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Foto del escritorAmenhotep VII

Literatura y Ciencia - Aldous Huxley



El hombre de ciencia observa los informes propios y los ajenos sobre las más públicas experiencias; los conceptualiza en términos de algún lenguaje, sea éste verbal o matemático, común a los miembros de su grupo cultural; ordena estos conceptos en un sistema lógicamente coherente; luego busca «definiciones operativas» de sus conceptos del mundo de la naturaleza e intenta probar, mediante la observación y el experimento, que sus conclusiones lógicas corresponden a ciertos aspectos de los acontecimientos que ocurren «allí fuera». A su manera, también el hombre de letras es un observador, organizador y comunicador de las más públicas experiencias propias y ajenas, de las más públicas experiencias de los acontecimientos que ocurren en los mundos de la naturaleza, la cultura y el lenguaje. Consideradas de un cierto modo, tales experiencias son el material en bruto de muchas ramas de la ciencia. Son también el material en bruto de gran cantidad de poesías, ensayos, piezas dramáticas y novelas. Pero mientras el hombre de ciencia hace lo posible por ignorar los mundos que le revelan las más privadas experiencias propias y las ajenas, el hombre de letras no se detiene mucho tiempo en lo que resulta meramente público. Para él, la realidad exterior se relaciona constantemente con el mundo interior de la experiencia privada, la lógica compartida se modula para convertirse en sentimiento no compartido, la salvaje individualidad quiebra siempre la cáscara de la costumbre cultural. Además, el modo en que el artista literario trata su material es enteramente distinto del modo en que el mismo material es tratado por el hombre de ciencia. El científico examina una serie de casos particulares, apunta todas las semejanzas y uniformidades, y abstrae de éstas una generalización a cuya luz (después de cotejarse con los hechos observados) todos los otros casos análogos pueden comprenderse y manejarse. Lo que primordialmente le concierne no es la concreción de algún acontecimiento único, sino las generalizaciones abstraídas, en cuyos términos todos los acontecimientos de una clase dada «cobran sentido». El encaramiento de la experiencia del artista literario —aun de la experiencia de la especie más pública— es muy distinto. La repetición de experimentos y la abstracción a partir de la experiencia de las generalizaciones utilizables no le incumben. Su método consiste en concentrarse en algún caso individual, en observarlo tan detenidamente, que finalmente pueda verlo con toda nitidez. Todo particular concreto, público o privado, es una ventana abierta a lo universal. El Rey Lear, Hamlet, Macbeth: tres espeluznantes anécdotas sobre seres humanos altamente individualizados en situaciones excepcionales. Pero a través del registro de acontecimientos únicos y sumamente improbables que ocurren simultáneamente en los mundos de la experiencia privada y la experiencia pública, Shakespeare vio, y milagrosamente hizo posible que nosotros viéramos, una esclarecedora verdad en todo nivel, desde el teatral al cósmico, desde el político al sentimental y el fisiológico, desde el excesivamente familiar y humano al incognoscible y divino. Las ciencias físicas comenzaron a progresar cuando los investigadores apartaron su atención de las cualidades para volcarla en las cantidades; de las apariencias de las cosas percibidas como totalidades, a sus íntimas estructuras; desde los fenómenos que se hacen presentes a la conciencia por medio de los sentidos, a sus componentes invisibles e intangibles, cuya existencia podría inferirse sólo por razonamiento analítico. Las ciencias físicas son «nomotéticas»; intentan establecer leyes explicativas, y estas leyes resultan sumamente útiles y esclarecedoras cuando tratan de las relaciones entre lo invisible e intangible que se encuentra tras las apariencias. Estas invisibilidades e intangibilidades no pueden describirse, pues no son objeto de la experiencia inmediata; se conocen sólo por inferencias obtenidas a partir de la experiencia inmediata al nivel de la apariencia ordinaria. La literatura no es «nomotética», sino «ideográfica»; no le conciernen las regularidades y las leyes explicativas, sino la descripción de las apariencias y las cualidades observables de los objetos percibidos como totalidades, los juicios, las comparaciones y las discriminaciones, los fundamentos y las esencias, y, finalmente, la istigkeit de las cosas, lo Impensado de los pensamientos, la intemporal Mismidad de una infinitud de perpetuas muertes y perpetuos renacimientos. El mundo que incumbe a la literatura es el mundo en que los seres humanos nacen, viven, y finalmente mueren; el mundo en que aman y odian, en que sienten orgullo y humillación, esperanza y desesperación; el mundo de los sufrimientos y las alegrías, de la locura y el sentido común, de la estupidez, la astucia y la sabiduría; el mundo de las presiones sociales y los impulsos individuales, de la razón contra la pasión, de los instintos y las convenciones, de la lengua compartida y el sentimiento y la