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Foto del escritorAmenhotep VII

La Teoría del Amor - Erich Fromm



EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA HUMANA


Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la

existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el equivalente del amor,

en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente una parte de su equipo

instintivo, del que sólo algunos restos operan en el hombre. Lo esencial en la

existencia del hombre es el hecho de que ha emergido del reino animal, de la

adaptación instintiva, de que ha trascendido la naturaleza —si bien jamás la abandona

y siempre forma parte de ella— y, sin embargo, una vez que se ha arrancado de la

naturaleza, ya no puede retornar a ella, una vez arrojado del paraíso —un estado de

unidad original con la naturaleza— querubines con espadas flameantes le impiden el

paso si trata de regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante desarrollando su

razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que

está irremediablemente perdida.

Cuando el hombre nace, tanto la raza humana como el individuo, se ve arrojado

de una situación definida, tan definida como los instintos, hacia una situación

indefinida, incierta, abierta. Sólo existe certeza con respecto al pasado, y con respecto

al futuro, la certeza de la muerte.

El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma; tiene conciencia

de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa

conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso

de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su

voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de

su soledad y su «separatidad», de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza

y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable

prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para

unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.

La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda

angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar

mis poderes humanos. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser

incapaz de aferrar el mundo —las cosas y las personas— activamente; significa que

el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es la

fuente de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un sentimiento de

culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza

en la separatidad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del «árbol del

conocimiento del bien y del mal», después de haber desobedecido (el bien y el mal no

existen si no hay libertad para desobedecer), después de haberse vuelto humanos al

emanciparse de la originaria armonía animal con la naturaleza, es decir, después de su

nacimiento como seres humanos, vieron «que estaban desnudos y tuvieron

vergüenza». ¿Debemos suponer que un mito tan antiguo y elemental como ése

comparte la mojigatería del enfoque moralista del siglo XIX, y que el punto

importante que el relato quiere transmitirnos es la turbación de Adán y Eva porque

sus genitales eran visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con

un espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece ser el

siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí mismos y del

otro, tuvieron conciencia de su separatidad, y de la diferencia entre ambos, en la

medida en que pertenecían a sexos distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen

siendo desconocidos el uno para el otro, porque aún no han aprendido a amarse

(como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende, acusando a Eva, en lugar de

tratar de defenderla). La conciencia de la separación humana —sin la reunión por el

amor— es la fuente de la vergüenza. Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la

angustia.

La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad de superar su

separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de

tal finalidad significa la locura, porque el pánico del aislamiento total sólo puede

vencerse por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el

sentimiento de separación se desvanece —porque el mundo exterior, del cual se está

separado, ha desaparecido—.

El hombre —de todas las edades y culturas— enfrenta la solución de un problema

que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la

unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrar compensación. El

problema es el mismo para el hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada

que cuida de sus rebaños, el pastor egipcio, el mercader fenicio, el soldado romano, el

monje medieval, el samurái japonés, el empleado y el obrero modernos. El problema

es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la situación humana, las

condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La solución puede

alcanzarse por medio de la adoración de animales, del sacrificio humano o las

conquistas militares, por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el

trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien

las respuestas son muchas —su crónica constituye la historia humana— no son,

empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las diferencias

menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el

hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no pudo haber dado

más, en las diversas culturas en que vivió. La historia de la religión y de la filosofía

es la historia de esas respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto

al número.

Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de individualización

alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad se ha desarrollado apenas; él aún

se siente uno con su madre, no experimenta el sentimiento de separatidad mientras su

madre está presente. Su sensación de soledad es creada por la presencia física de la

madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su sensación de

separatidad e individualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y

surge la necesidad de superar de otras maneras la separatidad.

De manera similar, la raza humana, en su infancia, se siente una con la naturaleza.

El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el mundo del hombre, quien se

identifica con los animales, como lo expresa el uso que hace de máscaras animales, la

adoración de un animal totémico o de dioses animales. Pero cuanto más se libera la

raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de

encontrar nuevas formas de escapar del estado de separación.

Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de estados

orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un trance autoinducido, a veces con la

ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de

ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior

desaparece, y con él el sentimiento de separatidad con respecto al mismo. Puesto que

tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo

que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha relación con la solución

orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo

sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los efectos de

ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de muchos

rituales primitivos. Según parece, el hombre puede seguir durante cierto tiempo,

después de la experiencia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su separatidad.

Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por

medio de la repetición del ritual.

Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no

producen angustia o culpa. Participar en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso,

puesto que constituyen una forma compartida por todos, aprobada y exigida por los

médicos brujos o los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable

o avergonzado. La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa

solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura

no orgiástica, el alcohol y las drogas son los medios a su disposición. En contraste

con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos

experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la

separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero cuando la experiencia

orgiástica concluye, se sienten más separados aún, y ello los impulsa a recurrir a tal

experiencia con frecuencia e intensidad crecientes. La solución orgiástica sexual

presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal

de superar la separatidad, y una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en

muchos individuos que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la

búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al

alcoholismo o la afición a las drogas. Se convierte en un desesperado intento de

escapar a la angustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez

mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que

existe entre dos seres humanos, excepto en forma momentánea.

Todas las formas de unión orgiástica tienen tres características: son intensas,

incluso violentas; ocurren en la personalidad total, mente y cuerpo; son transitorias y

periódicas. Exactamente lo contrario ocurre en esa forma de unión que está lejos de

ser la solución que con mayor frecuencia eligió el hombre en el pasado y en el

presente: la unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y

creencias. Volvemos a encontrar aquí una evolución considerable.

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está integrado por aquellos que

comparten la sangre y el suelo. Con el desarrollo creciente de la cultura, el grupo se

extiende; se con vierte en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros

de una iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis

romanus sum; Roma y el Imperio eran su familia, su hogar, su mundo. También en la

sociedad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma predominante

de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual

desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como

todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos que me hagan diferente, si

me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado;

salvado de la temible experiencia de la soledad. Los sistemas dictatoriales utilizan

amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la

sugestión y la propaganda. Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos

sistemas. En las democracias, la no conformidad es posible, y en realidad, no está

totalmente ausente; en los sistemas totalitarios, sólo unos pocos héroes y mártires

insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las sociedades

democráticas muestran un abrumador grado de conformidad. La razón radica en el

hecho de que debe existir una respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una

distinta o mejor, la conformidad con el rebaño se convierte en la forma predominante.

El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos alejado del rebaño,

resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad de no estar separado. A

veces el temor a la no conformidad se racionaliza como miedo a los peligros

prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere someterse

en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las

democracias occidentales.

La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de

conformismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a

determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos —y que

simplemente sucede que sus ideas son iguales que las de la mayoría—. El consenso

de todos sirve como prueba de la corrección de «sus» ideas. Puesto que aún tienen

necesidad de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a

diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido

Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se convierte

en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario «es distinto» nos

demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe

ninguna.

Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias se relaciona estrechamente con

el concepto y la experiencia de igualdad, tal como se está desarrollando en las

sociedades industria les más avanzadas. En un contexto religioso, igualdad significó

que todos somos hijos de Dios, que todos compartimos la misma sustancia humanodivina, que todos somos uno. Significaba también que deben respetarse las

diferencias entre los individuos, que, si bien es cierto que todos somos uno, también

lo es que cada uno de nosotros constituye una entidad única, un cosmos en si mismo.

Tal convicción acerca de la unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la

sentencia talmúdica: «Quien salva una sola vida, es como si hubiera salvado a todo el

mundo; quien destruye una sola vida, es como si hubiera destruido a todo el mundo.»

La igualdad como una condición para el desarrollo de la individualidad fue,

asimismo, el significado de este concepto en la filosofía del iluminismo occidental.

Denotaba (como lo formuló muy claramente Kant) que ningún hombre debe ser un

medio para que otro hombre realice sus fines. Que todos los hombres son iguales en

la medida en que son finalidades, y sólo finalidades, y nunca medios los unos para los

otros. Continuando las ideas del iluminismo, los pensadores socialistas de diversas

escuelas definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del

hombre por el hombre, fuera ese uso cruel o «humanitario».

