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Foto del escritorAmenhotep VII

Psicología y Alquimia - Carl Gustav Jung


INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA DE LA ALQUIMIA EN EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA DE LA RELIGIÓN


Para un conocedor del complejo llamado psicología no harían falta observaciones

introductorias en lo que se refiere al contenido de las investigaciones que siguen; pero

un lector profano en la especialidad y que se enfrenta sin preparación alguna con este

libro quizá necesite de algunas aclaraciones iniciales. El concepto proceso de

individuación, por un lado, y la alquimia, por otro, son cosas que parecen muy

distanciadas entre sí, de tal manera que, de momento, a la imaginación se le antoja

imposible representarse la existencia de un puente que las enlace. Debo una

explicación a este tipo de lector, especialmente también porque, en ocasiones, al ser

publicadas mis conferencias, he tenido algunas experiencias que me inducen a pensar

en una cierta perplejidad de mis críticos.

Lo que voy a exponer en relación con la esencia del alma humana son

fundamentalmente observaciones en seres humanos. Se ha reprochado a estas

observaciones que se trata de experiencias desconocidas y difíciles de comprender,

respectivamente. Es un hecho curioso, con el cual se tropieza una y otra vez, que

absolutamente todos, incluso los profanos más incompetentes, creen estar enterados

por completo de lo que es la psicología, como si la psique fuera precisamente el

campo que disfrutara del más general de los conocimientos. Pero cualquiera que

conozca de verdad el alma humana estará de acuerdo conmigo si digo que este campo

es el más oscuro y misterioso con que tropieza nuestra experiencia. Jamás se acaba de

aprender en este campo. En mi actividad práctica, no transcurre casi ningún día sin

que me encuentre con algo nuevo e inesperado. Cierto que mis experiencias no son

trivialidades que estén a flor de piel, pero están en una proximidad accesible para

cualquier psicoterapeuta que se ocupe de este campo especial. Por ello, me parece

absurdo, cuando menos, que se me reproche en cierto modo el desconocimiento de

las experiencias participadas. No me considero responsable de la insuficiencia del

saber profano en materia de psicología.

En el proceso analítico, o sea, en el enfrentamiento dialéctico entre el consciente

y el inconsciente, existe una evolución, un progreso hacia una meta o un fin, cuya

naturaleza, difícilmente descifrable, ha acaparado mi atención durante muchos años.

En todas las fases posibles de la evolución, los tratamientos psíquicos llegan a un

final; pero sin que, al alcanzarle, se tenga la impresión de haber conseguido con él

una meta. Las terminaciones temporales, típicas, tienen lugar:


  • Después de recibir un buen consejo

  • Después de una confesión más o menos completa, pero, en cualquier caso, suficiente

  • Tras el reconocimiento de un contenido desconocido hasta el momento, pero esencial, cuya conciencia lleva anejo un nuevo impulso vital o de actividad

  • Tras conseguir una nueva adaptación racional a circunstancias ambientales, quizá difíciles o desacostumbradas

  • Tras conseguir desprenderse de la psique infantil después de un largo trabajo

  • Tras la desaparición de síntomas atormentadores

  • Después de producirse un cambio positivo en el destino, como exámenes, noviazgo, matrimonio, separación, cambio de profesión, etc.

  • Después del redescubrimiento de pertenecer a una confesión religiosa o después de la conversión

  • Tras comenzar el establecimiento de una filosofía práctica de la vida (¡«Filosofía», en el sentido de la Antigüedad!).


Aunque esta enumeración puede ser susceptible todavía de varias modificaciones

y complementos, creo que caracteriza en conjunto las situaciones fundamentales en

que el proceso analítico y, respectivamente, psicoterapéutico llegan a un fin

provisional y, en ocasiones, también definitivo. Pero como demuestra la experiencia,

existe un número de pacientes relativamente numeroso, en cuyo caso la terminación

exterior del trabajo con el médico no significa en modo alguno también el final del

proceso analítico. Antes bien, la dialéctica con el inconsciente sigue, y además en

sentido parecido al de los que no han abandonado su asistencia al consultorio del

médico. Uno se encuentra, a veces, con estos pacientes al cabo de varios años y se

entera entonces de la historia, notable con frecuencia, de sus ulteriores cambios. Tales

experiencias han reforzado mi hipótesis de que existe en el alma un proceso, por

decirlo así, independiente de las circunstancias exteriores y que busca una meta; y,

