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Foto del escritorAmenhotep VII

Friedrich Hölderlin - Stefan Zweig

Actualizado: 10 jun 2020



Difícilmente los mortales reconocen al hombre puro.

LA MUERTE DE EMPÉDOCLES


LA PLÉYADE SAGRADA


El frío y la noche cubrirían la tierra, y el alma se hundiría en la miseria, si los buenos dioses no enviaran de cuando en cuando al mundo a tales adolescentes para rejuvenecer la marchita vida de los hombres.


La muerte de Empédocles



El siglo XIX, el nuevo siglo, no ama a sus juventudes. Ha surgido una nueva

generación que, fogosa y llena de empuje, avanza hacia la nueva libertad. La fanfarria

de la revolución ha despertado a esos jóvenes; en sus espíritus hay una divina

primavera y una fe nueva envuelve sus almas. Lo imposible parece, de pronto,

realizable; el dominio de la tierra y de su magnificencia parece ofrecerse como botín

al primer audaz, desde que aquel joven de veintiún años, Camille Desmoulins, de un

solo golpe hiciera saltar la Bastilla, desde que aquel abogado de Arras, esbelto como

un muchacho, Robespierre, hiciera temblar a los reyes y a los emperadores con la

fuerza huracanada de sus decretos, y desde que aquel menudo teniente venido de

Córcega, Bonaparte, dibujara a su antojo, con la punta de la espada, las nuevas

fronteras de Europa y, con sus manos de aventurero, cogiera la corona más preciada

del Universo. La hora de la juventud ha llegado: así como, después de las primeras

lluvias primaverales, se ven aparecer los primeros y tiernos brotes, brota ahora

también toda esa sementera de jóvenes puros y entusiastas. En todos los países se han

alzado al mismo tiempo y, con la mirada fija en las estrellas, traspasan las fronteras

del nuevo siglo, como las de un reino que se les ofreciera. El siglo XVIII, en su

sentir, perteneció a los viejos y a los sabios, a Voltaire, a Rousseau, a Leibniz y a

Kant, a Haydn y a Wieland, a los calmosos y a los acomodaticios, a los hombres

grandes y a los eruditos; ahora es ya el tiempo de la juventud y de la audacia, de la

pasión y de la impaciencia. Ahora se lanza ya al asalto esa ola poderosa; nunca

Europa, desde el Renacimiento, ha visto una más pura elevación de espíritu ni una

más hermosa generación.

Pero el nuevo siglo no ama a esa intrépida generación; siente miedo de su

plenitud y un sordo terror ante la fuerza extática de su exuberancia. Y con la hoja de

su guadaña siega sin piedad esos brotes de su propia primavera. Centenares de miles,

los más valerosos, son aplastados por las guerras napoleónicas, que, como rueda de

molino, asesinan y trituran durante quince años. La guerra aplasta a los más nobles, a

los más valerosos, a los más animosos de todas las naciones, y la tierra de Francia, de

Alemania, de Italia, y hasta los remotos campos de nieve de Rusia o los desiertos de

Egipto, se riegan y se empapan de su sangre palpitante aún. Pero, como si no quisiera

destruir solamente a la juventud apta para llevar las armas, sino el mismo espíritu de

esa juventud, no se limita ese furor suicida a lo guerrero, es decir, a los soldados, y la

destrucción levanta su hacha sobre los soñadores y cantores, que, casi niños, han

pasado los umbrales del siglo, y también sobre los efebos del espíritu, sobre los

divinos poetas y sobre las figuras más sagradas. Nunca, en un espacio de tiempo tan

corto, han sido sacrificados en magnífica hecatombe tantos poetas y artistas como en

aquellos años del cambio de siglo, de ese siglo que Schiller saludó como un sonoro

himno, sin adivinar su propio destino. Nunca la adversidad ha producido cosecha tan

fatal de espíritus tan puros e iluminados. Nunca humedeció el altar de los dioses tanta

sangre divina.

Múltiple es la forma de muerte, pero en todos es prematura, a todos les llega en el

momento de más íntima elevación. El primero de ellos, André Chénier, con quien

Francia vio nacer un nuevo helenismo, es llevado a la guillotina en la última carreta

del Terror; un día, sólo un día, la noche del ocho al nueve Termidor, y se hubiera

salvado de la cuchilla para volver a recogerse en su canto de pureza clásica. Pero el

destino no quiere perdonarlo, ni a él ni a los otros; con su cólera codiciosa, como una

hidra, destroza toda una generación. Inglaterra, después de siglos de espera, ve

aparecer de nuevo un genio lírico, un adolescente de elegíacos ensueños, John Keats,

ese sublime anunciador del Universo; a los veintisiete años, la fatalidad le roba el

último aliento de su pecho. Un hermano en espíritu, Shelley, se asoma a su tumba,

soñador, lleno de fuego (la naturaleza lo escogió como mensajero de sus arcanos más

hermosos); conmovido, entona para su hermano espiritual el más magnífico canto

fúnebre que un poeta ha dedicado jamás a otro, su elegía «Adonais». Dos años

después, su cadáver es arrojado a la costa por una insignificante tempestad en las

aguas del Tirreno. Lord Byron, amigo suyo, preciado heredero de Goethe, acude allí a

encender la pira funeraria, como Aquiles encendió la de Patroclo junto a aquel mar

sureño; la envoltura mortal de Shelley se eleva entre las llamas hacia el cielo de Italia

—pero él, el mismo Byron, se consume por la fiebre en Missolonghi dos años

después—. Sólo un decenio, y la más bella floración lírica de Francia y de Inglaterra

ha quedado extinguida.

Tampoco esa dura mano se torna más suave para la joven generación alemana:

Novalis, cuyo devoto misticismo ha penetrado hasta los más guardados secretos de la

Naturaleza, se extingue prematuramente, agotándose gota a gota, como la luz de una

vela en oscura celda. Kleist se salta la tapa de los sesos en una repentina

desesperación. Raimund le sigue pronto con una muerte igualmente violenta. George

Büchner es aniquilado a los veinticuatro años por una fiebre nerviosa. Wilhelm

Hauff, ese genio apenas abierto, ese narrador tan lleno de fantasía, está ya en el

cementerio a los veinticinco años, y Schubert, alma de todos esos poetas hecha

canción, expira antes de tiempo en dulce melodía. Ya es la enfermedad, con sus

golpes o sus venenos, ya el suicidio, ya el asesinato, lo que bien pronto ha dado

cuenta de esa joven generación. Leopardi, con su noble melancolía, se marchita en su

languidez tan sombría; Bellini, el poeta de Norma, muere después de ese comienzo

trágico; Gribodejov, el espíritu más claro de la Rusia nueva, es apuñalado en Tiflis

por un persa. Su coche fúnebre se encuentra casualmente, allá en el Cáucaso, con

Aleksandr Pushkin, ese genio ruso, aurora espiritual de su patria, pero éste no tiene

mucho tiempo para llorar al muerto, sólo dos años, pues una bala lo mata en desafío.

Ninguno de ellos llega a los cuarenta años, muy pocos alcanzan los treinta. Así, la

primavera lírica más sonora que ha conocido Europa se sumerge en la noche, y esa

pléyade sagrada de jóvenes que han cantado en idiomas diversos el mismo himno a la

naturaleza y al mundo la bienaventuranza, se ve deshecha y destrozada. Solitario,

como Merlín en su bosque encantado, sin darse cuenta del tiempo que va pasando, ya

medio olvidado, ya medio legendario, está el anciano y sabio Goethe allá en Weimar;

sólo de esos ya viejos labios fluye aún, de cuando en cuando, el canto órfico. Padre y

heredero, al mismo tiempo, de la nueva generación, a la que ha sobrevivido por

milagro, guarda en urna de bronce el fuego de la poesía.

Uno solo de esa pléyade sagrada, el más puro de todos, se arrastra todavía largo

tiempo sobre esa tierra ya sin dioses. Es Hölderlin, a quien la Fatalidad ha deparado

los más extraños destinos. Aún florecen sus labios, aún camina a tropezones su

avejentado cuerpo por las tierras alemanas; su mirada azul se hunde todavía desde la

ventana en el tan amado paisaje del Neckar. Aún puede abrir sus párpados para elevar

sus ojos hacia el Padre Éter, hacia el cielo eterno; pero su espíritu ya no está

despierto, sino cubierto por las nubes de un ensueño infinito. Los dioses, celosos, no

han matado al que los espiaba, sino que, como a Tiresias, le han cegado la

inteligencia. No han degollado a la víctima sagrada, como a Ifigenia, sino que la han

envuelto en una nube para llevarla al Ponto Euxino del espíritu, a la oscuridad

quimérica del sentimiento. Un espeso velo cubre su alma y su palabra. Vive aún

algunas docenas de años con los sentidos turbados «en divina esclavitud», desligado

del mundo, extraño a sí mismo, y sólo el ritmo, como una ola, brota aún, pulverizado,

en sonidos quejumbrosos, de su boca vibrante. Las primaveras florecen y se

marchitan a su alrededor, pero él ya no las cuenta. En torno a él, caen y mueren los

hombres, pero no repara en ello. Schiller y Goethe, Kant y Napoleón, los dioses de su

juventud, hace ya tiempo le precedieron en el camino de la tumba. Los ferrocarriles

trepidantes cruzan ya Alemania en todas direcciones; crecen las ciudades; se levantan

los países; pero nada de todo eso llega a su corazón apagado. Poco a poco, empieza a

grisear su cabeza; ya no queda más que una sombra tímida, un fantasma, del ser

agradable que fue un día. Y, tambaleante, marcha por las calles de Tubinga,

escarnecido por los muchachos, rodeado de estudiantes que se burlan de él,

estudiantes que no supieron ver aquel espíritu apagado tras la envoltura trágica del

cuerpo. Hace ya tiempo que nadie se acuerda de Hölderlin. Un día, a mediados del

siglo, Bettina —que una vez lo saludó como a un dios— oye decir que el poeta

arrastra su vida serpentina en casa de un honrado carpintero y se horroriza ante él

como si fuera un emisario del Hades, tan extraño lo encuentra para el presente, tan

remoto suena ya su nombre, tan olvidada está su magnificencia. Y el día que se

acuesta para morir, su muerte no tiene en Alemania más importancia que la caída de

una hoja ya marchita por el otoño. Algunos obreros lo llevan a la tumba envuelto en

raída mortaja; miles de páginas que escribió durante su vida se dispersan entonces o

algunas son guardadas negligentemente, cubriéndose de polvo años y más años en las

bibliotecas. Durante toda una generación quedó sin ser leído el heroico mensaje del

último, del más puro de la pléyade sagrada.

Como una estatua griega, enterrada entre escombros, permanece la imagen

espiritual del poeta escondida durante muchos años, docenas de años, cubierta por el

olvido. Pero del mismo modo que esfuerzos piadosos hacen salir al fin de la

oscuridad el torso sepultado, por fin también una generación, con divino

estremecimiento, siente toda la pureza indestructible de esa figura marmórea de

adolescente. En sus admirables proporciones, el último efebo del helenismo se

levanta de nuevo hacia el cielo, y otra vez, como antes, sus labios sonoros florecen de

exaltación. Con su aparición parecen haberse vuelto eternas todas las primaveras que

él anunció y, con la frente coronada de destellos de gloria, sale de la oscuridad, como

quien abandona una misteriosa patria, para iluminar de nuevo nuestra época.


INFANCIA


Desde su quieta mansión, los dioses envían a menudo a sus favoritos por algún tiempo a las naciones para que, ante su imagen y su recuerdo, el corazón de los mortales se alegre.


La casa de Hölderlin está situada en Lauffen, antiguo pueblecillo conventual de las

orillas del Neckar, a un par de horas de camino de la patria de Schiller. Este paisaje

de Suabia es el más dulce de Alemania, es la Italia alemana. Los Alpes ya no se alzan

aquí con sus moles opresivas, pero se adivina su proximidad; los ríos con sus

meandros de plata cruzan entre viñedos; el humor del pueblo suaviza aquí la crudeza

de la raza germánica y la resuelve en canciones. La tierra es rica, sin ser exuberante;

la Naturaleza, apacible, sin ser generosa en extremo: los trabajos del campesino se

hermanan, casi sin transición, con los de los artesanos. El Idilio tiene ahí su patria,

porque la Naturaleza contenta fácilmente al hombre, y hasta el poeta que se ha dejado

vencer por la más sombría tristeza, piensa con sereno espíritu en el país perdido:


¡Ángeles de la patria! ¡Oh, vosotros, ante quien el ojo más fuerte y hasta la rodilla del hombre solitario no pueden menos que desfallecer y hasta hacer que se apoye en sus amigos y ruegue a las personas queridas que le ayuden a llevar esa carga de felicidad! ¡Oh, ángeles bondadosos, aceptad nuestro agradecimiento!

¡Cuán dulce, con qué ternura elegiaca salta la exuberancia de su melancolía

cuando él canta a Suabia y a ese cielo, que es el suyo entre los cielos de la eternidad!

¡Cuán apacible fluye la ola de su emoción extática y con qué ritmo tan acompasado,

cuando el poeta se enternece ante el recuerdo!


Huido de su patria, traicionado por su querida Grecia, rotas sus esperanzas,

siempre reconstruye con intensa ternura el cuadro del mundo de su infancia y lo

inmortaliza al convertirlo en inspirado himno:


¡País afortunado! No hay ni una colina que no esté cubierta de vid. Y allá sobre la hierba ondulante, cae su fruto como una lluvia de otoño. Los montes, encendidos por el sol, mojan con agrado su pie en la corriente del río, mientras que su cabeza recibe la dulce sombra de las coronas de ramaje y de musgo. Y allá arriba se ven fortalezas y casitas, sobre las espaldas del monte, cual niños a quienes llevara a cuestas el robusto abuelo.


Durante toda su vida siente el anhelo de esa patria, como si fuera el cielo de su

corazón. La infancia fue para Hölderlin la época más sincera, más vivida y más feliz

de su existencia.

Una Naturaleza dulce lo rodea, suaves mujeres cuidan de él. No tiene, por

desgracia, un padre que le enseñe la disciplina y la fortaleza, que robustezca los

músculos de su sensibilidad contra su eterno enemigo, es decir, contra la misma vida.

Al contrario que en Goethe, no hace presión sobre él un espíritu pedantesco y

disciplinado que despierte pronto en el todavía muchacho el sentimiento de la

responsabilidad y que imprima en su espíritu maleable la inclinación hacia las formas

sistemáticas. Sólo la piedad le enseñan su abuela y su bondadosa madre, y ya, desde

entonces, su sentido soñador se refugia en la música, en ese infinito que se ofrece

siempre, antes que otros, a la juventud. Pero ese idilio termina prematuramente; a los

catorce años, el niño, todo sensibilidad, entra como alumno en la escuela del

monasterio de Denkendorf; después pasa al convento de Maulbronn y, a los dieciocho

años, ingresa en el Seminario de Tubinga para no abandonarlo ya hasta finales del

año 1792. Durante más de diez años, su naturaleza libre se ve encerrada entre muros,

en el espacio reducido de un convento, entre una comunidad opresora. El contraste es

demasiado violento para que no tenga resultados dolorosos y hasta desastrosos. Ha

pasado, de pronto, de la libertad de sus juegos y de sus sueños, paseados por el borde

del río o por los campos, al encierro; ha pasado de la ternura femenina y maternal a la

severidad del régimen monástico; se ve oprimido por el hábito negro, y la disciplina

del convento lo atornilla a un régimen de trabajo ordenado mecánicamente.

Para Hölderlin, esos años de convento son lo que para Kleist fueron sus años de

cadete, a saber: represión de la sensibilidad, origen de la más fuerte excitación de su

tensión nerviosa y de una fuerte aversión hacia el mundo real. En su interior, se

rompió y se hundió algo para siempre. Diez años después escribe todavía: «Voy a

decirte que de mis años de muchacho, de mi corazón de entonces, guardo aún, como

lo que más quiero, una ternura como de blanda cera…, y precisamente esa parte de

mi corazón fue lo que sufrió más durante todo el tiempo que viví en el convento.» Al

cerrarse detrás de él las pesadas puertas del Seminario, su instinto más noble y más

íntimo, su fe en la vida, han enfermado prematuramente y están ya medio marchitos

antes de que el poeta se bañe en el brillante sol de su primer día libre. Alrededor de su

clara frente de muchacho flota ya, sólo aún como un ligero soplo, aquella imprecisa

melancolía del hombre que se ha extraviado en el mundo, melancolía que, con los

años, se hace cada vez más profunda y rodea su alma, cada vez más sombría, hasta

llegar a ocultar a su mirada toda perspectiva de alegría.

Es entonces, en el crepúsculo de su infancia, en los años decisivos de su

formación, cuando se inicia en Hölderlin ese desgarramiento interior, incurable, ese

corte rotundo entre el mundo real y su mundo interior. Y ese desgarramiento no

cicatriza ya jamás; siempre le queda la sensación de ser un niño desterrado lejos de su

casa; siempre experimentará la nostalgia de una patria feliz, perdida prematuramente,

y que se le aparece a menudo como una Fata Morgana, rodeada siempre de una

atmósfera poética, hecha de presentimientos y de recuerdos, de sueños y de música.

Sin cesar se siente, ese eterno muchacho, como arrancado del cielo de su juventud, de

sus primeros deseos, de un mundo primitivo e ignoto; se siente precipitado

brutalmente contra la dura tierra, metido en un medio repulsivo para él; y desde esa

época, desde su primer encuentro con la realidad, supura, en su alma herida, el

sentimiento de un mundo hostil.

Hölderlin resulta desde entonces irrecuperable para la vida, y todo lo que desde

entonces experimenta, con aparente alegría o desencanto, ya no influye en su actitud

firme e inconmovible de defensa contra la realidad: «¡Ah!, el mundo; desde mi

primera infancia ha asustado a mi espíritu y le ha hecho replegarse en sí mismo»,

escribe en cierta ocasión a Neuffer. Y, efectivamente, ya nunca más entra en contacto

o en relación con el mundo: se convierte, paradigmáticamente, en eso que los

psicólogos llaman «tipo introvertido», uno de esos caracteres que se cierran, llenos de

desconfianza, a toda excitación exterior y que se nutren intelectualmente de sus

propios gérmenes interiores. Medio muchacho todavía, sueña siempre con su infancia

y evoca continuamente tiempos místicos o el mundo del parnaso que nunca ha vivido.

Desde entonces, la mitad de sus poesías no son más que variaciones del mismo

motivo: la oposición irremediable entre la infancia, llena de fe y libre de cuidados, y

la vida real, hostil, vacía de ilusiones; es decir, el contraste entre la existencia

temporal y la espiritual. A los veinte años, titula melancólicamente una poesía:

«Antes y ahora», y en el himno a la Naturaleza brota sonora esa eterna melancolía de

sus primeras impresiones:


Cuando yo jugaba todavía junto a tu velo; cuando estaba prendido a ti como una flor, sentía aún latir tu corazón en cada uno de los rumores que rodeaban mi pecho estremecido de ternura. Cuando aún estaba lleno de deseos y de ilusiones, lo mismo que tú, en ti encontraba todavía un sitio donde poder llorar y un universo entero

para mi amor. Mi corazón se volvía hacia el Sol, como si el Sol escuchara sus acentos y llamara «hermanas» a las estrellas y «melodía de Dios» a la Primavera. Y la brisa que mecía el ramaje estaba llena de tu espíritu, de tu espíritu alegre que se henchía en ondas apacibles. Entonces, sí, entonces viví días de oro.


Pero a ese himno juvenil contesta, en tono grave, el espíritu desilusionado y que

siente ya la hostilidad de la vida:


Muerta está ya aquella que me crió y que me amaba; muerto está ya también el mundo de mi infancia; mi pecho, que un día se emborrachaba del azul del cielo, está ya muerto y estéril como un campo de rastrojos. ¡Oh!, la Primavera podrá cantar todavía como entonces su canción dulce y de consuelo, pero la aurora de mi vida pasó ya y la primavera de mi pecho ha tiempo que se marchitó.

Eternamente, nuestro amor más intenso debe estar envuelto en miseria; lo que amamos no es más que una sombra. Cuando los dulces sueños de la juventud se acabaron, murió para mí toda la alegría de la Naturaleza. En los días alegres de la niñez no pensaba que tu patria pudiera un día estar lejos de ti. ¡Pobre corazón! Nunca la volverá a encontrar sí no es en sueños.


En estas estrofas (que se repiten innumerables veces, en mil variantes, a través de

toda su obra) está ya fijada la posición romántica que Hölderlin ha tomado en la vida.

Ya siempre habrá en él una mirada atrás, hacia el pasado: hacia «esa nube mágica con

que mi buen espíritu de la juventud me envolvió para que no viera demasiado pronto

todo lo mezquino y bárbaro del mundo que me rodeaba». Desde esa época, el eterno

niño desamparado se defiende ya hostilmente contra la procesión de los

acontecimientos cotidianos. Las dos únicas direcciones de su alma están fijadas:

«hacia atrás» y «hacia arriba»; nunca su voluntad se dirige a la vida real, sino que

está siempre fuera y por encima de ella. No quiere tener nada que ver con el presente,

ni aun para combatirlo. Toda su fuerza se hace pasiva, muda, tratando sólo de

conservar la pureza de su ser. Así como el mercurio no se mezcla nunca con el agua,

así su propio ser se niega a toda combinación o mezcla. Por eso, fatalmente, se ve

siempre rodeado de una invencible soledad.

