Nuestra época es retrospectiva. Erige los sepulcros de los padres. Escribe
biografías, historias y crítica. Las generaciones precedentes contemplaban
cara a cara a Dios y la naturaleza; nosotros a través de su mirada. ¿Por qué no
habríamos de disfrutar también nosotros de una relación original con el
universo? ¿Por qué no habríamos de tener una poesía de la intuición y no de
la tradición, y una religión que fuera una revelación para nosotros, y no la
historia de esas generaciones? En el seno, durante una temporada, de la
naturaleza, cuyos flujos de vida nos rodean y atraviesan, y nos invitan con sus
poderes a una acción proporcionada a la naturaleza, ¿por qué habríamos de
tantear entre los secos huesos del pasado o vestir a la generación viva con el
marchito guardarropa de una mascarada? El sol también brilla hoy. Hay más
lana y lino en los campos. Hay nuevas tierras, nuevos hombres, nuevos
pensamientos. Exijamos nuestras propias obras y leyes y culto.
Sin duda, nuestras preguntas no son incontestables. Debemos confiar en la
perfección de la creación hasta el punto de creer que, cualquiera que sea la
curiosidad que el orden de las cosas despierte en nosotros, quedará satisfecha
con el orden de las cosas. La condición de todo hombre es una solución
jeroglífica a sus indagaciones; la interpreta como vida, antes de aprehenderla
como verdad. De manera similar, la naturaleza, en sus formas y tendencia, ya
está describiendo su propio designio. Interroguemos a la gran aparición que
brilla tan pacíficamente a nuestro alrededor. Preguntemos: ¿cuál es el fin de la
naturaleza?
Toda ciencia tiene un objetivo: hallar una teoría de la naturaleza. Tenemos
teorías de las razas y las funciones, pero apenas nos hemos aproximado a una
idea de la creación. Estamos tan lejos del camino de la verdad que los
profesores de religión discuten y se odian entre sí, y a los hombres
especulativos se los considera débiles y frívolos. Pero, para un juicio sólido,
la verdad más abstracta es la más práctica. En cuanto aparezca una teoría
verdadera se hará evidente por sí misma. Su prueba será que explicará todos
los fenómenos. Ahora se piensa que muchos no sólo no se han explicado, sino
que resultan inexplicables, como la lengua, el sueño, la locura, las visiones,
las bestias, el sexo.
Considerado filosóficamente, el universo se compone de la naturaleza y el
alma. En sentido estricto, por tanto, todo lo que se separa de nosotros, lo que
la filosofía distingue como no yo, es decir, la naturaleza y el arte, los demás
hombres y mi propio cuerpo, debe ser catalogado bajo este nombre:
naturaleza. Al enumerar los valores de la naturaleza y efectuar su suma, usaré
las palabras en ambos sentidos, el común y el de su importancia filosófica. En
indagaciones tan generales como ésta, la inexactitud no es sustancial; no
habrá confusión alguna de pensamiento. La naturaleza, en el sentido común,
se refiere a las esencias que el hombre no ha cambiado: el espacio, el aire, el
río, la hoja. El arte se aplica a la mezcla de su voluntad con las mismas cosas,
como en una casa, una estatua, un canal, un cuadro. Pero sus operaciones,
como cincelar, hornear, remendar y lavar, en conjunto, son tan insignificantes
que en una impresión tan grande como la que produce el mundo en el ser
humano no hacen variar el resultado.
Para estar solo, el hombre necesita retirarse tanto de su habitación como de la
sociedad. No estoy solo mientras leo y escribo, aunque no haya nadie
conmigo. Pero si un hombre está solo, dejad que mire las estrellas. Los rayos
que provienen de esos mundos celestes se interpondrán entre él y lo que
toque. Podría pensarse que la atmósfera fue creada transparente con esa
intención, para conceder al hombre, con los cuerpos celestes, la presencia
perpetua de lo sublime. ¡Qué grandes parecen desde las calles de la ciudad! Si
las estrellas aparecieran cada mil años, los hombres creerían, adorarían y
conservarían el recuerdo de la ciudad de Dios que se les mostrara. Pero todas
las noches salen los emisarios de la belleza e iluminan el universo con su
sonrisa admonitoria.
