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Foto del escritorAmenhotep VII

naturaleza y otros escritos de juventud - Ralph Waldo Emerson



Nuestra época es retrospectiva. Erige los sepulcros de los padres. Escribe

biografías, historias y crítica. Las generaciones precedentes contemplaban

cara a cara a Dios y la naturaleza; nosotros a través de su mirada. ¿Por qué no

habríamos de disfrutar también nosotros de una relación original con el

universo? ¿Por qué no habríamos de tener una poesía de la intuición y no de

la tradición, y una religión que fuera una revelación para nosotros, y no la

historia de esas generaciones? En el seno, durante una temporada, de la

naturaleza, cuyos flujos de vida nos rodean y atraviesan, y nos invitan con sus

poderes a una acción proporcionada a la naturaleza, ¿por qué habríamos de

tantear entre los secos huesos del pasado o vestir a la generación viva con el

marchito guardarropa de una mascarada? El sol también brilla hoy. Hay más

lana y lino en los campos. Hay nuevas tierras, nuevos hombres, nuevos

pensamientos. Exijamos nuestras propias obras y leyes y culto.

Sin duda, nuestras preguntas no son incontestables. Debemos confiar en la

perfección de la creación hasta el punto de creer que, cualquiera que sea la

curiosidad que el orden de las cosas despierte en nosotros, quedará satisfecha

con el orden de las cosas. La condición de todo hombre es una solución

jeroglífica a sus indagaciones; la interpreta como vida, antes de aprehenderla

como verdad. De manera similar, la naturaleza, en sus formas y tendencia, ya

está describiendo su propio designio. Interroguemos a la gran aparición que

brilla tan pacíficamente a nuestro alrededor. Preguntemos: ¿cuál es el fin de la

naturaleza?

Toda ciencia tiene un objetivo: hallar una teoría de la naturaleza. Tenemos

teorías de las razas y las funciones, pero apenas nos hemos aproximado a una

idea de la creación. Estamos tan lejos del camino de la verdad que los

profesores de religión discuten y se odian entre sí, y a los hombres

especulativos se los considera débiles y frívolos. Pero, para un juicio sólido,

la verdad más abstracta es la más práctica. En cuanto aparezca una teoría

verdadera se hará evidente por sí misma. Su prueba será que explicará todos

los fenómenos. Ahora se piensa que muchos no sólo no se han explicado, sino

que resultan inexplicables, como la lengua, el sueño, la locura, las visiones,

las bestias, el sexo.

Considerado filosóficamente, el universo se compone de la naturaleza y el

alma. En sentido estricto, por tanto, todo lo que se separa de nosotros, lo que

la filosofía distingue como no yo, es decir, la naturaleza y el arte, los demás

hombres y mi propio cuerpo, debe ser catalogado bajo este nombre:

naturaleza. Al enumerar los valores de la naturaleza y efectuar su suma, usaré

las palabras en ambos sentidos, el común y el de su importancia filosófica. En

indagaciones tan generales como ésta, la inexactitud no es sustancial; no

habrá confusión alguna de pensamiento. La naturaleza, en el sentido común,

se refiere a las esencias que el hombre no ha cambiado: el espacio, el aire, el

río, la hoja. El arte se aplica a la mezcla de su voluntad con las mismas cosas,

como en una casa, una estatua, un canal, un cuadro. Pero sus operaciones,

como cincelar, hornear, remendar y lavar, en conjunto, son tan insignificantes

que en una impresión tan grande como la que produce el mundo en el ser

humano no hacen variar el resultado.


Para estar solo, el hombre necesita retirarse tanto de su habitación como de la

sociedad. No estoy solo mientras leo y escribo, aunque no haya nadie

conmigo. Pero si un hombre está solo, dejad que mire las estrellas. Los rayos

que provienen de esos mundos celestes se interpondrán entre él y lo que

toque. Podría pensarse que la atmósfera fue creada transparente con esa

intención, para conceder al hombre, con los cuerpos celestes, la presencia

perpetua de lo sublime. ¡Qué grandes parecen desde las calles de la ciudad! Si

las estrellas aparecieran cada mil años, los hombres creerían, adorarían y

conservarían el recuerdo de la ciudad de Dios que se les mostrara. Pero todas

las noches salen los emisarios de la belleza e iluminan el universo con su

sonrisa admonitoria.