En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se

ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los autómatas, de hombres que han

perdido su individualidad. Hoy en día, igualdad significa «identidad» antes que

«unidad». Es la identidad de las abstracciones, de los hombres que trabajan en los

mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos,

que tienen idénticos pensamientos e ideas. En este sentido, también deben recibirse

con cierto escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos de

progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario aclarar que no

estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de esa tendencia a la

igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento hacia la eliminación de

las diferencias. Tal es el precio que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales

porque ya no son diferentes. La proposición de la filosofía del iluminismo, l'âme n'a

pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general. La polaridad

de los sexos está desapareciendo, y con ella el amor erótico, que se basa en dicha

polaridad. Hombres y mujeres son idénticos, no iguales como polos opuestos. La

sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque

necesita átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa,

suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos

están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna

producción en masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso social

requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es llamada «igualdad».

La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calma, dictada por la

rutina, y por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la angustia de la

separatidad. La frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad

compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen los

síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución

afecta fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es menos efectiva

que las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo rebaño ofrece tan sólo una

ventaja: es permanente, y no espasmódica. El individuo es introducido en el patrón de

conformidad a la edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento, nunca pierde

el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su última actividad

social importante, está estrictamente de acuerdo con el patrón.

Además de la conformidad como forma de aliviar la angustia que surge de la

separatidad, debemos considerar otro factor de la vida contemporánea: el papel de la

rutina en el trabajo yen el placer. El hombre se convierte en «ocho horas de trabajo»,

forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios.

Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la organización del trabajo;

incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los peldaños inferiores de la

escala y los que han llegado más arriba. Aun los sentimientos están prescritos:

alegría, tolerancia, responsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo

el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están rutinizadas en forma similar,

aunque no tan drástica. Los clubes del libro seleccionan el material de lectura; los

dueños de cinematógrafos y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además, la

propaganda respectiva; el resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la

sesión de televisión, la partida de naipes, las reuniones sociales. Desde el nacimiento

hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las actividades están

rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades

rutinarias recordar que es un hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido

otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y

temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y a la separatidad?

Una tercera manera de lograr la unión reside en la actividad creadora, sea la del

artista o la del artesano. En cualquier tipo de tarea creadora, la persona que crea se

une con su material, que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que

construye una mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el

trigo o el pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el individuo y

su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de creación. Esto,

sin embargo, sólo es válido para el trabajo productivo, para la tarea en la que yo

planeo, produzco, veo el resultado de mi labor. Actualmente en el proceso de trabajo

de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco queda de esa cualidad

unificadora del trabajo. El trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o de

la organización burocrática. Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se produce

ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la conformidad.

La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que

se logra en la fusión orgiástica es transitoria; la proporcionada por la conformidad es

sólo pseudounidad. Por lo tanto, constituyen meras respuestas parciales al problema

de la existencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión

con otra persona, en el amor.

Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que existe en el

hombre. Constituye su pasión más fundamental, la fuerza que sostiene a la raza

humana, al clan, a la familia y a la sociedad. La incapacidad para alcanzarlo significa

insania o destrucción —de sí mismo o de los demás—. Sin amor, la humanidad no

podría existir un día más. Sin embargo, si llamamos «amor» al logro de la unión

interpersonal, nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en

distintas formas —y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de

común las diversas formas del amor—. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O

tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma específica de

unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas

filosóficos humanísticos en los cuatro mil años de historia occidental y oriental?

Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la respuesta sólo puede ser

arbitraria. Lo importante es que sepamos a qué clase de unión nos referimos cuando

hablamos de amor. ¿Trátase del amor como solución madura al problema de la

existencia, o nos referimos a esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar

unión simbiótica? En los pasajes siguientes sólo usaré el término amor para designar

la primera alternativa. Comenzaré el examen del «amor» con la segunda.

La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre

embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven «juntos» (sym-biosis),

se necesitan mutuamente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto

necesita; la madre es su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también

su propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos

son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, para usar un término

clínico, el masoquismo. La persona masoquista escapa del intolerable sentimiento de

aislamiento y separatidad convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la

guía, la protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el

poder de aquel al que uno se somete, se trate de una persona o de un dios; él es todo,

yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. Como tal, comparto su

grandeza, su poder, su seguridad. La persona masoquista no tiene que tomar

decisiones, ni correr riesgos; nunca está sola, pero no es independiente; carece de

integridad; no ha nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la

adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la relación amorosa

masoquista, el mecanismo esencial, de idolatría, es el mismo. La relación masoquista

puede estar mezclada con deseo físico, sexual; en tal caso, trátase de una sumisión de

la que no sólo participa la mente, sino también todo el cuerpo. Puede ser una

sumisión masoquista ante el destino, la enfermedad, la música rítmica, el estado

orgiástico producido por drogas o por un trance hipnótico; en todos los casos la

persona renuncia a su integridad, se convierte en un instrumento de alguien o algo

exterior a él; no necesita resolver el problema de la existencia por medio de la

actividad productiva.

