INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA DE LA ALQUIMIA EN EL CAMPO DE LA PSICOLOGÍA DE LA RELIGIÓN
Para un conocedor del complejo llamado psicología no harían falta observaciones
introductorias en lo que se refiere al contenido de las investigaciones que siguen; pero
un lector profano en la especialidad y que se enfrenta sin preparación alguna con este
libro quizá necesite de algunas aclaraciones iniciales. El concepto proceso de
individuación, por un lado, y la alquimia, por otro, son cosas que parecen muy
distanciadas entre sí, de tal manera que, de momento, a la imaginación se le antoja
imposible representarse la existencia de un puente que las enlace. Debo una
explicación a este tipo de lector, especialmente también porque, en ocasiones, al ser
publicadas mis conferencias, he tenido algunas experiencias que me inducen a pensar
en una cierta perplejidad de mis críticos.
Lo que voy a exponer en relación con la esencia del alma humana son
fundamentalmente observaciones en seres humanos. Se ha reprochado a estas
observaciones que se trata de experiencias desconocidas y difíciles de comprender,
respectivamente. Es un hecho curioso, con el cual se tropieza una y otra vez, que
absolutamente todos, incluso los profanos más incompetentes, creen estar enterados
por completo de lo que es la psicología, como si la psique fuera precisamente el
campo que disfrutara del más general de los conocimientos. Pero cualquiera que
conozca de verdad el alma humana estará de acuerdo conmigo si digo que este campo
es el más oscuro y misterioso con que tropieza nuestra experiencia. Jamás se acaba de
aprender en este campo. En mi actividad práctica, no transcurre casi ningún día sin
que me encuentre con algo nuevo e inesperado. Cierto que mis experiencias no son
trivialidades que estén a flor de piel, pero están en una proximidad accesible para
cualquier psicoterapeuta que se ocupe de este campo especial. Por ello, me parece
absurdo, cuando menos, que se me reproche en cierto modo el desconocimiento de
las experiencias participadas. No me considero responsable de la insuficiencia del
saber profano en materia de psicología.
En el proceso analítico, o sea, en el enfrentamiento dialéctico entre el consciente
y el inconsciente, existe una evolución, un progreso hacia una meta o un fin, cuya
naturaleza, difícilmente descifrable, ha acaparado mi atención durante muchos años.
En todas las fases posibles de la evolución, los tratamientos psíquicos llegan a un
final; pero sin que, al alcanzarle, se tenga la impresión de haber conseguido con él
una meta. Las terminaciones temporales, típicas, tienen lugar:
Después de recibir un buen consejo
Después de una confesión más o menos completa, pero, en cualquier caso, suficiente
Tras el reconocimiento de un contenido desconocido hasta el momento, pero esencial, cuya conciencia lleva anejo un nuevo impulso vital o de actividad
Tras conseguir una nueva adaptación racional a circunstancias ambientales, quizá difíciles o desacostumbradas
Tras conseguir desprenderse de la psique infantil después de un largo trabajo
Tras la desaparición de síntomas atormentadores
Después de producirse un cambio positivo en el destino, como exámenes, noviazgo, matrimonio, separación, cambio de profesión, etc.
Después del redescubrimiento de pertenecer a una confesión religiosa o después de la conversión
Tras comenzar el establecimiento de una filosofía práctica de la vida (¡«Filosofía», en el sentido de la Antigüedad!).
Aunque esta enumeración puede ser susceptible todavía de varias modificaciones
y complementos, creo que caracteriza en conjunto las situaciones fundamentales en
que el proceso analítico y, respectivamente, psicoterapéutico llegan a un fin
provisional y, en ocasiones, también definitivo. Pero como demuestra la experiencia,
existe un número de pacientes relativamente numeroso, en cuyo caso la terminación
exterior del trabajo con el médico no significa en modo alguno también el final del
proceso analítico. Antes bien, la dialéctica con el inconsciente sigue, y además en
sentido parecido al de los que no han abandonado su asistencia al consultorio del
médico. Uno se encuentra, a veces, con estos pacientes al cabo de varios años y se
entera entonces de la historia, notable con frecuencia, de sus ulteriores cambios. Tales
experiencias han reforzado mi hipótesis de que existe en el alma un proceso, por
decirlo así, independiente de las circunstancias exteriores y que busca una meta; y,
por otra parte, me han librado de la preocupación de que yo mismo pudiera ser el
único causante de un proceso psíquico impropio (y por ello, quizá contrario a la
Naturaleza). Esta preocupación podía estar justificada hasta cierto punto por el hecho
de que determinados pacientes no se dejan persuadir a una terminación del trabajo
analítico con ningún argumento de las nueve categorías citadas, ni siquiera con ayuda
de una conversión religiosa, por no hablar de algo tan sensacional como la
eliminación de los síntomas neuróticos. Precisamente los casos de esta última clase
me han hecho ver con claridad que, con el tratamiento de la neurosis, se empieza a
abordar un problema que va mucho más allá de lo puramente médico y que es
imposible solucionar con la única contribución de la medicina.
