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Foto del escritorAmenhotep VII

Las Variedades de la Experiencia Religiosa - William James



LA RELIGIÓN DE LA MENTALIDAD SANA

Si tuviésemos que preguntarnos ¿cuál es la mayor preocupación de la vida humana?, una de las respuestas sería: «La felicidad». Cómo obtenerla, conservarla y recuperarla es, de hecho, para la mayoría de los hombres de todos los tiempos, el motivo secreto de cuanto hacen y de lo que están dispuestos a soportar. La escuela hedonista, en el campo de la ética, deduce toda la vida moral de las experiencias de felicidad o infelicidad que conllevan los diferentes tipos de conducta y, aún más en la vida religiosa que en la moral, la felicidad y la infelicidad parecen ser los polos en torno a los cuales gira el interés. Sin embargo, no debemos ir tan lejos como el autor que acabo de citar y afirmar que cualquier entusiasmo persistente es, en calidad de tal, religioso, o que el simple acto de reír constituye un ejercicio religioso, pero debemos admitir que cualquier gozo permanente puede originar un tipo de religión consistente en una agradecida admiración del don de una existencia tan feliz. Y asimismo debemos reconocer que las formas más complejas de experimentar la religión son formas nuevas de producir felicidad, maravillosos caminos interiores hacia una felicidad sobrenatural, cuando el primer don de la existencia natural, con harta frecuencia, es la infelicidad. A partir de estas relaciones entre religión y felicidad, tal vez no sorprenda que los hombres miren la felicidad que comporta una creencia religiosa como prueba de su verdad. Si un credo hace feliz a un hombre, éste lo adopta enseguida: una de las «inferencias inmediatas» de la lógica religiosa que, correctamente o no, usan los hombres consiste en que «si esta creencia debe ser cierta, lo es». «La realidad de la presencia próxima del Espíritu de Dios —dice un escritor alemán— puede experimentarse y sólo experimentarse. La señal que hace la existencia y proximidad del espíritu irrefutablemente clara para quienes la han experimentado, es la incomparable sensación de felicidad que comporta su proximidad y que, por consiguiente, no es sólo una sensación posible y apropiada aquí abajo, sino que es la prueba indispensable de la realidad de Dios. Ninguna otra prueba es tan convincente y, en consecuencia, la felicidad es el punto del cual deberá partir toda nueva teología eficaz». En muchas personas la felicidad es congénita e inevitable; en ellos, «la emisión cósmica» adopta irresistiblemente la forma de entusiasmo y libertad. No hablo sólo de quienes son felices de una forma física, me refiero a quienes, cuando se les presenta o impone la infelicidad, la rechazan como si fuese algo malo y vil. Encontramos personas así en todas las épocas, penetradas apasionadamente por el sentido de la bondad de la vida a pesar de las dificultades diarias y de las teologías siniestras que las rodean. Por principio su religión consiste en una unión con la divinidad. Los herejes que precedieron la Reforma fueron acusados por los escritores de la Iglesia de prácticas inmorales, del mismo modo que los primeros cristianos fueron acusados por los romanos de deleitarse en orgías. Probablemente en ningún siglo pasado el rechazo deliberado a pensar negativamente de la vida haya sido idealizado por un número suficiente de personas como para crear una secta, abierta o secreta, que reivindicase la permisión de todas las cosas naturales. La máxima de san Agustín Dilige et quod vis fac —si amas (a Dios), haz lo que quieras— es una de las observaciones morales más profundas, pese a que para ciertas personas esté llena de estímulos para traspasar los límites de la moralidad convencional. Según sus caracteres, fueron refinados o groseros, pero su creencia siempre fue lo bastante sistemática para constituir una actitud religiosa definida; Dios era un libertador y se había vencido el aguijón del demonio; san Francisco y sus discípulos inmediatos eran, en conjunto, espíritus de este talante, del que existen verdades infinitas: Rousseau en sus primeros años de escritor, Diderot, B. de Sant Pierre, y muchos cabecillas del movimiento anticristiano del siglo XVIII pertenecían a él. Debían su influencia a una autoridad fundada en su convencimiento de que la naturaleza, si creemos lo bastante en ella, es absolutamente buena. Es de esperar que todos tengamos un amigo, tal vez con más frecuencia amiga, y más a menudo joven, que tenga el alma de este matiz azul celeste, más aficionado a las flores y los pájaros y toda esa cautivadora inocencia, que a las oscuras pasiones humanas; gentes que no pueden pensar mal ni del hombre ni de Dios, para quienes la alegría religiosa, que poseen por principio, no debe liberarse de carga alguna. Francis W. Newman dice: «Dios tiene dos géneros de criaturas en la tierra los nacidos una vez y los nacidos dos veces. No ven a Dios como juez estricto, ni como potencia gloriosa, sino como Espíritu animador de un mundo hermoso y armonioso; benéfico y dulce, misericordioso y puro; generalmente estas criaturas no poseen tendencias metafísicas ni