La formación de Hölderlin está virtualmente acabada cuando abandona la escuela.

Aumentará todavía su intensidad, pero no aumentará en nada la extensión de su

apariencia. Él nada quería aprender, nada quería aceptar de ese círculo de lo cotidiano

que tanto le repugna; su invariable inclinación hacia la pureza le impide mezclarse

con esa materia impura que constituye la vida. Por eso se convierte en pecador

endurecido —en el más alto significado— contra la ley del mundo, y su destino es ya

sólo la expiación de su Hybris, la expiación de su orgullo heroico y santo, pues la ley

de la vida es mezcla, convivencia, y no consiente que se permanezca fuera de su

eterna órbita; quien se niega a sumergirse en su oleaje, ése muere de sed junto a su

borde; aquel que no colabora queda condenado a eterna ausencia, a trágica soledad.

El único deseo de Hölderlin, que es servir al arte y a los dioses y no a la vida ni a los

hombres, constituye, repito, en el sentido más elevado y trascendental, lo mismo que

el de Empédocles, una exigencia irreal y presuntuosa. Pues sólo a los dioses les es

dado permanecer en su pureza, separados de todo, y si la vida se venga de aquel que

la desprecia empleando en su venganza los medios más rastreros y hasta la necesidad

del pan cotidiano; si somete a aquel que precisamente no la quería servir a la

esclavitud más mezquina, es debido a que esta venganza era inevitable. Precisamente

porque Hölderlin no quiere tomar parte en el banquete de la vida, se le arrebata todo;

precisamente porque su espíritu no quiere dejarse encadenar, su vida cae en la

esclavitud. La pureza de Hölderlin es su error trágico. Al poner toda su fe en un

mundo más elevado, queda en lucha con el mundo bajo, con el terrenal, del que no

puede escapar si no es con el ímpetu de su poesía. Y sólo cuando ese eterno

incorregible comprende un día el sentido de su destino —que es una muerte heroica

—, sólo entonces se hace amo de sí mismo. Solamente dispone del corto espacio que

media entre la salida y la puesta del Sol, entre la partida y el fracaso; pero eso, en la

juventud, es sumamente heroico: es como un alto peñascal que se alza desafiante,

rodeado de las olas agitadas del infinito; es como una vela afortunada perdida en

medio de la tempestad o como una ardiente ascensión hacia las nubes.


LA IMAGEN DEL POETA


Nunca comprendí las palabras de los hombres. Crecí en brazos de los dioses.


Como fugitivo rayo de sol entre pesadas nubes, brilla la imagen de Hölderlin en el

único retrato que de él se conserva: mozo esbelto; cabellos rubios y rizados que

forman una aurora resplandeciente en torno a su rostro; boca suave y mejillas

delicadamente femeninas, mejillas que uno se imagina cubiertas del rubor del

entusiasmo; y unos ojos claros bajo la hermosa curvatura de sus oscuras cejas. Tal es

su rostro: ni un solo rasgo que deje adivinar un punto de dureza o de orgullo; más

bien domina una timidez de doncella y una misteriosa ola de sentimiento. «Gracia y

gentileza», dice Schiller al hablar de él. No es difícil imaginarse a ese joven esbelto

metido en el severo hábito de magister protestante o verle cruzar meditabundo por los

corredores del Seminario, dentro de su hábito negro y sin mangas, con su blanca

gorguera. Parece un músico; hasta tiene cierto parecido con uno de los primeros

retratos de Mozart, y así también nos lo describen sus compañeros de colegio:

«Tocaba el violín; sus rasgos regulares, la expresión dulce de su cara, su elegante

estatura, sus vestidos tan meticulosamente limpios y, sobre todo, aquella distinción de

todo su ser, me han quedado grabados para siempre.» Así dice uno de sus camaradas.

Nadie podría imaginar una palabra cruda en esa suave boca; ningún deseo impuro

en esos ojos límpidos; ningún pensamiento mezquino bajo esa noble frente; pero

tampoco hay nada en su porte delicado y aristocrático que nos hable de sentimientos

verdaderamente alegres. Y es así, retraído, tímidamente recogido en sí mismo, como

también nos lo pintan sus compañeros. Nos dicen que jamás se mezcló con los otros,

que solamente en el refectorio, lleno de entusiasmo, leía algunas veces versos de

Ossian, de Klopstock y de Schiller, o que a veces desahogaba la exaltación de su

pecho por medio de la música. Sin ser orgulloso, se guardaba a distancia; cuando

salía de su celda, esbelto, erguido, como si marchara hacia lo sublime, les parecía a

sus camaradas como «si Apolo atravesara la habitación». La persona de Hölderlin

hace pensar en la antigua Grecia y en la patria griega incluso al menos dado a las

musas, incluso a aquel hijo de pastor, destinado a ser él también pastor, de quien son

las palabras que he citado.

Pero sólo por un momento su figura aparece nimbada de luz entre las nubes

oscuras de su destino, como algo salido de la propia divinidad. De su edad madura no

nos queda ningún retrato, como si la suerte no quisiera dejarnos ver a Hölderlin más

que en plena floración; como si no quisiera dejarnos ver más que la resplandeciente

faz del poeta adolescente, y no la del hombre que en realidad nunca fue. Sólo medio

siglo después nos muestra la máscara reseca del viejo, convertido otra vez en niño.

Entre estas dos imágenes hay tinieblas y crepúsculo. Se puede adivinar tan sólo, por

unas palabras que han llegado hasta nosotros, que el resplandor de su figura, pura

como la de una doncella, y el impulso alado de su juventud empezaron pronto a

borrarse. Aquella «gentileza» que Schiller le atribuye se convierte pronto en

crispación, y su timidez, en miedo misantrópico a los hombres; en su raída levita de

preceptor, el último a la mesa, cerca ya de la librea del criado, se ve forzado a

aprender el gesto servil del fracasado. Temeroso, asustado, atormentado y sólo

dándose cuenta de su fuerza de espíritu por un sufrimiento impotente, pierde ya

pronto el movimiento libre con que su ritmo marchaba como por encima de las nubes

y, dentro de su alma, se rompen la cadencia y el equilibrio espiritual.

Hölderlin se vuelve desconfiado y susceptible: «una palabra, una palabra

cualquiera, podía ofenderle». Lo precario de su situación le quita la seguridad y hace

que su ambición se refugie en lo más hondo de su pecho, causándole una profunda

herida de arrogancia y amargura. Desde entonces, trata ya de ocultar su rostro interior

ante la brutalidad de la plebe intelectual a quien está obligado a servir y, poco a poco,

esta máscara servil se le incrusta en la carne y en la sangre. Sólo la locura, como

sucede con toda pasión, pone al desnudo la íntima distorsión que padece. Aquel

servilismo que, mientras fue preceptor, encubría su universo interior, se trueca en

manía de propia degradación y llega a ser un continuo gesto con que el poeta saluda,

al primer extraño que se le presenta, con exageradas cortesías y con reverencias

repetidas centenares de veces, y le hace desplegar (siempre temeroso de ser

reconocido) un torrente de «Vuestra Santidad», «Vuestra Excelencia», «Vuestra

Gracia».

Su rostro también se llena de lasitud; su mirada se oscurece; se dirigen hacia

abajo aquellos ojos que siempre se alzaban hacia el cielo y, como una llama que se

apaga, se vuelven oscilantes y débiles; a veces, entre sus párpados se ve relampaguear

la mirada del demonio que ya se ha apoderado de su espíritu. En fin, su figura, en

esos largos años de olvido, se inclina hacia delante, como en terrible simbolismo.

Cincuenta años más tarde de su primera efigie juvenil, hay otro retrato del poeta

sujeto a celestial prisión. En un croquis a lápiz vemos al Hölderlin que fue,

convertido ya en un anciano flaco, desdentado, que va tanteando con el bastón y que

levanta su mano descarnada diciendo versos en el vacío, en un mundo ya insensible.

Sólo la proporción de sus rasgos se ha salvado de la destrucción, y la frente conserva

aún su línea pura a pesar del hundimiento de su espíritu, pura como la de una estatua

marmórea, bajo su cabellera gris y revuelta. Su mirada tiene aún pureza, reflejo de la

pureza interior. Los visitantes contemplan estremecidos la máscara especial de

Scardanelli y en vano tratan de ver en él al mensajero del destino, personificación de

la belleza y de los éxtasis sobrenaturales. Pero ese mensajero ya no está allí; está ya

lejos. Sólo la sombra de Hölderlin es lo que marcha tambaleante, durante cuarenta

años, por el mundo. Al poeta de figura de adolescente se lo llevaron los dioses. Su

belleza permanece, pura e inmaculada, invulnerable a la edad, en otras esferas: en el

espejo irrompible de sus cantos



LA MISIÓN DEL POETA


Sólo creen en lo divino aquellos que son divinos.


La escuela fue, para Hölderlin, una prisión; lleno de impaciencia y al mismo tiempo

temeroso, entra ahora de pronto en el mundo, en ese mundo que siempre le parecerá

extraño. Todo lo que había que aprender lo ha aprendido en Tubinga, en el Seminario.

Domina completamente las lenguas muertas: el latín, el griego y el hebreo; ha

estudiado filosofía, teniendo a Hegel y Schelling por compañeros de clase; y

documentos con sus buenos sellos atestiguan que no ha estado ocioso en el estudio de

la Teología: «Studia theologica magno cum successo tractavit. Orationem sacrum

recte elaboratam decenter recitavit.» Ya sabe, pues, pronunciar un buen sermón

protestante y puede dar por seguro un vicariato, con su correspondiente alzacuello y

birrete. El deseo de su madre se ha cumplido; tiene ya el camino abierto para llegar a

un buen estado civil o eclesiástico, para alcanzar el pulpito o la cátedra.

Pero, desde el principio, el corazón de Hölderlin no desea una colocación

temporal o eclesiástica; sólo conoce una vocación: la de mensajero de un mundo

superior. En la escuela ya ha escrito algunas poesías, «litterarum elegantiarum

assiduus cultor», según dice un certificado ampulosamente barroco. Al principio ha

escrito algunas imitaciones de elegías, después muestra tendencia decidida hacia la

concepción de Klopstock y, finalmente, en sus Himnos a los ideales de la humanidad,

ha seguido el ritmo sonoro de Schiller. Ha empezado una novela de formas vagas e

imprecisas aún: Hyperion, y es solamente en esa esfera supraterrestre donde su

espíritu clarividente encuentra sus elementos afines. Desde el principio, lleno de

entusiasmo, vuelve el timón de su vida hacia el infinito, hacia la costa inaccesible

donde ha de estrellarse. Nada puede ya apartarlo de ese llamamiento misterioso al

cual obedecerá siempre con una fidelidad que no retrocede ni aun ante su propia

destrucción.

Desde un principio también, Hölderlin no admite compromiso profesional alguno,

ni quiere contacto alguno con ninguna actividad práctica. Se niega a la indignidad

que significaría el construir un puente, por estrecho que fuese, que uniera lo prosaico

de una ocupación burguesa con lo sublime de su vocación.


Mi vocación es sólo cantar lo sublime; por eso Dios me dio una lengua y puso el reconocimiento en mi corazón.


Ésas son sus orgullosas palabras. Quiere permanecer puro en su resolución e

íntegro en su modo de ser. No quiere la realidad que él llama destructora, sino que

busca el mundo eternamente puro; busca, con Shelley,


some world

where music and moonlight and feeling

are one.


Un mundo donde no haya necesidad de mezclarse con las cosas bajas y donde el

espíritu puro pueda flotar en un elemento también puro. En esa resistencia fanática,

en esa grandiosa intransigencia hacia la realidad, es donde se manifiesta el sublime

heroísmo de Hölderlin mucho más claramente aún que en cualquiera de sus poesías.

Sabe que, con esa exigencia, queda anulada la seguridad de su vida; sabe que

renuncia a tener casa y hogar; sabe, en fin, que se aparta para siempre de las

comodidades de la existencia. No ignora cuán fácil es ser feliz si uno tiene un

corazón superficial, y tampoco ignora que no podrá conocer la alegría. Pero no quiere

que su vida sea un tranquilo lugar donde estar a cubierto, sino que desea un destino

profético. Así, pues, con la mirada hacia el cielo, con el alma impasible ante las

necesidades de su cuerpo, con el corazón lleno de privaciones, marcha decidido hacia

el altar invisible en el cual va a ser sacerdote y víctima al mismo tiempo.

Esa firmeza interior, esa decisión de mantenerse puro ante todo, esa voluntad de

dedicarse con toda el alma a la vida que se ha marcado, todo eso constituye la

verdadera fuerza de Hölderlin, de ese muchacho dulce y humilde. Sabe perfectamente

que la poesía, el infinito, no pueden ser alcanzados si divorcia su corazón de su

espíritu; quien quiere anunciar lo divino debe entregarse íntegramente a lo divino y

sacrificarse completamente. Hölderlin tiene un concepto sagrado de la poesía; el

verdadero poeta, el poeta de vocación, debe renunciar a todo lo que la Tierra ofrece a

los humanos, a cambio de poderse aproximar a la divinidad. El que está al servicio de

los elementos debe permanecer entre ellos en sagrada incertidumbre y en constante

peligro purificador. Sólo se puede encontrar el Infinito dedicándose enteramente a él;

toda desviación de la voluntad conduce a una meta inferior. Desde el primer

momento, Hölderlin comprende la necesidad absoluta de esa entrega sin condiciones;

antes de abandonar el Seminario ya ha decidido no ser sacerdote, no ligarse a un

compromiso terrenal, y no ser nunca otra cosa que «guardián del fuego sagrado». No

sabe el camino, pero sabe adónde va. Y como su potencia espiritual le hace darse

cuenta de todo lo que le amenaza en su debilidad, se dirige a sí mismo esas palabras

de consuelo:


¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio hasta la misma Parca? Continúa, pues, marchando tranquilamente por el camino de tu vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.


Y así, decidido, entra bajo el cielo de su destino. Con esa resolución de tener un

fin único en su vida y conservarse íntegramente puro, queda marcado el destino de

Hölderlin, y así también atrae sobre sí la fatalidad. Pero su sufrimiento interior llega a

ser pronto trágico, porque su primera lucha no ha de ser contra el mundo que él odia,

contra el mundo brutal, sino contra los seres a los que ama y que lo rodean llenos de

cariño; y eso, para su corazón lleno de sensibilidad, es la mayor de las miserias. Los

primeros adversarios con que se encuentra su firme voluntad de vivir tan sólo para la

poesía, son las personas de su familia a quienes ama tanto y que, al mismo tiempo, lo

aman tanto a él. Es su madre, es su abuela, son los parientes cercanos los que le

cierran el paso. Él querría no lastimar sus sentimientos, pero se ve obligado, a pesar

de todo, más tarde o más temprano, a disgustarles dolorosamente. Como siempre, el

heroísmo de un hombre encuentra el mayor peligro en los seres que más lo quieren;

los que lo aman tratan de calmar esa tensión dolorosa y bondadosamente soplan sobre

el fuego sagrado para reducirlo a las cómodas proporciones de una modesta llama de

hogar doméstico.

Conmueve en extremo ver cómo ese humilde adolescente, «fortiter in re, suaviter

in modo» —fuerte en el fondo, suave en las formas—, sabe, con amables evasivas,

disculparse, consolar a sus allegados y testimoniarles repetidas veces su

agradecimiento; durante diez años les está expresando su pesar por no poderles dar la

satisfacción mayor que ellos pueden esperar, que es verle pastor, sacerdote. Esta

lucha invisible constituye un indecible heroísmo de silencio y de evasivas, puesto que

Hölderlin mantiene secreta, escondida, tímidamente, castamente diríamos, toda la

fuerza que anima y sostiene su alma, es decir, su vocación poética. Cuando habla de

sus versos, los cita tan sólo como «ensayos poéticos», y el más grande éxito que

podrá ofrecer a su madre no le inspira más que esas modestas palabras: «Que espera

poderse mostrar, un día, digno de su buena opinión.» Nunca se vanagloria de sus

tentativas o de sus éxitos; al contrario, siempre da a entender que es sólo un

principiante: «Tengo la profunda convicción de que el objeto de mi vida es algo noble

y provechoso para los hombres, siempre que pueda llegar a una perfección

conveniente.»

Pero su madre y su abuela, en la lejana aldea, no ven, tras esas palabras, más que

la triste realidad, que es que Hölderlin, como un iluso, corre tras extrañas

fantasmagorías, ciegamente, sin casa ni hogar. Las dos pobres mujeres están un día y

otro día sentadas en su casa de Nürtingen. Durante años y más años han

economizado, céntimo a céntimo, un poquito de sus gastos de comida, de vestuario y

hasta lo destinado a leña para el fuego, para, con todo ello, poder dar estudios al

muchacho. Llenas de felicidad, leen las cartas respetuosas que el joven les escribe

desde la escuela; se alegran con él de sus adelantos y de sus premios, y participan

también de su orgullo por los primeros ensayos poéticos que salen a la luz.

Ahora que ha terminado sus estudios, las pobres mujeres lo ven ya vicario;

entonces, seguramente, se casará con una muchacha dulce y amable, y podrán ver,

llenas de orgullo, cómo dirige al pueblo la palabra de Dios desde el púlpito de alguna

iglesia de Suabia. Hölderlin conoce ese sueño y sabe que lo ha de romper; pero no

quiere deshacerlo bruscamente, sino que prefiere, con mano suave, ir apartándolo

dulcemente. Entonces piensa que, muy probablemente, a pesar del cariño que le

tienen, empiezan ya a sospechar que es un holgazán, y trata por eso de explicarles

algo acerca de su vocación. Les escribe así: «A pesar de esa aparente ociosidad no

estoy ocioso, y me hallo muy lejos de soñar en disponerme a vivir a costa de los

demás». Insiste formalmente, para quitarles semejantes sospechas, en lo serio y moral

de su vocación. «No debe creer —escribe a su madre— que considero a la ligera mis

relaciones con usted; muy a menudo me lleno de inquietud cuando trato de

reconciliar mi pensamiento con sus deseos.»

Trata de persuadirla de que sirve a los hombres igual que si fuera predicador, y al

asegurarle eso sabe, sin embargo, que nunca logrará convencerla. «No es un capricho

—le dice a su madre— lo que determina mi inclinación; es mi propia naturaleza, mi

destino, y éstas son cosas a las que uno no puede negarse nunca a obedecer.»

A pesar de todo eso, las dos pobres viejas, tristes y solitarias, no lo abandonan;

llorosas, envían al incorregible muchacho sus ahorrillos, le lavan las camisas y le

zurcen los calcetines; muchas veces, esa ropa que le envían va empapada de lágrimas.

Pero los años pasan y el muchacho sigue, en opinión de ellas, fuera de la realidad.

Así, suavemente, llaman de nuevo a su corazón para recordarle su deseo. No es que

quieran apartarlo de su pasión por la poesía; le insinúan tímidamente que eso no está

reñido con algún buen vicariato. Le recuerdan a Mörike, tan semejante a él, que

estuvo siempre resignado en su vida idílica y supo dividir bien el mundo entre la

poesía y la vida real. Pero eso es tocar la cuerda sensible de Hölderlin, el cual cree

firmemente en la indivisibilidad de la fe y en que el sacerdote se debe sólo a Dios, y

así expresa esa convicción como quien despliega un estandarte: «Más de un hombre

de mayores méritos que yo, ha tratado de ser comerciante o profesor y cultivar al

mismo tiempo la poesía. Pero siempre ha tenido que acabar por sacrificar una u otra

cosa…, y eso no ha sido nunca por su propio bien, pues el sacrificar su profesión era

perjudicial para los demás hombres, y al sacrificar su arte pecaba contra sí mismo,

contra su vocación, contra los dones que Dios le había dispensado, lo cual es un gran

pecado, ciertamente mayor que pecar contra su propio cuerpo.»

Pero esa seguridad absoluta que él tiene en su misión nunca es afirmada por el

menor éxito. Pasa ya de los veinte años, llega después a los treinta y Hölderlin sigue

siendo un humilde magister y comiendo a expensas de los demás, y, como un niño,

ha de dar las gracias a las pobres mujeres por los pañuelos, por los calcetines o por

las medias que le envían, y ha de oír una y otra vez el suave reproche que le dirigen.

Para él eso es un tormento, y así, como en un gemido, dice a su madre: «Bien quisiera

no serle más gravoso», pero, a pesar de ello, muy a menudo ha de acudir a la única

puerta que en el mundo le queda abierta para seguir repitiendo: «Tened paciencia.»

Mucho después acaba por venir a caer en el umbral de esa misma puerta; está

vencido, hundido. Su lucha por el ideal le ha costado la vida.

