prisionero» ni tan sólo comprende la palabra «muerte».

Después, aquel sabio anciano de 83 años, Goethe, parte también; va a la muerte

después de Beethoven, Kleist, Novalis, Schubert. Hasta el mismo Waiblinger, que

siendo estudiante visitó a menudo a Scardanelli en su celda, es encerrado en el ataúd,

mientras que Hölderlin sigue viviendo, arrastrándose «como una serpiente». Surge

una nueva generación. Finalmente, los hijos de Hölderlin, Empédocles e Hyperion,

son reconocidos por el pueblo alemán, pero todo eso es ignorado por aquel cadáver

viviente de Tubinga. Hölderlin está fuera de todo tiempo; está en lo eterno,

embriagado por el ritmo y la melodía.

A veces llega algún curioso, algún forastero, para ver a Hölderlin, que es ya como

algo legendario. Junto a la antigua torre del Concejo de Tubinga hay una pequeña

casita; arriba, en un cuarto, hay una ventana enrejada que tiene amplia vista al campo;

esta habitación es el pequeño remanso de Hölderlin. La honrada familia del

carpintero guía al visitante allá arriba hasta llegar ante una puertecilla; tras ésta nada

hay sino el triste enfermo que se pasea hablando incesantemente en elevado lenguaje.

Fluye un río de palabras de su boca, palabras sin forma, sin sentido, como un

murmullo de salmodia. Muchas veces Hölderlin se sienta al piano para tocar horas

enteras; pero no coordina; del instrumento sale solamente una armonización muerta,

una repetición monótona, fanática, de una corta y pobre melodía (y al mismo tiempo

se oye el ruido de sus uñas, enormemente crecidas, que golpean las teclas). Siempre

hay, pues, un ritmo que envuelve al poeta prisionero. Así como el viento pasa por el

arpa de Eolo cantando, en Hölderlin parece que la música de los elementos pase a

través de su cerebro ya vacío.

El visitante, medio asustado, acaba golpeando la puerta; una voz apagada que da

miedo contesta: «Adelante». Una figura encanijada, como un personaje de Hoffmann,

se halla en medio de la pequeña habitación, su cuerpo frágil está ya encorvado por la

edad; el cabello blanco y escaso le cae sobre la frente surcada de arrugas. Cincuenta

años de sufrimiento, de soledad, no han podido destrozar totalmente aquella nobleza

que era adorno de su adolescencia; una línea pura, que el tiempo ha acusado más

fuertemente, marca su fina silueta; los rasgos delicados de su cara dibujan aún sus

líneas ligeramente abovedadas y su barbilla prominente. A veces, los nervios marcan

en su cara un rápido «tic», o una sacudida lo estremece hasta el fondo de sus huesos.

Pero su mirada tiene ahora una fijeza horrorosa; aquellos ojos, antes dulces y

soñadores, están ahora apagados, sin expresión; su pupila parece la de un ciego.

Sin embargo, en alguna parte escondida de esa figura decrépita, en esa sombra,

arde aún un poco de vida; el pobre Scardanelli se encorva servilmente en exageradas

y múltiples reverencias, como quien recibe a una alta e inmerecida visita. Brota un río

de tratamientos: «Alteza», «Santidad», «Eminencia», «Majestad», y, con cortesía que

oprime, conduce Hölderlin a su visitante al honroso sillón, que arrima

respetuosamente. No se entabla una verdadera conversación, pues el pobre loco no

puede fijar su pensamiento ni desarrollarlo lógicamente; cuanto más se esfuerza

convulsivamente en ordenar sus ideas, tanto más se le enredan las palabras, formando

un surtido de balbuceos que ya no son lenguaje, sino sonidos barrocos, fantásticos.