escrutan su interior, por eso no se preocupan de sus propias imperfecciones, aunque sería absurdo llamarlos hipócritas ya que no piensan para nada en ellos mismos. Esta cualidad infantil de su naturaleza hace que el principio religioso les resulte extremadamente gozoso, pues no temen más a Dios que un niño a un emperador ante quien tiembla el padre; de hecho no tienen una concepción vívida de ninguna de las cualidades en las que consiste la más severa majestad de Dios, quien para ellos es la personificación de la bondad y la belleza. Leen su carácter en la romántica y armoniosa naturaleza y nunca en el desordenado mundo humano. Acaso en sus corazones conozcan un ápice del pecado humano, pero casi nada del mundo, deshaciéndoles en ternura el sufrimiento humano. Por ello cuando se acercan a Dios no sufren trastorno alguno en su interior y sin ser espirituales obtienen cierta complacencia, posiblemente en un sentido romántico de excitación, en su simple culto». En la Iglesia romana estos caracteres encuentran un terreno bastante más acorde para germinar que en el protestantismo, cuyas estructuras sentimentales fueron establecidas por mentes decididamente pesimistas. No obstante, incluso en el protestantismo, y en las recientes derivaciones liberales de Unitarismo y Latitudinarismo en general, hubieron mentes de este talante que desempeñaron, y aún lo hacen, un papel importante. El propio Emerson representa un ejemplo admirable, y Theodore Parker otro. Reproducimos un par de fragmentos característicos de la correspondencia de Parker: «Los sabios ortodoxos afirman: “En los clásicos paganos no existe conciencia de pecado”. En efecto, demos gracias a Dios. Eran conscientes de la ira, la crueldad, la avaricia, la ebriedad, la lujuria, la pereza, la cobardía y otros vicios, y se liberaron de los defectos; sin embargo, no fueron conscientes de la “enemistad con Dios”, y no se sentaron a gemir y lamentarse de un mal inexistente. He cometido muchos errores en mi vida y aún los comento; me equivoco, tenso el arco y vuelvo a probar; pero no soy consciente de odiar a Dios, o al hombre, o al bien, o al amor, y sé que tengo todavía mucha salud, y en mi cuerpo, incluso ahora, anida más de una cosa buena, pese a la consunción de san Pablo». Escribe Parker en otra carta: «He nadado en aguas dulces y claras toda mi vida, y si a veces estuvieron algo frías y la corriente fuerte y contraria, nunca fue lo suficiente como para no plantearle cara y seguir nadando. Desde la infancia, cuando me escondía entre la hierba…, hasta la madurez actual, con barba gris, no existe nada que no dejase miel en la colmena de la memoria y me alimento de ella para deleitarme. Cuando recuerdo los años pasados… una sensación dulce me posee y me maravilla que todas estas pequeñas cosas puedan hacer a un mortal tan exageradamente rico. He de confesar que mi placer más sublime es aún el religioso». Otra buena descripción del tipo de conciencia de los «nacidos una vez», que se desarrolla recta y natural sin elemento alguno de contrición morbosa o de crisis, la encontramos en la respuesta del doctor Edward Evereth Hale, el eminente predicador y escritor unitario, en una de las circulares del doctor Starbuck. Cito un fragmento: «Observo con profundo pesar las batallas religiosas que se dan en muchas biografías como si fueran esenciales para la formación del héroe. Debo hablar, debo decir que quien, como yo, ha sido educado en una familia para la que la religión es simple y racional, posee una ventaja incalculable; al haber sido educado en los principios de una religión así nunca conoce, ni siquiera por una hora, en qué consisten tales pugnas religiosas o irreligiosas. Siempre he sabido que Dios me ama, y le estuve agradecido por el mundo en el que me ha puesto; me gusta decirlo, y siempre me he sentido contento de recibir sus sugerencias… Recuerdo perfectamente que cuando ya llegaba a la primera juventud, las novelas medio filosóficas de la época tenían mucho que decir sobre jóvenes y doncellas que se enfrentaban con el “problema de la vida”; yo no tenía idea de cuál era este problema. Vivir con todas mis fuerzas me parecía fácil, aprender todo cuanto había por aprender me resultaba agradable y casi natural: si así lo hacía disfrutaba de la vida sin poderlo evitar, y sin necesitar que nadie me mostrase que debía disfrutar con ello… Un niño a quien se enseña de pequeño que es el Hijo de Dios, que ha de vivir, moverse y tener su ser en Dios, y que por consiguiente posee una fuerza infinita al alcance de la mano para vencer cualquier dificultad, se tomará la vida con más facilidad y probablemente llegará más lejos que aquel a quien le dicen que ha nacido de la ira y que es incapaz de nada bueno». En escritores como éste sólo podemos reconocer la presencia de un temperamento orgánicamente predispuesto al entusiasmo que tiene prohibido rebuscar, como lo hacen los de temperamento opuesto, en los aspectos más oscuros del Universo. En ciertos individuos el optimismo puede convertirse en algo casi patológico; la capacidad de entristecerse, aunque sea de modo pasajero, o un momento de humildad, parece que les haya sido