Las estrellas despiertan cierta reverencia, porque, aunque están siempre
presentes, son inaccesibles; pero todos los objetos naturales producen una
impresión similar cuando estamos abiertos a su influencia. La naturaleza
nunca presenta una apariencia mezquina. El más sabio no le arranca su
secreto ni pierde su curiosidad al descubrir toda su perfección. La naturaleza
nunca ha sido un juguete para el espíritu sabio. Las flores, los animales, las
montañas reflejan la sabiduría de su mejor hora, así como han satisfecho a su
sencilla infancia.
Cuando hablamos de la naturaleza de esta manera, pensamos en un
sentido distinto, que resulta el más poético. Nos referimos a la integridad de la
impresión causada por múltiples objetos naturales. Se trata de lo que distingue
la vara de madera del leñador del árbol del poeta. El paisaje encantador que
he visto esta mañana se compone indudablemente de unas veinte o treinta
granjas. Miller es el propietario de este campo, Locke, el de aquél, y
Manning, el del bosque lejano, pero ninguno posee el paisaje. Hay una
propiedad en el horizonte que ningún hombre tiene, salvo aquél cuya mirada
integra todas las partes, es decir, el poeta. Se trata de la mejor parte de las
granjas de esos hombres, a la que no da derecho un título de propiedad.
A decir verdad, pocas personas adultas pueden ver la naturaleza. La
mayoría de las personas no ve el sol. A lo sumo tienen una visión muy
superficial. El sol ilumina sólo el ojo del hombre, pero brilla en el ojo y el
corazón del niño. El amante de la naturaleza es aquél cuyos sentidos interno y
externo aún se ajustan realmente entre sí, el que ha retenido el espíritu de la
infancia incluso en la madurez. Su trato con el cielo y la tierra se convierte en
parte de su comida diaria. En presencia de la naturaleza, un goce salvaje
atraviesa al hombre, a pesar de su tristeza real. La naturaleza dice: es mi
criatura y, a pesar de sus impertinentes penas, conmigo se alegrará. No sólo el
sol o el verano, sino cada hora y estación produce su tributo de goce, porque
cada hora y cambio se corresponde con un ánimo diferente, y lo autoriza,
desde el jadeante mediodía hasta la medianoche más lúgubre. La naturaleza es
un escenario que se adapta por igual a una pieza cómica o luctuosa. Con
buena salud, el aire es un cordial de increíble virtud. Al cruzar un erial con
charcos de nieve, al anochecer, bajo un cielo nublado, sin tener ninguna
ocurrencia especialmente afortunada, he sentido un regocijo perfecto. Estoy
alegre al borde del temor. En los bosques, el hombre se desprende de los años,
como la serpiente de la piel mudada y, en cualquier período de su vida, es
siempre un niño. En los bosques es un joven perpetuo. En estas plantaciones
de Dios, reinan el decoro y la santidad, se organiza un festival perenne, y el
invitado no entiende por qué debería cansarse de ello ni siquiera en un millar
de años. En los bosques regresamos a la razón y la fe. Allí siento que nada
puede pasarme en la vida, ninguna desgracia o calamidad (si conservo los
ojos) que la naturaleza no pueda reparar. Sobre la tierra desnuda, con la
cabeza bañada por un aire bendito y erguida en el espacio infinito, se
desvanece todo egoísmo mezquino. Me convierto en una pupila trasparente;
no soy nada, lo veo todo; las corrientes del ser universal circulan a través de
mí; soy una parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más íntimo suena
entonces extraño y accidental; ser hermanos, ser conocidos, amo o criado, es
entonces una trivialidad y una molestia. Soy el amante de la belleza
incontenible e inmortal. En lo agreste encuentro algo más querido y congénito
que en las calles o ciudades. En el tranquilo horizonte y, en especial, en la
lejana línea del horizonte, el hombre contempla algo tan bello como su propia
naturaleza.
El mayor goce que proporcionan los campos y bosques es la sugerencia de
una relación oculta entre el hombre y el mundo vegetal. No estoy solo ni
carezco de reconocimiento. Campos y bosques se inclinan ante mí y yo ante
ellos. El ondular de las ramas en la tormenta me resulta nuevo y viejo. Me
coge por sorpresa y, sin embargo, ya lo conocía. Su efecto es como el de un
pensamiento superior o una emoción mejor, cuando creemos que pensamos
justamente o sentimos debidamente.