El heroísmo de Hölderlin es magnífico porque es heroísmo sin orgullo y sin fe en

el mundo. El poeta siente su misión, obedece a la misteriosa voz y cree en su

vocación, pero no tiene fe en el triunfo. Él, tan sensible, nunca tiene la conciencia de

ser invulnerable a los dardos del destino, como Sigfrido; nunca jamás se imagina

victorioso o triunfante. Y es precisamente esa idea de fracaso que siempre lo

acompaña en la vida lo que da a su lucha esa fuerza grandiosamente heroica. No hay

que confundir, pues, esa fe inquebrantable que Hölderlin tiene en la poesía, en la cual

ve el único fin de su existencia, con la fe en sí mismo como poeta; cuanta más fe

ponía en la poesía, tanto más humilde se consideraba como poeta. Nada estaba más

lejos de él que aquella fe casi enfermiza que Nietzsche puso en sí mismo y que

representó en aquella su divisa: «Pauci mihi satis, unus mihi satis, nullus mihi satis».

Cualquier palabra al vuelo le descorazona y le hace dudar de sus dotes. Una evasiva

de Schiller lo puso enfermo durante meses enteros. Como un escolar, se inclina ante

vulgares versificadores como Conz y Neuffer; pero bajo esta modestia personal se

oculta, envuelta en su suavidad exterior, una voluntad de acero para marchar hacia el

sacrificio. «¡Oh, querido! —escribe a uno de sus amigos—, ¿cuándo se reconocerá

que la fuerza más alta es siempre la más modesta, y que cuando lo divino se

manifiesta por boca de un hombre, se realiza siempre con humildad y hasta con

tristeza?» Su heroísmo no es un heroísmo guerrero, de fuerza, sino el heroísmo del

mártir, es decir, una alegre disposición a sufrir por lo inevitable y a sucumbir por su

fe y por su ideal.

«Hágase tu voluntad, ¡oh destino!» Con esas palabras se inclina hacia la fatalidad

que él mismo se ha atraído. Yo no conozco una forma más elevada de heroísmo que

ésta: un heroísmo limpio de sangre o de deseo de dominio; el más noble heroísmo es

el heroísmo sin brutalidad; es el abandono al destino fatal, todopoderoso y sagrado.



EL MITO DE LA POESÍA


No son los hombres quienes me lo han enseñado, sino un corazón sagrado y amante que me empujó hacia el Infinito.


Ningún poeta alemán ha tenido tanta fe en la poesía y en el origen divino de la

misma como Hölderlin; nadie ha proclamado como él la división absoluta que separa

a la poesía de las cosas del mundo. Él mismo, todo éxtasis, ha trasladado su propia

pureza al concepto poético. Podrá parecer raro, pero ese tierno aspirante a pastor de

almas tiene un concepto de lo Invisible y un punto de vista respecto a las potencias

sobrenaturales como nadie lo ha tenido desde la antigüedad. Tiene una fe mucho más

firme en el Padre Éter y en el Destino que gobierna al mundo que la que sus

contemporáneos Novalis y Brentano tuvieron en Cristo. Para él, la poesía es lo que el

Evangelio para aquéllos: es la verdad suprema, es el misterio embriagador de la

Hostia y el Vino que pone en comunicación el cuerpo con el Infinito. Incluso para el

propio Goethe, la poesía era parte de su vida, pero para Hölderlin es la vida misma y

su único sentido; para aquél fue una necesidad puramente personal; para éste es una

necesidad religiosa. Hölderlin reconoce en la poesía el aliento divino que anima y

fecunda la tierra, la única armonía en la que se sumerge el espíritu para, en dulce

bienaventuranza, borrar dentro de sí el eterno desacuerdo interior. La poesía llena este

angustioso vacío que existe entre las partes elevadas y las regiones más bajas del

espíritu, entre los dioses y los hombres, de la misma manera que el éter llena y presta

color a ese abismo espantable que existe entre la bóveda estrellada y la superficie de

la tierra. Repito, pues, que para Hölderlin no es la poesía un puro adorno de la

humanidad, o una postura espiritual, sino que es el único designio de la vida, es el

principio creador que sostiene al Universo. Por eso, el consagrar la vida entera a la

poesía es la única ofrenda digna de ofrecerse. Y este grandioso concepto explica por

sí solo el heroísmo de Hölderlin.

Incansablemente, Hölderlin trata, en sus poemas, de ese mito de la poesía, y hay

que insistir en ello para que así sea comprendida la pasión de su responsabilidad y el

deseo absoluto que llena su existencia.

Para él, fiel creyente, el mundo se divide en dos partes, según el concepto griego

de Platón: arriba están los inmortales, bienaventurados y nimbados de luz,

inaccesibles a nosotros y que, sin embargo, participan de nuestra existencia. Abajo

está la masa oscura de los mortales, uncidos a la triste rueda de la vida cotidiana:


Nuestra generación peregrina en eterna noche, como sumergida en el Orco, ausente de todo lo divino. Están los hombres como atornillados en su propia actividad, y en el estruendo de los talleres sólo oyen su propia voz.

Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor queda siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.


Como en el poema de Goethe El diván, el mundo está dividido en luz y en

tinieblas, hasta que llega la aurora y, compadecida de ese tormento, forma una

transición, un enlace, entre las dos esferas. Pues la soledad y el aislamiento en ese

cosmos sería doblemente soledad (soledad de los dioses y soledad de los hombres), si

no apareciera una ligazón entre ambas partes, una ligazón que, aunque de modo

pasajero, reflejase el mundo de arriba en el mundo de abajo. Tampoco los dioses, que

marchan rodeados de luz en la esfera celeste, tampoco ellos podrían ser felices si su

existencia no fuera sentida por alguien:


Ciertamente lo sagrado necesita, para su completa gloria, un corazón humano que lo sienta y lo reconozca, del mismo modo que los héroes sienten la necesidad de ser reconocidos y coronados de laurel.


Así es que lo bajo se siente atraído por lo alto, pero también lo alto tiende hacia lo

bajo; la Vida se eleva hacia lo espiritual, pero también lo espiritual desciende hasta la

Vida. La Naturaleza no tiene verdadero sentido si no es reconocida por los mortales;

si no es amada por los hombres. La rosa no será verdaderamente una rosa mientras no

sea acariciada por la contemplación; no hay magnificencia en el crepúsculo si no se

refleja en la retina del hombre. Así como el hombre necesita lo divino para no morir,

lo divino necesita del hombre para ser realmente divino, y por eso crea testigos de su

fuerza y bocas para que le canten alabanzas, bocas de poetas que lo hacen

verdaderamente divino.

Esa idea primordial en la filosofía de Hölderlin podría ser muy bien un préstamo

recibido de Schiller, pues conocido es el concepto del autor de Los dioses de Grecia:


El gran amo del mundo estaba sin alegría, algo faltaba a su divinidad; por eso creó a los espíritus, que son los espejos afortunados donde se refleja la divina beatitud.

Pero no. ¡Cuán diferente es la visión órfica que tiene Hölderlin del nacimiento del

poeta!

Solo y solitario, mudo y triste, estaría en las tinieblas el Padre divino, a pesar de su omnipotencia, a pesar de ser todo pensamiento, todo fuego, si no pudiera reflejarse en los humanos, si los hombres no tuvieran un corazón para cantarle.


No es por ocio o por tristeza, como dice Schiller, por lo que la Divinidad crea al

poeta —en eso muestra Schiller una idea secundaria de la poesía—, sino que, según

Hölderlin, es por una necesidad esencial; sin el poeta no existe lo divino, que sólo se

forma gracias a él. La poesía —aquí se llega hasta el mismo fondo de la ideología de

Hölderlin— es una necesidad del Universo, no es algo que el Cosmos ha creado, sino

que es algo creado con el mismo Cosmos. Los dioses no crean a los poetas como un

juego, sino como una necesidad; les son precisos:


Pero los dioses se cansan de su inmortalidad; necesitan una cosa: esa cosa es el heroísmo, la Humanidad. Sí, necesitan de los mortales, porque los seres celestes no tienen conciencia de su ser. Necesitan —sea permitido expresarse así— que alguien les revele su existencia.

Sí, los dioses necesitan a los poetas, pero los humanos, los mortales, también

sienten necesidad de ellos, de esos vasos sagrados donde se conserva el vino de la vida, el espíritu de los héroes.


En ellos se concilia el eterno dualismo del Universo, el elemento superior con el

inferior; ellos saben resolver esa disonancia en la armonía de la unidad, pues…

los pensamientos del espíritu común van completándose silenciosamente en el alma del poeta.

Así el poeta, figura escogida y al mismo tiempo maldita, nacido en el mundo pero

saturado de divinidad, se interpone entre los dioses y los hombres y es llamado a

contemplar la divinidad para presentarla después a los hombres en imágenes

terrenales. El poeta procede de lo humano, pero sirve a lo divino; su existencia es una

misión; es como una escalera armoniosa por la que descendiera a este mundo la

divinidad. Gracias al poeta, la Humanidad en tinieblas puede vivir simbólicamente lo

divino. Como en el misterio del cáliz, en él, en el poeta, toman los hombres la hostia

y beben el vino del cuerpo y de la sangre de lo Infinito. Por eso el poeta lleva la

unción sacerdotal y ha de guardar el voto de pureza.

Ese mito constituye, para Hölderlin, el eje intelectual del mundo. Nunca perdió

esa fe en lo sagrado de la poesía; por eso también su esencia era sacerdotal,

sacramental. Siempre, las poesías de Hölderlin empiezan por una elevación; desde el

momento en que su espíritu se dirige a lo poético, se olvida de su propio ser para

convertirse en un mensajero que las fuerzas divinas envían a la Humanidad. Aquel

que es la «voz de Dios», el «proclamador del heroísmo» o —como dice en otra

ocasión— «la lengua del pueblo», necesita elevación en su discurso, porte

sacramental y la pureza propia de todo mensajero de Dios. Habla, elevado sobre

invisibles escalones de un templo, a una multitud también invisible, a un pueblo que

existe sólo en sueños, a una nación, en fin, que aún ha de aparecer sobre la tierra,

pues lo «inamovible son los poetas que la han de fundar». Al callar los dioses, hablan

los poetas en su nombre para plasmar la divinidad en la vida cotidiana. Por eso sus

vestiduras crujen como las de un sacerdote y, como las de un sacerdote, son de

limpieza inmaculada; por eso también su discurso tiene siempre un tono elevado. Esa

misión de mensajero divino no fue nunca olvidada por Hölderlin, a pesar de los

embates y desgracias de su vida; sin embargo, ese mito se hizo cada vez más

sombrío, hasta convertirse en trágico, y perdió el carácter de optimismo y el sentido

de alegre elección, para convertirse solamente en un destino heroico. Lo que al joven

se le aparecía como dulce bendición, acaba por ser, ya en su madurez, como una

grandiosa misión, rodeada de negras nubes, alumbrada por los destellos de la

fatalidad y acompañada de los coléricos truenos de las fuerzas misteriosas:


Pues aquellos que nos han otorgado el fuego celeste, es decir, los dioses, nos han dado también el divino sufrimiento.


El poeta sabe perfectamente que ser llamado por los dioses quiere decir renunciar

a toda felicidad; el elegido viene a ser como un árbol del celeste bosque que es

marcado para que lo reconozca el hacha del leñador. La poesía pertenece a la

fatalidad; por eso el poeta sabe que ha de renunciar a lo agradable de la vida y

abandonarse mansamente a las fuerzas sobrenaturales. Sólo llegará a ser verdadero

héroe aquel que abandone su cómodo hogar para lanzarse en medio del torbellino de

la tormenta; no basta ser anunciador de lo heroico y de lo trágico si uno no sabe vivir.

Ya lo dice Hyperion:


Haz un solo sacrificio al Genio y verás cómo quedan rotos para siempre los lazos que te atan al mundo. Pero sólo Empédocles se da cuenta de la terrible maldición que pesa sobre

aquellos que divinamente saben contemplar lo divino:

Sin embargo, ése ha de destruir su propia casa y destrozar, como si fuera enemigo, lo que le es más querido; y ha de ver sepultados en sus escombros a su propio padre y a sus propios hijos; si no, nunca será como los dioses, nunca se verá nimbado de su luz.


El poeta está siempre en peligro porque lucha con las fuerzas que no conocen el

freno. Es como un pararrayos solitario que recoge toda la exhalación tremulante del

Infinito, y ese fuego celeste que recoge lo presenta, envuelto en música, a los

habitantes de la Tierra. Está solo, frente a toda la tensión atmosférica del fuego

sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal.

No puede el poeta reservarse esa sagrada llama que ha atraído sobre sí, no puede

ocultar esa ardiente profecía:


El poeta se consumiría en el fuego celeste, pues nunca ha soportado la divina llama la cautividad.


Por otra parte, nunca puede el poeta revelar lo indecible. Callar lo divino es un

crimen, pero también lo es el revelarlo sin ninguna restricción. El poeta debe buscar

lo heroico y lo divino entre los hombres, y por eso ha de participar de sus miserias,

sin por ello maldecir a la humanidad; debe anunciar a los dioses y proclamar su

esplendor, aunque ellos, los dioses, lo abandonen a su soledad en las miserias

terrestres. Tanto la revelación como el silencio son parte de su sagrada misión. La

poesía no es —como creía Hölderlin en sus mocedades— una libertad feliz, un dulce

equilibrio, sino un deber amargo, una esclavitud. Quien ha hecho voto de obediencia

queda atado para siempre. Nunca más podrá ya arrancar de sí la ardiente túnica de

Neso, y habrá de seguir la suerte de Hércules y de los demás héroes. Los espíritus

elegidos por la poesía, lo son para toda la eternidad.

Por eso Hölderlin se da perfecta cuenta de lo trágico de su destino; como en

Kleist y en Nietzsche, domina en él, desde muy pronto, el sentimiento de una caída

trágica e inevitable, y su siniestra sombra se proyecta ante él con diez años de

antelación. Pero ese tierno hijo de pastor protestante, Hölderlin, tiene —como

Nietzsche, que también era hijo de pastor—, el valor y hasta el deseo de medir su

fuerza con el Infinito. No trata nunca, como hizo Goethe, de domar a ese demonio

interior, ni aun intenta refrenarlo. Mientras Goethe está siempre esquivando su

destino, para salvar así el tesoro dulcísimo de la vida, Hölderlin, con su alma de

bronce, se lanza a la lucha sin más armas que su pureza. Sin miedo y lleno de

devoción (ese dualismo de su vida no le abandonó jamás, ni en la vida ni en la

poesía), levanta su voz para recordar a los poetas, hermanos de martirio, lo sagrado

de su fe y lo heroico de su responsabilidad:


No debemos desmentir la nobleza que hay en nuestro deseo de modelar esa porción de Infinito que existe dentro de nosotros.


El poeta no puede, no debe querer ahorrar nada de esa felicidad cotidiana que

constituye el precio, el monstruoso precio que paga por su misión. La poesía es un

reto al destino, es devoción y es valentía. Quien habla con los cielos no debe temer a

los relámpagos, ni a los truenos, ni tampoco a la fatalidad:


Los poetas debemos entrar con la cabeza descubierta hasta el mismo centro de la tempestad. Con nuestra propia mano hemos de tomar el rayo celeste y, envueltos en nuestro canto, transmitir al pueblo ese don divino.

Pues sólo nosotros tenemos el corazón puro como el de un niño y sólo nuestras manos son inocentes. El rayo celestial no nos aniquila y, aunque nos sacude de dolor divino, nuestro corazón, eternamente, permanece firme.



FAETÓN O EL ENTUSIASMO


¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada tumba. Nos sumergimos con silenciosa alegría en tu oleaje, hasta que oímos la llamada del tiempo; y entonces, despertamos para volver orgullosamente, lo mismo que las estrellas, a la breve noche de la vida.


Para la misión heroica que se ha asignado, Hölderlin cuenta —¿por qué negarlo?—

con muy pocos dones poéticos. Nada, ni en la aptitud ni en la actividad de ese joven

de veinte años, anuncia una verdadera personalidad. La forma de sus primeras

poesías, hasta las imágenes aisladas y aun las frases mismas, son de una semejanza

casi ilícita con las poesías de los maestros de sus años juveniles de Tubinga, con las

odas de Klopstock, con los sonoros himnos de Schiller y con la prosodia alemana de

Ossian. Sus motivos poéticos son pobres; sólo la fogosidad juvenil con que los va

repitiendo puede disimular la estrechez de horizontes. Su fantasía marcha por un

mundo vago, sin figuras: los dioses, el parnaso y la patria forman el eterno círculo de

sus ensueños. Las palabras mismas, y los epítetos «celeste» y «divino», se repiten con

molesta monotonía. Su pensamiento propio está también sin desarrollar; depende

enteramente de Schiller y de las tinieblas; punzan algunas frases misteriosas, como

pronunciadas por un vidente, que no provienen de su propio espíritu, sino del espíritu

del Universo. Faltan en sus poesías incluso las huellas de los elementos

fundamentales de toda creación literaria; es decir: visión del mundo sensible, humor,

conocimiento de los hombres, en fin, todo lo que procede de lo humano; y como

Hölderlin renuncia siempre a mezclarse con la realidad, ese estado de ceguera para

las cosas del mundo llega a convertirse en un sueño absoluto y en una visión irreal de

un mundo formado únicamente de idealismo. La sustancia de su poesía está privada

de sal y de pan, falta en ella todo colorido y así resulta algo etéreo, transparente e

ingrávido, que ni aun los años de infortunio logran teñir de una sombra mística ni

darle más que un misterioso soplo como de presentimiento. Su capacidad productiva

es, al mismo tiempo, escasa, está como entorpecida por una debilidad en el

sentimiento, por la melancolía o por un desarreglo nervioso. Junto a esa plenitud

sabrosa de Goethe —cuyas poesías están llenas de fuerza y de jugos vitales—, junto a

ese campo fértil, trabajado por mano fuerte, junto a esa tierra que parece absorber

toda la fuerza del Sol y de los elementos, el campo poético de Hölderlin aparece

pobre en extremo. Tal vez nunca, en la historia literaria de Alemania, haya habido un

poeta tan grande con menos dotes poéticos. Su «material» era insuficiente; el todo era

su ejecución, como se dice de los cantantes. Era más débil que cualquier otro, pero su

alma creció alimentada por un mundo superior. Sus dotes pesaban poco, pero su

expansión era infinita. El genio de Hölderlin no era, en fin, genio de arte, sino

milagro de pureza. Su genio era el entusiasmo, el impulso invisible.

Pero el talento poético de Hölderlin no puede ser medido, filosóficamente

hablando, ni por su longitud ni por su profundidad. Hölderlin es un fenómeno de

intensidad. Su figura poética es mezquina comparada con la de Goethe o la de

Schiller, que fueron todo fuerza arrolladora. Junto a esas dos figuras, Hölderlin es tan

débil y humilde como lo fue san Francisco de Asís junto a las torres gigantescas de la

Iglesia de la Edad Media que se llamaron santo Tomás de Aquino, san Bernardo o san

Ignacio de Loyola. Como san Francisco, Hölderlin no tiene más que aquella ternura

angélica y transparente, aquel sentimiento extático de la fraternidad, pero también

tiene aquella enorme fuerza franciscana: la fuerza de la dulzura y del entusiasmo y el

impulso del éxtasis que nos eleva por encima de nuestra mezquina esfera. Como el

santo de Asís, Hölderlin llega a ser un artista sin arte; y no artista por fe evangélica en

un mundo superior, sino por un gesto heroico de renuncia como el de san Francisco

en la plaza del mercado de Asís.

Lo que predestina a Hölderlin para la poesía no es, pues, una fuerza parcial o un

talento literario cualquiera, sino que es la facultad de concentrar toda su alma en el

éxtasis, todo su ser en un estado de exaltación: esa fuerza que ha de arrebatarlo del

mundo para arrojarlo al Infinito. La poesía de Hölderlin no afluye de su sangre o de

sus nervios, de su savia interior o de circunstancias personales, sino que brota de un

entusiasmo innato y espasmódico y de su anhelo por un mundo inaccesible. Para él,

no hay un asunto especial que le inspire particularmente, pues ve con ojos poéticos

todo el Universo y no vive su vida más que poéticamente. El mundo se le aparece

como una inmensa poesía épica y gigantesca; lo que toma para plasmarlo con sus

manos se vuelve inmediatamente épico: sea paisaje, río, hombre o sentimiento. El

Éter es para él su padre, como san Francisco se sentía hermano del Sol. La roca o la

fuente se le presentan, igual que a los griegos, como unos labios que exhalan una

melodía cautiva. Las cosas más prosaicas que él convierte en armoniosas palabras, se

transforman en seguida en parte de aquel mundo platónico; se hacen transparentes y

vibran en dulce melodía de luz por la fuerza de un lenguaje que no tiene nada en

común con el corriente si no es la forma de los vocablos. Las palabras que usa tienen

un brillo nuevo, como el que el rocío sabe dar a una pradera, un brillo libre de todo

aspecto terrenal. Ni antes ni después de Hölderlin ha habido jamás en Alemania

poesía tan alada, tan ingrávida, tan como un vuelo de pájaro; nunca el mundo fue

mirado desde tanta altura, desde una altura como la que quiere alcanzar Hölderlin

llevado por su fogoso entusiasmo. Por eso, en su poesía, aparecen todos los seres

como vistos a través de un sueño, misteriosamente libres de la fuerza de la gravedad,

como si fueran almas. Nunca Hölderlin (y en ello está su grandeza, al mismo tiempo

que su limitación), nunca ha aprendido a mirar el mundo tal como el mundo es. Sólo

lo ha cantado. No llegó a ser un sabio, sino un soñador, un fanático. Pero ese

desconocimiento de lo real es lo que creó en él la más alta magia: que es aspirar

siempre a la pureza absoluta, bañar la realidad en la luz de otras esferas y soñarla

siempre, sin tocarla nunca con torpe mano al contemplarla con su corazón puro.