Con gran dificultad comprende las preguntas que se le hacen, pero en su cerebro luce

un momento de claridad cuando se le nombra a Schiller o a alguna otra figura

desaparecida. Pero sí un imprudente pronuncia el nombre de Hölderlin, entonces

Scardanelli se encoleriza y pierde todo freno. Una conversación prolongada

impacienta al enfermo, porque el esfuerzo de pensar y concentrarse es demasiado

grande para su cerebro cansado; y, cuando el visitante se marcha, se ve acompañado

hasta la puerta con toda clase de reverencias e inclinaciones.

Pero, cosa extraña: en ese espíritu sumergido completamente en la noche, en esas

quemadas cenizas de lo que fue, queda aún una chispa: la chispa de la poesía. Ese ser

extraño no puede ir libremente por la calle porque la «élite» espiritual de Alemania,

los estudiantes, se burla de él y sus torpes bufonadas llevan al infeliz a terribles

accesos. Pero, como digo, en esa ruina queda una chispa que brilla simbólicamente.

Scardanelli, pues, hace poesías, como las hacía también Hölderlin cuando niño. Horas

enteras escribe en pliegos de papel versos y más versos o prosas fantásticas (Mörike,

que dejó perder esos manuscritos, declara que se los llevaba a capazos). Si un

visitante le pide una hoja como recuerdo, se sienta sin dudarlo y escribe con mano

segura (su letra salió indemne de su enfermedad) unos versos, según se desee, sobre

las estaciones, sobre Grecia, o también un «pensamiento» como éste:


La ciencia que llega a la más profunda espiritualidad es como el día que, con sus luces, ilumina al hombre y que, con sus rayos, unifica los fenómenos crepusculares.


Abajo escribe una fecha cualquiera, siempre inexacta, pues en las cosas reales le

abandona instantáneamente la razón, y después añade siempre estas palabras:

«Vuestro humilde servidor, Scardanelli.» Esos versos de locura son completamente

distintos de las producciones de su crepúsculo espiritual, de aquellas ampulosidades

de sus Cantos de la noche. Parece que el poeta vuelve misteriosamente a sus

principios. Ninguna de las composiciones de ahora está escrita en versos libres como

aquellos himnos compuestos en el umbral de la locura; todas riman (a menudo en

asonantes); presentan estrofas bien marcadas, de ritmo corto, en contraposición a la

amplitud del ritmo que hay en sus odas. Es como si el poeta fatigado temiera lanzarse

a la oda sin freno, libre, a la catarata del ritmo; aquí parece servirle la rima como de

muleta. Ninguna de esas poesías tiene un sentido claro, pero ninguna está tampoco

desprovista completamente de sentido; no tienen forma lógica, sino forma eufórica;

son como la transcripción lírica de algo vago que no puede ser desentrañado.

Pero estas poesías de locura siguen siendo poesías, mientras que las de los otros

dementes, como el Lenau ingresado en Winethal, están vacías de sentido, son un

simple sonsonete («Die Schwaben, sie traben, traben, traben…»). En Hölderlin aún

hay imágenes, comparaciones; a veces se ve aún el alma del poeta en algún grito

agudo, como en aquel verso inolvidable:


He gozado ya de lo que hay de agradable en este mundo; los placeres de la juventud se han ido. ¡Oh, cuánto tiempo hace! Se fueron ya abril, mayo y junio; ahora ya no soy nada; ya no me gusta vivir.


Eso parece escrito, más que por un demente, por un niño poeta o por un gran

poeta que se ha convertido en niño; tiene la candidez y ligereza del pensamiento

infantil, pero nada tiene de abrupto, ni de monstruoso, ni de exaltación de locura.

Como en el abecedario, las imágenes están alineadas una junto a la otra y su ritmo es

repetitivo. Un niño de siete años no puede ver un paisaje más puro ni más simple que

Scardanelli cuando nos dice:


¡Oh!, frente a ese dulce cuadro donde hay árboles verdes, como ante el rótulo de una hostería, trabajo me cuesta no pararme. Pues, decididamente, en los días agradables, me parece un reposo excelente. A eso no te habría de contestar si me lo preguntaras.