Sin embargo, es cierto que el poder para producir este goce no reside en la
naturaleza, sino en el hombre, o en una armonía entre ambos. Es necesario
usar estos placeres con gran templanza. La naturaleza no siempre se viste de
gala, sino que la misma escena que ayer exhalaba perfume y brillaba como
una fiesta de ninfas, hoy está cubierta de melancolía. La naturaleza viste
siempre los colores del espíritu. Para un hombre que trabaja bajo el peso de
una calamidad, el calor de su propio fuego resulta triste. Entonces hay una
especie de desprecio del paisaje, como el que experimenta quien acaba de
perder a un amigo querido. El cielo no parece tan grande cuando se cierne
sobre una población menos valiosa.
Quien considere la causa final del mundo, discernirá múltiples usos que
forman parte del resultado. Corresponden a una de las siguientes clases:
comodidad, belleza, lengua y disciplina.
Bajo el nombre general de comodidad, catalogo todas las ventajas que
nuestros sentidos deben a la naturaleza. Se trata, desde luego, de un beneficio
que es temporal y mediato, no último, como el servicio al alma. Sin embargo,
aunque inferior, es perfecto en su especie, y es el único uso de la naturaleza
que todos los hombres entienden. La miseria del hombre parece petulancia
infantil cuando exploramos la firme y pródiga provisión que le ha sido
concedida para su mantenimiento y deleite en esta verde esfera que le
mantiene a flote por el cielo. ¿Qué ángeles han inventado estos espléndidos
adornos, este océano de aire por arriba, este océano de agua por debajo, este
firmamento intermedio de la tierra? ¿Y este zodiaco de luces, esta tienda de
nubes colgantes, este abrigo rayado de climas, este año cuádruple? Bestias,
fuego, agua, piedras y maíz están a su servicio. El campo es al mismo tiempo
su piso, su lugar de trabajo, de juego, su jardín y su lecho.
La naturaleza, en su atención al hombre, no es sólo la materia prima, sino
también el proceso y el resultado. Todas las partes trabajan sin cesar en
manos ajenas para provecho del hombre. El viento planta la semilla, el sol
hace que se evapore el mar, el viento empuja la nube al campo, el hielo del
otro lado del planeta condensa la lluvia en éste, la lluvia alimenta a la planta,
la planta ali menta al animal. Así, las circulaciones interminables de la
caridad divina nutren al hombre.
Las artes útiles son reproducciones o nuevas combinaciones del ingenio
del hombre, de los mismos benefactores naturales. Ya no espera el vendaval
favorable, sino que, por medio del vapor, realiza la fábula de Eolo, y lleva los
treinta y dos vientos en la caldera de su barca. Para disminuir la fricción,
cubre los caminos con barras de hierro y, montando un vagón con cargamento
de hombres, animales y mercancías, lo lanza a través del país, de una ciudad a
otra, como un águila o una golondrina por el aire. ¡Cuánto ha cambiado el
rostro del mundo por acumulación de estas ayudas, desde los días de Noé
hasta los de Napoleón! Hay ciudades, barcos, canales, puentes construidos
para el hombre pobre y privado. Va a la oficina de correos y la raza humana le
hace el recado; a la librería, y la raza humana lee y escribe cuanto ocurre para
él; al juzgado, y las naciones reparan sus errores. Pone su casa en el camino, y
la raza humana se apresta cada mañana a retirar la nieve y abrirle una senda.
No hay necesidad de especificar casos de este tipo de usos. El catálogo es
interminable, y los ejemplos tan obvios que los dejaré a la reflexión del lector,
con la observación general de que este beneficio mercenario tiene en
consideración un bien más lejano. A un hombre no se le alimenta por
alimentarlo, sino para que pueda trabajar.
La naturaleza satisface una necesidad más noble del hombre: el amor a la
belleza.