Ese impulso interior es la única y propia fuerza de Hölderlin. Nunca desciende el

poeta hacia lo inferior, a lo terrestre, a lo contaminado por la vida cotidiana, sino que,

de un solo salto, como llevado por alas, sube a un mundo superior que es como su

patria. No vive en la realidad, pero tiene un mundo propio, un armonioso «más allá».

Siempre aspira a remontarse todavía más.


¡Oh, melodías, que os cernéis allá arriba en lo Infinito, quiero volar hacia vosotras, siempre hacia vosotras!


Como una flecha, se dispara siempre por medio de un misterioso arco, tenso hacia

las alturas, pues él, para sentir su «yo», necesita estar subiendo, estar en unas

regiones de exaltado ensueño. Una naturaleza como ésta debía de estar siempre en

peligrosa tensión; y así fue ya desde el principio. Schiller, al hablar de él, menciona,

en sentido de censura y no de alabanza ni de admiración, su violencia impulsiva y

lamenta la falta de estabilidad de Hölderlin. Pero esos entusiasmos inefables en los

que desaparecen el mundo y el tiempo, y por los que el espíritu se libera hasta

convertirse en dios, esos espasmos lejos del «yo» son el fundamento, la base de

Hölderlin. Siempre en eterno flujo y reflujo, no puede ser poeta si no es con toda su

alma. Cuando no está inspirado, en las horas oscuras de su existencia, Hölderlin es el

más pobre, el más encadenado, el más triste y sombrío de los hombres, pero en su

exaltación llega a ser el más feliz y el más libre de todos.

El entusiasmo de Hölderlin es, a decir verdad, algo vacío de toda sustancia; el

entusiasmo está lleno tan sólo de entusiasmo y, así, el poeta no se entusiasma sino

cuando canta al entusiasmo, que es para él objeto y sujeto a la vez, y si no tiene forma

propia, es porque es plenitud suprema; no tiene límites porque viene de la eternidad y

vuelve a la eternidad. Hasta en Shelley, de gran parentesco espiritual con Hölderlin,

el entusiasmo se encuentra siempre unido a lo terrestre. Para aquél, aún va vinculado

a los ideales sociales, a la fe en la libertad o al progreso del mundo. Pero el

entusiasmo de Hölderlin, como si fuera humo, sube directamente hacia el cielo y se

pierde en las tinieblas; no descansa más que en sí mismo y no pasa de ser nunca más

que una sensación de divina felicidad en la Tierra. El placer y su descripción vienen a

ser una misma cosa en él: para describirlo ha de gozarlo y el goce está en la

descripción.

Hölderlin representa ese estado interior que sólo a él le es propio; su poesía es un

himno ininterrumpido a la productividad, una queja patética por la esterilidad, pues

«los dioses mueren cuando muere el entusiasmo». La poesía va unida en él al

entusiasmo, así como éste no puede resolverse más que en canto, en poesía. Por eso

la poesía (en el sentido del poeta de la necesidad universal) es la liberación del

individuo y de la humanidad entera: «¡Oh, entusiasmo; oh, rocío celeste; tú eres quien

volverá a traer la primavera de los pueblos!», dice ya febrilmente Hyperion; y su

Empédocles no significa nada más que el contraste inaudito entre el sentimiento

divino (es decir, fructífero) y el terrenal (es decir, improductivo). La naturaleza de la

inspiración de Hölderlin se ve claramente en su poesía trágica. El estado fundamental

de toda productividad es ese sentimiento crepuscular, sin alegría y sin dolor, de la

contemplación interior y del ensueño meditabundo:


Aquel que no siente necesidades marcha por el mundo con la apacible tranquilidad de los dioses, camina entre sus propios pensamientos, y el soplo del aire está temeroso de molestar su ventura.

No siente el mundo exterior, la fuerza del entusiasmo está en sí mismo:

El mundo nada le dice; su entusiasmo se desarrolla por sí mismo, aumentando así la felicidad, hasta que en la noche oscura del éxtasis fecundo surge de pronto, como vivida chispa, el milagro del pensamiento.


Por eso, en Hölderlin, la inspiración poética no procede nunca de una idea, de un

suceso ni de una voluntad, sino que es de sí mismo, del entusiasmo, de donde surge la

fuerza creadora. No se inflama contra una superficie cualquiera, sino que el fuego

brota en él espontáneamente, como un milagro:


…de pronto el genio creador desciende sobre nosotros; nuestro espíritu enmudece entonces y nuestro cuerpo sufre una sacudida hasta lo más hondo, como tocado por el rayo.


Y eso es la inspiración, un rayo divino que se enciende en nosotros. Hölderlin nos

describe este estado —que él conoce tan bien— en el cual la llamarada celeste

consume todo el recuerdo del mundo real:


Entonces nos sentimos como si fuéramos un dios en su elemento propio, y nuestra alegría es un canto celestial.


Desaparece entonces el dualismo, el cielo abraza a la totalidad del sentimiento.

(Sentirse identificado con el Todo es ser dios, es estar en el cielo —dice su Hyperion

—.) Faetón, que simboliza la vida de Hölderlin, ha llegado a las estrellas en su carro

de fuego, y la música sideral suena ya en sus oídos. En esos momentos de éxtasis es

cuando Hölderlin vive el apogeo de su vida.

Pero, aun en esos momentos de bienaventuranza, se mezcla ya un impreciso

sentimiento de derrumbamiento, de caída. Sabe perfectamente que sólo se está el

instante que dura un relámpago en esas esferas celestes, en esa mesa divina donde se

sirven el néctar y la ambrosía a los mortales; por eso predice acto seguido su destino:


Sólo unos instantes puede el mortal vivir plenamente como un dios; después su vida ya no puede ser más que un continuo recuerdo de esos instantes.


Como a Faetón, después de ese maravilloso viaje en el carro de fuego no le queda

ya más que la terrible caída, la insondable caída a los más profundos abismos:


Pues parece como si a los dioses no les pluguiera nuestra impaciente plegaria.


Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a Hölderlin su otra cara, es

decir, el aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin, libre de la poesía, cae

pesadamente para estrellarse en la vida cotidiana. Como Faetón, se precipita hacia

abajo, para caer, no sobre la Tierra, sino aún más abajo: sobre el tenebroso mar de la

melancolía. Goethe y Schiller y los demás vuelven de la poesía como de un viaje;

podrán volver, si se quiere, cansados, pero regresan con el alma sana y los sentidos

cabales. Pero no así Hölderlin, que se rompe al caer y queda herido, destrozado y

extrañamente ausente de la realidad. Su despertar del entusiasmo es siempre como

una muerte del alma, y entonces, en su hipersensibilidad, no ve en el mundo más que

vulgaridad y grosería: «Los dioses mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere

cuando muere Psique.» La vida vulgar no merece ser vivida; fuera de los momentos

de entusiasmo, todo es insípido y sin alma.

Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar de Hölderlin, que no era, a

decir verdad, una melancolía patológica del espíritu, sino que era como un

contrapunto de la fuerza de exaltación extrema que posee su organismo. Esa

melancolía, lo mismo que su entusiasmo, no procede del exterior, se alimenta de sí

misma, pues no hay que exagerar la importancia del episodio de Diótima. Su

melancolía es sólo la reacción que sigue al éxtasis y por tanto es algo fecundo. Si

cuando se elevaba en el éter se sentía bañado de Infinito, como formando parte de él,

en su melancolía, en su esterilidad, se encuentra terriblemente aislado y ajeno a la

existencia. Por eso yo quisiera llamar a esa melancolía sentimiento de nostalgia,

tristeza que ha de despertar en un ángel el recuerdo del cielo perdido, añoranza

infinita de una invisible patria. Hölderlin nunca trató de apartar de sí esa melancolía,

como hicieron Leopardi, Schopenhauer o Byron, proyectándola hacia un pesimismo

mundano. «Soy enemigo de esa enemistad hacia lo humano que se llama

misantropía», nos dice el poeta. Su piedad le impide renegar de una parte del Todo,

por insignificante que esa parte pueda parecer. Lo que sucede es que se siente ajeno a

la vida real, a la vida práctica. No sabe hablar a los hombres más que cantando, es

decir, su lenguaje, su conversación, no pueden ser de otro modo para que sean

inteligibles; por eso la producción poética es algo, para él, de una necesidad absoluta.

La poesía es como un asilo amable donde refugiarse al huir de ese país extraño que es

la Tierra. Nunca ningún poeta ha entonado con más fervor el Veni, Creator Spiritus,

pues Hölderlin sabe que toda fuerza creadora desciende siempre de arriba, como el

vuelo de un ángel, y nunca surge del propio ser. Fuera del éxtasis, vaga como ciego

por el mundo vacío de dioses. «Pan muere [para él] cuando muere Psique», y la vida

no es más que un montón de escorias sin la llama ardiente de un espíritu abierto para

la floración.

Pero su tristeza es impotente contra el mundo: su melancolía es muda; poeta de la

aurora, queda callado en el crepúsculo de la noche y se deja llevar a la deriva, como

un cadáver de sí mismo, hasta el final de su vida, poeta siempre, pero sin poder

expresar sus sentimientos; y así Hölderlin, con las alas rotas, se convierte en su

espectro trágico, en Scardanelli.

Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cerca en los años en que su

espíritu estaba ya velado, lo colocó en una de sus novelas con el nombre de Faetón.

Faetón es el nombre que los griegos dieron a aquel adolescente que montó en un

carro de fuego para marchar a ver a los dioses. Los dioses le dejan aproximarse; su

vuelo cruza los cielos dejando un rastro de luz, pero después se precipita sin piedad

en las tinieblas. Los dioses castigan siempre a aquel que se les aproxima demasiado;

destrozan su cuerpo, ciegan su vista y arrojan al audaz al fondo del abismo del

destino. Pero, al mismo tiempo, aman al temerario que se quema por aproximarse a

ellos, y por eso colocan su nombre, como una figura ideal, a guisa de ejemplo, entre

las eternas estrellas.



ENTRADA EN EL MUNDO


Muy a menudo, el corazón del hombre permanece dormido, como una simiente que estuviera envuelta en inerte cáscara, hasta que un día llega su hora.


Hölderlin, al salir de la escuela, entra en el mundo como quien penetra en territorio

enemigo; él, todo fragilidad, sabe de sobra la lucha que le espera. Aún no ha bajado

del coche de postas que avanza chirriante por el camino, cuando ya escribe, en

extraño simbolismo, un himno titulado El destino que dedica a la madre de los

héroes: la «necesidad de brazo de bronce». En el momento de la partida, ya va el

poeta cargado de presentimientos y dispuesto para su caída.

Todo parece que se le presenta bien: Schiller en persona le ha recomendado como

dómine a Charlotte von Kalb, pues el poeta se ha negado a ser pastor según los

deseos de su madre. No hay otra casa en todas las provincias alemanas donde se

honren tanto el entusiasmo y la emoción como en casa de Charlotte; no hay otra casa

tampoco donde pueda encontrar más comprensión para su sensibilidad y timidez.

Charlotte misma era una mujer «incomprendida» y, por haber sido amante de Jean

Paul, tenía toda la comprensión posible para las almas sentimentales. El propio Von

Kalb le recibe con extrema amabilidad, y el muchacho le coge pronto aprecio sincero;

por las mañanas, Hölderlin no tiene ocupaciones; puede, pues, dedicarse libremente a

la poesía. Los paseos y excursiones a caballo que hace en común con la familia lo

ponen de nuevo en contacto con la amada Naturaleza, de la que hacía ya algún

tiempo que estaba algo apartado, y en sus paseos a Weimar y a Jena, Charlotte, mujer

muy inteligente, cuida de introducirlo en los círculos más distinguidos, y así es como

le fue dado conocer a Goethe. Se ve, pues, que Hölderlin no podía haber caído en

mejor parte. Sus primeras cartas están henchidas de entusiasmo y hasta de optimismo;

bromeando, escribe a su madre que «desde que no tengo cuidados ni pájaros en la

cabeza he empezado a engordar». Expresa su satisfacción por la amabilidad de sus

amigos, los cuales hacen llegar a Schiller y dan a conocer los primeros fragmentos de

Hyperion, que aún es sólo un esbozo. Por un momento, parece que Hölderlin se ha

domiciliado en el mundo.

Pero pronto siente en su interior aquel demonio de la intranquilidad, aquel espíritu

demoníaco de la inquietud que lo arrastra como las aguas de un torrente. Pronto en

las cartas hay un dejo de melancolía y veladas quejas acerca de la falta de libertad; el

secreto es éste: quiere partir, porque Hölderlin no puede vivir sujeto a un empleo;

quiere vivir sólo para la poesía. En esta primera crisis, Hölderlin no se da cuenta de

que lleva un demonio interior que le impide trabar relaciones, y no comprende que

son su voluntad inflamable, su interno impulso, los que le mueven. Esta vez lo

atribuye a la molesta obstinación del muchacho y a su secreto vicio, que él no logra

dominar. En eso se ve la incapacidad para la vida de Hölderlin: un muchacho de

nueve años puede más que él. Y deja el empleo. Charlotte von Kalb, al verlo partir,

comprende el porqué y escribe a su madre (para consolarla) la cruda verdad: «Su

espíritu no puede descender a las mezquindades y trabajos del mundo…, o mejor aún,

su alma sufre demasiado por esas cosas.»

Hölderlin destroza por sí mismo todas las formas de vida que se le van

presentando. Nada hay más falso que la idea corriente, de orden puramente

sentimental, que se encuentra en las biografías del poeta y que declara que Hölderlin

fue humillado por todas partes, que por doquier sufrió ofensas y que en Walterhausen,

o en Francfort, o en Suiza, se quiso hacer de él un lacayo, torturando así su dignidad.

La verdad no es ésa, no: por todas partes se trató de favorecerle. Pero su epidermis

era demasiado fina, su sensibilidad exagerada, su ánimo sufría demasiado.

Se puede aplicar a Hölderlin y a naturalezas análogas lo que Stendhal hizo reflejar

en su espejo y personificó en Henri Brulard: «Ce qui ne fait qu’effleurer les autres me

blesse jusqu’au sang.» Hölderlin se ha encontrado con la realidad y el mundo es ya

sólo, para él, brutalidad, encadenamiento y esclavitud; sólo la poesía le puede hacer

feliz. Fuera de la esfera poética, Hölderlin no puede respirar; sus manos se tienden

hacia el vacío que lo rodea y el aire del mundo lo asfixia. «¿Por qué no he de estar

tranquilo como un muchacho, si nada me impide dedicarme a mi inocente diversión y

lo que me rodea es agradable?», se pregunta a sí mismo, asustado de tanto conflicto

que se le presenta a cada paso. No sabe todavía que su inadaptación es incurable;

todavía llama casualidad a eso que encierra un demonio y que es su vocación. Cree

aún que libertad y poesía son cosas que pueden unirlo al mundo. Así se atreve a

lanzarse a una vida libre, sin trabas, lleno de esperanzas por la obra que va a realizar.

Hölderlin prueba la libertad. Se dispone a pagar con toda suerte de privaciones una

vida libre, puramente intelectual. En invierno pasa días enteros en cama para así

ahorrar leña; sólo come una vez al día; renuncia a beber vino o cerveza; renuncia, en

fin, hasta al más insignificante placer. Nada ve de Jena si no es algunas conferencias

de Fichte; a veces Schiller le concede alguna hora de compañía. Vive retirado en un

cuartucho que apenas puede llamarse habitación. Pero su alma viaja con Hyperion a

través de Grecia, y hasta podría considerarse feliz si no fuera porque está

predestinado a la inquietud, a la convulsión.



ENCUENTRO PELIGROSO


¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestra escuela!


Lo primero que hace Hölderlin, cuando se decide a vivir en libertad, es pensar en lo

heroico de la vida, que es el impulso hacia lo grande. Sin embargo, antes de querer

descubrir ese pensamiento heroico dentro de su propio pecho, quiere ver a «los

espíritus grandes», a los poetas, quiere ver las cumbres sagradas. No es, pues, la

casualidad lo que le lleva a Weimar; no, allí están Goethe y Schiller, allí está Fichte, y

alrededor de éstos, como satélites brillantes, están Wieland, Herder, Jean Paul, los

Schlegel, es decir, todo el firmamento espiritual de Alemania. Su espíritu poético, que

odia lo que no es poesía, anhela vivir en ese círculo elevado y respirar esa atmósfera

espiritual. Aquí espera gustar del divino néctar del espíritu antiguo, a fin de ensayar

así sus fuerzas en esta ágora, en este coliseo de lucha poética. Pero antes, el joven

Hölderlin quiere prepararse para esas lides, pues el poeta no se siente digno,

intelectualmente hablando, por su pensamiento y por su cultura, de sentarse junto a

Goethe, cuyo espíritu abraza el universo, o junto a Schiller, espíritu de coloso que se

agita en formidables abstracciones. Por este motivo, incurre en el eterno error de los

alemanes, que es quererse formar de un modo sistemático; quiere cultivarse y

emprende estudios filosóficos. Lo mismo que Kleist, fuerza su naturaleza, que es toda

espontaneidad, trata de hacer la anatomía de ese cielo que le llena de felicidad y

quiere someter sus proyectos poéticos a las doctrinas filosóficas. Nunca, en mi

opinión, se ha dicho con toda crudeza cuán perjudicial fue, no ya para Hölderlin, sino

para todos los poetas alemanes, el encontrarse con Kant y con su metafísica.

La historia de la literatura podrá encontrar digno de alabanza que los poetas de

entonces llevasen a su círculo poético la ideología de Kant, pero todo espíritu libre

debe reconocer los daños incalculables derivados de esa invasión de ideas dogmáticas

en el reino de la poesía. Soy de la firme opinión de que la influencia de Kant limitó

en extremo la producción poética de la época clásica, producción que se dejó influir

mucho por la maestría constructiva de sus pensamientos. Kant perjudicó en extremo

la expresión sensual, la euforia de la poesía, el libre curso de la imaginación, al

quererlas llevar hacia un criticismo estético. Esterilizó las facultades puramente

poéticas de todo aquel que abrazó sus teorías. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Un

ser todo cerebro, todo fría razón, ¿cómo podría ese hombre, que no conoció mujer ni

salió de su provincia, ese hombre que era como un delicado mecanismo de relojería

inflexible en su regularidad, ese hombre que se encadenó así a su vida cuarenta,

cincuenta y hasta sesenta años; ese hombre desprovisto de espontaneidad, sujeto a un

sistema rígido, pues su genio era sólo constructivismo fanático; cómo podría ese

hombre, repito, ser jamás útil a un poeta, a un poeta que vive sólo por sus sentidos,

que se eleva por su inspiración y a quien la pasión arrastra siempre a la

inconsciencia?

La influencia de Kant apartó a los clásicos de su pasión más magnífica, más

poética, que tenía toda la fuerza y el colorido del Renacimiento, y los llevó

insensiblemente a un nuevo humanismo: a una poesía de eruditos. Por último, ¿no ha

sido para la poesía alemana una gran pérdida el que Schiller, el más formidable

plasmador de figuras poéticas, se preocupe y se torture buscando dividir la poesía en

dos categorías, la poesía ingenua y la poesía sentimental, y que Goethe diserte con los

hermanos Schlegel acerca de los clásicos y los románticos? El exceso de luz de la

filosofía debilita a los poetas, aunque ellos no se den cuenta, porque esa luz es fría y

surge de este espíritu sistemático que cristaliza según leyes fijas; precisamente

cuando Hölderlin llegó a Weimar, Schiller ha perdido ya aquella su primera

borrachera de inspiración y Goethe (cuya sana naturaleza ha reaccionado siempre a

toda metafísica sistemática) se dedica con todo interés a la ciencia. La

correspondencia entre Goethe y Schiller nos demuestra muy claramente en qué

esferas de acción se agitaban entonces sus pensamientos; esas cartas son magníficos

documentos, son una magnífica concepción del universo, pero son racionalistas;

parecen más bien la correspondencia de filósofos o de profesores de estética que

confesiones poéticas. La poesía está, cuando Hölderlin entra en aquellos círculos,

desplazada de su centro por la constelación de Kant y ha sido relegada a la periferia.

Ha empezado una época de humanismo clásico. Sólo que, por fatal contraste con

Italia, los espíritus más fuertes de la época no se han refugiado, como Dante, Petrarca

o Boccaccio, en la poesía al huir del mundo helado de la erudición; al contrario,

Goethe y Schiller han dejado el divino mundo creador para refugiarse en la frialdad

de la ciencia y de la estética. ¡Ay, nunca más han de volver ya aquellos años divinos!

