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Foto del escritorAmenhotep VII

Los cuadernos de Malte Laurids Brigge - Rainer Maria Rilke



Creo que debería empezar a trabajar un poco, ahora que aprendo a ver. Tengo veintiocho años, y, por decirlo así, no me ha sucedido nada. Rectifiquemos: he escrito un estudio sobre Carpaccio, que es malo, un drama titulado Matrimonio que quiere demostrar una tesis falsa por medios equívocos, y versos. Sí, pero ¡los versos significan tan poco cuando se han escrito joven! Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizás se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias. Para escribir un solo verso, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hacía tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aún aclarado; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría hecha para otro); en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en las habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que temblaban muy alto y volaban con todas las estrellas —y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto—. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso. Pero mis versos todos nacieron de otro modo; por tanto no son versos. ¡Y cómo me engañaba cuando escribía mi drama! ¿Era yo un imitador y loco, por haber necesitado un tercero para narrar la suerte de dos hombres que se hacían la vida imposible? ¡Qué fácilmente caí en la trampa! Y sin embargo, tendría que haber sabido que este tercero que atraviesa todas las vidas y las literaturas, este fantasma de un tercero que jamás ha existido, no tiene sentido y hay que negarlo. Es uno de los pretextos de la naturaleza que se esfuerza siempre en desviar la atención de los hombres de sus misterios más profundos. Es la mampara detrás de la que se desarrolla un drama. Es el ruido vano a la entrada del silencio de un conflicto verdadero. Se diría que, hasta ahora, todos han juzgado demasiado difícil hablar de los dos, de quienes solamente se trata. El tercero, que precisamente por ser tan poco real es la parte fácil de la tarea, todos han sabido construirlo: desde el comienzo de sus dramas se siente la impaciencia por llegar a él; apenas pueden esperarlo. En cuanto llega, todo va bien. Pero ¡qué fastidio cuando se retrasa! Nada puede suceder sin él, todo se detiene, va más lentamente, espera. Si, pero ¿y si se quedara uno en esta pausa y espera? Veamos, señor Dramaturgo, y tú, público que conoces la vida, ¿qué sucedería si desapareciesen: el vividor popular o el Joven pretencioso, que abre todos los matrimonios como una llave maestra? ¿Qué sucedería si, por ejemplo, se lo llevase el diablo? Supongámoslo un momento. Se ve de pronto que los teatros se vacían de modo extraño; se les tapia como agujeros peligrosos; solamente las polillas de los barandales de los palcos se mueven en un vacío que nadie apuntala. Los dramaturgos dejan de disfrutar de sus barrios residenciales. Todas las agencias de negocios y la policía buscan para ellos, en los lugares más apartados del mundo, al tercero irreemplazable que era la acción misma. Y sin embargo viven entre los hombres —no hablo de estos terceros— los otros dos sobre los que tantas cosas habría que decir, sobre los que aún no se ha dicho nada, aunque sufren y actúan y no saben como ayudarse. Es ridículo. Estoy sentado en mi pequeña habitación, yo, Brigge, de veintiocho años y no conocido de nadie. Estoy aquí sentado, y no soy nada. Y sin embargo, esta nada se pone a pensar y en su quinto piso, en esta gris tarde parisiense, piensa esto: ¿Es posible, piensa, que no se haya aún visto, reconocido ni dicho nada verdadero e importante? ¿Es posible que haya habido milenios para observar, reflexionar y escribir, y que se hayan dejado transcurrir esos milenios como un recreo escolar, durante el cual se come una rebanada de pan y una manzana? Sí, es posible. ¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida? ¿Es posible que se haya, incluso, recubierto dicha superficie —que después de todo, aún habría sido algo—; que se la haya recubierto de un tejido increíblemente aburrido, que le hace parecerse a muebles de salón en vacaciones de verano? Sí, es posible. ¿Es posible que toda la historia del universo haya sido mal comprendida? ¿Es posible que la Imagen del pasado sea falsa, porque siempre se ha hablado de sus muchedumbres, como si no fuesen más que reuniones de muchos hombres, en lugar de hablar de aquél alrededor del cual se congregaban, porque era extraño y moribundo? Sí, es posible. ¿Es posible que nos creamos obligados a recuperar lo que sucedió antes de que naciésemos? ¿Es posible que sea necesario recordar a cada uno que ha habido antepasados, y que por consiguiente, lleva en sí este pasado, y que no tiene nada que aprender de otros hombres que pretenden poseer un conocimiento mejor o diferente? Sí, es posible. ¿Es posible que todas estas gentes conozcan con todo rigor un pasado que jamás existió? ¿Es posible que todas las realidades no sean nada para ellos; que su vida se deslice sin estar anudada a ninguna cosa, como un reloj en un cuarto vacío? Sí, es posible. ¿Es posible que no se sepa nada de todas las muchachitas que, sin embargo, viven? ¿Es posible que se diga: «las mujeres», «los niños», «los muchachos» y no se sospeche (no se sospeche a pesar de toda su cultura) que estas palabras, desde hace mucho tiempo, no tienen plural, sino solamente singular? Sí, es posible. ¿Es posible que haya gentes que digan: «Dios» y piensen que sea un ser que es común a todos? —Ved estos dos colegiales: uno se compra un cortaplumas, y su compañero, el mismo día, se compra uno idéntico. Y después de una semana, al enseñarse sus navajitas, parece que no hay entre ambas más que un parecido remoto, tan distinta ha sido la suerte de las dos cuchillas en manos diferentes. «Sí», dice la madre de uno, «siempre estropeas todo…» Y más aún: ¿Es posible que se crea tener un Dios sin usarlo? Sí, es posible. Pero, si todo esto es posible, y por otra parte sólo tiene una apariencia de posibilidad, entonces sería necesario, por todo lo que en el mundo existe, que suceda algo. El primer llegado que ha tenido este inquietante pensamiento debe comenzar a hacer alguna cosa de las que han sido desatendidas; quienquiera que sea él, aunque no sea el más apto, puesto que no hay otro. Este Brigge, este extranjero, este joven insignificante, deberá sentarse y, en su quinto piso, deberá escribir, escribir día y noche. Si, deberá escribir, y así acabará esa situación.

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