amputada mediante alguna anestesia congénita. El ejemplo supremo contemporáneo de tal incapacidad para sentir el mal, es, por supuesto, Walt Whitman. Su discípulo, el doctor Bucke dice: «Su distracción preferida parece que era pasear y dar vueltas solo, contemplando la hierba, los árboles, las flores, las perspectivas de luz, los aspectos cambiantes del cielo, escuchar los pájaros, los grillos y los cientos de sonidos naturales; era evidente que estas cosas le proporcionaban un placer mayor que a la gente corriente. Hasta que le conocí no se me había ocurrido que se pudiera obtener tanta felicidad de esas cosas, tal y como él la poseía. Le gustaban mucho las flores —silvestres o cultivadas—, le gustaban todas; creo que admiraba las lilas y los girasoles tanto como las rosas. Tal vez no haya habido hombre alguno al que le agradasen tantas cosas y le desagradasen tan pocas como a Walt Whitman. Todos los objetos naturales poseían para él algún encanto; todo cuanto veía y sentía le complacía (y pienso que era verdad) que le gustasen todos los hombres, mujeres y niños que veía (aunque nunca le oí decir que le gustase alguno), pero cuantos le conocían se sentían amados y amaban a su vez a los demás. Jamás discutía ni se peleaba, y nunca hablaba de dinero. Siempre justificaba, unas veces en serio y otras en broma, a quienes hablaban duramente de él y sus escritos, y pensé a menudo que incluso gozaba con la oposición de sus enemigos. Cuando lo conocí, pensaba que se conducía con cuidado y se controlaba, que nunca hablaba con impaciencia, antipatía, quejas o protestas, no se me ocurrió la posibilidad de que careciese de estos estados de ánimo; sin embargo, tras mucho observarle descubrí con satisfacción que esta ausencia o inconsciencia era totalmente real. Nunca hablaba con desaprobación de ninguna nacionalidad ni de ningún tipo de hombre, de ninguna época de la historia del mundo ni de ningún oficio ni ocupación, ni siquiera contra animal alguno, insecto o cosa inanimada, ni de ley alguna de la naturaleza ni de las consecuencias de estas leyes, como pueden ser las enfermedades, las deformidades o la muerte. No se quejaba jamás del tiempo, ni del dolor, ni de la enfermedad, ni de ninguna otra cosa; no juraba jamás, tampoco lo podía hacer porque no hablaba nunca enfadado y, aparentemente, nunca lo estaba. Nunca mostró miedo y no creo que lo tuviera jamás». Walt Whitman debe su importancia literaria a la negación sistemática de sus escritos de todo elemento restrictivo. Los sentimientos que se permitían expresar eran de orden expansivo, y los expresaba en primera persona, no como los describirían los individuos vulgares monstruosamente presumidos, sino excitado por las emociones de todos los hombres de forma que una emoción ontológica, apasionada y mística cubre sus palabras y acaba persuadiendo al lector que los hombres y las mujeres, la vida y la muerte, y todas las cosas, son buenas de una forma sublime. Por ello, numerosas personas consideran hoy a Walt Whitman el restaurador de la religión natural eterna; les ha contagiado su amor de camarada, su alegría de vivir. Actualmente se han formado sociedades para su culto; disponen de una publicación periódica para su propagación donde comienzan a dibujarse las líneas de la ortodoxia y la heterodoxa, e incluso, se le compara explícitamente con el fundador del cristianismo —y no en beneficio de este último. A menudo se reputa a Whitman de pagano. Hoy esta expresión significa únicamente el simple hombre natural y sin sentido alguno de pecado, a veces, y otras un griego o un romano con su propia y peculiar conciencia religiosa; en ninguno de estos dos sentidos se define adecuadamente al poeta: es más que el simple hombre natural que no ha probado el fruto del árbol del bien y del mal. Es suficientemente consciente del pecado como para que haya cierta fanfarronería en su indiferencia hacia el pecado, un orgullo consciente en su ausencia de flexiones y contracciones, que el genuino pagano, en el primer sentido de la palabra, jamás tendría. «Podría vivir con los animales, son tan serenos e independientes, me detengo y los miro largo rato: No conocen la amargura ni se quejan de su condición. No se despiertan por la noche llorando por sus pecados, Ninguno está insatisfecho, ninguno enloquece con la manía de poseer cosas, Ninguno añora a otro, ni siquiera la especie que vivió hace mil años. Ninguno carece de respeto o es infeliz en toda la tierra». Ningún pagano podría haber escrito estas conocidas líneas. Pero, por otro lado, Whitman es inferior a un griego o un romano cuya conciencia, incluso en tiempos de Homero, estaba saturada de la triste mortalidad de este soleado mundo, y Walt Whitman rechaza con resolución esta conciencia. Cuando Aquiles, por ejemplo, a punto de matar a Lycaón, el hijo de Príamo, le oye pedir clemencia, se detiene para decirle: «Ah, amigo, vos también debéis morir, ¿por qué, pues, os lamentáis? Patroclo también ha muerto, y era mucho mejor que vos… También sobre mí pende un vigoroso hado de muerte. Vendrá una mañana, o alguna tarde, o algún mediodía en que un hombre segará también mi vida en la batalla, ya