sensación incompartibles, de las diferencias innatas y las reglas, los papeles, los solemnes o absurdos rituales impuestos por la cultura que prevalece. Todo ser humano es consciente de este mundo vario y sabe (de modo bastante confuso las más de las veces) dónde se ubica en relación con él. Por analogía consigo mismo puede además adivinar dónde se ubican los otros, qué sienten y cómo es probable que se conduzcan. Como individuo particular, el científico habita el mundo plurifacético en el que el resto de la raza de los humanos vive y muere. Pero como químico profesional, digamos, o como físico o fisiólogo, es habitante de un universo radicalmente distinto: no el universo de las apariencias dadas, sino el mundo de las íntimas estructuras inferidas; no el mundo percibido de los acontecimientos únicos y cualidades diversas, sino el mundo de las regularidades cuantificadas. El conocimiento es poder y, por una aparente paradoja, es a través del conocimiento de lo que sucede en el mundo imperceptible de las abstracciones e inferencias, como los científicos y tecnólogos adquirieron el enorme y creciente poder de controlar, dirigir y modificar el mundo de variadas apariencias donde por privilegio y condena viven los seres humanos. Cada ciencia tiene su propio marco de referencia. Los datos de la física se ordenan de una manera, los de la ornitología (ciencia que es todavía mucho más ideográfica que nomotética) de otra muy diferente. Para la Ciencia en su totalidad, la meta última consiste en la creación de un sistema monista en el cual —a nivel simbólico y en términos de los componentes inferidos de las íntimas estructuras invisibles e intangibles— la enorme multiplicidad del mundo se reduzca a algo semejante a la unidad, y la infinita sucesión de acontecimientos únicos de muchas especies diferentes se enlacen y se simplifiquen en un orden racional singular. Que esta meta se alcance alguna vez, queda por verse. Mientras tanto hay ciencias plurales, cada una con su propio sistema de conceptos ordenatorios y sus propios criterios explicativos. El hombre de letras, cuanto más específicamente literario, acepta la distinción de los acontecimientos, la diversidad y pluralidad del mundo, la radical incomprensibilidad de la existencia en bruto e imposible de conceptualizar a su propio nivel, y finalmente, el desafío que la distinción, la pluralidad y el misterio arrojan a su rostro, y, después de haber aceptado todo esto, se empeña en la paradójica tarea de convertir el azar y la informalidad de la existencia individual en obras de arte altamente organizadas y plenas de significación.


Hay disponible en toda lengua un vocabulario inmediato para la expresión y comunicación de las más privadas experiencias del individuo. Cualquiera que sea capaz de utilizar el habla puede decir: «Tengo miedo» o «¡Qué lindo!», y los que escuchan las palabras tienen, en lo que a la mayor parte de los objetivos prácticos se refiere, una idea rudimentaria pero suficiente sobre aquello de que se habla. La mala literatura (mala, esto es, a nivel privado, porque como casi-ciencia y en relación con las más públicas experiencias del hombre, puede ser muy buena), la mala literatura rara vez supera los qué lindo y los tengo miedo del corriente lenguaje cotidiano. En la buena literatura —buena, vale decir, a nivel privado— las torpes imprecisiones del lenguaje convencional ceden su lugar a formas de expresión más sutiles y penetrantes. La ambición del literato es hablar sobre lo inefable, comunicar en palabras aquello para lo que las palabras no están destinadas. Porque todas las palabras son abstracciones y designan aquellos aspectos de una clase dada de experiencias que se reconocen semejantes. Los elementos de la experiencia únicos, aberrantes y que difieren de lo corriente se ubican fuera del límite del lenguaje común. Pero son precisamente estos elementos de las más privadas experiencias del hombre lo que aspira a comunicar el literato. La lengua común no se adecua en absoluto a este fin. Por lo tanto, todos los literatos deben inventar o recurrir a cierta especie de lenguaje inusitado que sea capaz de expresar, al menos parcialmente, aquellas experiencias que el vocabulario y la sintaxis del discurso ordinario no pueden transmitir de modo tan evidente. Donner un sens plus pur aux mots de la tribu: esa es la tarea que se le impone a todo escritor serio; porque sólo mediante una inusitada combinación de palabras purificadas pueden nuestras más privadas experiencias recrearse, en cierto modo, a nivel simbólico y, de esa manera, hacerse públicas y comunicables en toda su sutileza y su plurifacética riqueza. Y aun así, aun en el mejor de los casos, ¡cuán imposible es la tarea del escritor! En el paraíso los santos experimentan una beatitud Che non qustata non s’intende mai. Y lo mismo vale para los éxtasis y los dolores de los seres humanos aquí, en la tierra. Si no se han probado, no pueden nunca comprenderse. A pesar de «all the pens that ever poets held» —sí, y a pesar de todos los microscopios, los ciclotrones y las computadoras de los científicos— el resto es silencio, el resto es siempre silencio.