por otra parte, me han librado de la preocupación de que yo mismo pudiera ser el

único causante de un proceso psíquico impropio (y por ello, quizá contrario a la

Naturaleza). Esta preocupación podía estar justificada hasta cierto punto por el hecho

de que determinados pacientes no se dejan persuadir a una terminación del trabajo

analítico con ningún argumento de las nueve categorías citadas, ni siquiera con ayuda

de una conversión religiosa, por no hablar de algo tan sensacional como la

eliminación de los síntomas neuróticos. Precisamente los casos de esta última clase

me han hecho ver con claridad que, con el tratamiento de la neurosis, se empieza a

abordar un problema que va mucho más allá de lo puramente médico y que es

imposible solucionar con la única contribución de la medicina.

Pronto hará medio siglo que comenzó la época del análisis con sus seudobiológicas concepciones y desvalorizaciones del proceso de desarrollo anímico.

Pero bien, aferrándose a los conceptos de aquellos tiempos, todavía se acostumbra de

buen grado a hablar de «huida frente a la vida», «transferencia no resuelta»,

«autoerotismo» y toda clase de denominaciones desagradables. Pero si se tiene en

cuenta que todas las cosas han de ser examinadas por ambos lados, una valoración

negativa en el sentido de la vida solo es permisible cuando se demuestra que no se

puede hallar nada realmente positivo en el «quedar pendiente».

La comprensible impaciencia del médico no necesita en sí probar nada todavía.

Solo mediante la indecible paciencia del investigador ha conseguido la nueva ciencia

llegar a un conocimiento profundo de la esencia del alma, debiendo agradecerse a la

sacrificada tenacidad y perseverancia del médico el logro de ciertos resultados

terapéuticos inesperados. Además, las concepciones negativas injustificadas son

cómodas y ocasionalmente nocivas, y despiertan la sospecha de que con ellas se

arropa el desconocimiento, cuando no hasta el intento de sustraerse a la

responsabilidad y a la confrontación categórica. El trabajo analítico conduce más

temprano o más tarde, inevitablemente, a la confrontación humana entre el yo y el tú

y el tú y el yo, más allá de todo pretexto demasiado humano; por lo cual no solo

puede ocurrir con facilidad, sino que da lugar inexorablemente a que resulten

afectados tanto el paciente como el médico, y no solo de una forma superficial, sino

hasta profunda. Nadie maneja fuego o veneno sin resultar algo alcanzado, cuando

menos, en los puntos donde el aislamiento no es completo; pues el verdadero médico

no está nunca al lado, sino siempre y en todo lugar dentro.

El «quedar pendiente» puede ser indeseable, incomprensible e incluso

insoportable para ambas partes sin necesidad de que se haya demostrado negativo en

el sentido de la vida. Al contrario, puede ser un hanging on que se ha de valorar

positivamente, el cual, si bien es cierto que significa, por un lado, una dificultad

insuperable en apariencia, por otro, representa, y precisamente por ello, esa situación

peculiar que exige un esfuerzo máximo e incita a la totalidad del ser humano a salir a

la palestra. Sí, podría incluso decirse que el paciente, por una parte, busca de forma

inconsciente o imperturbable, el problema insoluble en último término; y que por

otra, el arte o la técnica del médico contribuyen como mejor pueden en ayudar al

paciente en dicha búsqueda. Ars totum requirit hominem, exclama un alquimista.

Pues bien, es este homo totus el que se busca. Tanto los esfuerzos del médico como la

búsqueda del paciente apuntan hacia ese hombre «total» oculto, no manifiesto

todavía, que es al mismo tiempo el más grande y el futuro. Pero, por desgracia, el

auténtico camino que lleva a la totalidad está integrado por rodeos y caminos

equivocados condicionados por el destino. Es una longissima via, no un camino recto,

sino una línea sinuosa que une posturas antagónicas entre sí, una línea que recuerda al

caduceo de orientación, un sendero cuya sinuosidad laberíntica no carece de espanto.

Es este camino donde tienen lugar las experiencias que se acostumbra a calificar de

«difícilmente accesibles». Su insuficiencia estriba en que son costosas: exigen

aquello a que más se teme, concretamente la totalidad, algo que está continuamente

en boca de todos y con la que se puede teorizar hasta el infinito; pero a la que en la

realidad de la vida se rehuye con los máximos rodeos. Se prefiere muchísimo más

la costumbre de la «psicología de los compartimientos», en la que un cajón ignora lo

que el otro encierra.