sea de una lanzada o de un flechazo». Después, Aquiles cercena salvajemente el cuello del pobre muchacho con su espada, lo arrastra por los pies hasta Escamandro y convoca a los peces para que devoren la blanca gordura de Lycaón. De la misma manera que aquí la crueldad y la simpatía son verdaderas y no se mezclan ni interfieren, asimismo los romanos y los griegos conservaron todas sus penas y alegría completas y sin mezcla: la bondad instintiva no incluía el pecado; tampoco expresaban ningún deseo de salvar el honor del universo para hacerles afirmar, como tantas veces hacemos nosotros, que lo que abiertamente parece malo debe ser «bueno originalmente», o alguna otra cosa igualmente ingeniosa. Para los antiguos griegos lo bueno era bueno y lo otro malo, sólo malo. Tampoco negaban la maldad en la naturaleza (el verso de Walt Whitman, «lo que llamamos bueno es perfecto y lo que llamamos malo es igualmente perfecto», para ellos constituiría una simpleza) ni, para sustraerse de esta maldad, inventaban «otro mundo mejor» imaginario donde, junto a la maldad, los placeres inocentes tampoco cabrían. Esta voluntad integradora de las reacciones instintivas, esta ausencia de sofismas y tensión, da una patética dignidad al antiguo sentimiento pagano. Las efusiones sentimentales de Whitman carecen de esta calidad; su optimismo es demasiado voluntarioso y desafiante; su evangelio tiene un toque de desafío y un aire afectado, lo que disminuye su efecto sobre muchos lectores bien dispuestos al optimismo y, en conjunto, un poco deseosos de admitir que, en los aspectos fundamentales, Whitman es del genuino linajes de los profetas. De este modo, si denominamos mentalidad sana a la tendencia que contempla todas las cosas y las encuentra buenas, nos vemos obligados a distinguir entre una forma de ser sana, de carácter resueltamente involuntario, y otra más voluntariosa y sistemática; en la variante involuntaria la mentalidad sana es una forma directa de ser feliz con las cosas; en la voluntariosa, se trata de una forma abstracta de concebir las cosas, selecciona algún aspecto de las mismas como su esencia actual, pero ignora los otros aspectos; la mentalidad sana sistemática, al concebir lo bueno como el aspecto esencial y universal del ser, excluye deliberadamente lo malo de su campo de percepción. Aunque, bien mirado, cuando se enuncia con esta desnudez a cualquiera intelectualmente sincero y honesto consigo mismo, le pueda parecer difícil de llevar a cabo, una pequeña reflexión muestra que la situación es demasiado compleja para ser discutida con una crítica tan simplona. En primer lugar, la felicidad, como cualquier otro estado emocional, es ciega e insensible ante los hechos contradictorios que se le ofrecen. Es su arma instintiva para autoprotegerse de las perturbaciones. Cuando realmente se posee la felicidad, el pensamiento del mal no puede impregnar en mayor medida el sentido de la realidad de lo que puede hacer el pensamiento del bien cuando impera la melancolía. Para un hombre activamente feliz por cualquier motivo, el mal, en ese momento y lugar, no es creíble; ha de ignorarlo, y el espectador puede pensar que cierra los ojos perversamente a la maldad y que la escamotea. E incluso el hecho de esconderla puede, en una mente cándida y honesta, convertirse en una política religiosa deliberada, o parti pris. Mucho de lo que llamamos malo es debido a la manera en que los hombres ven las cosas; tan pronto como algo puede convertirse en bueno, atemperador y tónico, con un simple cambio interior de actitud de quien sufre, pasando del miedo a la lucha, o bien el tormento continúa y se convierte en apetencia cuando, tras intentar evitarlo en vano, decidimos dar media vuelta y soportar alegremente aquello a lo que estamos moralmente obligados, escapando así de los hechos que al principio se presentan como perturbadores de su paz. Rechazamos admitir su maldad, menospreciamos su poder, ignoramos su presencia, orientamos nuestra atención en otra dirección y, mientras estamos interesados en ello de algún modo, aunque los hechos sigan existiendo, su carácter específico no existe. Puesto que es nuestro pensamiento el que hace los hechos malos o buenos, nuestro interés principal ha de ser el dominio de nuestros pensamientos. La adopción deliberada de un punto de vista optimista de la mente supone su introducción en la filosofía, y una vez dentro es difícil marcar sus límites legítimos. No sólo el instinto humano hacia la felicidad, inclinado a la autoprotección mediante la ignorancia, trabaja a su favor, sino que también los ideales íntimos más elevados tienen alguna palabra importante que decir. La actitud de la infelicidad no sólo es dolorosa, sino también mezquina y desagradable. ¿Qué puede ser más bajo e indigno que la actitud acusadora, quejumbrosa y malhumorada, sean cuales sean las maldades externas que la hayan producido? ¿Qué injuria más a los demás? ¿Qué ayuda menos a salir de la dificultad? Únicamente perpetúa el problema que la ha ocasionado y aumenta sensiblemente la maldad de la situación; por lo tanto, cueste lo que cueste, debemos reducir el imperio de esta