Los antiguos griegos llamaban al mundo χοσμος, belleza. En virtud de la
constitución de todas las cosas, o del poder plástico del ojo humano, las
formas primarias, como el cielo, la montaña, el árbol, el animal nos
proporcionan un goce en y por sí mismas; un placer que surge del contorno, el
color, el movimiento y la conjunción. Parece que esto se debe en parte al ojo
mismo. El ojo es el mejor artista. Por la acción mutua de su estructura y las
leyes de la luz se produce la perspectiva, que integra todos los objetos,
cualquiera que sea su carácter, en un globo bien coloreado y matizado, de
modo que, aun cuando los objetos particulares sean mezquinos y desabridos,
el paisaje que componen resulta redondo y simétrico. Así como el ojo es el
mejor compositor, la luz es el primer pintor. No hay objeto tan sucio que una
luz intensa no haga hermoso. El estímulo que proporciona al sentido, y una
especie de infinitud que posee, como el espacio y el tiempo, alegran toda la
materia. Incluso un cadáver tiene su propia belleza. Además de esta gracia
general difundida sobre la naturaleza, casi todas las formas individuales
resultan agradables a la mirada, como lo demuestran las interminables
imitaciones de algunas de ellas, como la bellota, la uva, la piña, la fucsia, el
huevo, las alas y formas de la mayoría de los pájaros, la garra del león, la
serpiente, la mariposa, las conchas, las llamas, las nubes, los capullos y las
hojas y las formas de muchos árboles, como la palmera.
Para considerarlos mejor, podemos tratar los aspectos de la belleza de tres
maneras.
1. En primer lugar, la mera percepción de las formas naturales es una
delicia. La influencia de las formas y acciones en la naturaleza resulta tan
necesaria para el hombre que, en sus funciones inferiores, parece residir en
los confines de la comodidad y la belleza. Al cuerpo y el espíritu turbados por
el trabajo o una compañía nociva, la naturaleza les resulta medicinal, ya que
restaura su tono. El comerciante, el abogado salen del estrépito y tráfico de la
calle y ven el cielo y los bosques, y son hombres de nuevo. En su calma
eterna, se encuentran a sí mismos. La salud del ojo parece exigir un horizonte.
Mientras podamos ver lo bastante lejos, no nos cansaremos.
Pero, en otras horas, la naturaleza satisface con su encanto, sin mezcla de
beneficio corporal. Veo el espectáculo de la mañana en la cima de la colina
frente a mi casa, desde la salida hasta la puesta de sol, con emociones dignas
de un ángel. Las largas y finas hileras de nubes flotan como peces en un mar
de luz carmesí. Desde la tierra, como una orilla, miro ese mar silencioso. Me
parece que formo parte de sus rápidas transformaciones: el activo
encantamiento alcanza mi polvo, y me dilato y conspiro con el viento
matutino. ¡La naturaleza nos deifica con pocos y baratos elementos! Dadme
salud y un día, y haré que la pompa de los emperadores sea ridícula. Él
amanecer es mi Asiría; la puesta de sol y la salida de la lima mi Pafos, e
inimaginables reinos de hadas; el amplio mediodía será mi Inglaterra de los
sentidos y el entendimiento; la noche será mi Alemania de los sueños y la
filosofía mística.
No menos excelente, salvo por nuestra menor susceptibilidad de la tarde,
ha sido el encanto, esta tarde, de una puesta de sol de enero. Las nubes del
oeste se dividían y subdividían en flecos rosados modulados con tintes de
inefable suavidad, y el aire tenía tanta vida y dulzura que resultaba doloroso
entrar en casa. ¿Qué era lo que diría la naturaleza? ¿Acaso no había
significado, un significado que Homero y Shakespeare no podrían traducirme
con palabras, en el vivido reposo del valle tras el molino? Los árboles
desnudos se convierten en espirales de llama en el crepúsculo, con el
contrapunto del este azul, y las estrellas de los cálices muertos de las flores y
todo tallo marchito y rastrojo cubierto de escarcha contribuyen a la música
muda.