Pronto hará medio siglo que comenzó la época del análisis con sus seudobiológicas concepciones y desvalorizaciones del proceso de desarrollo anímico.
Pero bien, aferrándose a los conceptos de aquellos tiempos, todavía se acostumbra de
buen grado a hablar de «huida frente a la vida», «transferencia no resuelta»,
«autoerotismo» y toda clase de denominaciones desagradables. Pero si se tiene en
cuenta que todas las cosas han de ser examinadas por ambos lados, una valoración
negativa en el sentido de la vida solo es permisible cuando se demuestra que no se
puede hallar nada realmente positivo en el «quedar pendiente».
La comprensible impaciencia del médico no necesita en sí probar nada todavía.
Solo mediante la indecible paciencia del investigador ha conseguido la nueva ciencia
llegar a un conocimiento profundo de la esencia del alma, debiendo agradecerse a la
sacrificada tenacidad y perseverancia del médico el logro de ciertos resultados
terapéuticos inesperados. Además, las concepciones negativas injustificadas son
cómodas y ocasionalmente nocivas, y despiertan la sospecha de que con ellas se
arropa el desconocimiento, cuando no hasta el intento de sustraerse a la
responsabilidad y a la confrontación categórica. El trabajo analítico conduce más
temprano o más tarde, inevitablemente, a la confrontación humana entre el yo y el tú
y el tú y el yo, más allá de todo pretexto demasiado humano; por lo cual no solo
puede ocurrir con facilidad, sino que da lugar inexorablemente a que resulten
afectados tanto el paciente como el médico, y no solo de una forma superficial, sino
hasta profunda. Nadie maneja fuego o veneno sin resultar algo alcanzado, cuando
menos, en los puntos donde el aislamiento no es completo; pues el verdadero médico
no está nunca al lado, sino siempre y en todo lugar dentro.
El «quedar pendiente» puede ser indeseable, incomprensible e incluso
insoportable para ambas partes sin necesidad de que se haya demostrado negativo en
el sentido de la vida. Al contrario, puede ser un hanging on que se ha de valorar
positivamente, el cual, si bien es cierto que significa, por un lado, una dificultad
insuperable en apariencia, por otro, representa, y precisamente por ello, esa situación
peculiar que exige un esfuerzo máximo e incita a la totalidad del ser humano a salir a
la palestra. Sí, podría incluso decirse que el paciente, por una parte, busca de forma
inconsciente o imperturbable, el problema insoluble en último término; y que por
otra, el arte o la técnica del médico contribuyen como mejor pueden en ayudar al
paciente en dicha búsqueda. Ars totum requirit hominem, exclama un alquimista.
Pues bien, es este homo totus el que se busca. Tanto los esfuerzos del médico como la
búsqueda del paciente apuntan hacia ese hombre «total» oculto, no manifiesto
todavía, que es al mismo tiempo el más grande y el futuro. Pero, por desgracia, el
auténtico camino que lleva a la totalidad está integrado por rodeos y caminos
equivocados condicionados por el destino. Es una longissima via, no un camino recto,
sino una línea sinuosa que une posturas antagónicas entre sí, una línea que recuerda al
caduceo de orientación, un sendero cuya sinuosidad laberíntica no carece de espanto.
Es este camino donde tienen lugar las experiencias que se acostumbra a calificar de
«difícilmente accesibles». Su insuficiencia estriba en que son costosas: exigen
aquello a que más se teme, concretamente la totalidad, algo que está continuamente
en boca de todos y con la que se puede teorizar hasta el infinito; pero a la que en la
realidad de la vida se rehuye con los máximos rodeos. Se prefiere muchísimo más
la costumbre de la «psicología de los compartimientos», en la que un cajón ignora lo
que el otro encierra.