Y los jóvenes que tienen a esas grandes figuras como maestros sufren la fatal

locura de la formación filosófica. Y así Novalis, de espíritu angélicamente abstracto,

y Kleist, todo impulso, ambos, a pesar de su naturaleza que repele todo espíritu

positivo como el de Kant y su escuela, se dejan llevar a la deriva, llenos de duda,

hacia este elemento hostil. Hasta Hölderlin, todo inspiración, que aborrece lo

sistemático; indómito, abstracto, rebelde por propia voluntad, fuerza su naturaleza y

se aferra a los análisis filosóficos, creyéndose además obligado a hablar en la jerga

esteticofilosófica dominante, y todas sus cartas de los tiempos de Jena están

atiborradas de sosas interpretaciones de conceptos y de esfuerzos por filosofar, cosas

muy contrarias al anhelo infinito que le llenaba. Pues Hölderlin es precisamente un

espíritu ilógico, no intelectual; sus pensamientos, grandiosos como relámpagos de

genio, no son articulables; se resisten a toda combinación, a todo sistema. Lo que él

dice del espíritu creador marca bien sus límites:


Sólo reconozco lo que florece naturalmente; lo meditado, ya no lo reconozco.


Este espíritu no puede expresar más que el anhelo de llegar, pero no puede

elaborar esquemas o conceptos. Las ideas de Hölderlin son aerolitos —piedras del

cielo y no de cantera terrestre—, y por eso no pueden ser alisadas y colocadas

disciplinadamente para formar un muro, es decir, un sistema, pues todo sistema es

siempre un muro. Esas piedras quedan en la misma forma en que caen, no necesitan

ser desbastadas ni sufrir variación alguna. Lo que una vez dijo Goethe refiriéndose a

Byron, se le puede aplicar mil veces mejor a Hölderlin: «Cuando raciocina es un

niño; sólo es grande cuando hace poesía.» Pero ese niño se sienta en el banco de la

escuela de Fichte y de Kant y se asfixia, desesperado, en las doctrinas que oye, de

forma que hasta Schiller le ha de advertir un día: «Huya usted siempre que pueda de

las materias filosóficas; son las más ingratas… Permanezca más bien cerca del

mundo sensible; así no se expondrá a perder el entusiasmo.»

Ha de pasar bastante tiempo antes de que Hölderlin vea el peligro a que se expone

en el laberinto de la lógica. Pero una disminución en sus producciones, como un

exacto barómetro, le advierte un día que él, todo alas, ha caído en una atmósfera que

lo asfixia, y entonces sí, dándose cuenta, rechaza toda la filosofía sistemática: «He

ignorado durante algún tiempo por qué el estudio de la filosofía, que suele producir

tantas satisfacciones y que compensa esa dedicación con la serenidad, me hacía sentir

inquieto y exaltado, y tanta más intranquilidad me producía cuanto más me

concentraba en ella. Ahora ya veo que si esto sucedía es porque me alejaba de mí

mismo, de mi propia naturaleza.» Por primera vez descubre la fuerza de su vocación

poética, que celosamente no le permite entregarse a la vida material. Su naturaleza le

exigía situarse entre el mundo superior y el inferior. No podía encontrar el reposo ni

en lo abstracto ni en la realidad concreta.

Así engaña la filosofía a su abnegado discípulo; inspira, en su espíritu lleno de

dudas, más dudas todavía, y no le hace aumentar la certeza, como él habría esperado.

Pero su segunda decepción, más peligrosa que la primera, viene de los poetas. Desde

lejos, se le aparecían como mensajeros de lo sobrenatural, sacerdotes que dirigían su

corazón hacia Dios; deseaba poder elevar su espíritu a través de ellos, de Goethe y

aún más de Schiller, a quien había leído noches enteras en el Seminario de Tubinga y

cuyo Don Carlos había sido como la «nube encantadora de su juventud». Esperaba

que le darían, a su propia inseguridad, aquello que transfigura la vida, es decir, el

impulso hacia el infinito, la elevada fogosidad. Pero aquí empieza el eterno error de

la segunda y tercera generaciones, y que consiste en querer seguir a sus maestros;

olvidan los jóvenes que el tiempo resbala sobre las obras perfectas como sobre el

mármol, sin dañarlas, pero que no pasa así con los hombres, aunque sean poetas; las

obras perduran, pero el hombre envejece. Schiller es ya consejero; Goethe es

consejero privado; Herder, consejero municipal, y Fichte, profesor de universidad.

Sus intereses ya no están en la producción poética, sino en los problemas de la

poesía; la diferencia es clara. Todos están ligados a su obra, han anclado en la vida y

nada hay tan ajeno a un hombre, nada tan fácil de olvidar, como su propia juventud;

así, el paso de los años determina la incomprensión: Hölderlin esperaba de ellos

entusiasmo, y ellos le enseñaron moderación; él ansiaba inflamarse a su lado, y ellos

sólo lo bañan con una ligera luz; junto a ellos quería una vida libre, una existencia

espiritual, y ellos se esfuerzan por buscarle una buena colocación burguesa. Él iba a

buscar, junto a ellos, ánimos para la lucha monstruosa que le marca su destino, y ellos

(con la mejor intención) le aconsejan una paz honrosa. Él iba a inflamarse, y ellos

tratan de apagarlo; así, a pesar de todas las afinidades intelectuales, a pesar de sus

simpatías, la sangre ardiente de Hölderlin, frente a la sangre ya templada de ellos, da

lugar a la mala inteligencia.

Ya su primer encuentro con Goethe es simbólico. Hölderlin visita a Schiller, y en

su casa se encuentra con un señor ya anciano que le dirige fríamente algunas

preguntas, a las que él contesta con indiferencia; la misma noche, con sobresalto, se

entera de que ha estado frente a Goethe, y espiritualmente no había de reconocerlo ya

nunca; Goethe, por lo demás, tampoco reconoció nunca a Hölderlin. Si se exceptúan

las cartas que escribió a Schiller, no menciona Goethe a Hölderlin para nada en el

transcurso de casi cuarenta años. Como desquite, Hölderlin se siente atraído por

Schiller, como Kleist se sintió atraído por Goethe; ambos sólo sienten la atracción

hacia uno de los astros de aquella constelación y, con injusticia de jóvenes, se olvidan

totalmente del otro genio.

Goethe desconoce totalmente a Hölderlin cuando dice de él que «sus poesías

expresan un agradable esfuerzo que se pierde en la satisfacción por su propia obra», y

no ve la pasión nunca satisfecha de Hölderlin cuando le alaba por poseer «cierta

intimidad, atractivo y mesura», y recomienda al verdadero creador del himno en la

poesía alemana que haga principalmente pequeñas poesías. Ese buen olfato que

siempre tuvo Goethe para descubrir el oculto demonio, le falló completamente en este

caso, y por eso no se pone en guardia, como siempre acostumbraba a hacer cuando

sospechaba lo demoníaco; en este caso, es decir, en sus relaciones con Hölderlin, no

lo hizo, y así se muestra con él lleno de bonhomie, amable e indiferente. Y mira a

Hölderlin con mirada superficial que no trata nunca de hacerse profunda. Eso lastimó

en grado sumo a Hölderlin, tanto, que cuando éste se sumergió en las tinieblas de la

locura, saltaba de cólera sí algún visitante osaba pronunciar el nombre de Goethe,

porque, cosa notable, Hölderlin, entre las brumas de su desvío de la razón, siempre

recordó las antipatías o las simpatías de antaño.

Hölderlin pasó, pues, como todos los poetas de su tiempo, por el obligado

desengaño, por aquella decepción que hizo que Grillparzer, tan frío y hermético,

dijera un día con toda claridad: «Goethe se ha dedicado a la ciencia y, en su quietismo

grandioso, reclama la moderación, la inercia y la pasividad, mientras que en mí arden,

chispeantes, todas las antorchas de la imaginación.» Hasta él, el más sabio de los

hombres, no fue bastante sabio para comprender, en sus años de vejez, que juventud

es sólo otra palabra para designar la exaltación.

Las relaciones de Hölderlin con Goethe no fueron, pues, más que unas relaciones

muy tenues; si Hölderlin, con su habitual humildad, se hubiera dado a los consejos de

Goethe, es decir, hubiera reducido sus proporciones, limitándose a ser un poeta

idílico o bucólico, su propia vocación habría corrido un gran peligro; por eso esa

resistencia que mostró hacia Goethe es, en el mejor de los sentidos, su propio instinto

de conservación. Trágicas fueron, en cambio, sus relaciones con Schiller, trágicas y

tempestuosas para Hölderlin, pues, en este caso, su voluntad tuvo que enfrentarse al

hombre a quien más amaba, al hombre que era su formador espiritual, su maestro. La

veneración que siente por Schiller es el fundamento de su concepción del universo;

por eso, es nada menos que su universo lo que amenaza con hundirse cuando Schiller,

con su actitud suave, reservada, tibia e inquieta, provoca en el alma sensible del poeta

un verdadero terremoto; pero esa falta de comprensión entre Schiller y Hölderlin es

algo altamente ético, es una defensa llena de afecto y de dolor. Sólo es comparable

ese desacuerdo al que reinó entre Nietzsche y Wagner. También, en este caso, el

alumno es el que defiende la pureza de ideas contra su propio maestro y antepone la

fidelidad a sí mismo al proselitismo. Y verdad es que Hölderlin fue más fiel a Schiller

de lo que el mismo Schiller lo fue hacia sí mismo.

En efecto, Schiller, por aquellos tiempos, es aún amo y señor de sus dotes

poéticas; todavía sabe poner en sus palabras aquel énfasis que llega hasta el fondo de

los corazones alemanes; pero Schiller, antes que Goethe, ha visto cómo se enfriaba su

espíritu; allí está, asmático, envejecido, sin salir de su habitación, sentado en un sillón

de enfermo; su entusiasmo poético no se ha perdido, sin embargo; lo que ha pasado

es que se ha hecho un entusiasmo intelectual, se ha convertido en teoría; la fuerza

creadora, espumosa y rebelde del poeta que supo lanzar al mundo su In tyrannos, ha

cristalizado en una Metodología del idealismo; su alma de fuego se ha convertido en

una lengua de fuego; su fe se ha hecho un optimismo perfectamente manejable para

los fines burgueses en forma de liberalismo; Schiller ya no vive más que emociones

intelectuales, que no son, como exige Hölderlin, «integrales», es decir, de todo el ser,

de la existencia toda. Debió de ser en verdad una hora extraña aquella en que

Hölderlin se presentó ante Schiller, pues Hölderlin era su propio hijo espiritual, no ya

en el sentido de la forma de los versos ni en su orientación, sino que era hijo de toda

su ideología y de la fe de Schiller en la elevación de la Humanidad. Está formado de

su misma sustancia, es tan hijo suyo como los personajes que ha creado en sus obras,

como Posa y como Maz Piccolomini; así que no puede menos que ver en Hölderlin el

reflejo de su «yo», su palabra que ha tomado cuerpo. Hölderlin es sencillamente todo

lo que Schiller pidió a los jóvenes: entusiasmo, pureza, exaltación; es el postulado de

Schiller hecho hombre, es decir, idealismo como condición primera de la existencia.

Hölderlin vive verdaderamente ese postulado, mientras que el propio Schiller ya no

pide más que un idealismo retoricodogmático; Hölderlin cree en los dioses de Grecia,

esos dioses que para Schiller ya no son más que grandiosas y decorativas alegorías;

Hölderlin vive con plena fe religiosa, no poética tan sólo, para aquella misión del

poeta que en Schiller es ya sólo un postulado ideal. Y de pronto ve ante sí, en

Hölderlin, encarnadas todas sus teorías, sus anhelos. Y se comprende el espanto de

Schiller cuando ve hecho hombre ante sí su propio postulado; en seguida lo reconoce:

«encontré en sus poesías —escribe a Goethe— mi propia sustancia; no es la primera

vez que ese poeta me recuerda a mí mismo», y se inclina respetuoso ante el joven

humilde que es todo fuego, y lo hace como si tuviera delante su propia imagen de

cuando era joven y que ahora está ya tan lejos.

Pero esa fogosidad volcánica, ese entusiasmo (que él en sus poesías trata siempre

de despertar), aparecen ante Schiller, ya hombre maduro, como algo sumamente

peligroso para la vida normal. Schiller, humanamente hablando, no puede aprobar en

Hölderlin lo que siempre pidió en el orden poético; es decir, efervescencia espumante

al jugarse la vida a una sola carta. Y, trágicamente, ha de apartar de sí su propia

creación, ese idealismo exaltado, no adaptable a la existencia humana. Por primera

vez se presenta ante Schiller la contradicción peligrosa de querer partir la vida

interior entre la poesía heroica y la existencia burguesa y comodona. Mientras que

corona de laurel a sus discípulos poéticos, Posa, Max, Moor, y los envía a la muerte

porque son demasiado grandes para esta vida, queda perplejo ante su otra creación,

ante Hölderlin, pues en seguida le salta a la vista que aquel idealismo que él ha

encendido en los jóvenes alemanes sólo está en su lugar en el mundo ideal, en el

drama, pero que aquí, en Weimar o en Jena, esa entrega sin condiciones a la poesía,

esa voluntad interior al servicio del demonio, traen forzosamente la perdición de todo

joven: «Tiene una peligrosa subjetividad, es un estado grave, pues a naturalezas así,

muy difícilmente se las puede conducir.» Entonces habla de Hölderlin como si fuera

una aparición ambigua, llamándole «el iluminado», del mismo modo en que Goethe

hablaba del «patológico» Kleist.

Ambos reconocen, por intuición, a ese demonio interior, esa presión interna,

recalentada, explosiva. Y Schiller, que en la poesía ensalza a tales jóvenes en

exaltados lirismos que brotan de lo más hondo de sus sentimientos, en la vida real,

como hombre bondadoso, trata tan sólo de aplacar y moderar a Hölderlin. Entonces

se interesa por su vida privada, busca colocar sus obras en una casa editora; Schiller

es, por decirlo así, algo paternal con el joven poeta. Con suave presión, trata de

reducir su entusiasmo, esa tensión interior tan peligrosa; pero no cuenta con que esa

ligera presión, aun siendo tan suave, puede fácilmente romper aquella alma

hipersensible y frágil. Y así, poco a poco, se van haciendo complicadas las relaciones

entre Schiller y Hölderlin. Schiller, con esa mirada que sabe conocer el destino, ve

elevada sobre la cabeza de Hölderlin el hacha de la destrucción, y Hölderlin se siente

otra vez incomprendido, y ahora es por el hombre único a quien se ha entregado con

toda el alma, por Schiller, de quien él depende fatalmente, sin condiciones. Había

esperado recibir de Schiller un nuevo impulso, un nuevo fortalecimiento: «Una

palabra amable, salida de los labios de un hombre honrado, viene a ser como un agua

espiritual que fluye de las entrañas de un monte y que nos comunica el misterioso

vigor de la tierra», dice Hyperion. Pero tanto uno como otro, tanto Schiller como

Goethe, no le dan esta agua más que gota a gota y como con tamiz; nunca le prodigan

el entusiasmo ni le inflaman el corazón; así, pues, la proximidad de Schiller acaba

siendo para Hölderlin un verdadero tormento: «Siempre deseé verlo a usted y, cuando

lo vi, fue solamente para sentir que yo nada podía significar para usted», le escribe en

dolorosa despedida, hasta que acaba por expresar claramente su disconformidad: «Por

eso me permitirá usted que le confiese que, muy a menudo, lucho secretamente contra

su genio para poder apartar de su influencia mi propia libertad.»

Reconoce, pues, que ya no puede confiar lo más íntimo de su ser a quien censura

sus poesías, a quien apaga sus entusiasmos, a quien lo prefiere pequeño y tibio que

«subjetivo y exaltado». Por orgullo —aun dentro de su humildad— acaba ocultando a

Schiller sus creaciones más esenciales, más ciertas, y le muestra lo más teatral y lo

más epigramático de su producción, pues Hölderlin no sabe defenderse; sólo le es

dado doblegarse o esconderse; ésa es siempre su posición. Hölderlin sigue de rodillas

ante los dioses de su juventud; nunca desaparecen de él la veneración y el

agradecimiento hacia aquellos que fueron «la nube encantada de su juventud» y que

le revelaron el secreto del canto. Y ahora, Schiller se vuelve de vez en cuando hacia

él sólo para decirle algunas palabras amables, y Goethe pasa por su lado con toda

indiferencia; pero ambos le dejarán de rodillas hasta que se le rompa el espinazo.

Así, pues, su encuentro con esos dos grandes hombres fue algo fatal y peligroso;

el año de libertad absoluta que pasa en Weimar, durante el cual pensaba terminar sus

obras, ha sido un año perdido. La filosofía —ese hospital para poetas desgraciados—

de nada le ha servido; los poetas tampoco. Hyperion ha quedado como un torso

solamente; el drama está sin acabar y sus medios económicos se han agotado pese a

la más estricta austeridad. Parece, pues, perdida su primera batalla para lograr una

existencia de pura poesía. Hölderlin vuelve a ser una carga para su madre, y cada

pedazo de pan está empapado en reproches encubiertos. Pero, en realidad, ha

triunfado ante su mayor enemigo; no se ha dejado apartar de la integridad de su

entusiasmo; no se ha dejado moderar ni templar como querían los que hablaban en

nombre de sus intereses. Su genio se ha afirmado más profundamente en su

verdadero elemento y su demonio le ha dado el instinto de no acomodarse a las

sensateces que se le proponían. Así que sólo responde con un exabrupto violento a los

esfuerzos de Schiller y de Goethe para llevarlo a lo idílico, a lo bucólico. Goethe

había dicho al poeta en su poesía «Euforion»:


Suavemente, suavemente; nada de audacia para así no encontrarte con la desgracia y la perdición…; por amor a tus padres, mira de domar tus impulsos sobrehumanos, que son demasiado violentos. Conténtate con adornar silenciosamente tu campo.


Y a esto contesta Hölderlin lleno de pasión:


¿Qué he de domar, si el alma me arde al verse encadenada? ¿Por qué vosotros, oh espíritus relajados, queréis arrancarme de mi propio elemento, que es el fuego, si no puedo vivir más que combatiendo?


Ese elemento ardiente, es decir, el entusiasmo, en el cual vive el alma de

Hölderlin como salamandra en el fuego, ha podido ser salvado del abrazo glacial de

los clásicos y, ebrio en su propio destino, aquel que no podía vivir más que

combatiendo, se arroja de nuevo en medio de la lucha, en medio de la vida y

es entonces cuando, en esa fragua, se forja toda su pureza.

Lo que podía romperlo sirve sólo para templar mejor su alma; y lo que templa su

alma acaba por romperlo.



DIOTIMA


A pesar de todo, los débiles son arrastrados por el destino.


Madame de Staël escribe en su Diario: «Francfort est une très jolie ville; on y dîne

parfaitement bien, tout le monde parle le français et s’appelle Gontard.»

En una de esas familias llamadas Gontard, el fracasado poeta entra como dómine,

como maestro de un niño de ocho años; aquí, como en Waltershausen, su espíritu

impresionable no ve al principio más que «buenas gentes, como no es fácil

encontrar»; se encuentra bien, aunque ya ha perdido mucha de su primitiva fuerza

impulsiva. «Estoy, por lo demás —escribe en tono elegiaco a Neuffer—, como una

planta en flor que, roto el tiesto, ha caído a la calle; los tiernos brotes se han perdido,

sus raíces están mutiladas y, vuelta a plantar de nuevo, sólo puede salvarse de la

muerte a fuerza de cuidados.» Y él conoce perfectamente su fragilidad, que consiste

en no poder respirar más que en una atmósfera de idealismo y poesía, en una Grecia

imaginaria. La realidad es que, ni aquí ni allí, ni en Waltershausen ni en Francfort ni

en Hauptwyl, ha encontrado una vida particularmente dura; todos esos sitios, por ser

lugares determinados y reales, ya son trágicos a sus ojos: «The world is too brutal for

me», dijo ya una vez su hermano en espíritu, Keats. Esas almas tan tiernas no podían

soportar más que una existencia poética.

Así, el sentimiento poético de Hölderlin se vuelve hacia la única figura que puede

ser considerada, en el medio en que vive, como un ensueño, como un mensajero del

«más allá». Y esa figura es la madre del muchacho, Susanne Gontard, su Diotima. En

un busto que ha llegado hasta nosotros brilla en sus rasgos toda la pureza griega, y es

en este aspecto en el que Hölderlin la ve desde el primer momento. «¿No es verdad?;

es una griega —susurra a su amigo Hegel cuando éste viene a verle a Francfort—,

parece que pertenece a un mundo que nada tiene de terrestre.» Ella, como él, caída

entre los hombres, busca dolorosamente su propio elemento, su propio universo:


Tú callas y sufres porque no te comprenden, oh espíritu noble; miras la tierra y callas, porque en vano buscas a los tuyos en la luz del Sol, pues esas almas grandes y tiernas no existen en ninguna parte.