Rimbaud, en su famosa carta a Paul Demeny, formuló algo así como una teoría de la audacia verbal. Cosas tales como definiciones de diccionario y reglas fijas de sintaxis y gramática son sólo para los muertos, proclamaba, para los fósiles, en una palabra, para los académicos. Toda palabra es una idea, con lo que quería decir, supongo, que cuando se la aísla de otras palabras en relación con las cuales comunica el significado ordinario y aceptado, una palabra adquiere una nueva significación problemática y misteriosamente mágica. Se convierte en algo más que una idea; se convierte en una idee fixe, un enigma que vuelve una y otra vez. Es posible, como lo descubrió Tennyson, perder la propia identidad familiar, sencillamente por la repetición de las sílabas del nombre de uno. Y algo semejante ocurre cuando se aísla una palabra, se la escudriña, se medita sobre ella, se la trata, no como un elemento operativo en alguna oración corriente, sino como una cosa de por sí, como una estructura autónoma de sonidos y significaciones. Con las palabras-ideas se forjará el futuro lenguaje universal de la poesía, un lenguaje «que lo resume todo, perfumes, sonidos, colores, un pensamiento que enlaza el pensamiento y lo arrastra». El poeta debe adiestrarse a sí mismo para convertirse en un vidente, y la función del poetavidente consiste en «determinar la proporción de lo desconocido que despierta durante su tiempo en el alma universal». La audacia verbal abre puertas insospechadas a lo desconocido. Mediante la utilización audaz de palabras-ideas liberadas, el poeta puede expresar, puede evocar, puede aun crear posibilidades de experiencia desconocidas o tal vez inexistentes, puede descubrir aspectos del misterio esencial de la existencia que, de otro modo, no hubieran nunca emergido de ese multitudinous abyss Where secrecy remains in bliss, And wisdom hides her skill. Los padres del Dadá fueron promotores de una audacia verbal definitiva y total. En un ensayo publicado en 1920, André Gide resumió con lucidez la filosofía dadaísta: «Todas las formas se han convertido en fórmulas y destilan un aburrimiento indecible. Toda sintaxis común es desagradablemente insípida. La mejor actitud para con el arte de ayer y frente a acabadas obras maestras, es no tratar de imitarlas… El edificio de nuestra lengua está ya demasiado carcomido por dentro para que nadie recomiende que el pensamiento continúe refugiándose en él. Y antes de reconstruirlo es necesario derribar lo que todavía parece sólido, lo que tiene la apariencia de mantenerse firmemente en pie. Las palabras que el artificio de la lógica mantiene todavía unidas deben separarse, aislarse… Cada palabra-isla debe presentar en la página contornos empinados. Se ubicará aquí (o allí, lo mismo da) como un puro tono; y no muy lejos vibrarán otros puros tonos, pero sin relación ninguna para que no quede autorizada la asociación de pensamientos. De este modo la palabra se liberará de toda su significación precedente, al menos, y de toda evocación del pasado». No es necesario decir que a los dadaístas les fue psicológica y aun fisiológicamente imposible practicar consecuentemente lo que predicaban. Hicieran lo que hicieren, un cierto sentido, una cierta coherencia lógica o sintáctica seguía irrumpiendo en su obra. Por el mero hecho de ser animales biológicamente obligados a la supervivencia, de ser seres humanos que habitaban en un cierto lugar, en un momento determinado de la historia, estaban obligados a ser más coherentes en pensamiento y sentimiento, más gramaticales y aun más racionales que lo que tendrían que haber sido de acuerdo con sus principios. Como movimiento literario, el Dadá fracasó. Pero, al llevar a su conclusión lógica, o más bien ilógica, la noción de audacia verbal, aun en su fracaso prestó un servicio a la poesía y a la crítica. En el científico, la precaución verbal se sitúa entre las más altas virtudes. Sus palabras deben tener una relación coherente con cierta clase de datos o secuencia de ideas específicas. Las reglas del juego científico le prohíben decir más de una cosa a la vez, de darle a una palabra más de una significación, de ignorar los límites del discurso lógico o de hablar de sus experiencias privadas en relación con su obra en los dominios de la observación y el razonamiento públicos. A los poetas y, en general, a los hombres de letras, las reglas de su juego les permiten, les obligan, en realidad, a hacer todas las cosas que no pueden los científicos. Evidentemente, hay ocasiones en que les está bien ser verbalmente prudentes; pero hay otras en que la imprudencia verbal, llevada, si es necesario, al límite de la más extravagante temeridad, se convierte en un deber artístico, en una especie de imperativo categórico.