Me temo que de este estado de cosas no se ha de hacer responsable únicamente a
la inconsciencia e impotencia del individuo considerado aisladamente, sino también a
la educación anímica en general del europeo. Y esta educación no radica solo en la
competencia, sino también en esencia de las religiones dominantes; pues solo estas,
frente a todos los sistemas racionalistas, se refieren al ser humano interior y exterior
por igual. Se le puede reprochar al cristianismo un desarrollo retrasado si se quiere
disculpar la propia insuficiencia. No quiero caer en el error de cargar sobre los
hombros de aquel una carga de la que es fundamentalmente responsable el desacierto
del ser humano. Por ello, no hablo de la forma íntima y mejor de comprender el
cristianismo, sino de la superficialidad y de la mala inteligencia tan evidentes para
todos. La exigencia de la imitación de Cristo o sea, imitar el ejemplo y llegar a ser
semejantes a este, debiera tener como objetivo el desarrollo y la elevación del hombre
interior; pero el creyente superficial, que tiende a las fórmulas mecánicas, ha hecho
de Cristo un objeto de culto que está fuera del hombre, al que, precisamente por la
veneración, se le impide penetrar en la profundidad del alma humana y crear la
integridad correspondiente al modelo que sirve de ejemplo. De esta suerte, el
mediador divino se queda en una imagen exterior, mientras que el ser humano
continúa siendo un fragmento intacto en lo más profundo de su naturaleza. Sí, Cristo
puede ser imitado hasta la estigmatización sin que el imitador se haya ajustado ni
siquiera aproximadamente al modelo y el sentido de este. Pues no se trata solo de una
imitación pura y simple, la cual deja sin transformar a la persona, con lo que se queda
en un simple artificio. Antes bien, se trata de una realización del modelo con los
propios medios —Deo concedente— en la esfera de la vida individual. Ciertamente
no se ha de pasar por alto que, incluso en las imitaciones erróneamente entendidas,
existe en ocasiones un tremendo esfuerzo moral; el cual, aunque no consiga alcanzar
la verdadera meta, tiene, no obstante, el mérito de una entrega total a un valor
máximo, si bien es verdad que representado exteriormente. No es inimaginable que
un ser humano, precisamente en el curso de su total esfuerzo y gracias a él, viva
incluso el reflejo de su totalidad, con el sentimiento de gracia peculiar de esta
vivencia.
La concepción mal entendida y puramente exterior de la imitación de Cristo
responde a un principio europeo que establece una diferencia entre las posturas
occidental y oriental. El hombre occidental está fascinado por las «mil cosas»; las ve
una a una, está apresado por el yo y las cosas y no tiene conciencia de las profundas
raíces de su ser. En cambio, el ser humano oriental vive el mundo de las cosas
individuales, incluso su yo es, para él, como un sueño y está enraizado esencialmente
en la causa primitiva, la cual le atrae con tal fuerza que la relación del oriental con el
mundo está relativizada en una forma incomprensible para nosotros con frecuencia.
La postura occidental, basada en el objeto, tiende a que el modelo de Cristo se quede
en su forma objetiva, privándole así de su misteriosa relación con el hombre interior.
Por ejemplo, este prejuicio motiva que los exegetas protestantes interpreten «entre
vosotros», en vez de «en vosotros», la expresión εντος υµων, relativa al reino de
Dios. Con esto no se pretende decir nada sobre la validez de la postura occidental,
estamos ya suficientemente convencidos en este aspecto. En cambio, si se procede al
análisis del modo de ser oriental —que es precisamente lo que tiene que hacer la
psicología— resulta difícil desprenderse de ciertas dudas. A quien la conciencia se lo
permita, puede decidir de una manera violenta y de tal suerte, quizá sin proponérselo,
alzarse a la categoría de arbiter mundi. Yo, por lo que a mi persona se refiere,
prefiero el exquisito don de la duda, pues esta deja intacta la virginidad de la
manifestación inconmensurable.