Me temo que de este estado de cosas no se ha de hacer responsable únicamente a

la inconsciencia e impotencia del individuo considerado aisladamente, sino también a

la educación anímica en general del europeo. Y esta educación no radica solo en la

competencia, sino también en esencia de las religiones dominantes; pues solo estas,

frente a todos los sistemas racionalistas, se refieren al ser humano interior y exterior

por igual. Se le puede reprochar al cristianismo un desarrollo retrasado si se quiere

disculpar la propia insuficiencia. No quiero caer en el error de cargar sobre los

hombros de aquel una carga de la que es fundamentalmente responsable el desacierto

del ser humano. Por ello, no hablo de la forma íntima y mejor de comprender el

cristianismo, sino de la superficialidad y de la mala inteligencia tan evidentes para

todos. La exigencia de la imitación de Cristo o sea, imitar el ejemplo y llegar a ser

semejantes a este, debiera tener como objetivo el desarrollo y la elevación del hombre

interior; pero el creyente superficial, que tiende a las fórmulas mecánicas, ha hecho

de Cristo un objeto de culto que está fuera del hombre, al que, precisamente por la

veneración, se le impide penetrar en la profundidad del alma humana y crear la

integridad correspondiente al modelo que sirve de ejemplo. De esta suerte, el

mediador divino se queda en una imagen exterior, mientras que el ser humano

continúa siendo un fragmento intacto en lo más profundo de su naturaleza. Sí, Cristo

puede ser imitado hasta la estigmatización sin que el imitador se haya ajustado ni

siquiera aproximadamente al modelo y el sentido de este. Pues no se trata solo de una

imitación pura y simple, la cual deja sin transformar a la persona, con lo que se queda

en un simple artificio. Antes bien, se trata de una realización del modelo con los

propios medios —Deo concedente— en la esfera de la vida individual. Ciertamente

no se ha de pasar por alto que, incluso en las imitaciones erróneamente entendidas,

existe en ocasiones un tremendo esfuerzo moral; el cual, aunque no consiga alcanzar

la verdadera meta, tiene, no obstante, el mérito de una entrega total a un valor

máximo, si bien es verdad que representado exteriormente. No es inimaginable que

un ser humano, precisamente en el curso de su total esfuerzo y gracias a él, viva

incluso el reflejo de su totalidad, con el sentimiento de gracia peculiar de esta

vivencia.

La concepción mal entendida y puramente exterior de la imitación de Cristo

responde a un principio europeo que establece una diferencia entre las posturas

occidental y oriental. El hombre occidental está fascinado por las «mil cosas»; las ve

una a una, está apresado por el yo y las cosas y no tiene conciencia de las profundas

raíces de su ser. En cambio, el ser humano oriental vive el mundo de las cosas

individuales, incluso su yo es, para él, como un sueño y está enraizado esencialmente

en la causa primitiva, la cual le atrae con tal fuerza que la relación del oriental con el

mundo está relativizada en una forma incomprensible para nosotros con frecuencia.

La postura occidental, basada en el objeto, tiende a que el modelo de Cristo se quede

en su forma objetiva, privándole así de su misteriosa relación con el hombre interior.

Por ejemplo, este prejuicio motiva que los exegetas protestantes interpreten «entre

vosotros», en vez de «en vosotros», la expresión εντος υµων, relativa al reino de

Dios. Con esto no se pretende decir nada sobre la validez de la postura occidental,

estamos ya suficientemente convencidos en este aspecto. En cambio, si se procede al

análisis del modo de ser oriental —que es precisamente lo que tiene que hacer la

psicología— resulta difícil desprenderse de ciertas dudas. A quien la conciencia se lo

permita, puede decidir de una manera violenta y de tal suerte, quizá sin proponérselo,

alzarse a la categoría de arbiter mundi. Yo, por lo que a mi persona se refiere,

prefiero el exquisito don de la duda, pues esta deja intacta la virginidad de la

manifestación inconmensurable.