Las estrellas despiertan cierta reverencia, porque, aunque están siempre

presentes, son inaccesibles; pero todos los objetos naturales producen una

impresión similar cuando estamos abiertos a su influencia. La naturaleza

nunca presenta una apariencia mezquina. El más sabio no le arranca su

secreto ni pierde su curiosidad al descubrir toda su perfección. La naturaleza

nunca ha sido un juguete para el espíritu sabio. Las flores, los animales, las

montañas reflejan la sabiduría de su mejor hora, así como han satisfecho a su

sencilla infancia.

Cuando hablamos de la naturaleza de esta manera, pensamos en un

sentido distinto, que resulta el más poético. Nos referimos a la integridad de la

impresión causada por múltiples objetos naturales. Se trata de lo que distingue

la vara de madera del leñador del árbol del poeta. El paisaje encantador que

he visto esta mañana se compone indudablemente de unas veinte o treinta

granjas. Miller es el propietario de este campo, Locke, el de aquél, y

Manning, el del bosque lejano, pero ninguno posee el paisaje. Hay una

propiedad en el horizonte que ningún hombre tiene, salvo aquél cuya mirada

integra todas las partes, es decir, el poeta. Se trata de la mejor parte de las

granjas de esos hombres, a la que no da derecho un título de propiedad.

A decir verdad, pocas personas adultas pueden ver la naturaleza. La

mayoría de las personas no ve el sol. A lo sumo tienen una visión muy

superficial. El sol ilumina sólo el ojo del hombre, pero brilla en el ojo y el

corazón del niño. El amante de la naturaleza es aquél cuyos sentidos interno y

externo aún se ajustan realmente entre sí, el que ha retenido el espíritu de la

infancia incluso en la madurez. Su trato con el cielo y la tierra se convierte en

parte de su comida diaria. En presencia de la naturaleza, un goce salvaje

atraviesa al hombre, a pesar de su tristeza real. La naturaleza dice: es mi

criatura y, a pesar de sus impertinentes penas, conmigo se alegrará. No sólo el

sol o el verano, sino cada hora y estación produce su tributo de goce, porque

cada hora y cambio se corresponde con un ánimo diferente, y lo autoriza,

desde el jadeante mediodía hasta la medianoche más lúgubre. La naturaleza es

un escenario que se adapta por igual a una pieza cómica o luctuosa. Con

buena salud, el aire es un cordial de increíble virtud. Al cruzar un erial con

charcos de nieve, al anochecer, bajo un cielo nublado, sin tener ninguna

ocurrencia especialmente afortunada, he sentido un regocijo perfecto. Estoy

alegre al borde del temor. En los bosques, el hombre se desprende de los años,

como la serpiente de la piel mudada y, en cualquier período de su vida, es

siempre un niño. En los bosques es un joven perpetuo. En estas plantaciones

de Dios, reinan el decoro y la santidad, se organiza un festival perenne, y el

invitado no entiende por qué debería cansarse de ello ni siquiera en un millar

de años. En los bosques regresamos a la razón y la fe. Allí siento que nada

puede pasarme en la vida, ninguna desgracia o calamidad (si conservo los

ojos) que la naturaleza no pueda reparar. Sobre la tierra desnuda, con la

cabeza bañada por un aire bendito y erguida en el espacio infinito, se

desvanece todo egoísmo mezquino. Me convierto en una pupila trasparente;

no soy nada, lo veo todo; las corrientes del ser universal circulan a través de

mí; soy una parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más íntimo suena

entonces extraño y accidental; ser hermanos, ser conocidos, amo o criado, es

entonces una trivialidad y una molestia. Soy el amante de la belleza

incontenible e inmortal. En lo agreste encuentro algo más querido y congénito

que en las calles o ciudades. En el tranquilo horizonte y, en especial, en la

lejana línea del horizonte, el hombre contempla algo tan bello como su propia

naturaleza.