El ejemplo de Cristo se ha cargado con el pecado del mundo. Pero si está
completamente fuera, también está fuera el pecado del individuo, con lo cual este
último es más fragmento aún que nunca, pues la mala inteligencia superficial le abre
un camino cómodo para, de manera literal, «arrojar sus pecados sobre Él» y escapar
así a una responsabilidad más profunda, lo cual se halla en contradicción con el
espíritu del cristianismo. Tales relajamiento y formalística fueron no solo una de las
causas de la Reforma, sino que también existen dentro del protestantismo. Cuando
permanecen fuera el valor máximo (Cristo) y la indignidad máxima (el pecado), el
alma queda vacía: carece de lo más bajo y de lo más alto. La postura oriental (en
especial, la india) procede a la inversa: todo lo más alto y lo más bajo está en el sujeto
(trascendental), con lo que alcanza límites inconmensurables la significación del
atman, de la individualidad. Sin embargo, en Occidente la individualidad desciende a
un valor nulo. De aquí que el alma se subestime, en general, en Occidente. Quien
habla de la realidad del alma tropieza con el reproche de hacer «psicologismo». De
psicología se habla en tono «único». La idea de que existen factores psíquicos
correspondientes a figuras divinas se considera una desvalorización de la psicología,
y linda con la blasfemia el pensamiento de que una experiencia religiosa pueda ser un
proceso psíquico; pues se argumenta diciendo que «no es únicamente psicológico».
Lo psíquico es solo naturaleza y, por ello, no puede brotar nada religioso de lo
psíquico, según se opina. Pero tales críticos no vacilan ni un instante en afirmar que
todas las religiones —con excepción de la suya propia— tienen su origen en la
naturaleza del alma. Es característico que dos reseñas teológicas de mi libro
Psicología y religión —católica una y protestante la otra— a sabiendas hayan pasado
por alto mi demostración de la génesis psíquica de los fenómenos religiosos.
En cambio, ahora uno se tiene que preguntar realmente: «¿De dónde se ha
obtenido un conocimiento tan a fondo del alma como para poder decir solo
anímico?». Así es, concretamente, cómo habla y piensa el hombre occidental, cuya
alma es evidentemente «indigna». Si hubiese mucho en esto, se hablaría de ello con
respeto; pero como no se hace así se ha de extraer la conclusión de que tampoco hay
ningún valor en ello. Pero esto no es así necesariamente, siempre y en todo lugar, sino
tan solo donde no se entra nada en el alma y «Dios está por completo fuera». (¡Un
poco más de Meister Eckhart haría bien en ocasiones!).
Una proyección exclusivamente religiosa puede privar de sus valores al alma, de
manera que, a consecuencia de la inanición, no puede continuar desarrollándose y
queda tendida en un estado inconsciente. Al mismo tiempo se cae en la manía de que
la causa de todos los infortunios radica en el exterior y ya no se formula siquiera uno
la pregunta de en qué modo contribuye personalmente a la situación. El alma se nos
antoja entonces insignificante hasta tal punto que apenas se la considera capaz del
mal, por no hablar ni mucho menos del bien. Pero si el alma deja de participar en la
vida del ser humano, la vida religiosa se rigidifica en actos exteriores y meras
fórmulas. Sea cualquiera la forma en que nos imaginemos la relación entre Dios y el
alma, una cosa es segura: que el alma no puede ser cosa única, sino que tiene la
dignidad de un ser al que se le ha dado conciencia de una relación con la divinidad. Y
aunque la relación sea solo la de una gota de agua respecto al mar, este no existiría
sin la multiplicidad de las gotas. La inmortalidad del alma, establecida por el dogma,
la eleva por encima del cuerpo humano, perecedero, y la hace partícipe de una
cualidad sobrenatural. Con ello, sobrepasa muchísimo en importancia al ser humano
consciente y mortal, por lo que al cristiano le estaría prohibido, en realidad,
considerar el alma como un «solo». El alma corresponde a Dios como el ojo al Sol.
Nuestro consciente no abarca al alma, y, por tanto, resulta ridículo cuando hablamos
de las cosas del alma en un tono protector o despreciativo. Incluso el cristiano
creyente desconoce los ocultos caminos de Dios y ha de dejar en las manos divinas si
Él quiere actuar en el ser humano desde fuera o desde dentro a través del alma. Así, el
creyente no puede negar el hecho de que existen somnia a Deo missa (sueños
enviados por Dios) e iluminaciones de su alma que no pueden ser atribuidas a
ninguna causa exterior. Sería una blasfemia la afirmación de que Dios se puede
revelar en todas partes y precisamente no en el alma humana. La intimidad de la
relación entre Dios y el alma excluye de antemano cualquier demérito del alma.
Quizá se haya ido demasiado lejos al hablar de una relación de parentesco; pero, en
cualquier caso, el alma ha de tener en sí una posibilidad de relación, o sea, una
correspondencia con la esencia de Dios, pues de lo contrario jamás podría existir una
correlación. Formulada psicológicamente, esta correspondencia es el arquetipo de
la imagen de Dios.
Comments