La posibilidad de tener impresiones poéticas es corriente. La posibilidad de dar expresión poética a las impresiones poéticas es muy rara. La mayor parte de nosotros puede sentir al modo de Keats, pero casi ninguno puede escribir como él. Entre otras cosas, un poema o, en general, cualquier obra del arte literario, es una invención para desatar en el lector impresiones de la misma especie que aquellas que sirvieron de material en bruto para el producto acabado. Puede incluso suceder que las impresiones desatadas en la mente del lector sean de un más elevado orden poético que aquellas a partir de las cuales el escritor se puso a la obra. En la cima de su magia, el lenguaje purificado de la literatura puede evocar experiencias comparables a los apocalipsis premísticos o enteramente místicos de la pura receptividad a un nivel no verbal. El No-Pensamiento que se halla en los pensamientos, la Istigkeit o la Mismidad Esencial del mundo pueden descubrirse en la experiencia de un poema sobre una flor que crece en la grieta de una pared, como también (si las puertas de la percepción se encuentran despejadas) en la experiencia de la flor misma. Con fragmentos tales de arte apocalíptico podemos, en palabras de Eliot, apuntalar nuestras ruinas, podemos (como lo expresó Matthew Arnold) «dar apoyo a nuestra mente en estos días de desdicha». Y el apuntalamiento y el apoyo resultarán casi tan eficaces, quizá para algunos tan eficaces, como el apoyo prestado por las amarillas abejas en la hiedra florecida o un ejército de dorados narcisos. Cámbiense las palabras de una obra de arte literario, e inmediatamente toda su cualidad apocalíptica, toda su misteriosa capacidad de prestar apoyo a la mente, de apuntalar nuestras ruinas, se desvanecen en el aire. Cámbiense las palabras de un ensayo científico y, en la medida en que la claridad se conserve, no se ha sufrido pérdida ninguna. El lenguaje purificado de la ciencia es instrumental, es un recurso para hacer inteligibles las experiencias públicas, ajustándolas a un marco de referencia existente o a un nuevo marco de referencia que pueda reemplazar el viejo. El lenguaje purificado del arte literario no constituye un medio para otra cosa; es un fin en sí mismo, algo de significación y belleza intrínsecas, un objeto mágico que, como la Tischlein de Grimm o la lámpara de Aladino, está dotado de misteriosos poderes. Una exposición científica, como que es meramente instrumental, puede reorganizarse y refrasearse de modos muy diversos y todos perfectamente satisfactorios. Y cuando la observación de nuevos hechos la hayan convertido en algo anticuado, correrá la suerte de todos los viejos escritos científicos y se la olvidará. La suerte de una obra de arte literario es muy distinta. El buen arte sobrevive. Shakespeare no hizo que Chaucer se volviera anticuado. La belleza y la significación intrínsecas poseen una larga vida; la información instrumental y las explicaciones instrumentales dentro de un cierto marco científico de referencia, son efímeras. Pero la suma y la sucesión de estos efímeros productos constituyen un monumento más duradero que el bronce: un monumento dinámico, una Gran Pirámide perpetuamente en movimiento y en continuo crecimiento. Esta formidable estructura constituye la totalidad de la ciencia y la tecnología en perpetuo progreso. Y no olvidemos que «a heart that watches and receives» —observa a la Naturaleza, observa al Arte y, agradecido, recibe cualesquiera dotes de penetración puedan acordar, cualesquiera apoyos ofrecer— no tardaría en tener un mal fin, si no se asociara con un cerebro que convierte la experiencia en bruto en conceptos lógicamente conectados entre sí, y manos que, guiadas por esos conceptos, hacen nuevos experimentos y realizan prácticas útiles. El hombre no puede vivir sólo de receptibilidad contemplativa y creación artística. Como toda palabra que procede de la boca de Dios, necesita ciencia y técnica.

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