El mayor goce que proporcionan los campos y bosques es la sugerencia de

una relación oculta entre el hombre y el mundo vegetal. No estoy solo ni

carezco de reconocimiento. Campos y bosques se inclinan ante mí y yo ante

ellos. El ondular de las ramas en la tormenta me resulta nuevo y viejo. Me

coge por sorpresa y, sin embargo, ya lo conocía. Su efecto es como el de un

pensamiento superior o una emoción mejor, cuando creemos que pensamos

justamente o sentimos debidamente.

Sin embargo, es cierto que el poder para producir este goce no reside en la

naturaleza, sino en el hombre, o en una armonía entre ambos. Es necesario

usar estos placeres con gran templanza. La naturaleza no siempre se viste de

gala, sino que la misma escena que ayer exhalaba perfume y brillaba como

una fiesta de ninfas, hoy está cubierta de melancolía. La naturaleza viste

siempre los colores del espíritu. Para un hombre que trabaja bajo el peso de

una calamidad, el calor de su propio fuego resulta triste. Entonces hay una

especie de desprecio del paisaje, como el que experimenta quien acaba de

perder a un amigo querido. El cielo no parece tan grande cuando se cierne

sobre una población menos valiosa.


Quien considere la causa final del mundo, discernirá múltiples usos que

forman parte del resultado. Corresponden a una de las siguientes clases:

comodidad, belleza, lengua y disciplina.

Bajo el nombre general de comodidad, catalogo todas las ventajas que

nuestros sentidos deben a la naturaleza. Se trata, desde luego, de un beneficio

que es temporal y mediato, no último, como el servicio al alma. Sin embargo,

aunque inferior, es perfecto en su especie, y es el único uso de la naturaleza

que todos los hombres entienden. La miseria del hombre parece petulancia

infantil cuando exploramos la firme y pródiga provisión que le ha sido


concedida para su mantenimiento y deleite en esta verde esfera que le

mantiene a flote por el cielo. ¿Qué ángeles han inventado estos espléndidos

adornos, este océano de aire por arriba, este océano de agua por debajo, este

firmamento intermedio de la tierra? ¿Y este zodiaco de luces, esta tienda de

nubes colgantes, este abrigo rayado de climas, este año cuádruple? Bestias,

fuego, agua, piedras y maíz están a su servicio. El campo es al mismo tiempo

su piso, su lugar de trabajo, de juego, su jardín y su lecho.


La naturaleza, en su atención al hombre, no es sólo la materia prima, sino

también el proceso y el resultado. Todas las partes trabajan sin cesar en

manos ajenas para provecho del hombre. El viento planta la semilla, el sol

hace que se evapore el mar, el viento empuja la nube al campo, el hielo del

otro lado del planeta condensa la lluvia en éste, la lluvia alimenta a la planta,

la planta ali menta al animal. Así, las circulaciones interminables de la

caridad divina nutren al hombre.

Las artes útiles son reproducciones o nuevas combinaciones del ingenio

del hombre, de los mismos benefactores naturales. Ya no espera el vendaval

favorable, sino que, por medio del vapor, realiza la fábula de Eolo, y lleva los

treinta y dos vientos en la caldera de su barca. Para disminuir la fricción,

cubre los caminos con barras de hierro y, montando un vagón con cargamento

de hombres, animales y mercancías, lo lanza a través del país, de una ciudad a

otra, como un águila o una golondrina por el aire. ¡Cuánto ha cambiado el

rostro del mundo por acumulación de estas ayudas, desde los días de Noé

hasta los de Napoleón! Hay ciudades, barcos, canales, puentes construidos

para el hombre pobre y privado. Va a la oficina de correos y la raza humana le

hace el recado; a la librería, y la raza humana lee y escribe cuanto ocurre para

él; al juzgado, y las naciones reparan sus errores. Pone su casa en el camino, y

la raza humana se apresta cada mañana a retirar la nieve y abrirle una senda.

No hay necesidad de especificar casos de este tipo de usos. El catálogo es

interminable, y los ejemplos tan obvios que los dejaré a la reflexión del lector,

con la observación general de que este beneficio mercenario tiene en

consideración un bien más lejano. A un hombre no se le alimenta por

alimentarlo, sino para que pueda trabajar.


La naturaleza satisface una necesidad más noble del hombre: el amor a la

belleza.