actitud, debemos arrancarla de nosotros y de los demás y mostrarnos siempre intolerantes con ella. Sin embargo, es imposible llevar esta disciplina a la esfera subjetiva sin acentuar escrupulosamente sus mejores aspectos y minimizar lo más oscuro de la esfera objetiva de las cosas, al mismo tiempo. Y de este modo, nuestra resolución de no solazarnos en la miseria, comenzando por un punto relativamente pequeño de nosotros mismos, no se detiene hasta que ha transformado la estructura completa de la realidad en una concepción sistemática, lo suficientemente optimista como para coincidir con sus necesidades. En todo lo dicho anteriormente no me he referido en ningún momento a la intuición o persuasión mística del hecho de que el conjunto de todas las cosas debe ser absolutamente bueno. Esta persuasión mística desempeña un papel importante en la historia de la conciencia religiosa y debemos observarla con atención, aunque por el momento no necesitamos avanzar tanto. Las condiciones más corrientes de éxtasis serán suficientes para mi argumentación. Todos los estados morales intensos y los entusiasmos apasionados producen insensibilidad frente a lo nocivo de cierto tipo. Los castigos habituales no desalientan al patriota, las cautelas usuales son dejadas de lado por el amante; en la pasión extremada el sufrimiento puede servir de estímulo, si está fortalecido por la razón del ideal. En estos estados, el contraste ordinario entre lo bueno y lo malo parece disiparse en una denominación más elevada, una excitación poderosa que engulle lo nocivo y que el ser humano recibe como la experiencia que corona su vida. Eso es verdaderamente vivir, dice, y estallo de felicidad en la ocasión heroica y de aventura. La consideración sistemática de la mente sana como actitud religiosa resulta, por lo tanto, acorde con tendencias importantes de la naturaleza humana, y es cualquier cosa excepto absurda. En realidad, todos cultivamos más o menos esta mentalidad, incluso cuando la teología que profesamos debiera prohibirla resueltamente. Desviamos, en la medida en que podemos, nuestra atención de la muerte y de la enfermedad, y la violencia y la indecencia sin fin en las que se basa nuestra vida quedan arrinconadas donde no las podamos ver, porque así el mundo que percibimos oficialmente en la literatura y en la sociedad resulta una ficción poética mucho más hermosa, limpia y mejor que el mundo real. El avance del liberalismo en la cristiandad en los últimos cincuenta años puede muy bien considerarse una victoria de la mentalidad sana en la Iglesia sobre la morbidez con que la vieja teología del fuego del infierno estaba más armoniosamente relacionada. Ahora contamos con congregaciones sinceras con predicadores que, lejos de magnificar nuestra conciencia del pecado, parecen más bien interesados en sacar de ella el agua limpia. Ignoran, e incluso niegan, el castigo eterno; e insisten en la dignidad del hombre antes que en su corrupción; consideran la continua preocupación de los cristianos de ideas anticuadas por la salvación de su alma como cosa enfermiza y censurable en lugar de admirable, y una actitud optimista y «viril», que a nuestros abuelos habría parecido absolutamente pagana, se ha convertido a sus ojos en un elemento ideal del carácter cristiano. No discuto si tienen razón o no, tan sólo constato el hecho. Las personas a las que me refiero todavía mantuvieron, en la mayor parte de los casos, una conexión nominal con el cristianismo, a pesar del rechazo de sus elementos teológicos más pesimistas. Sin embargo, en esta «teoría evolucionista» que, después de coger velocidad a lo largo de un siglo, ha invadido Europa en los últimos veinticinco años, y asimismo Norteamérica, vemos el terreno abonado para un nuevo género de religión de la Naturaleza que ha desplazado completamente al cristianismo del pensamiento de una gran parte de nuestra generación. La idea de una evolución universal se presta a una doctrina de mejora creciente y progreso general que se ajusta también a las necesidades religiosas de mentalidad sana, que casi parece creada para ese fin. Así el «evolucionismo» interpretado de esta manera optimista y abrazado, como sucedáneo de la religión de la que nació, por multitud de contemporáneos que, o bien se han graduado científicamente, o bien les gustaba leer divulgación científica, y que comienzan a estar insatisfechos interiormente con lo que consideraban la severidad e irracionalidad del esquema cristiano ortodoxo. Como los ejemplos son mejores que las descripciones, citaré un documento recibido como respuesta a la encuesta del profesor Starbuck. El estado de ánimo de quien lo escribió pude ser calificado de religioso sólo por cortesía, ya que su reacción ante la naturaleza de las cosas, sistemática y reflexiva, lo asimila a determinados ideales íntimos. Creo que en él reconoceréis el prototipo del género, se trata de un hombre ordinario e incapaz de comprender un espíritu lacerado, un tipo contemporáneo bastante familiar. »P. ¿Qué significa para usted la religión? »R. No significa nada, y me parece, por lo que puedo observar, inútil para los demás. Tengo 67 años, he vivido