Los habitantes de las ciudades suponen que el paisaje campestre es
agradable sólo la mitad del año. Yo me regocijo con las gracias del escenario
invernal, y creo que nos afecta en igual medida que las influencias geniales
del verano. Para el ojo atento, cada momento del año tiene su propia belleza
y, en el mismo campo, contempla cada hora un cuadro que no había sido visto
antes ni volverá a verse de nuevo. Los cielos cambian a cada momento y
reflejan su gloria o penumbra en las llanuras inferiores. El estado de la
cosecha en las granjas altera la expresión de la tierra cada semana. La
sucesión de plantas nativas en los pastos y veredas, que compone el reloj
silencioso con que el tiempo cuenta las horas del verano, hará que las
divisiones del día sean perceptibles a un observador agudo. Las bandadas de
pájaros e insectos, como las puntuales plantas, se siguen unas a otras, y el año
las contiene a todas. Junto a las corrientes, la variedad es mayor. El camalote
azul o la pontederia florecen en largos arriates sobre las aguas someras y
bullen con mariposas amarillas en continuo movimiento. El arte no puede
rivalizar con esta pompa de púrpura y oro. En efecto, el río es una gala
perpetua y luce cada mes un adorno nuevo.
Pero esta belleza de la naturaleza, vista y sentida como belleza, es la parte
menor. Si perseguimos con avidez las manifestaciones del día, el rocío de la
mañana, el arco iris, las montañas, los huertos en flor, las estrellas, la luz de la
luna, las sombras en el agua quieta, resultan sólo manifestaciones, y nos
defraudan con su irrealidad. Salid de casa a ver la luna y veréis puro oropel;
no os agradará como la luz que brilla en el viaje que tenéis que hacer. ¿Quién
podría asir la belleza que resplandece en las amarillas tardes de octubre? Salid
a buscarla y se habrá ido; es sólo un espejismo al mirar por las ventanillas de
la diligencia.
2. La presencia de un elemento superior, espiritual, resulta esencial para
su perfección. La belleza elevada y divina que puede ser amada sin
afeminamiento es la que se combina con la voluntad humana. La belleza es la
marca que Dios pone en la virtud. Toda acción natural es graciosa. Toda
acción heroica es también decente y hace resplandecer el lugar y a los
espectadores. Las grandes acciones nos enseñan que el universo es propiedad
de cada individuo que hay en él. Toda la naturaleza es la dote y herencia de
cualquier criatura racional. Es suya, si así lo quiere. Puede desprenderse de
ella, arrastrarse a un rincón y abdicar de su reino, como la mayoría de los
hombres, pero, según su constitución, tiene derecho al mundo. En proporción
a la energía de su pensamiento y voluntad, asume en sí mismo el mundo.
«Todo aquello por lo que el hombre ara, construye o navega, obedece a la
virtud», dice Salustio. «Los vientos y las olas —dice Gibbon— favorecen
siempre a los navegantes más diestros». De igual modo ocurre con el sol y la
luna y todas las estrellas del cielo. Si se lleva a cabo un acto noble, tal vez en
una escena de gran belleza natural; si Leónidas y los trescientos mártires
tardan un día en morir, y el sol y la luna salen y los miran una vez en el hondo
desfiladero de las Termópilas; si Arnold Winkelried, en los Alpes, bajo la
amenaza de una avalancha, reúne a su lado una hueste de lanzas austríacas
para romper la línea a favor de sus camaradas, ¿no tienen derecho estos
héroes a añadir la belleza de la escena a la belleza de la gesta? Cuando el
barco de Colón se aproxima a la orilla de América, una vez frente a ella, con
la playa llena de salvajes que salen de sus chozas de caña, con el mar a sus
espaldas, rodeado de las montañas purpúreas del archipiélago indio,
¿podemos separar al hombre del cuadro vivo? ¿No se reviste la forma del
Nuevo Mundo con palmerales y sabanas como su tapiz idóneo? La belleza
natural se infiltra con un aire parecido y envuelve las grandes acciones.
