«Y, sin embargo, sé que estas cartas siguen viajando en el correo, que en cierto sentido aún no me han llegado, y probablemente no lo harán mientras viva. De hecho, puede decirse que estas cartas están desde siempre dirigidas a quien mejor pueda leerlas». Así, un ya anciano Harrison G. O. Blake habla de la correspondencia que mantuvo con Thoreau durante trece años, cartas tan perfectamente descritas bajo el título “Cartas a un buscador de sí mismo”. Existe en la mitología una repetición constante del símbolo de la peregrinación: un cuerpo que busca encontrar un alma, una mente abrumada por pensamientos que necesita respuestas y, por fin, un recorrido. Recorrido que para ser iniciado debe dejarse de lado la comodidad, debe de ser posible hurgar dentro de los miedos más profundos y aceptar las decadencias más paupérrimas. En una de las cartas el autor escribe: “No se conforme con ser calentado pasivamente. Hay en ello un alto riesgo de que el calor exterior se vea amenazado por ello. Sin embargo, un calor positivo en el interior puede resistir al fuego del horno, de la misma forma que el calor vital de un hombre vivo puede oponerse al calor que asa la carne.” Recorrido que años atrás Thoreau había llevado a las prácticas físicas cuando se aisló completamente de la sociedad y decidió vivir en los bosques: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente sólo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que tenía que enseñar, y no descubrir al morir que no había vivido. No quería vivir lo que no era vida. Ni quería practicar la renuncia, a menos que fuese necesario. Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo lo que no era vida…” Podría decirse que éste fue el punto de partida para la conversación que mantuvieron estos hombres, puesto que Blake buscaba exactamente eso, se buscaba a sí mismo y fue Thoreau el alma que con la más pura humildad buscó acompañarlo en dicha búsqueda:
“¡Qué rápido nos disponemos a calmar el hambre y la sed de nuestros cuerpos. ¡Y cómo nos demoramos en calmar el hambre y la sed de nuestra alma!”.
Esa búsqueda en la que sin dudas también estaba, tal vez, un poco más sumergido, es la premisa mayor del sentido de su vida y dentro del fragor de esta búsqueda, Thoreau aconseja: “¿Por qué ir al extranjero, aun cuando sea al otro lado de la calle, para pedir consejo al vecino? Hay un vecino más cercano dentro de cada uno de nosotros que constantemente nos dice cómo deberíamos comportarnos. Sin embargo, esperamos al vecino exterior con la esperanza de que nos señale un camino erróneo, pero más sencillo.” Y no hay que con esto errar la lectura: el autor, lejos de juzgar a Blake como alguien que busca respuestas en él, lo alienta a encontrar sus propias respuestas; renuncia a la omnipresencia egoísta de creer que por haber encontrado alguna respuesta individual, las tiene ahora para todos (como algún triste gurú de la actualidad). Por el contrario, Thoreau le da a Blake el paradero de las herramientas necesarias, dentro de sí mismo. Y con respecto a esta actitud resalta acerca de juzgar: “Los hombres están continuamente sentenciándose los unos a los otros, pero seamos jueces o criminales, las sentencias carecen de efectos a menos que nos condenemos a nosotros mismos.” Es que lo que el autor pregona, por sobre todo, es la necesidad de cada persona de tener una independencia de criterios; no hay nada más peligroso, en este contexto de compleja y constante competencia en el que vivimos que ser manipulable y es, precisamente el único arma posible para defenderse de esta invasión de un tercero puesto que en la formación de criterios propios está el cuestionamiento: pilar fundamental, guía única para el comienzo de la peregrinación ya comentada. Como se planteó, es necesario dejar de lado la comodidad que sólo lleva a regodearse con las riquezas propias como si éstas fuesen logros para entrar por fin en el mágico mundo de la espiritualidad donde uno es uno y no sus pensamientos. Mundo en el cual es preciso dejar de lado la construcción social para dar lugar al cuidado más elevado, planteado por el autor, como el de nuestra alma. Sobre esto el autor dice: ”El problema de la vida se vuelve más complicado, aunque sería difícil decir en qué medida, en tanto en cuanto nuestra riqueza material aumenta —sea o no la famosa aguja la puerta adecuada — pues el asunto no consiste simplemente ni de manera principal en la manutención de nuestro cuerpo, sino en la manutención de nuestra alma, mediante esta u otra disciplina similar: cultivando las llanuras según los principios adecuados, y haciéndolas tan productivas como una zona de altura. Tenemos muchos más talentos de los que dar cuenta” (alusión a la conocida parábola de los talentos: Mateo 25, 14-30). Encontramos, en varios pasajes del libro distintas alusiones religiosas que nos muestran la profunda carga cultural que llevaba consigo este hombre quien lejos de tener aires de superioridad fue reconocido por sus pares como un amante del ocio (Oscar Cargill) o como “el norteamericano más auténtico que jamás haya existido” (Ralph Waldo Emerson, uno de sus más íntimos amigos). No se casó, no votó y se negó a pagarle al estado tributo, lo que terminó llevando a la cárcel. Sobre los valores donde fundaba su sinceridad dijo: “No basta con ser sinceros: debemos proponernos y llevar adelante altos propósitos por los cuales ser sinceros.” De esos propósitos se habla cuando se marca la humildad con la que Thoreau acompañó a Blake en su viaje, el propósito único de la nobleza del ser y de ser para el prójimo aún más atento que con uno mismo. Y sobre esta endereza espiritual nos dice también que no hay perder de vista el respeto hacia uno mismo y, por sobre todo, que la facultad prima, la capacidad universal de encontrarse a uno elevado sobre la simple existencia social para convertirse, al fin, parte y no protagonista del cosmos nos dice:
“Vale la pena vivir respetándonos a nosotros mismos. Podemos estar de acuerdo con un vecino, incluso con alguien con quien compartimos la cama, a quienes tal vez respetemos poquísimo; pero tan pronto como dejamos de respetarnos a nosotros mismos, entonces no estamos para nadie ni para nada, y no hay nada que el dinero pueda hacer al respecto. No hay en el mundo nadie, por más canas que peine, que pueda ayudarme con su ejemplo o su consejo para vivir mi propia vida de forma digna y satisfactoria, pero creo que está en mis manos alzarme a mí mismo en este preciso instante sobre el nivel más común de mi existencia.” Así como las “Cartas a un joven poeta” o las “Cartas a Lucilio” fueron sin dudas escritas para una audiencia mayor que el destinatario original, esta correspondencia mantenida entre Henry David Thoreau y Harrison G. O. Blake fue dada a la luz con el propósito de trascender la intimidad, de buscar dejar, tal vez, un legado de donde otros con estas ansias puedan partir. Trascender el tiempo con un legado es precisamente una de las actitudes egoístas que urgen ante la imposibilidad de trascender el plano existencial de tiempo-espacio donde se vive; pero, para quien que, atrapado en este laberinto espiral, busca esa caricia que siente el alma al comprender algo nuevo que no por nuevo nunca haya estado ahí; al limitar o conceptualizar una parte del cosmos, siempre y por supuesto, con un fin social: es preciso el agradecimiento al autor que, sin dudas, en el recorrido de estas páginas nos acaricia el alma una y otra vez.
Artículo escrito por Ramsés II.
Kommentare