El ejemplo de Cristo se ha cargado con el pecado del mundo. Pero si está

completamente fuera, también está fuera el pecado del individuo, con lo cual este

último es más fragmento aún que nunca, pues la mala inteligencia superficial le abre

un camino cómodo para, de manera literal, «arrojar sus pecados sobre Él» y escapar

así a una responsabilidad más profunda, lo cual se halla en contradicción con el

espíritu del cristianismo. Tales relajamiento y formalística fueron no solo una de las

causas de la Reforma, sino que también existen dentro del protestantismo. Cuando

permanecen fuera el valor máximo (Cristo) y la indignidad máxima (el pecado), el

alma queda vacía: carece de lo más bajo y de lo más alto. La postura oriental (en

especial, la india) procede a la inversa: todo lo más alto y lo más bajo está en el sujeto

(trascendental), con lo que alcanza límites inconmensurables la significación del

atman, de la individualidad. Sin embargo, en Occidente la individualidad desciende a

un valor nulo. De aquí que el alma se subestime, en general, en Occidente. Quien

habla de la realidad del alma tropieza con el reproche de hacer «psicologismo». De

psicología se habla en tono «único». La idea de que existen factores psíquicos

correspondientes a figuras divinas se considera una desvalorización de la psicología,

y linda con la blasfemia el pensamiento de que una experiencia religiosa pueda ser un

proceso psíquico; pues se argumenta diciendo que «no es únicamente psicológico».

Lo psíquico es solo naturaleza y, por ello, no puede brotar nada religioso de lo

psíquico, según se opina. Pero tales críticos no vacilan ni un instante en afirmar que

todas las religiones —con excepción de la suya propia— tienen su origen en la

naturaleza del alma. Es característico que dos reseñas teológicas de mi libro

Psicología y religión —católica una y protestante la otra— a sabiendas hayan pasado

por alto mi demostración de la génesis psíquica de los fenómenos religiosos.

En cambio, ahora uno se tiene que preguntar realmente: «¿De dónde se ha

obtenido un conocimiento tan a fondo del alma como para poder decir solo

anímico?». Así es, concretamente, cómo habla y piensa el hombre occidental, cuya

alma es evidentemente «indigna». Si hubiese mucho en esto, se hablaría de ello con

respeto; pero como no se hace así se ha de extraer la conclusión de que tampoco hay

ningún valor en ello. Pero esto no es así necesariamente, siempre y en todo lugar, sino

tan solo donde no se entra nada en el alma y «Dios está por completo fuera». (¡Un

poco más de Meister Eckhart haría bien en ocasiones!).

Una proyección exclusivamente religiosa puede privar de sus valores al alma, de

manera que, a consecuencia de la inanición, no puede continuar desarrollándose y

queda tendida en un estado inconsciente. Al mismo tiempo se cae en la manía de que

la causa de todos los infortunios radica en el exterior y ya no se formula siquiera uno

la pregunta de en qué modo contribuye personalmente a la situación. El alma se nos

antoja entonces insignificante hasta tal punto que apenas se la considera capaz del

mal, por no hablar ni mucho menos del bien. Pero si el alma deja de participar en la

vida del ser humano, la vida religiosa se rigidifica en actos exteriores y meras

fórmulas. Sea cualquiera la forma en que nos imaginemos la relación entre Dios y el

alma, una cosa es segura: que el alma no puede ser cosa única, sino que tiene la

dignidad de un ser al que se le ha dado conciencia de una relación con la divinidad. Y

aunque la relación sea solo la de una gota de agua respecto al mar, este no existiría

sin la multiplicidad de las gotas. La inmortalidad del alma, establecida por el dogma,

la eleva por encima del cuerpo humano, perecedero, y la hace partícipe de una

cualidad sobrenatural. Con ello, sobrepasa muchísimo en importancia al ser humano

consciente y mortal, por lo que al cristiano le estaría prohibido, en realidad,

considerar el alma como un «solo». El alma corresponde a Dios como el ojo al Sol.

Nuestro consciente no abarca al alma, y, por tanto, resulta ridículo cuando hablamos

de las cosas del alma en un tono protector o despreciativo. Incluso el cristiano

creyente desconoce los ocultos caminos de Dios y ha de dejar en las manos divinas si

Él quiere actuar en el ser humano desde fuera o desde dentro a través del alma. Así, el

creyente no puede negar el hecho de que existen somnia a Deo missa (sueños

enviados por Dios) e iluminaciones de su alma que no pueden ser atribuidas a

ninguna causa exterior. Sería una blasfemia la afirmación de que Dios se puede

revelar en todas partes y precisamente no en el alma humana. La intimidad de la

relación entre Dios y el alma excluye de antemano cualquier demérito del alma.

Quizá se haya ido demasiado lejos al hablar de una relación de parentesco; pero, en

cualquier caso, el alma ha de tener en sí una posibilidad de relación, o sea, una

correspondencia con la esencia de Dios, pues de lo contrario jamás podría existir una

correlación. Formulada psicológicamente, esta correspondencia es el arquetipo de

la imagen de Dios.


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