durante cincuenta en X, y me he dedicado a los negocios durante 45. Por ello tengo algo de experiencia de la vida y de los hombres, y también de las mujeres, y encuentro que la mayoría de las personas religiosas y piadosas son, normalmente, las menos honradas y morales. Quienes no van a la iglesia o no tienen ninguna convicción religiosa son mejores. Rezar, cantar himnos y sermones, son cosas perniciosas; nos enseñan a confiar en un poder sobrenatural cuando deberíamos confiar en nosotros mismos. Me abstengo totalmente de creer en Dios; la idea de Dios fue engendrada en la ignorancia, el miedo y un general desconocimiento de la Naturaleza. Si tuviese que morirme ahora, sano como estoy tanto física como psíquicamente, preferiría morir gozando sinceramente de la música, el deporte o cualquier otro pasatiempo racional. Morimos igual que un reloj que se para, y en ambos casos no existe la inmortalidad. »P. ¿Qué le viene a la mente cuando oye las palabras Dios, cielo, ángel, etc.? »R. Nada. Nada en absoluto. Soy un hombre sin religión; tales palabras significan estupideces místicas. »P. ¿Ha tenido alguna experiencia que pudiese parecer providencial? »R. Ninguna. No hay ningún agente de este tipo. Un poco de observación juiciosa y el conocimiento de las leyes científicas convencen a cualquiera de este hecho. »P. ¿Qué cosas afectan intensamente sus emociones? »R. Las canciones alegres y la música. Piano antes que un Oratorio. Me gustan Walter Scott, Burns, Byron, Longfellow, especialmente Shakespeare, etc. Las canciones patrióticas, América, la Marsellesa, y todas las que estimulan la moral y el ánimo, pero detesto los himnos insípidos. Me gusta mucho la naturaleza, particularmente el buen tiempo, y hasta hace un par de años los domingos salía al campo a caminar, a menudo hacía doce millas sin cansarme, y en bicicleta cuarenta o cincuenta, pero ya no voy en bicicleta. No voy nunca a la iglesia, pero asisto a las conferencias cuando son buenas. Todos mis pensamientos y meditaciones han sido positivos y alegres, pues en lugar de dudas y miedos procuro ver las cosas como son, y me esfuerzo en adaptarme a mi medio ambiente. Esta adaptación me parece la más profunda de las leyes. El hombre es un animal que progresa; estoy satisfecho porque dentro de mil años habrá avanzado bastante desde su estado actual. »P. ¿Cuál es su noción de pecado? »R. Me parece que el pecado es una condición enfermiza, incidental en el desarrollo del hombre que aún no está bastante maduro; la incidencia mórbida sobre el tema acentúa la enfermedad. Deberíamos pensar que en un millón de años la equidad, la justicia y el buen estado mental y físico serán estables y organizados y nadie precisará idea alguna del mal o del pecado. »P. ¿Cuál es su temperamento? »R. Nervioso, activo, física y mentalmente despierto. Me molesta que la Naturaleza nos obligue a dormir». Si buscamos un corazón quebrado y contrito es obvio que no debemos recurrir a este hermano. Su satisfacción con lo finito lo aísla como el caparazón a la langosta y le protege de todas las aflicciones. En él tenemos un buen ejemplo del optimismo que la ciencia popular puede estimular. En mi opinión, una corriente mucho más importante e interesante, religiosamente hablando, que la que viene imponiéndose desde la ciencia natural hacia mentalidad sana, es la extendida hace poco por Norteamérica —y cada día parece más fuerte— (ignoro hasta qué punto se ha establecido en Gran Bretaña), y que denominaré, por hacerlo de una forma breve, «movimiento de curación mental» (mind-cure). Existen diversas sectas de este «Nuevo Pensamiento» —otro de los nombres que se aplica—, pero las semejanzas entre ellas son tan profundas que, desde nuestro punto de vista, podemos olvidar las diferencias y abordar el movimiento de vista, podemos olvidar las diferencias y abordar el movimiento —in extenso— como algo muy simple. Se trata de un esquema de vida deliberadamente optimista, con un aspecto especulativo y uno práctico. En su gradual desarrollo durante el último cuarto de siglo ha adoptado un número de elementos diversos, y ahora debe considerarse un poder religioso genuino. Por ejemplo, ha llegado al estado en el que la demanda de sus escritos es tan grande que su producción se va haciendo sincera, mecánica, para un mercado que debe ser atendido por los editores (un fenómeno no observado jamás hasta que una religión ha superado sus inseguros comienzos). Una de sus fuentes doctrinales son los Cuatro Evangelios, otra el trascendentalismo de Nueva Inglaterra o emersonianismo, otra el idealismo de Berkeley, otra el espiritismo, con sus mensajes de «ley», «progreso» y «desarrollo»; otra el evolucionismo optimista de la ciencia popular, del que he hablado hace poco, y, finalmente, el hinduismo ha aportado una faceta nueva. Pero el hecho más característico del movimiento de la mind-cure presenta una inspiración mucho más directa; sus líderes tuvieron una creencia intuitiva en el poder salvífico de las actitudes de mente sana para alcanzar la eficacia, valor, esperanza y confianza, y un correlativo menosprecio de la duda, el temor, la inquietud y todos los estados