Cuando sir Harry Vane fue conducido a Tower-hill, sentado en un trineo, para
ser ejecutado, como campeón de las leyes inglesas, alguien de la multitud le
gritó: «Ha sido tu asiento más glorioso». Carlos II, para intimidar a los
ciudadanos de Londres, hizo que el patriota lord Russell fuera conducido en
un coche abierto por las principales calles de la ciudad en su camino al
cadalso. Según su biógrafo, «la multitud creyó ver sentadas a su lado a la
libertad y la virtud». En lugares privados, entre objetos sórdidos, un acto de
verdad o heroísmo parece arrastrar consigo al cielo como su templo, al sol
como su vela. Si la naturaleza extiende sus brazos hacia el hombre, que sus
pensamientos sean igual de grandes: seguirá complacida sus pasos junto a la
rosa y la violeta, e inclinara sus líneas de grandeza y gracia para decorar a su
querido hijo. Si sus pensamientos tienen el mismo alcance, el marco se
adecuará al cuadro. El hombre virtuoso vive al unísono con las obras de la
naturaleza y compone la figura central de la esfera visible. Homero, Píndaro,
Sócrates y Foción se asocian debidamente en nuestro recuerdo a la geografía
y clima de Grecia. El cielo y la tierra visible simpatizan con Jesús. En la vida
corriente, cualquiera que haya visto a una persona de carácter poderoso y
genio feliz habrá observado la facilidad con que todas Tas cosas le siguen, las
personas, las opiniones y el día, y cómo la naturaleza se somete al hombre.
3. La belleza del mundo presenta aún otro aspecto cuando se convierte en
objeto de la inteligencia. Además de su relación con la virtud, las cosas se
relacionan con el pensamiento. La inteligencia busca el orden absoluto de las
cosas tal como se mantienen en Dios, sin los colores del afecto. Los poderes
intelectual y activo parecen sucederse mutuamente, y la actividad exclusiva
de uno genera la actividad exclusiva del otro. Hay algo adverso en uno
respecto al otro, pero son como los períodos alternos de alimentación y acción
en los animales; cada uno prepara al otro y será seguido por él. Por tanto, la
belleza, que, en relación con Tas acciones, como hemos visto, llega
inadvertida, y llega porque resulta inadvertida, se mantiene en la búsqueda y
aprehensión de la inteligencia, y luego, a su vez, del poder activo. Nada
divino muere. Todo bien es eternamente reproductivo. La belleza de la
naturaleza se reforma en el espíritu, y no en aras de la estéril contemplación,
sino de la nueva creación.
El aspecto del mundo impresiona, hasta cierto punto, a todos los hombres;
incluso deleita a algunos. Este amor a la belleza es el gusto. Otros sienten el
mismo amor tan excesivamente que, no contentos con admirarla, pretenden
encarnarla en formas nuevas. La creación de la belleza es el arte.
La producción de una obra de arte arroja luz sobre el misterio de la
humanidad. Una obra de arte es un resumen o epítome del mundo. Es el
resultado de la expresión de la naturaleza, en miniatura. Pues, aunque las
obras de la naturaleza son innumerables y diferentes, su resultado o expresión
es similar y singular. La naturaleza es un mar de formas radicalmente
parecidas e incluso únicas. Una hoja, un rayo de sol, un paisaje, el océano
causan una impresión análoga. Lo que tienen en común, esa perfección y
armonía, es la belleza. El modelo de la belleza es el circuito completo de las
formas naturales, la totalidad de la naturaleza, lo que los italianos expresaban
al definir la belleza como il piu nell’uno. Nada es bello a solas: nada es bello
salvo en el conjunto. Un solo objeto es bello sólo si sugiere esa gracia
universal. El poeta, el pintor, el escultor, el músico, el arquitecto aspiran a
concentrar esta radiación del mundo en un punto, y cada uno aspira a
satisfacer en su obra el amor a la belleza que le induce a producirla. Así, el
arte es la naturaleza filtrada por el alambique del hombre. Así, en el arte, la
naturaleza opera a través de la voluntad de un hombre saturado por la belleza
de las primeras obras de la naturaleza.
Para el alma, el mundo existe con el fin de satisfacer el deseo de belleza.
A este elemento lo llamo un fin último. No hay pregunta ni respuesta al hecho
de que el hombre busque la belleza. La belleza, en su sentido más amplio y
profundo, es una expresión del universo. Dios es todo lo hermoso. La verdad,
el bien y la belleza no son sino aspectos del mismo todo. Pero la belleza en la
naturaleza no es final. Es el heraldo de la belleza eterna e interior, y no es sólo
un bien único y satisfactorio. Debe ser una parte y no, como hasta ahora, la
expresión última o superior de la causa final de la naturaleza.
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