Los antiguos griegos llamaban al mundo χοσμος, belleza. En virtud de la

constitución de todas las cosas, o del poder plástico del ojo humano, las

formas primarias, como el cielo, la montaña, el árbol, el animal nos

proporcionan un goce en y por sí mismas; un placer que surge del contorno, el

color, el movimiento y la conjunción. Parece que esto se debe en parte al ojo

mismo. El ojo es el mejor artista. Por la acción mutua de su estructura y las

leyes de la luz se produce la perspectiva, que integra todos los objetos,

cualquiera que sea su carácter, en un globo bien coloreado y matizado, de

modo que, aun cuando los objetos particulares sean mezquinos y desabridos,

el paisaje que componen resulta redondo y simétrico. Así como el ojo es el

mejor compositor, la luz es el primer pintor. No hay objeto tan sucio que una

luz intensa no haga hermoso. El estímulo que proporciona al sentido, y una

especie de infinitud que posee, como el espacio y el tiempo, alegran toda la

materia. Incluso un cadáver tiene su propia belleza. Además de esta gracia

general difundida sobre la naturaleza, casi todas las formas individuales

resultan agradables a la mirada, como lo demuestran las interminables

imitaciones de algunas de ellas, como la bellota, la uva, la piña, la fucsia, el

huevo, las alas y formas de la mayoría de los pájaros, la garra del león, la

serpiente, la mariposa, las conchas, las llamas, las nubes, los capullos y las

hojas y las formas de muchos árboles, como la palmera.

Para considerarlos mejor, podemos tratar los aspectos de la belleza de tres

maneras.

1. En primer lugar, la mera percepción de las formas naturales es una

delicia. La influencia de las formas y acciones en la naturaleza resulta tan

necesaria para el hombre que, en sus funciones inferiores, parece residir en

los confines de la comodidad y la belleza. Al cuerpo y el espíritu turbados por

el trabajo o una compañía nociva, la naturaleza les resulta medicinal, ya que

restaura su tono. El comerciante, el abogado salen del estrépito y tráfico de la

calle y ven el cielo y los bosques, y son hombres de nuevo. En su calma

eterna, se encuentran a sí mismos. La salud del ojo parece exigir un horizonte.

Mientras podamos ver lo bastante lejos, no nos cansaremos.

Pero, en otras horas, la naturaleza satisface con su encanto, sin mezcla de

beneficio corporal. Veo el espectáculo de la mañana en la cima de la colina

frente a mi casa, desde la salida hasta la puesta de sol, con emociones dignas

de un ángel. Las largas y finas hileras de nubes flotan como peces en un mar

de luz carmesí. Desde la tierra, como una orilla, miro ese mar silencioso. Me

parece que formo parte de sus rápidas transformaciones: el activo

encantamiento alcanza mi polvo, y me dilato y conspiro con el viento

matutino. ¡La naturaleza nos deifica con pocos y baratos elementos! Dadme

salud y un día, y haré que la pompa de los emperadores sea ridícula. Él

amanecer es mi Asiría; la puesta de sol y la salida de la lima mi Pafos, e

inimaginables reinos de hadas; el amplio mediodía será mi Inglaterra de los

sentidos y el entendimiento; la noche será mi Alemania de los sueños y la

filosofía mística.

No menos excelente, salvo por nuestra menor susceptibilidad de la tarde,

ha sido el encanto, esta tarde, de una puesta de sol de enero. Las nubes del

oeste se dividían y subdividían en flecos rosados modulados con tintes de

inefable suavidad, y el aire tenía tanta vida y dulzura que resultaba doloroso

entrar en casa. ¿Qué era lo que diría la naturaleza? ¿Acaso no había

significado, un significado que Homero y Shakespeare no podrían traducirme

con palabras, en el vivido reposo del valle tras el molino? Los árboles

desnudos se convierten en espirales de llama en el crepúsculo, con el

contrapunto del este azul, y las estrellas de los cálices muertos de las flores y

todo tallo marchito y rastrojo cubierto de escarcha contribuyen a la música

muda.