Hölderlin, eterno soñador, no ve en la esposa del que le da el pan más que a una

hermana, una mujer desterrada del mismo mundo interior que él sueña, y a este

profundo sentimiento de afinidad no viene a mezclarse ningún pensamiento sensual.

Todo pensamiento de Hölderlin tiende siempre hacia arriba, hacia la esfera espiritual.

Por primera vez en su vida, Hölderlin ha encontrado en la Tierra una imagen del ideal

que un día presintió y, en un extraño paralelismo con los versos que un día dirigió

Goethe a Charlotte de Stein:


¡Oh!, en tiempos que ya fueron vividos, tú fuiste hermana mía, o esposa quizá,

él también saluda a Diotima como si la hubiese esperado largo tiempo o como si

hubiera sido una hermana en alguna existencia anterior: Diotima, noble espíritu. Hermana mía, divina allegada. Antes de haberte dado la mano, te había ya conocido

en un mundo pretérito.


Por primera vez en este mundo corrompido y fragmentario, logra ver, en la

embriaguez del entusiasmo, a la criatura que es «Uno y Todo». Amabilidad y

elevación, calma y viveza, espíritu y corazón, y además belleza; tal es esa criatura

privilegiada. Y por primera vez, en una carta de Hölderlin brota la palabra felicidad

como un sonido de órgano triunfal: «Todavía soy feliz, como en el primer momento;

para mí es ella una amistad alegre, eterna y sagrada, pues es un ser desterrado en este

mundo de miseria, de desorden y sin espíritu. Mi sentimiento de belleza no se

engaña; se orienta ya para siempre hacia esa cabeza de madonna. Mi inteligencia se

educa junto a ella y mi ánimo turbado se calma y reposa, a su lado, en una paz

agradable.»

Esa mujer influye formidablemente en Hölderlin, ya que logra serenarlo. Un

Hölderlin todo éxtasis no necesita aprender de una mujer lo que es la fogosidad. La

felicidad, para ese corazón siempre inflamado, es la acción bienhechora del reposo. Y

ésa es la influencia que Diotima ejerce en él: moderación. Lo que no había logrado

Schiller, lo que no había logrado ni aun la madre del poeta, lo logra esa mujer que, en

dulce melodía, sabe domar a aquel espíritu intranquilo. Entre las líneas de Hyperion

se adivinan su mano solícita, su ternura maternal. Se ve cómo ella trata de volver a

ganar la vida de aquel muchacho que parecía perdido, pues, como escribe el mismo

Hölderlin, «ella siempre trata, con sus consejos, con sus cariñosas advertencias, de

hacer de mí un hombre normal y hasta de buen humor, y me reprocha el desorden de

mis cabellos, el descuido de mi traje, o mis uñas roídas.»

Como a un niño impaciente, lo cuida con ternura —a él, que es quien debía velar

por los hijos de ella—, y esta atmósfera apacible hace la felicidad de Hölderlin. «Bien

sabes tú —escribe a un amigo de confianza— cómo era yo; sabes cómo vivía sin fe;

mi corazón estaba cerrado a todos y era por eso un miserable; ¿cómo podría, pues,

ahora ser tan alegre como un águila si no se me hubiera aparecido ese ser único?» El

mundo se le presenta más puro, más sagrado, ahora que su monstruosa soledad se ha

convertido en armonía:


¿No se ha llenado mi corazón de la más hermosa vida? ¿No hay en él algo santo, desde que amo?


Y la frente de Hölderlin se vio líbre por algunos momentos de aquella perenne

misantropía:


La fatalidad ha aflojado su presión por algún tiempo.


Una sola vez —sólo esa vez— y durante un momento fugaz, su vida tiene el

armonioso equilibrio de la poesía. Pero el terrible demonio vela siempre en él:


La divina flor, la tierna flor de la serenidad, no floreció mucho tiempo…


Hölderlin es de aquellos a quienes no es dado descansar largo tiempo en un

mismo lugar. El mismo amor «sólo le calma para hacerle después más salvaje», como

dice Diotima hablando de Hyperion, hermano espiritual de Hölderlin. Y él mismo,

vibrando a fuerza de presentimientos, conoce muy bien la calamidad que anida en su

ser, y de sobra sabe que no podrían estar mucho tiempo juntos «como dos cisnes

amorosos». La confesión del secreto misterio que lo envuelve como siniestra nube

está manifestada en su Perdón:


Sagrada criatura; muy a menudo he turbado tu divino reposo dorado y has aprendido de mí muchos dolores de la vida.


Entonces empieza a ver claro el «maravilloso vértigo del abismo», esa misteriosa

atracción del precipicio, y poco a poco, el poeta va cayendo, insensiblemente, en la

fiebre del pesimismo. El mundo cotidiano que lo rodea se ensombrece y, como un

relámpago que surge de las nubes, brota la siguiente frase en una de sus cartas:

«Estoy roto de amor y de odio.»

Su excitada sensibilidad experimenta desagrado ante la trivial riqueza de la casa,

riqueza que tiene una fuerte acción sobre las personas que viven en ella, «como —

dice él— el vino nuevo en los campesinos». En todas partes cree ver ofensas, hasta

que por último —como le sucede siempre— acaba explotando violentamente. Es un

secreto para nosotros lo que pudo pasar aquel día; quizá el marido se ha puesto celoso

y hasta brutal al ir observando la inclinación que su esposa va sintiendo por el poeta;

quizá, pero no lo sabemos. De un modo o de otro, Hölderlin se siente herido en plena

alma, y ésta le queda rota; desde entonces las estrofas de sus versos fluyen

dolorosamente, como gotas de sangre, entre sus labios contraídos:


Si muero en la ignominia, si mi alma no se venga de la insolencia, si me veo hundido en una tumba de cobardía por los enemigos del genio, entonces olvídame tú también y no recuerdes ya ni siquiera mi nombre, ¡oh, corazón bondadoso!


Pero Hölderlin no se defiende, no se vuelve virilmente hacia quien lo ataca, sino

que se deja arrojar de la casa como si fuera un ladrón al que hubieran sorprendido y

renuncia a ver de nuevo a su amada, si no es en algunos encuentros convenidos en

secreto, para los que viene de Hamburgo. La posición de Hölderlin es débil, pueril y

hasta femenina en esos momentos decisivos. Escribe cartas exaltadas a la amiga que

le ha sido arrebatada; hace de ella la sublime novia de Hyperion y derrama sobre el

papel las hipérboles más exaltadas de su amor, pero nada hace para recobrar a su

amada, que está allí, casi junto a él. No se atreve como Schelling, como Schlegel, a

arrancar a la mujer que ama del odioso tálamo matrimonial, frío y helado, riéndose de

peligros y maledicencias, para transportarla al flamante centro de su vida. Ese eterno

desarmado no lucha nunca con el destino; siempre se inclina y cede ante su poder

superior, siempre se declara vencido por la vida, que es más fuerte que él: «the world

is too brutal for me». Y ésa su posición muy bien pudiera llamarse cobardía si detrás

de ella no estuvieran ocultos un gran orgullo y una gran energía muda. Pues este

hombre tan frágil siente dentro de sí algo indestructible, algo que siempre queda

incólume al recibir los manotazos de la vida. «La libertad, para quien sabe lo que esta

palabra significa, es algo lleno de profundidad.» «Estoy herido, brutalmente herido,

como nadie pudo estarlo jamás; estoy sin esperanza, sin meta, sin honor y, sin

embargo, dentro de mí noto algo fuerte, invencible, que me hace estremecer apenas

se agita en el interior de mi pecho, llenándome de entusiasmo.» En estas palabras está

todo el valor de Hölderlin; detrás de su decaimiento de neurasténico, detrás de su

cuerpo débil, caduco, se ocultan un aplomo indestructible, la invulnerabilidad de un

dios.

Por eso permanece invencible ante los embates del mundo, y los acontecimientos

pasan tan sólo como nubes rosadas o sombrías por encima del espacio de su alma,

siempre serena. Nada de lo que sucede a Hölderlin logra atravesar su espíritu; la

misma Susanne Gontard llegó a él como un sueño, como una madonna griega, y

como un sueño se esfumó después, para dejarle meditabundo y melancólico. Un niño

sabe quejarse más amargamente y hasta defenderse mejor, cuando se le priva de un

juguete, que Hölderlin cuando se le arrebata a la mujer amada. Su despedida es débil,

resignada, y hasta parece desprovista de dolor:


Quiero partir. Tal vez algún día pueda volver a verte, Diotima, pero el deseo ya se habrá marchado entonces y nos miraremos apaciblemente, extraños uno para el otro, como bienaventurados.


Hasta lo más querido está ausente para él en este mundo. Hölderlin está siempre

sin fuerza vital, como un noctámbulo, como un iluminado, fuera de la realidad. Lo

que conquista o lo que pierde no influye en su vida interna; por eso pueden reunirse

en él la sensibilidad extrema y la invulnerabilidad absoluta de su genio. Aquel que

todo lo da por perdido nada puede perder, y el sufrimiento purifica su alma y aumenta

su fuerza creadora: «Cuanto más sufre un hombre, tanto más profunda se hace su

fuerza.» Ahora que tiene el alma herida, rota, es cuando va a desplegar la fuerza

suprema de su valor poético, arrojando lejos de sí todas las armas defensivas, para

marchar orgulloso y sin miedo hacia su destino:


¿No son hermanos tuyos todos los hombres? ¿No vendrá en tu auxilio aun la misma parca? Continúa, pues, tranquilamente marchando por el camino de tu vida; no temas nada, y bendice todo lo que acaeciere.


Lo que procede de la miseria e injusticia de los hombres nada puede contra

Hölderlin. Pero el destino que le marcan los dioses es recogido por su genio, y

entonces lo despliega grandiosamente en su corazón sonoro.



EL RUISEÑOR CANTA EN LAS TINIEBLAS


La ola del corazón no se cubriría de la más hermosa espuma, ni se haría toda espíritu, si la roca impasible del destino no se opusiera a su paso.


Sólo en estas horas trágicas y oscuras, feliz en su canto solitario, puede haber escrito

Hölderlin esas frases llenas de elevación, de fuerza y de belleza:


Nunca había experimentado tan plenamente esa antigua e infalible voz del destino que nos dice que una nueva felicidad se abre en nuestro corazón, soportando la negrura del dolor; esa voz que nos dice que es solamente en la profundidad del dolor donde surge y resuena divinamente el canto vital del mundo, del mismo modo que se oye en las tinieblas el canto del ruiseñor.


La melancolía de Hölderlin, presentimiento en la adolescencia, se convierte

entonces en un dolor trágico y la elegiaca melancolía se transforma en poder hímnico.

Las estrellas de su vida han caído: Schiller y Diotima. Ahora, completamente solo, en

la oscuridad, eleva su canto de ruiseñor, canto que perdurará siempre, mientras

perdure la lengua alemana. Desde ahora, todo lo que crea Hölderlin, templado y

endurecido por el dolor, todo lo que crea desde este punto culminante que separa el

éxtasis de la caída, está ya ungido por el genio; ahora su obra ya es una obra acabada.

Ha saltado ya la cáscara, la envoltura que ocultaba la verdadera esencia de su ser, y

ahora corre libremente la verdadera melodía del canto incomparable de su sino.

Entonces nace ese magnífico triple acorde de su vida: la poesía de Hölderlin, la

novela de Hyperion y la tragedia de Empédocles, esas tres variantes de su apogeo y

de su caída. Al hundirse su vida terrenal, encuentra Hölderlin la más alta armonía del

espíritu.

«Quien marcha sobre su dolor —dice Hyperion— marcha hacia las alturas.»

Hölderlin ha dado ya su paso decisivo; está por encima de su desgracia, por encima

de su propia vida. Ya no busca la sensibilidad en su vida, sino que vive consciente de

su destino trágico. Como Empédocles en el Etna, teniendo allá abajo las voces de los

hombres, arriba las melodías eternas y delante de sí el abismo de fuego, así está el

poeta también en su magnífico aislamiento. Sus ideales de antes se han borrado ya

como nubes; incluso la figura de Diotima se entrevé sólo como en sueños, pero ahora

se alzan visiones poderosas y proféticas, himnos atronadores como de anunciación.

Hölderlin, desligado del tiempo y de la sociedad, ha renunciado a todo lo que

significa felicidad o comodidad; la certeza de su próxima caída lo eleva por encima

de las preocupaciones de la vida. Sólo una inquietud lo conmueve aún, levemente: no

caer demasiado pronto, no hundirse antes de haber podido cantar sus himnos en

honor de Apolo, sus cantos de victoria sobre su propia alma. Así pues, se postra ante

el altar invisible y suplica una muerte heroica, una muerte rodeada de canto:


Concededme un verano, ¡oh, inmortales!; concededme también un otoño para la madurez de mi canto, para que mi corazón, satisfecho de esos dulces juegos, pueda luego morir. El alma que en la vida no logró la divina satisfacción, tampoco descansa cuando está en el Orco subterráneo; si, por el contrario, terminase la sagrada tarea que hay en mi corazón, la poesía, entonces bendeciré la llegada del reino de las sombras. Contento marcharé, aun

cuando la lira no me acompañe, puesto que sólo entonces habré vivido como los dioses; y esto me ha de bastar.


Pero las Parcas, las calladas Parcas, tienen una hebra de hilo muy corta; ya las tijeras brillan en manos de Atropos. Pero ese corto espacio de tiempo encierra un infinito: Hyperion, Empédocles y las Poesías se han salvado, y llegará a nosotros ese triple canto del genio. Después el poeta desaparece en la oscuridad. Los dioses no le permiten acabar completamente su obra. Pero a él sí le dejan acabado.



«HYPERION»


¿Sabes lo que lloras? No lloras algo que haya desaparecido en tal o cual año; no se puede decir exactamente cuándo estaba aún aquí, ni cuándo partió; sino que estaba aquí, que está aún aquí, está en ti. Tú buscas una época mejor, un mundo más hermoso.


Hyperion es el sueño de juventud de Hölderlin; es aquel mundo del «más allá»; es

la patria invisible de los dioses; es, en fin, aquel sueño que él cobijó tan

ardientemente y del cual nunca llegó a despertar en la vida real. «No hago más que

adivinar, sin poder encontrar», dice en el primer fragmento de Hyperion. Sin

experiencia, sin conocer el mundo y hasta ignorando las formas del arte, empieza

Hölderlin a escribir versos de una vida que no ha vivido todavía. Como todas las

novelas de los románticos, como Ardinghello, de Heinze, Sternbald, de Tieck, y

Ofterdingen, de Novalis, Hyperion es también algo escrito a priori, antes de toda

experiencia; Hyperion es sólo sueño, sólo poesía; sólo un mundo donde el poeta se

refugia al huir del mundo de la realidad, pues, en los umbrales del siglo, los idealistas

alemanes huyen de la realidad para refugiarse en la literatura, mientras que al otro

lado del Rin saben interpretar mejor a su maestro Jean Jacques Rousseau. Éstos están

ya cansados de limitarse a soñar en un mundo mejor; ya no esperan, desde hace

tiempo, transformar las cosas del mundo real por medio de la poesía, sino por la

fuerza y por la violencia. Robespierre ha rasgado sus poesías; Marat ha roto sus

novelas sentimentales; Camille Desmoulins, sus malos versos; Napoleón, su planeada

novela al estilo de Werther, y se disponen todos a transformar el mundo según sus

ideales, mientras que los alemanes se agitan convulsivamente en el sentimentalismo y

en la música; llaman novelas a libros de ensueño o a diarios de su sensibilidad, pero

que nada tienen de concreto y que se pierden en los límites adonde llegan sus

sentimientos entreabiertos, de forma que un mundo imaginario les oculta el mundo

real. Se entregan a elevados sueños de voluptuosidad espiritual hasta que se agotan

sus sentidos. El triunfo de Jean Paul marca el punto más elevado de esta clase de

novela y el fin de la sentimental, que había llegado más allá de lo tolerable con obras

que eran más música que poesía, que eran una melodía tocada sobre las cuerdas de la

sensibilidad, tensas hasta el exceso, que eran, en fin, una elevación pasional del alma

hacia la melodía del universo.

De todas esas antinovelas (perdóneseme esta palabra), de todas esas novelas

emocionales, puras, divinamente juveniles, es Hyperion la más pura, la más

emocionante y la más juvenil. Tiene todo el dulce abandono de un sueño de juventud,

junto con el embriagador ímpetu del genio; es inverosímil hasta la parodia y al mismo

tiempo solemne por el ritmo de esa marcha hacia el infinito; hay que reflexionar largo

tiempo para poder descubrir todo lo que se ha malogrado por falta de madurez en este

libro encantador, y aún no se puede presumir todo. Pero hay que tener la valentía (en

presencia de una naciente idolatría por Hölderlin, idolatría que desearía encontrar

grandioso hasta lo menos acertado, lo mismo que en Goethe) de declarar que la

naturaleza íntima del genio de Hölderlin era entonces ajena a lo humano e incapaz,

por tanto, de formar una psicología consistente.

«Amigo, no me conozco ni conozco nada de los hombres», había dicho, lleno de

clarividencia. Ahora, en Hyperion, vemos su intento de crear personajes plásticos,

aun cuando él no conoce a los hombres; describe una esfera (la guerra) que nunca ha

visto; pinta un escenario (Grecia) donde no ha estado nunca; y un tiempo (el

presente) que nunca le ha preocupado. Por eso él, todo pureza, todo presentimiento,

necesita pedir prestado a otros libros lo que quiere representar. Toma los nombres de

otras novelas; las descripciones de Grecia, de los viajes de Chandler; copia

situaciones y figuras de obras contemporáneas como las copiaría un escolar; la fábula

está llena de reminiscencias; la forma epistolar es imitación; la parte filosófica no es

más que una presentación poética de escritos o conversaciones. Nada en Hyperion es

propiedad de Hölderlin (¿por qué no hablar claro?), si no es lo único y más original, o

sea, el monstruoso impulso del sentimiento; un ritmo en la palabra que nos hace

saltar, un ritmo que es reflejo del infinito. En el más elevado sentido, esa novela no

tiene más interés que como música.

Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo plástico, sino hasta lo espiritual, y

se ha tratado de llamarlo novela filosófica para encubrir así todo lo que tiene de

amorfo, de abstracto y de impreciso. Ernst Cassirer, con muchos trabajos, ha ido

aislando todo lo que Hyperion, ese conglomerado sonoro, tiene de Kant, de Schiller,

de Schelling y de Schlegel; sin embargo, lo creo un esfuerzo vano, pues la filosofía

de Hölderlin no tiene lazos profundos con ninguna filosofía. Su espíritu

indisciplinado, inquieto, desordenado, que se nutría sólo de la intuición o de la

revelación, no podía nunca asimilar ningún sistema filosófico; es decir, no podía

ordenar coordinaciones de pensamientos arquitectónicamente; sí, cierta confusión de

ideas, paralela a la confusión de sentimientos que tenía Kleist, cierta incoherencia del

pensamiento es típica de Hölderlin; aun antes de que llegara a ser, por su enfermedad,

completamente incapaz de coordinar las ideas. Su espíritu inflamable se encendía por

cualquier chispa aislada que cayera en el barril de pólvora de su entusiasmo; así la

filosofía le era ciertamente útil, pero sólo en aquello que sirviera a sus fines poéticos,

es decir, como fuente de inspiración. Las ideas sólo le son útiles cuando pueden

convertirse en impulso interior; jamás Hölderlin, cuya potencia intelectual era la

contemplación, tuvo que agradecer nada a las especulaciones teóricas o a los

refinamientos de las escuelas filosóficas. Y si alguna vez le sirven como motivos de

inspiración, las trastoca y las resuelve en éxtasis y en ritmo; utiliza unas palabras de

su amigo Hegel o de Schelling como Wagner utiliza la filosofía de Schopenhauer en

la obertura de Tristán o en el preludio del tercer acto de Los maestros cantores; es

decir, las transforma en música, en sentimiento o en exaltación. Su pensamiento es

sólo una vía para esa sensibilidad que lanza al mundo, del mismo modo que el aliento

del hombre necesita una flauta, un instrumento, para que el aire de su pecho, al ser

devuelto a la atmósfera, se haga armonioso.

El contenido ideológico de Hyperion cabría perfectamente dentro de una nuez; de

toda su enervadora y ardiente lírica se desprende, tan sólo, un único pensamiento, y

este pensamiento es, como siempre pasa en Hölderlin, el sentimiento de su vida: el

dualismo inarmónico, el no poder conciliar el mundo externo, trivial e impuro, con el

mundo interior. Reunir el interior y el exterior en una forma suprema de unidad y de

pureza, crear sobre la Tierra la «teocracia de la belleza», la unidad del Todo, he aquí

la tarea ideal del individuo en particular y de la Humanidad en general: «Sagrada

Naturaleza; eres la misma dentro y fuera de nosotros. No puede ser muy difícil

conciliar lo que está fuera de mí con lo que hay de divino en mi interior», así reza el

joven y entusiasta Hyperion al preconizar la sublime religión de una comunión

universal. En él no se halla la voluntad fría y verbal de Schelling, sino la voluntad

brutal de Shelley de lograr una comunión con la Naturaleza, o bien la nostalgia de

Novalis por hacer saltar esa tierna membrana que limita nuestro «yo», para así

poderse difundir voluptuosamente en el tibio cuerpo de la Naturaleza.