Sin pensarlo, eso parece el juego improvisado de un muchacho feliz que nada

conoce aún de la realidad más que los sonidos y los colores y la libre armonía de la

forma. Como un reloj de manecillas rotas, pero que sigue marchando todavía,

Scardanelli no cesa de marchar, de ser poeta, en medio del vacío de un mundo que ya

acabó para él. Su respirar es hacer poesías. La razón ha muerto, pero sobreviven el

ritmo, la poesía; así, de esa manera, se cumple uno de los deseos de su vida: ser todo

poesía y marchar en el mundo exclusivamente envuelto en lo poético. El hombre ha

muerto para dejar sólo al poeta; su razón es ya sólo la poesía; y la muerte y la vida

elaboran su destino, aquello que él proféticamente proclamó un día como único fin

del poeta: «Ser consumidos por las llamas que no supimos domar.»



RESURRECCIÓN


Yo era como una nubecilla matinal: efímera e inútil. Y a mi alrededor dormía el mundo mientras yo florecía en mi soledad.


La Historia es la más grave de todas las diosas. Inconmovible e inmortal, penetra

con su mirada hasta las profundidades de los tiempos y, con mano segura, sin sonrisas

y sin piedades, va modelando los sucesos. Parece indiferente, ella, la inmutable, y sin

embargo tiene sus ocultos placeres. Su misión es dar forma a los sucesos y formar

tragedias de las fatalidades, pero sus placeres, en medio de este austero trabajo, son

las pequeñas analogías, las coincidencias inesperadas que afectan a las gentes, a los

pueblos, o al azar, con sus profundas significaciones. Nada deja la Historia solo con

su destino; para todo suceso encuentra otro parecido; así, a la muerte de Hölderlin ha

de corresponder una muerte análoga.

El 7 de junio de 1843 han sacado un cadáver ligero como el de un muchacho para

llevarlo desde su cuartito a la tierra que lo ha de cubrir. Scardanelli ha muerto y

Hölderlin no ha resucitado todavía en la gloria. Su existencia está ya terminada. Las

historias literarias mencionan su nombre como de paso, citándolo como discípulo de

Schiller. Los papeles que ha dejado —grandes rimeros y voluminosos tomos— son

en parte desdeñados; algunos son llevados a la Biblioteca de Stuttgart; allí se les pega

un número que indica el fascículo y se les pone la abreviación «Mcpt» (manuscritos),

con una cifra al lado. El polvo los va pudriendo; nadie los hojea; tal vez en cincuenta

años no les dirigen ni una sola mirada los futuros profesores de literatura, que saben

administrar muy cómodamente las herencias del genio. Tácitamente se los tiene por

ilegibles, como escritos de un loco, como la grafomanía de un monomaníaco, como

simple curiosidad, tan simple curiosidad que, en medio siglo, nadie se empolva los

dedos desatando esas empolvadas pandectas.

Unos meses antes, en los últimos días del año 1842, en París, en el boulevard des

Italiens, un caballero obeso cae herido por el rayo de la apoplejía; se mete al muerto

en un portal; alguien reconoce en él al ex ministro del Consejo de Estado, Henri

Beyle. Algunas gacetillas recuerdan al día siguiente en la prensa que este señor Beyle

había escrito algunas narraciones de viajes y algunas novelas, que firmaba con el

seudónimo de Stendhal. Pero su muerte pasa, por lo demás, inadvertida. Lo mismo

pasó con Hölderlin. Algunos montones de manuscritos son llevados (para que no

molesten a nadie) a la Biblioteca de Grenoble, y allí, igual que los de Stuttgart, se

empolvan sin que nadie los toque durante medio siglo. También pasan por ilegibles,

por escritos sin valor alguno de un monomaniaco de la literatura; nadie los toca. Y así

las generaciones resultan insensibles al mejor prosista francés y al mejor lírico

alemán. A la Historia, en su ironía, le gustan esas jugadas dobles.

Pero Stendhal había dicho: «Je serai célèbre vers 1900», es decir, casi en la

misma época en que Hölderlin es elevado, como un héroe, por el pueblo alemán.