Los habitantes de las ciudades suponen que el paisaje campestre es

agradable sólo la mitad del año. Yo me regocijo con las gracias del escenario

invernal, y creo que nos afecta en igual medida que las influencias geniales

del verano. Para el ojo atento, cada momento del año tiene su propia belleza

y, en el mismo campo, contempla cada hora un cuadro que no había sido visto

antes ni volverá a verse de nuevo. Los cielos cambian a cada momento y

reflejan su gloria o penumbra en las llanuras inferiores. El estado de la

cosecha en las granjas altera la expresión de la tierra cada semana. La

sucesión de plantas nativas en los pastos y veredas, que compone el reloj

silencioso con que el tiempo cuenta las horas del verano, hará que las

divisiones del día sean perceptibles a un observador agudo. Las bandadas de

pájaros e insectos, como las puntuales plantas, se siguen unas a otras, y el año

las contiene a todas. Junto a las corrientes, la variedad es mayor. El camalote

azul o la pontederia florecen en largos arriates sobre las aguas someras y

bullen con mariposas amarillas en continuo movimiento. El arte no puede

rivalizar con esta pompa de púrpura y oro. En efecto, el río es una gala

perpetua y luce cada mes un adorno nuevo.

Pero esta belleza de la naturaleza, vista y sentida como belleza, es la parte

menor. Si perseguimos con avidez las manifestaciones del día, el rocío de la

mañana, el arco iris, las montañas, los huertos en flor, las estrellas, la luz de la

luna, las sombras en el agua quieta, resultan sólo manifestaciones, y nos

defraudan con su irrealidad. Salid de casa a ver la luna y veréis puro oropel;

no os agradará como la luz que brilla en el viaje que tenéis que hacer. ¿Quién

podría asir la belleza que resplandece en las amarillas tardes de octubre? Salid

a buscarla y se habrá ido; es sólo un espejismo al mirar por las ventanillas de

la diligencia.

2. La presencia de un elemento superior, espiritual, resulta esencial para

su perfección. La belleza elevada y divina que puede ser amada sin

afeminamiento es la que se combina con la voluntad humana. La belleza es la

marca que Dios pone en la virtud. Toda acción natural es graciosa. Toda

acción heroica es también decente y hace resplandecer el lugar y a los

espectadores. Las grandes acciones nos enseñan que el universo es propiedad

de cada individuo que hay en él. Toda la naturaleza es la dote y herencia de

cualquier criatura racional. Es suya, si así lo quiere. Puede desprenderse de

ella, arrastrarse a un rincón y abdicar de su reino, como la mayoría de los

hombres, pero, según su constitución, tiene derecho al mundo. En proporción

a la energía de su pensamiento y voluntad, asume en sí mismo el mundo.

«Todo aquello por lo que el hombre ara, construye o navega, obedece a la

virtud», dice Salustio. «Los vientos y las olas —dice Gibbon— favorecen

siempre a los navegantes más diestros». De igual modo ocurre con el sol y la

luna y todas las estrellas del cielo. Si se lleva a cabo un acto noble, tal vez en

una escena de gran belleza natural; si Leónidas y los trescientos mártires

tardan un día en morir, y el sol y la luna salen y los miran una vez en el hondo

desfiladero de las Termópilas; si Arnold Winkelried, en los Alpes, bajo la

amenaza de una avalancha, reúne a su lado una hueste de lanzas austríacas

para romper la línea a favor de sus camaradas, ¿no tienen derecho estos

héroes a añadir la belleza de la escena a la belleza de la gesta? Cuando el

barco de Colón se aproxima a la orilla de América, una vez frente a ella, con

la playa llena de salvajes que salen de sus chozas de caña, con el mar a sus

espaldas, rodeado de las montañas purpúreas del archipiélago indio,

¿podemos separar al hombre del cuadro vivo? ¿No se reviste la forma del

Nuevo Mundo con palmerales y sabanas como su tapiz idóneo? La belleza

natural se infiltra con un aire parecido y envuelve las grandes acciones.