En Hölderlin, la única cosa que parece original, en su aspiración hacia la unidad

de la vida, es el mito de una edad de oro de la Humanidad, en que este estado existía

inconscientemente, como en una Arcadia primitiva, y también su fe religiosa en una

segunda edad de oro de la Humanidad. Lo que una vez dieron los dioses a los

hombres y éstos perdieron en su inconsciencia, ese estado sagrado, será obtenido de

nuevo, después de siglos de rudo trabajo, a fuerza de espíritu, a fuerza de entusiasmo

poético. Los pueblos han perdido la armonía infantil, y la armonía de los espíritus

será siempre el principio de una nueva historia de la Tierra. Sólo habrá belleza, y el

hombre y el mundo exterior se unirán en un solo abrazo, formando así una divinidad

universal. «Pues de este modo —deduce con sorprendente inspiración Hölderlin— no

habrá para el hombre ningún ensueño que no corresponda a una realidad. El ideal —

nos dice el poeta— es lo que fue en otro tiempo la naturaleza. Así el mundo alciónico

debe de haber existido, pues sentimos nostalgia de él. Y teniendo la nostalgia, nace en

nosotros la voluntad de que resucite ese antiguo mundo. Junto a la Grecia histórica,

debemos crear otra nueva Grecia: la del espíritu.» Hölderlin, el más grande patriota

de esa nueva patria espiritual, nos da su imagen en sus obras.

Por todas partes busca Hölderlin ese mundo mejor que él ha anunciado: Hölderlin

lo ha colocado en Oriente y en el mar, a fin de que las costas del nuevo reino

aparezcan más pronto a sus claros ojos. El primer ideal de Hyperion (que es una

sombra luminosa de Hölderlin) será la naturaleza que todo lo abraza en su seno; pero

aun así, ésta no puede disipar la melancolía innata de ese eterno soñador, pues la

naturaleza, que es el todo, rehúsa tener una visión fragmentaria. Entonces Hyperion

busca esa comunión en la amistad, pero ésta no logra llenar la inmensidad de su

corazón; después, parece que el amor le concede, al fin, esa sagrada unión, pero

Diotima desaparece y así acaba ese sueño apenas empezado. Ahora va tras el

heroísmo, la lucha por la libertad; pero ese nuevo mundo ideal queda hecho pedazos

ante la realidad, pues la realidad rebaja la guerra hasta hacerla saqueo, asesinato,

brutalidad. El nostálgico peregrino sigue entonces a sus dioses hacia su patria, pero

Grecia ya no es la Hélade de la antigüedad; una generación descreída profana hoy

aquellos lugares míticos. Por ninguna parte la exaltación de Hyperion puede

encontrar lo absoluto ni la armonía; reconoce su destino terrible, que es ser vencido,

más tarde o más temprano, y presiente la «incurabilidad del siglo». El mundo está

despedazado y se ha hecho insípido.

Pero el sol del espíritu, el mundo ideal, ha desaparecido, y en la noche glacial sólo reinan huracanes.

Entonces, cediendo a una cólera que no puede dominar, Hölderlin conduce a su

héroe a Alemania, a la Alemania donde el mismo Hölderlin sufre, en su propia carne,

la maldición de no poder encontrar nada de aquella perfección de la vida, sino que

sólo encuentra dispersión, aislamiento y disolución del todo. Entonces se alza la voz

de Hyperion para hacer una terrible advertencia. Parece como si Hölderlin hubiera ya

profetizado con ello todo el peligro al que conduce Occidente: el americanismo, la

mecanización, la desespiritualización de ese siglo para el que él pedía la teocracia de

la belleza. Nadie, en el tiempo presente, piensa ya más que en sí mismo; al contrario

de los antiguos y de los hombres futuros que él ha soñado y que formarán unidad con

el universo:


Están los hombres como encadenados a su propia actividad y, en el estruendo de los talleres, sólo oyen su propia voz. Como salvajes, trabajan incansablemente y con brazo duro, pero su labor resulta siempre infructuosa, estéril, como la de las Furias.


La independencia de Hölderlin con respecto al presente se convierte en una

declaración de guerra a su patria, cuando ve que en Alemania no aparece todavía su

nueva Grecia, su Germania; así que él, que tanta fe tenía en su pueblo, alza su voz de

maldición, que es la maldición más fuerte que ningún alemán, herido de amor patrio,

haya podido lanzar contra su país.

Él había partido a la busca del ideal en el universo y ha de huir ahora a refugiarse

en su idealismo: «Ha terminado ya mi sueño sobre las cosas humanas.» Pero ¿adónde

huye entonces Hyperion? La novela no lo dice. Goethe, en el Fausto o en Wilhelm

Meister, habría contestado: «A la acción.» Novalis habría dicho: «A la fantasía, al

ensueño o a la magia.» Hyperion, que es todo preguntas, no tiene qué contestar.

Como lamento nostálgico, su acento se pierde en el vacío. El hermano que nace,

Empédocles, sabe ya algo más acerca de sublimes huidas; huye del mundo para

refugiarse en la poesía, huye de la vida a la muerte. En Empédocles se ve ya la

ciencia del genio; Hyperion, en cambio, es siempre el eterno muchacho, el eterno

soñador que presiente, pero no encuentra.

Un presentimiento puesto en música: tal es Hyperion, nada más; no es una obra

completa, ni un poema tampoco. Sin recurrir al examen filosófico, se ve claramente

que, en él, los años y la sensibilidad mezclan caóticamente diferentes sedimentos y

que la melancolía del desengaño convierte en profunda depresión aquel optimismo

entusiasta de la juventud. En la segunda parte de la novela flota como un cansancio

otoñal; aquella luz resplandeciente del éxtasis es ya un crepúsculo que marcha hacia

la noche oscura y empieza a ocultar «las ruinas de pensamientos que fueron

edificados tiempo atrás». En esta obra, como en las demás, la impotencia del poeta le

ha impedido realizar su ideal, es decir, crear una unidad. La fatalidad sólo le ha

permitido crear un fragmento y su esfuerzo no llega nunca a producir algo terminado

por completo. Hyperion es como un torso de juventud, un sueño que no ha llegado a

su fin, pero toda sensación de imperfección desaparece totalmente gracias al

magnífico ritmo del lenguaje, que cautiva nuestro entusiasmo por su pureza y fuerza,

ya sea en lo que tiene de exaltación, ya en lo de desaliento. Nada ha producido la

prosa alemana más puro y más lleno que esas oleadas sonoras que no se interrumpen

ni por un segundo; ninguna obra de la poesía alemana tiene esa continuidad de ritmo,

esa armonía tan bellamente desplegada. Pues, para Hölderlin, la nobleza de su

lenguaje era la forma natural de su aliento, de su voz; era algo fundamental de su

propio ser; así que nada hay de artificial en esa obra, en la que sólo hallamos

espontaneidad y naturalidad, compensándose así la endeblez del fondo por la

magnificencia de la forma. Todo satisface, todo conmueve en esa prosa elevada e

impetuosa que llena de amplitud las figuras más inverosímiles, haciéndolas como

vivas y posibles. Las ideas, pobres de por sí, se llenan de un ímpetu tal, que parecen

sonar a algo celeste; los paisajes irreales se desvanecen en la magia de esa música,

como visiones de un sueño de vívidos colores. El genio de Hölderlin viene siempre

de lo inconcebible, de lo inconmensurable; siempre es algo alado que desciende de un

mundo superior hasta nuestra alma, subyugada por el entusiasmo. Siempre vence él,

pobre artista sin facultades, por su pureza y su música.



«LA MUERTE DE EMPÉDOCLES»


…Y puras imágenes salen, como tranquilas estrellas, de aquellas largas dudas.


Empédocles es el grado superlativo del sentimiento heroico de Hyperion. Ya no es

elegía del presentimiento, sino tragedia de la seguridad del destino; lo que en la

primera obra es un canto lírico, dirigido al destino, se eleva en Empédocles hasta ser

una rapsodia dramática. El soñador, el buscador incansable, ha dejado paso libre al

héroe consciente e impávido. Después de que Hölderlin ha visto su alma destrozada,

ha subido el escalón decisivo, un escalón formidable, elevándose hasta el espíritu de

resignación, y con un paso más traspasa ya el umbral oscuro de la profundidad

suprema que consiste en abandonarse, voluntariamente y con piedad antigua, al

propio destino. Por eso, ese oculto duelo que flota en ambas obras es tan diferente en

cada una de ellas: en Hyperion tiene toda la media luz del crepúsculo matutino; en

Empédocles es ya una siniestra y oscura nube de tempestad, que vibra bajo los

relámpagos de la desesperación y adelanta el brazo amenazador de la destrucción. El

sentimiento de fatalidad se ha convertido ahora en un heroico sentimiento de caída.

Hyperion soñaba aún en una vida noble y pura, en una unidad en la existencia.

Empédocles, borrados ya sus sueños, pide, con relevante clarividencia, no una vida

noble y grande, sino una muerte grande. Hyperion es una pregunta juvenil;

Empédocles, una viril contestación. Hyperion es una elegía del comienzo;

Empédocles, una magnífica apoteosis del fin, de la caída heroica. Por eso la figura de

Empédocles se alza de manera tan visible por encima de Hyperion; la poesía tiene

aquí un ritmo más elevado, pues no se trata de un casual sufrimiento del hombre, sino

de la sagrada miseria del genio. El sufrimiento del muchacho es sufrimiento de él

mismo y de la tierra, es la suerte inherente a todo ser humano; pero el dolor del genio

es un dolor más alto que ya no le pertenece a él mismo, es un sufrimiento sagrado que

pertenece a los dioses. Aquí se delimita, pues, un mundo nuevo; el primero de ellos

está aún húmedo por el rocío de la fe, es como un dulce paisaje del alma; el otro es ya

una esfera heroica, una mole rocosa, una cordillera donde reinan la soledad y las

grandes tormentas; la separación entre ambos mundos la constituyen la pubertad del

genio y el choque con el destino. El que no ha podido aprender a vivir, el que ha visto

hundirse el cielo de la fe, rompiéndose así su corazón, va ahora a tener su último

sueño, el sueño supremo, el sueño de la muerte en la inmortalidad.

Hölderlin quería representarse a sí mismo una muerte voluntaria, recibida con

toda la energía y todo el sentimiento de que es capaz un alma que está en su plenitud;

quería representarse a sí mismo cómo se muere en la belleza (pues ¡cuán cerca estaba

de tal decisión en aquellos días en que buscaba su propia destrucción!). Entre sus

papeles se encuentra un primer esbozo del drama La muerte de Sócrates; debía ser la

muerte de un sabio, la muerte de un hombre libre, pero pronto la imprecisa imagen de

Empédocles descarta la figura de Sócrates, la figura del filósofo escéptico. De

Empédocles nos ha quedado la sugestiva frase: «Se vanagloriaba de ser más que los

humanos, consagrados a tantos males.» Este sentimiento de diferencia, de

superioridad y de mayor pureza hace de Empédocles un antepasado intelectual de

Hölderlin, que ahora, siglos después, se dispone a adornar a este personaje mítico con

todas las desilusiones que el mundo, ese mundo eternamente fragmentario, le ha

hecho experimentar a él. Y va a revestir a esa figura de toda la cólera que a él le

inspira la humanidad impía y egoísta. Al muchacho Hyperion sólo podía Hölderlin

darle su anhelo caótico, su impaciencia, pero a Empédocles puede darle ya su mística

comunión con el todo, su éxtasis y su intuición de una próxima y fatal caída.

Hyperion es poesía, símbolo; Empédocles, la exaltación del heroísmo, la embriaguez

de la divinidad. Aquí se cumple todo su ideal, que es elevarse con toda la plenitud de

su intacta sensibilidad.

Empédocles de Agrigento es —como Hölderlin dice en su primer renglón— «un

enemigo implacable de toda existencia parcial». La vida y los hombres le hacen sufrir

porque él no puede «vivir y amar con todos ellos, con corazón omnipotente, ardiente

como un dios y libre como un dios». Por eso Hölderlin le da lo más íntimo que tiene:

la indivisibilidad del sentimiento; Empédocles posee, como todo poeta, como todo

genio, el privilegio de comunicarse con el universo, un celeste parentesco con la

naturaleza eterna. Pero pronto la fuerza embriagadora de Hölderlin lo eleva aún más

alto, haciendo de él un mago del espíritu:


Para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.


Pero, precisamente a causa de esta universalidad, el maestro padece por la forma

fragmentaria de la vida; sufre al ver que todo lo que existe es regido por la ley de la

sucesión. Sufre al ver que los hombres dividen la vida en escalones, en puertas, en

barreras, y que, hasta el más alto entusiasmo, nunca es capaz de fundir las divisiones

en una unidad de fuego. Así, Hölderlin proyecta hacía lo cósmico su propia

experiencia, el desacuerdo que hay entre su propia fe y la insipidez del mundo real;

adorna a Empédocles con lo más entusiasta de su ser, con el éxtasis de su inspiración,

pero también con la depresión más profunda de sus horas de abatimiento. Pues, en el

momento en que Hölderlin hace aparecer a Empédocles, ya no es éste aquel espíritu

poderoso; los dioses (es decir, la inspiración) le han abandonado y le han desposeído

de su fuerza, porque su hybris le ha hecho jactarse de su felicidad:


Pues la divinidad pensativa odia una grandeza inoportuna.


Pero el sentimiento de universalidad se había convertido ya en un arrobamiento

feliz; el vuelo de Faetón le había elevado tan alto en los aires que él creía ser un dios

y se vanagloriaba:


La Naturaleza, que necesita un amo, se ha convertido en sierva mía, y si está esplendorosa es gracias a mí. ¿Qué serían los cielos y la mar, las islas y los astros, y todo lo que se ofrece a la vista de los hombres, qué sería también la lira muerta, si yo no les diese un alma? ¿Qué son los dioses, si yo no soy heraldo?


Ahora, sin embargo, le ha sido retirada la gracia de los dioses; de la altura

todopoderosa en que estaba, se ha precipitado en la más terrible impotencia. El vasto

mundo, pletórico de vida, parece a su espíritu, condenado al silencio, un reino

perdido. La voz de la Naturaleza pasa por encima de él como si estuviera vacía; ya no

llena su pecho de armonías; así se ve, pues, arrojado hacia las cosas terrenas.

En esta obra se sublima lo experimentado por el propio Hölderlin, es decir, su

caída desde el más alto entusiasmo al bajo nivel de lo real y, en una escena grandiosa,

describe toda la ignominia que ha de sufrir. Los hombres en seguida se dan cuenta de

la impotencia del genio de Empédocles y, con malicia, los desagradecidos se

precipitan contra él y lo arrojan de su patria, de su ciudad, del mismo modo que ya

arrojaron a Hölderlin de su nido de amor, y lo persiguen hasta hacerle refugiarse en la

más profunda soledad.

Aquí, en la cumbre del Etna, en la divina soledad, la Naturaleza recobra su voz y

el caído se levanta, y con él se levanta, magnífica, la poesía heroica. Tan pronto como

Empédocles —¡cuán maravilloso es este símbolo!— ha bebido el agua pura de aquel

monte, la pureza penetra otra vez en su sangre:


Otra vez, entre tú y yo, aquel amor de antes brilla como en rosada aurora.


La tristeza se convierte en luz y la violencia se trueca en aceptación. Empédocles

sabe el camino que conduce a su patria, que es comunión suprema; ese camino

discurre por encima de los hombres; es un camino solitario más allá de la vida; es un

camino de muerte. El deseo más fuerte de Empédocles es ahora la suprema libertad,

la comunión con el gran Todo; lleno de fe, se dispone a alcanzarla:


Repugna generalmente a los humanos todo aquello que es nuevo o extraño. Limitados a cuidar de su propiedad, no se inquietan más que por su subsistencia; su espíritu no llega a más. Pero, finalmente, han de partir, han de dejar la vida y, medrosos, se sumergen en el misterio. Así, cada uno de ellos recobra una nueva juventud, como quien se refresca en la purificación de un baño. Los hombres deberían hallar su mayor placer en este rejuvenecimiento y salir invencibles, como Aquiles de la Estigia, de una muerte purificadora, fijada por ellos mismos.


«Entregaos a la Naturaleza antes de que sea ella la que os tome.» Es un modo

magistral de sugerir el suicidio. Y el sabio comprende el sentido sublime de una

muerte que llega demasiado pronto, fatalmente, necesariamente. En efecto, la vida es

destrucción, porque es desintegración, fraccionamiento, mientras que la muerte

disuelve al ser en el Universo. La pureza es la ley suprema del artista y éste ha de

cuidar de mantener puro, no la envoltura, sino el espíritu que ella encierra:


Debe marcharse aquel cuyo espíritu ya ha hablado. La divina Naturaleza se manifiesta a veces como es: divina, y así es como la reconoce la raza que tiene osadía; pero después, cuando el mortal ha sentido ya su pecho lleno de delicias y las ha pregonado, puede ya romper el vaso, a fin de que no pueda servir para otro uso. Que lo divino no se mezcle con lo humano. Mueran, pues, esos hombres libres, esos hombres felices; mueran antes de

que caigan en el egoísmo, en la frivolidad o en la ignominia, aportando así a los dioses su sacrificio de amor.


Sólo la muerte salva lo divino que hay en el poeta; sólo la muerte puede guardar

intacto su entusiasmo, no manchado aún por la vida; sólo la muerte puede

inmortalizarlo y hacer de él un mito:


Ése es el único destino propio del poeta, para quien, en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte, la divinidad descorre el velo; aquel a quien amaban la luz y la tierra; aquel en quien el espíritu del mundo despertó su propio espíritu.


En el presentimiento de la muerte encuentra su último entusiasmo, que es a la vez

el más alto; como el cisne a la hora de morir, él también ve que su alma se llena de

melodía…, de una melodía que se eleva magníficamente y que no tiene fin. Aquí,

pues, cesa ya la tragedia. A Hölderlin ya no le era posible elevarse más por encima de

su propia destrucción voluntaria, pero abajo contesta todavía una voz terrenal a los

elegidos que cantan la suprema necesidad:


Así debe suceder, así lo quieren el espíritu y el tiempo que llegó a su madurez, pues nosotros, los ciegos, necesitamos un día ver el milagro.


Y termina en un sublime final, cantando en alabanza de ese misterio inconcebible:


Grande es su divinidad y grande es el sacrificio.


Hasta su última palabra, hasta su último aliento, Hölderlin alaba todavía al

destino, servidor inconmovible de la sagrada necesidad. Nunca se ha acercado tanto

al mundo griego como en esta tragedia; con su dualismo de sacrificio y exaltación,

alcanza más pureza y elevación que la que alcanzó nunca la tragedia alemana. El

hombre que desafía a los dioses y al destino, alzándose contra ellos con ímpetu

amoroso; el sufrimiento del genio, rodeado de vulgaridad y fraccionamiento en este

mundo sin alas; tal es el conflicto elemental en el que Hölderlin ha expresado

magistralmente su propia opresión. Lo que no logró Goethe en Tasso, porque se

limita a mostrar el tormento del poeta en la vida burguesa, por el sentimiento de

vanidad, del orgullo de casta y de un amor exaltado, lo alcanzó Hölderlin por la

pureza del elemento trágico: Empédocles está completamente deshumanizado y su

tragedia es puramente tragedia de la poesía. Ni un átomo de episodio vano o de

teatralidad oscurece el ropaje armonioso de esta acción dramática. Ninguna mujer

dificulta la acción con la menor intriga erótica; no se interponen ni criados ni siervos

en el terrible conflicto entre el solitario y los dioses. Como en Dante, como en

Calderón, se eleva sobre el destino individual un espacio infinito, y así la acción se

desarrolla bajo el gran cielo de la eternidad. Ninguna tragedia alemana tiene tanto

cíelo encima como ésta, ninguna sale tan naturalmente de las tablas para llegar al

ágora, a la plaza pública, a la fiesta y al sacrificio solemne: en este fragmento (y en el

titulado Guiskard pasa lo mismo) ha sido resucitado el mundo antiguo por la voluntad

apasionada del alma. Empédocles se alza aquí, entre nosotros, como un templo de

mármol de columnas sonoras, aparentemente incompleto, un torso nada más, pero

perfecto.



LAS POESÍAS DE HÖLDERLIN


Es un enigma aquel que nace puro. Apenas puede el canto descubrirlo, pues así como naciste quedarás.