Algunas personas aisladas habían adivinado ya eso, tanto en el uno como en el otro,

pero solamente Friedrich Nietzsche los había reconocido a ambos como raíces de su

propia personalidad, porque Friedrich Nietzsche fue el espíritu más claro y más sabio

que ha habido entre nosotros. Nietzsche vio en Hölderlin al magnífico amante de la

libertad, que proyecta su naturaleza hacia el mundo; y en Stendhal vio también a un

magnífico espíritu independiente que desciende a las profundidades de su conciencia

con un implacable deseo de verdad; el uno es el genio del entusiasmo, y el otro, el

genio de la renunciación, ambos ardientes de pasión artística; ambos incomprendidos

y ajenos a su tiempo; ya por exceso de calor, ya por exceso de frialdad, ninguno de

los dos tuvo la tibieza necesaria para ser amado por sus contemporáneos. Nietzsche

encuentra en ellos dos extremos de su propio ser, y eso sin haberlos llegado a conocer

perfectamente, pues el testamento psicológico de Stendhal, su Henri Brulard, está tan

cubierto de polvo como las poesías de Hölderlin; aún ha de vivir y desaparecer toda

una generación hasta que la personalidad de esos dos genios llegue a ser desenterrada

y reconocida.

Después, sin embargo, la resurrección de Hölderlin es grandiosa. Aquel eterno

adolescente vuelve a la luz, puro, incólume, igual que aquellas estatuas griegas que

han permanecido siglos enteros bajo las arenas del pasado para salir después a la luz

mostrando su belleza. Muchos poetas tienen para nosotros un doble aspecto, según la

época de su vida en que fijemos nuestra atención: Goethe se nos presenta ya como

muchacho impetuoso, ya como hombre de madura razón, ya como anciano profético.

Schiller, como principiante lleno de entusiasmo o como artista que ha llegado a la

perfección. Pero Hölderlin únicamente se presenta ante nuestra alma como una

constelación de juventud, del mismo modo que Kant siempre se nos aparece como un

viejo. Hölderlin, al ser transportado fuera de la realidad, quedó más allá del tiempo.

No podemos imaginar a Hölderlin más que como poeta alado, como radiante

genio de la aurora, el hijo del arte cuyas miradas conservan todo el día el frescor del

rocío matinal; siempre parece venir de una esfera más alta, de una región que está allá

arriba, y su poesía no tiene la tibieza de la sangre y del trabajo cotidiano, sino el

fuego interno de oculto origen. Hasta el demonio que le atenaza y le hace sentir lo

peligroso de su misión toma por su pureza un brillo de serafín: como fuego sin humo,

como un aliento, sube la palabra de su boca. Es así como, revestido de pureza, se

presenta a las generaciones posteriores como la imagen heroica del idealismo alemán;

ese idealismo que cabalga en las nubes, ese idealismo entusiasta que tomó en Schiller

una forma teatral; en Fichte, una forma teórica; en los románticos, una forma

miticocatólica; el mismo que, en la masa del pueblo, se había convertido en idealismo

político.

En Hölderlin, este entusiasmo que le sale del corazón toma una forma radiante,

única y sin rival:


Pues, por donde pasan los seres puros, el espíritu se hace más visible.


Como una leyenda heroica, su destino, reflejado en sus obras, toma un prestigio

grandioso: anhelo infinito hacia un cielo infinito, ardiente entusiasmo juvenil de la

vida que sube, eterno adolescente de los alemanes; todo eso es Hölderlin para las

generaciones nuevas que tienen fe en la poesía. Si Goethe es el Zeus de Otricoli, dios

de plenitud y de fuerza, Hölderlin es el joven Apolo, el dios de la mañana y del canto:

un mito de dulce heroísmo y de santa pureza emana de su figura apacible y, como si

fuera un joven serafín con alas de esplendor, el rayo plateado de su poesía se eleva

por encima de la pesadez y confusión de nuestro mundo.



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