de ánimo de precaución nerviosa. Su fe, de manera amplia, ha sido corroborada por la experiencia práctica de sus discípulos, y esta experiencia forma hoy una mole de dimensiones impresionantes. Los ciegos ven, los cojos caminan, los inválido crónicos recuperan la salud, y los frutos morales no han sido menos considerables. La adopción deliberada de la actitud de mind-cure ha sido posible para muchos que jamás supusieron que la poseerían; la regeneración del carácter ha progresado en una escala extensiva, se ha restablecido la felicidad en numerosos hogares. La influencia indirecta de todo esto ha sido inmensa, los principios de la curación mental comienzan a impregnar el aire de tal manera que se perciben en la atmósfera. Se oye hablar del «Evangelio de la Relajación», del «Movimiento de la Despreocupación», de gente que repite «¡Juventud, Salud, Fuerza!» cuando se viste por la mañana, como lema del día. En muchas familias se comienzan a prohibir las lamentaciones sobre el tiempo, y cada vez más gente reconoce como una forma desagradable de hablar hacerlo de las sensaciones desagradables, o dicen que es conferir mucha importancia a los inconvenientes y enfermedades ordinarias de la vida. Estos efectos tónicos generales en la opinión pública serían buenos aunque no existiesen resultados más sorprendentes; sin embargo, estos últimos abundan y por consiguiente nos podemos permitir pasar por alto los numerosos fracasos y decepciones que también se producen (porque, en todo, los fracasos humanos son una rutina), y también podemos prescindir de la verborrea de gran parte de la literatura sobre la curación mental, que a veces parece tan obstinada en el optimismo, y está tan vagamente expresada, que a un intelectual educado académicamente le resulta casi imposible de leer. El hecho evidente es que la expansión del movimiento se ha debido a sus resultados prácticos, y la faceta tan acentuadamente práctica del carácter norteamericano nunca se ha visto tan clara como en el hecho de que su única contribución original a la filosofía sistemática de la vida esté tan íntimamente unida a terapéuticas concretas. Las profesiones médicas y clericales de Estados Unidos comienzan a abrir los ojos ante la importancia de la mind-cure, aunque con reticencias y numerosas protestas. Evidentemente, aún ha de desarrollarse más, tanto especulativa como prácticamente, y sus últimos escritores son los más capaces del grupo, muy por encima de los anteriores. Nada importa que, al igual que hay multitud de personas que no pueden rezar, también existan otras que no pueden, de ninguna manera, verse influidas por las ideas de la mind-cure; para nuestro propósito actual lo importante es que exista un número igualmente grande de gente que sí puede ser influida, que constituyen un tipo psíquico que debe estudiarse con respeto. Aproximémonos un poco más detenidamente a su credo. El pilar fundamental en que reposan no es otro que la base fundamental de toda experiencia religiosa: el hecho de que el hombre tiene una naturaleza dual y está vinculada a dos esferas de pensamiento, una más profunda y otra más superficial, y en ambas puede aprender a vivir corrientemente. La esfera más superficial e inferior es la de las sensaciones físicas, los instintos, los deseos, el egoísmo, la duda y los intereses personales inferiores; pero mientras la teología cristiana ha considerado que el vicio esencial de esta parte de la naturaleza humana era la obstinación, los partidarios de la mind-cure afirman que la marca de la bestia es el temor, y esto es lo que da un nuevo giro religioso a su persuasión. «El temor —por citar a un escritor de esta escuela— ha desempeñado su papel en el proceso evolutivo, y parece que constituye la única reserva en la mayoría de los animales, pero es absurdo que se cuente entre las cualidades de la vida humana civilizada. Descubro que el elemento temor no es estimulante para aquellas personas civilizadas, para quienes el deber y la atracción del bien son los motivos naturales, el temor actúa como tendencia debilitadora. Por consiguiente se hace innecesario, se convierte en un claro elemento disuasorio que debería eliminarse completamente, como la carne muerta se elimina del tejido vivo. Para contribuir al análisis del temor y a denunciar sus expresiones he inventado la noción pensamiento de temor, que representa al elemento desaprovechable de la previsión, y he definido la palabra “temor” como pensamiento de temor en contraposición a pensamiento de previsión. También he definido el pensamiento de temor como la sugestión autoimpuesta de inferioridad para colocarlo en el lugar que realmente le corresponde, en la categoría de las cosas perniciosas, innecesarias y, por lo tanto, despreciables». El «hábito de miseria», el «hábito de mártir», engendrados por el temor prevaleciente, reciben críticas mordaces de los escritores de la mind-cure. «Considerad por un momento los hábitos de vida en los que hemos nacido: hay ciertas convenciones sociales, costumbres o presuntos requisitos, hay una tendencia teológica, una visión general del mundo. Hay ideas conservadoras en nuestra primera enseñanza, la