La poesía de Hölderlin sólo tiene tres de los cuatro elementos de la filosofía griega,

éstos eran: el fuego, el agua, el aire y la tierra; en la poesía de Hölderlin falta la tierra,

esa tierra turbia y pesada que subyuga poderosamente y que es signo de plasticidad y

de dureza. La poesía de Hölderlin ha sido moldeada con un fuego que, llameante, se

eleva hacia la altura; es símbolo del espíritu, del eterno viaje hacia el cíelo; es ligera

como el aire y se cierne allá arriba como una procesión de nubecillas y de viento

sonoro; es pura, es diáfana. A través de ella pasan todos los colores y tiene un ritmo

incesante de subida y bajada, como la eterna respiración del espíritu creador. No tiene

raíces que la aten a la tierra, sino que crece hacia arriba, hostilmente, en esa tierra

pesada e infructífera; sus versos son inquietos, errantes, como nubes que suben hacia

el cielo y que ya se arrebolan de sol, ya se oscurecen de pesimismo y, a veces, dejan

escapar de pronto el violento rayo y trueno de la profecía. Pero siempre se mantienen

allá arriba, en las regiones etéreas, siempre alejadas de la tierra, inaccesibles a los

sentidos y sensibles solamente para el sentimiento. «En su canto flota su espíritu»,

dice Hölderlin al hablar de los poetas, y así su espíritu se convierte en música igual

que el fuego se convierte en humo. Todo se dirige hacia las alturas; «por el calor se

alza el espíritu»; por la combustión, es decir, por la idealización de la materia, el

sentimiento se sublima. Para Hölderlin, la poesía es siempre la evaporación de lo

material y su conversión en espíritu, la sublimación en el espíritu universal, pero

nunca es envoltura o adorno de lo material. La poesía de Goethe, aun la más sublime,

siempre tiene una porción material; tiene calor de vida, es sabrosa como una fruta y

se la puede abarcar con los sentidos, pero la de Hölderlin escapa a toda percepción.

La poesía de Goethe tiene aún la tibieza del cuerpo, aroma de tiempo, gusto de tierra;

hay siempre en ella algo de individualismo, algo de Johann Wolfgang Goethe y algo

también de su mundo. Al contrario, la poesía de Hölderlin está personificada adrede:

«lo individual molesta siempre al espíritu puro que lo concibe», dice el poeta algo

oscuramente. Por esta falta de materialidad, su poesía tiene una estática particular, no

descansa en sí misma, formando un círculo vicioso, sino que se sostiene, elevada por

sí misma, como un aeróstato; siempre nos recuerda a los ángeles, esos espíritus puros,

sin sexo, que pasan como un sueño por encima de nuestro mundo, esos seres

ingrávidos convertidos en su propia melodía. Goethe poetiza cosas de la Tierra;

Hölderlin, supraterrestres. Su poesía es (como la de Novalis, como la de Keats, como

la de todos los genios muertos prematuramente) una victoria sobre la gravedad, una

conversión de expansión en sonido, un regreso al fluido elemental.

La tierra, pues, ese elemento duro, pesado, ese cuarto elemento del Todo —ya lo

dije antes—, no es compatible con la plasmación espiritual de la poesía de Hölderlin;

para éste, la tierra es siempre lo inferior, lo bajo, lo enemigo, lo brutal, la fuerza de

gravedad que le recuerda su origen terrenal y de la que se desprende. Pero también la

tierra está llena de fuerza poética, es fuerte, tiene forma, calor, abundancia divina,

para los que la saben aprovechar. Baudelaire, que todo lo forma de materia terrenal

con la misma pasión espiritual que Hölderlin, es tal vez el lírico más completo en

contraposición a Hölderlin; sus poesías están hechas por compresión (las de Hölderlin

por expansión) y tienen tanta solidez frente al infinito como la música de Hölderlin;

su brillo cristalino y su solidez no son menos puros que la transparencia y armonía de

este último. Esos dos géneros de poesía están frente a frente, como la tierra y el cielo,

como el mármol y la nube. En ambos géneros, la transformación de la vida en arte

plástico o musical es perfecta. Lo que entre ellos se despliega, como variantes

infinitas del soplo poético, hecho ya sea de materialización, ya de idealización,

constituye una transición magnífica. Son ambas formas del arte los dos extremos, el

punto supremo de la concentración y el punto supremo de la expansión.

En la poesía de Hölderlin, la desintegración de lo concreto, o mejor aún, según la

expresión de Schiller, «la negación de lo accidental», es tan completa y destruye tanto

lo objetivo, que los títulos que escribe sobre los versos no parecen a veces tener

ningún sentido y diríanse colocados por la casualidad. Para darse cuenta de eso,

léanse las tres odas «Al Rhin», «Al Main» y «Al Neckar», y podrá verse cómo el

mismo paisaje está despojado de toda individualidad: el Neckar corre hacia el mar

Ártico de sus ensueños y los templos griegos muestran su blancura en las márgenes

del Main. La propia vida del poeta se disuelve en símbolos; Susanne Gontard pierde

su verdadero sentido al convertirse en Diotima. Alemania es una patria mística; los

sucesos se convierten en sueños; el mundo, en mito; ningún vestigio terrestre, ningún

vislumbre del destino del propio poeta, se salva de ese proceso de depuración lírica.

Hölderlin no transforma, como Goethe, el suceso en poesía, sino que aquél

desaparece, se borra, al hacerse poesía sin dejar ni una nube. Hölderlin no transforma

la vida en poesía, sino que huye de la vida para refugiarse en la poesía, como realidad

más cierta de la existencia.

Esa falta de fuerza real, de precisión de los sentidos, no sólo descorporiza lo

objetivo, lo real, en la poesía de Hölderlin, sino que hasta el propio idioma deja de ser

terrenal, pierde su color y su resabio para hacerse una cosa transparente, nebulosa,

blanda: «El idioma es superfluo», hace decir a Hyperion con acento dolorido, ya que

el lenguaje de Hölderlin está falto de toda riqueza, pues él no quiere beber en la

fuente del idioma, sino que escoge sus palabras sobriamente y con cuidado. Su caudal

de palabras es tal vez inferior en una décima parte al de Schiller y apenas llega a una

centésima del de Goethe. Éste, con mano firme y nunca mojigata, tomó sus palabras

del pueblo, de la plaza pública, para así enriquecer su estilo y renovar sus imágenes.

Hölderlin se forma un caudal reducido, sin variedad, sin matices.

Él mismo se da cuenta de esa limitación voluntaria y del peligro de esa renuncia a

lo sensitivo: «Me falta menos fuerza que ligereza, menos las ideas que los matices,

menos un tono mayor que una serie complementaria de tonos menores, menos luz

que sombras, y todo por la razón de que aborrezco lo vulgar y común que hay en la

vida real.» Prefiere permanecer pobre, prefiere reducir su lenguaje a un círculo

limitado, antes que tomar del idioma del mundo impuro un solo dracma para

utilizarlo en las esferas celestes. Prefiere «proceder sin adornos, únicamente por

largos acordes, en que cada uno forme un todo, y alternarlos armónicamente», antes

que dar a su lenguaje lírico el acento del mundo inferior. En su sentir, no debe

considerarse la poesía como una cosa terrestre, sino como un presentimiento de lo

divino. Prefiere el peligro de la monotonía antes que comprometer la pureza absoluta

de su poesía; que su lenguaje sea puro es preferible a que sea rico. Incesantemente se

repiten, aunque en magistrales variantes, los epítetos «divino», «celestial», «santo»,

«eterno», «feliz», «bienaventurado»; tampoco utiliza sino palabras tomadas de la

antigüedad, ennoblecidas por la edad, y rechaza las que aún llevan prendido en su

ropaje el aliento de ahora, del presente, que todavía están tibias de vaho de pueblo y

gastadas por el uso incesante. Así como antes el sacerdote vestía de blanco

inmaculado, así también la poesía de Hölderlin lleva un ropaje solemne y severo que

la distingue de lo que hay de vanidoso y de superficial en los poetas. Elige adrede las

palabras vaporosas, sugestivas, que como incienso exhalan un perfume religioso, un

aroma de fiesta, de solemnidad, algo que huele a consagración. Todo lo tangible,

concreto, plástico y físico falta completamente en sus expresiones elevadas. Y es que

Hölderlin no toma nunca las palabras por lo que pesan, por su colorido para concretar

las cosas, sino siempre por su fuerza ascensional, por su ímpetu espiritual para

llevarnos al mundo superior, al mundo divino del éxtasis. Todos esos epítetos

efímeros, «feliz», «celeste», «sagrado», esas palabras, como ángeles sin sexo, son

incoloras como un velo, pero, como un velo también, cuando se inflan por la

impetuosidad del ritmo, por el soplo del entusiasmo, se llenan de ampulosidades

maravillosas y nos elevan muy alto. Toda la fuerza de Hölderlin —ya lo he dicho—

viene de su potencia de exaltación, de su entusiasmo; eleva todas las cosas, y por

tanto también las palabras, a otras esferas, donde adquieren otro peso específico que

el que tienen en nuestro mundo mezquino, apagado, donde no son más que una «nube

eufónica». En el aliento del canto, esas palabras vacías e incoloras adquieren nueva

luz, se mantienen en el éter, solemnes, y suenan misteriosamente como con un

sentido oculto.

Su más alta magia viene de la sugestión, la elevación del sentimiento, pero no de

su precisión. Su poesía no quiere ser nunca plástica, sino luminosa, y por eso carece

de sombras. No quiere describir las cosas de la vida real, sino algo que está más allá

de los sentidos y que nos eleva hacia el cielo al mostrarnos lo sobrenatural, lo que se

escapa al intelecto. Por eso, la característica de las poesías de Hölderlin es el impulso

hacia la altura. Todas empiezan con ese «fuego de la exaltación» en el que el espíritu

puro y la sinceridad de sus himnos tienen siempre algo rudo, algo de choque, algo de

empujón: es que el lenguaje que emplea en los versos se ha de separar en seguida del

lenguaje corriente para difundirse en su propio elemento. En Goethe no se encuentra

una gran distancia entre la prosa poética (véanse sus cartas de juventud) y el verso; no

hay apenas transición. Como en los anfibios, su lenguaje vive en los dos mundos: el

de la prosa y el de la poesía; el de la carne y el del espíritu. Hölderlin, por el

contrario, en la prosa tiene una lengua pesada; en sus cartas y en su conversación

tropieza continuamente con fórmulas filosóficas; el léxico de su prosa está

desarticulado si se compara con el de sus poesías, que es donde mana con

naturalidad. Como aquel albatros de la poesía de Baudelaire, sólo puede medio

arrastrarse por tierra; pero en los aires, en las alturas, puede moverse libremente,

planear y hasta descansar. Así, cuando Hölderlin encuentra su propio entusiasmo, el

ritmo fluye de su boca como aliento de fuego; la pesadez de la sintaxis se transforma

en giros llenos de arte; brillantes inversiones son el contrapunto a una fluidez mágica:

su etérea canción, transparente como el ala membranosa y cristalina de un insecto,

deja ver a través de ella el azul infinito, todo sonoridad. Precisamente lo que en los

demás poetas es más raro, la inspiración que no decae un momento, la continuidad

del verdadero canto, es para Hölderlin lo más natural. En Empédocles, en Hyperion,

no se anquilosa nunca el ritmo, no decae ni desciende un solo segundo. Nada

prosaico queda a aquel que se deja arrebatar por el entusiasmo; él habla en poesía

como en un lenguaje que poseyera a la perfección y nunca la mezcla con la prosa

cotidiana; el lirismo y el entusiasmo lo llenan completamente en los momentos de

inspiración: «la embriaguez de su caída en las alturas», como él mismo dice

magistralmente, se extiende por encima de él. Más tarde, su destino, como un

emocionante símbolo, nos demostró que su poesía era más fuerte que su espíritu, pues

cuando Hölderlin está ya enfermo de espíritu, pierde la capacidad para la vida

inferior, pierde el lenguaje cotidiano de la conversación, pero el ritmo sonoro sigue

fluyendo siempre de sus labios temblorosos.

Esa magnificencia, esa desligadura completa de todo prosaísmo, ese ímpetu hacia

el elemento etéreo, no fueron propios de Hölderlin desde el primer momento; el

poder y la belleza de su poesía crecen a medida que aumenta la presión de su

demonio interior. Los inicios poéticos de Hölderlin son insignificantes y faltos de

toda individualidad. La cubierta que envuelve a la larva interior no se ha desprendido

todavía. El principiante se limita a la imitación, se nutre de sentimientos ajenos, a

veces en una medida que roza incluso lo ilegítimo, pues no sólo la forma métrica y

hasta el fondo espiritual son de Klopstock, sino que desliza en sus obras versos

enteros y hasta estrofas del maestro en sus propias odas. Después, en Tubinga, le

llegó la influencia de Schiller, de quien «depende invariablemente», y a ella, a su

atmósfera clásica, a sus pensamientos, se va sometiendo en sus obras de

versificación, en el acento de la estrofa. La oda bárdica se convierte pronto en himno

schilleriano, armonioso, limado, con un fondo mitológico que se despliega lleno de

sonoridad. Aquí la imitación no sólo alcanza al original, sino que sobrepasa las

formas más propias del maestro (a mí, al menos, la poesía de Hölderlin «A la

Naturaleza» me parece más bella que las más bellas creaciones de Schiller). Pero un

tono elegiaco que empieza a sonar medio oculto nos revela, en esas poesías, la

melodía personal de Hölderlin: el poeta no tiene más que acentuar su tonalidad,

abandonarse completamente a su impulso hacia la altura, al idealismo, sin otra

necesidad que escoger la forma antigua, pura, desnuda, que no admite ritmo, y

entonces nace la verdadera poesía hölderliniana; es decir, el ritmo puro.

Sin embargo, en esa época de transición, todavía se halla en sus versos su propia

personalidad, aún hay algo de arquitectura intelectual que es como el esqueleto de

una máquina voladora; el poeta, aunque depende todavía de la materia sistemática y

razonada de Schiller, busca ya una estabilidad propia para sus poesías, que se

desprende del ritmo y del encuadramiento de la estrofa: si se estudian sus poesías de

esa época se ve, en todas ellas, un sistema rígido (observado por muchos, pero

estudiado detalladamente por Viëtor); hay como una triplicidad: ascenso, descenso y

equilibrio, lo que constituye un triple acorde armonioso: la tesis, la antítesis y la

síntesis. En docenas de composiciones de Hölderlin pueden observarse ese flujo, ese

reflujo y esa resolución en armonías sonoras; pero, aun dentro de esa ingravidez

mágica de sus poesías, se adivina la huella de la maquinaria, la parte técnica.

Pero al fin se desprende de ese resto de lo sistemático, de ese resabio de técnica

schilleriana, como la serpiente se desprende de su piel. Reconoce la grandiosidad de

una libertad sin leyes, de una lírica toda ritmo. Y aunque los informes de Bettina no

son siempre dignos de la mayor confianza, en este caso las palabras que pone en la

narración de Sinclair no hay duda de que son ciertamente las de Hölderlin: «El

espíritu no se eleva sino por el entusiasmo, y el ritmo no obedece más que a aquel

cuyo espíritu se llena de vida. Aquel que ha nacido para la poesía, en el sentido

divino de la palabra, ha de reconocer, como única ley, el espíritu del infinito, y a esta

ley ha de sacrificar todas las restantes: “hágase tu voluntad, mas no la mía”.»

Por primera vez Hölderlin se libra, en sus poesías, de la razón, del racionalismo, y

se abandona a las fuerzas puras. Lo demoníaco de su ser rompe sus trabas rugiendo y

despliega las magnificencias del ritmo, una vez que ha dejado ya las leyes que lo

ataban. Sólo entonces es cuando, de las profundidades de su ser, brota la música

original de Hölderlin, ese ritmo, esa fuerza caótica y salvaje que es lo más íntimo de

su ser y de la cual él mismo dice: «Todo es ritmo; el destino del hombre es ritmo

celeste y toda obra de arte es un ritmo único.» Las leyes arquitectónicas desaparecen

y la poesía hölderliniana expresa ya tan sólo su propia melodía; en toda la poesía

alemana no hay otro ejemplo en que el todo descanse tanto en el ritmo; en las poesías

de Hölderlin, el color, la forma, no son más que cosas diáfanas, vaporosas. La poesía

de Hölderlin ya no tiene nada de material, ni recuerda ya la técnica de Schiller, donde

todo es trabajo, remache, tornillo; se ha convertido ahora en algo aéreo, angelical,

ligero como el pájaro, libre como una nube que se expande en sonido, en armonía. La

melodía de Hölderlin, como la de Keats, y a menudo como la de Verlaine, parece

tomada de las regiones cósmicas de los sueños; nada tiene de terrenal; su carácter

específico está por encima de todo contacto tangible y se mantiene elevada

milagrosamente. Por eso sus poesías tienen tan poca materia objetiva que admita ser

aislada y transmitida por medio de una traducción; mientras que las poesías de

Schiller y hasta las de Goethe pueden ser traducidas línea a línea a lenguas

extranjeras, las de Hölderlin no admiten ese trasplante, porque, aun dentro de la

lengua alemana, se sitúan más allá de la expresión sensible. Su secreto supremo es

mágico; es un milagro de idioma, único, inimitable y sagrado.

El ritmo de Hölderlin no tiene nada de la estabilidad que ofrece, por ejemplo, el

de Walt Whitman (a quien Hölderlin recuerda a veces por su fluidez y abundancia).

Walt Whitman había encontrado en seguida el metro que convenía a su ritmo, su

forma poética; una vez hallado ese ritmo, se expresa con él en toda su obra poética, es

decir, durante veinte, treinta o hasta cuarenta años. En Hölderlin, por el contrario, el

ritmo se refuerza, se amplía incesantemente, se hace cada vez más sonoro, más libre,

más precipitado, más turbio, más primitivo y más tempestuoso. Empieza con la dulce

sonoridad de una fuente, como una melodía que pasa, y acaba espumeante, ruidoso,

como un torrente. Esa libertad, esa potencia, esa glorificación del ritmo sin ley, van

mano a mano, misteriosamente (como en Nietzsche), con la destrucción del espíritu y

el oscurecimiento de la razón. El ritmo, en Hölderlin, va tomando más libertad a

medida que se aflojan los lazos de las facultades mentales del poeta. Por fin,

Hölderlin ya no puede poner dique a su desbordamiento interior y se ve inundado,

sumergido en él, y su propio cadáver es arrastrado por las aguas rugientes de su

canto. Esa libertad, mejor dicho, esa liberación, ese dominio del ritmo a costa de la

coherencia y de la razón, va realizándose por etapas: primero se libera de la rima, esa

cadena que ataba sus pies; después prescinde de la estrofa, esa vestidura que oprimía

su amplio pecho. Ahora, como una obra de la antigüedad, vive su poesía la belleza

del desnudo y como un corredor griego marcha hacia el infinito. Todas las formas

tradicionales se hacen demasiado estrechas para el poeta, las profundidades resultan

superficiales, todas las palabras, sin acento, y todos los ritmos, pesados; la

regularidad, que era al principio clásica, tiende a formar la bóveda del edificio lírico

para hundirse después; el pensamiento fluye oscuro, pero más fuerte y tormentoso,

del seno de las imágenes evocadas; al mismo tiempo, el ritmo es cada vez más

profundo y más lleno y, a veces, construcciones atrevidas de las frases unen, en un

solo párrafo, una serie de estrofas; la poesía se hace canto, himno, mirada profética,

manifestación heroica. La transmutación del mundo en mito ha comenzado para

Hölderlin; todo su ser se convierte en poesía. Europa, Asia, Alemania, se muestran

ante él como paisajes de ensueño vistos a una inverosímil distancia; mágicas

asociaciones de ideas unen el horizonte próximo con el horizonte del infinito; es

decir, el sueño y la realidad. «El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo.» Las

palabras de Novalis se realizan en Hölderlin. La esfera personal queda anulada en él.

«Las canciones de amor no son más que como un vuelo fatigado —escribe en

aquellos días—; otra cosa es la alegría pura y elevada de los cantos nacionales.» Así,

un nuevo énfasis se abre paso como por fuerza plutónica a través de su sensibilidad

desbordada. Empieza el tránsito a lo místico; el tiempo y el espacio se han hundido

en purpúrea oscuridad; la razón ha sido completamente sacrificada a la inspiración;

ya no hay canciones, sino oraciones versificadas a las que rodean luces de antorcha y

de relámpagos píticos. El entusiasmo juvenil de Hölderlin se ha convertido en

embriaguez demoníaca, en furor sagrado. Esas poesías van sin dirección fija, como

naves sin timón en un mar de infinito; a nada obedecen si no es al mandato de los

elementos; son voces del más allá; cada una de ellas es un bateau ivre que, sin

gobierno, marcha cantando hacia la catarata. Por último, el ritmo de Hölderlin llega a

ser tan tenso, que acaba por romperse el idioma; a fuerza de versificación, pierde sus

sentidos; ya no es más que «el sonido del bosque profético de Dodona». El ritmo

triunfa sobre la idea y se convierte en algo «divinamente loco y sin ley, como Baco».

El poeta y sus poesías perecen a la vez en el Infinito, en la suprema exaltación de

sus fuerzas. Perece el espíritu de Hölderlin, sublimándose dentro de la poesía sin

dejar rastro, y al fin se oscurece en un caótico crepúsculo. Todo lo terreno, todo lo

personal, todo lo formal, queda devorado en esa autodestrucción; sus palabras son

pura música órfica que vuela hacia el éter, hacia su elemento.







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