Cuando sir Harry Vane fue conducido a Tower-hill, sentado en un trineo, para

ser ejecutado, como campeón de las leyes inglesas, alguien de la multitud le

gritó: «Ha sido tu asiento más glorioso». Carlos II, para intimidar a los

ciudadanos de Londres, hizo que el patriota lord Russell fuera conducido en

un coche abierto por las principales calles de la ciudad en su camino al

cadalso. Según su biógrafo, «la multitud creyó ver sentadas a su lado a la

libertad y la virtud». En lugares privados, entre objetos sórdidos, un acto de

verdad o heroísmo parece arrastrar consigo al cielo como su templo, al sol

como su vela. Si la naturaleza extiende sus brazos hacia el hombre, que sus

pensamientos sean igual de grandes: seguirá complacida sus pasos junto a la

rosa y la violeta, e inclinara sus líneas de grandeza y gracia para decorar a su

querido hijo. Si sus pensamientos tienen el mismo alcance, el marco se

adecuará al cuadro. El hombre virtuoso vive al unísono con las obras de la

naturaleza y compone la figura central de la esfera visible. Homero, Píndaro,

Sócrates y Foción se asocian debidamente en nuestro recuerdo a la geografía

y clima de Grecia. El cielo y la tierra visible simpatizan con Jesús. En la vida

corriente, cualquiera que haya visto a una persona de carácter poderoso y

genio feliz habrá observado la facilidad con que todas Tas cosas le siguen, las

personas, las opiniones y el día, y cómo la naturaleza se somete al hombre.

3. La belleza del mundo presenta aún otro aspecto cuando se convierte en

objeto de la inteligencia. Además de su relación con la virtud, las cosas se

relacionan con el pensamiento. La inteligencia busca el orden absoluto de las

cosas tal como se mantienen en Dios, sin los colores del afecto. Los poderes

intelectual y activo parecen sucederse mutuamente, y la actividad exclusiva

de uno genera la actividad exclusiva del otro. Hay algo adverso en uno

respecto al otro, pero son como los períodos alternos de alimentación y acción

en los animales; cada uno prepara al otro y será seguido por él. Por tanto, la

belleza, que, en relación con Tas acciones, como hemos visto, llega

inadvertida, y llega porque resulta inadvertida, se mantiene en la búsqueda y

aprehensión de la inteligencia, y luego, a su vez, del poder activo. Nada

divino muere. Todo bien es eternamente reproductivo. La belleza de la

naturaleza se reforma en el espíritu, y no en aras de la estéril contemplación,

sino de la nueva creación.

El aspecto del mundo impresiona, hasta cierto punto, a todos los hombres;

incluso deleita a algunos. Este amor a la belleza es el gusto. Otros sienten el

mismo amor tan excesivamente que, no contentos con admirarla, pretenden

encarnarla en formas nuevas. La creación de la belleza es el arte.

La producción de una obra de arte arroja luz sobre el misterio de la

humanidad. Una obra de arte es un resumen o epítome del mundo. Es el

resultado de la expresión de la naturaleza, en miniatura. Pues, aunque las

obras de la naturaleza son innumerables y diferentes, su resultado o expresión

es similar y singular. La naturaleza es un mar de formas radicalmente

parecidas e incluso únicas. Una hoja, un rayo de sol, un paisaje, el océano

causan una impresión análoga. Lo que tienen en común, esa perfección y

armonía, es la belleza. El modelo de la belleza es el circuito completo de las

formas naturales, la totalidad de la naturaleza, lo que los italianos expresaban

al definir la belleza como il piu nell’uno. Nada es bello a solas: nada es bello

salvo en el conjunto. Un solo objeto es bello sólo si sugiere esa gracia

universal. El poeta, el pintor, el escultor, el músico, el arquitecto aspiran a

concentrar esta radiación del mundo en un punto, y cada uno aspira a

satisfacer en su obra el amor a la belleza que le induce a producirla. Así, el

arte es la naturaleza filtrada por el alambique del hombre. Así, en el arte, la

naturaleza opera a través de la voluntad de un hombre saturado por la belleza

de las primeras obras de la naturaleza.

Para el alma, el mundo existe con el fin de satisfacer el deseo de belleza.

A este elemento lo llamo un fin último. No hay pregunta ni respuesta al hecho

de que el hombre busque la belleza. La belleza, en su sentido más amplio y

profundo, es una expresión del universo. Dios es todo lo hermoso. La verdad,

el bien y la belleza no son sino aspectos del mismo todo. Pero la belleza en la

naturaleza no es final. Es el heraldo de la belleza eterna e interior, y no es sólo

un bien único y satisfactorio. Debe ser una parte y no, como hasta ahora, la

expresión última o superior de la causa final de la naturaleza.


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