educación, el matrimonio y la ocupación en la vida. Existe una serie de premoniciones, por decirlo así, de que sufriremos algunas enfermedades de infancia, de madurez y vejez; la idea de que envejeceremos, perderemos las facultades y retornaremos a otra infancia y, para acabar de arreglarlo, el miedo a la muerte. Después sigue una larga lista de miedos particulares y preocupaciones relacionadas con problemas, como por ejemplo, ideas asociadas a algunos comestibles, el miedo al viento huracanado, el temor al calor, los dolores y los males asociados con el día, el temor a resfriarnos si nos sentamos en medio de una corriente de aire, la llegada de la fiebre del heno el 14 de agosto… y así sucesivamente, pasando por una enorme lista de miedos, temores, sufrimientos, ansiedades, premoniciones, pesimismos, morbideces y toda una fantasmal legión de formas fatídicas que nuestro prójimo, especialmente los médicos, siempre está dispuesto a ayudarnos a conjurar; una colección magnífica que se puede equiparar a la “danza sobrenatural de categorías sin sangre” de Bradley. Y no es esto todo; esta vasta colección se incrementa con innumerables preocupaciones de la vida cotidiana: el miedo a los accidentes, la posibilidad de una calamidad, la pérdida de la propiedad, la eventualidad de ser robado o el estallido de una guerra. Y no nos parece suficiente padecer por nosotros mismos: cuando un amigo está enfermo debemos temer lo peor y recelar su muerte. Si nos encontramos con el dolor… la simpatía intenta penetrar en él y aumentar el sufrimiento. »El hombre —citamos a otro autor— a menudo tiene el miedo impreso en sí antes de adentrarse en el mundo exterior; retrocede de miedo, ha pasado toda su vida esclavo del miedo a la enfermedad y la muerte, así toda su mentalidad se vuelve estrecha, limitada y deprimida y su cuerpo sigue su exiguo patrón… ¡Pensad en los millones de almas sensibles y delicadas entre nuestros antepasados que estuvieron bajo el dominio de un mal sueño eterno como éste! ¿No es sorprendente que exista la salud? Nada, excepto el amor divino sin límites, la exuberancia y la vitalidad divina que constantemente nos penetra, aunque seamos inconscientes de ello, puede neutralizar de algún modo este océano de morbidez». Aunque los discípulos de la mind-cure a menudo utilicen terminología cotidiana, observamos en las citas anteriores cómo disienten ampliamente en su noción de la decadencia del hombre de la que es propia de los cristianos ordinarios. Su noción de la naturaleza superior del hombre diverge porque es decididamente panteísta; la espiritualidad del hombre aparece en la filosofía de la mind-cure como consciente en parte, pero sobre todo inconsciente, y a través de la parte inconsciente los fieles se aúnan con la divinidad, sin ningún milagro de la gracia, ni creación repentina de un nuevo hombre interior; como este punto de vista ha sido expresado de diversos modos por diferentes escritores, encontramos en él rastros de misticismo cristiano, de idealismo trascendental, de vedantismo y de la moderna psicología del yo subliminal. Con una o dos citas podremos captar el punto de vista central. «El hecho fundamental del universo consiste en este espíritu de vida y poder infinitos que hay detrás de todo, que se manifiesta en todo y por todas partes. A este espíritu de vida infinita e infinito poder que es trasfondo de cuanto hay lo llamo Dios; no importa el término que utilicemos, ya sea Luz Bondadosa, Providencia, Superalma, Omnipotencia, o cualquier otro que creamos conveniente, siempre que estemos de acuerdo sobre el hecho central. Así, Dios solo llena el universo, de manera que todo proviene de Él y es en Él, y no hay nada fuera. Él es la vida de nuestra vida, nuestra misma vida; participamos de la vida de Dios y, aunque nos diferenciemos de Él porque somos espíritus individuales, mientras que Él es el Espíritu infinito que nos incluye a nosotros y a todas las demás cosas, en esencia la vida de Dios y la del hombre son idénticas, es decir, una misma; no se trata de una diferencia de esencia o cualidad sino de grado. »El gran hecho central de la vida humana es penetrar en una comprensión consciente de nuestra unidad con esta Vida Infinita, y abrirnos completamente a esta afluencia divina. En el grado en que nos adentramos en esta comprensión consciente y nos abrimos completamente a esta afluencia, realizamos en nosotros las cualidades y poderes de la Vida Infinita, nos convertimos en canales por cuya mediación puede actuar la Inteligencia y el Poder Infinito. En la medida en que nos damos cuenta de nuestra unidad con el Espíritu Infinito cambiamos la enfermedad por el alivio, la desarmonía por la armonía, el sufrimiento y el dolor por energía y la salud abundantes. Reconocer nuestra propia divinidad y nuestra íntima relación con el Universal es conectar los cables de nuestra maquinaria a la central motriz del universo. No hemos de estar en el infierno más tiempo del que elijamos, y cuando escogemos levantarnos todos los poderes superiores del universo se combinan para ayudarnos a ir hacia el cielo».

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