La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación, o, para utilizar el

término correspondiente a masoquismo, el sadismo. La persona sádica quiere escapar

de su soledad y de su sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una

parte de sí misma. Se siente acrecentada y realzada incorporando a otra persona, que

la adora.

La persona sádica es tan dependiente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna

de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la persona sádica

domina, explota, lastima y humilla, y la masoquista es dominada, explotada,

lastimada y humillada. En un sentido realista, la diferencia es considerable; en un

sentido emocional profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas tienen en

común: la fusión sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es sorprendente

encontrar que, por lo general, una persona reacciona tanto en forma sádica como

masoquista, habitualmente con respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba

sádicamente frente al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia el destino, la

historia, el «poder superior» de la naturaleza. Su fin —el suicidio en medio de la

destrucción general— es tan característico como lo fueron sus sueños de éxito —el

dominio total—.

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición

de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder

activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus

semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de

aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su

integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no

obstante, siguen siendo dos.

Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente a una dificultad que

reside en el significado ambiguo de la palabra «actividad». En el sentido moderno del

término, «actividad» denota una acción que, mediante un gasto de energía, produce

un cambio en la situación existente. Así, un hombre es activo si atiende su negocio,

estudia medicina, trabaja en una cadena sinfín, construye una mesa, o se dedica a los

deportes. Todas esas actividades tienen en común el estar dirigidas hacia una meta

exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad. Consideremos,

por ejemplo, el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y

soledad impulsa a trabajar incesantemente; o del otro movido por la ambición, o el

ansia de riqueza. En todos esos casos, la persona es esclava de una pasión, y, en

realidad, su actividad es una «pasividad», puesto que está impulsado; es el que sufre

la acción, no el que la realiza. Por otra parte, se considera «pasivo» a un hombre que

está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad o propósito que

experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque no «hace» nada. En

realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una

actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de libertad e independencia

interiores. Uno de los conceptos de actividad, el moderno, se refiere al uso de energía para el logro de fines exteriores; el otro, al uso de los poderes inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos. Spinoza formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad, distinguiendo entre afectos activos y pasivos, entre «acciones» y «pasiones». En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es libre, es el amo de su afecto; en el afecto

pasivo, el hombre se ve impulsado, es objeto de motivaciones de las que no se

percata. Spinoza llega de tal modo a afirmar que la virtud y el poder son una y la

misma cosa. La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones;

el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en

la libertad y jamás como resultado de una compulsión.

El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un «estar continuado», no un

«súbito arranque». En el sentido más general, puede describirse el carácter activo del

amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.

¿Qué es dar? Por simple que parezca la respuesta, está en realidad plena de

ambigüedades y complejidades. El malentendido más común consiste en suponer que

dar significa «renunciar» a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo

carácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspondiente a la orientación

receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está

dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin recibir significa una

estafa. La gente cuya orientación fundamental no es productiva, vive el dar como

un empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del

dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se

debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del

sacrificio. Para ellos, la norma de que es mejor dar que recibir significa que es mejor

sufrir una privación que experimentar alegría.

Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto:

constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento

mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me

llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por

tanto, dichoso.

Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación,

sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.

Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos específicos, advertiremos

fácilmente su validez.

En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico el que tiene

mucho, sino el que da mucho. El avaro que se preocupa angustiosamente por la

posible pérdida de algo es, desde el punto de vista psicológico, un hombre indigente,

empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí

mismo como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un individuo

privado de todo lo que está más allá de las necesidades elementales para la

subsistencia seria incapaz de gozar con el acto de dar cosas materiales. La

experiencia diaria demuestra, empero, que lo que cada persona considera necesidades

mínimas depende tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es bien sabido

que los pobres están más inclinados a dar que los ricos. No obstante, la pobreza que

sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en consecuencia, degradante, no

sólo a causa del sufrimiento directo que ocasiona, sino porque priva a los pobres de la

alegría de dar.

Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales,

sino el dominio de lo específicamente humano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de

sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa

necesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él —

da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor,

de su tristeza—, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él.

Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la

otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha

exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra persona, y eso

que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede

dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un

dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de

dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas a la vida que nace para

ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que

produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor. Marx ha expresado

bellamente este pensamiento: «Supongamos —dice—, al hombre como hombre, y su

relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos intercambiar amor sólo por

amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere disfrutar del arte, se debe poseer una

formación artística; si se desea tener influencia sobre otra gente, se debe ser capaz de

ejercer una influencia estimulante y alentadora sobre la gente. Cada una de nuestras

relaciones con el hombre y con la naturaleza debe ser una expresión definida de

nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto de nuestra voluntad. Si

amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor como tal no produce amor, si por

medio de una expresión de vida como personas que amamos, no nos convertimos en

personas amadas, entonces nuestro amor es impotente, es una desgracia». Pero no

sólo en lo que atañe al amor dar significa recibir. El maestro aprende de sus alumnos,

el auditorio estimula al actor, el paciente cura a su psicoanalista —siempre y cuando

no se traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y

productiva.

Apenas si es necesario destacar el hecho de que la capacidad de amar como acto

de dar depende del desarrollo caracterológico de la persona. Presupone el logro de

una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha superado la

dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de explotar a los demás, o de

acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en

su capacidad para alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en que carece

de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de amar.

Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el

hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor.

Esos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre

por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si

viéramos que descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle

bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre

incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera que ama las

flores, y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su «amor» a las flores.

El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos.

Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. En el libro de Jonás se describe en

forma sumamente bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a Jonás que vaya a

Nínive para advertir a sus habitantes que serán castigados si no abandonan sus

prácticas perversas. Jonás huye de su misión porque teme que la gente de Nínive se

arrepienta y que Dios los perdone. Es un hombre con un poderoso sentido del orden y

de la ley, pero sin amor. Sin embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el vientre

de una ballena, que simboliza el estado de aislamiento y reclusión que ha provocado

en el su falta de amor y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive. Predica

ante los habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto

temía. Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus malos

hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se siente

hondamente enojado y apesadumbrado; él quería «justicia», no misericordia. Por fin

encuentra cierto consuelo en la sombra de un árbol que Dios ha hecho Crecer para

protegerlo del sol. Pero cuando Dios hace que el árbol se seque, Jonás se deprime y

se queja airadamente a Dios. Dios responde: «Tuviste tú lástima de la calabacera, en

la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en espacio de una noche nació y en

espacio de una noche pereció. Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad,

donde hay más de ciento veinte mil personas que no conocen su mano derecha su

mano izquierda, y muchos animales?» La respuesta de Dios a Jonás debe entenderse

simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es «trabajar» por

algo y «hacer crecer», que el amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo

que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama.

El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la

responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para denotar un deber, algo

impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un

acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o

no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto a

«responder». Jonás no se sentía responsable ante los habitantes de Nínive. El, como

Caín, podía preguntar: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» La persona que ama,

responde. La vida de su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino. propio.

Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad,

en el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las necesidades

físicas. En el amor entre adultos, a las necesidades psíquicas de la otra persona.

La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si

no fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y

sumisa reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la

capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad

única. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle

tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que

la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia, y

no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal

cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el

respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin

muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base

de la libertad: «l'amour est l'enfant de la liberté», dice una vieja canción francesa; el

amor es hijo de la libertad, nunca de la dominación.

Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cuidado y la

responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería

vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que

constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el

meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver

a la otra persona en sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una persona

está encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a

conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta; que se

siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es más que la

manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta, es decir, como

una persona que sufre y no como una persona enojada.

Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del

amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo

la prisión de la propia separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo

específicamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en

sus aspectos meramente biológicos es un milagro y un secreto, el hombre, en sus

aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo —y para sus semejantes

—. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos

conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos,

porque no somos una cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más

avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude

la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de

penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».

El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes

fue expresado en el lema délfico: «Conócete a ti mismo.» Tal es la fuente primordial

de toda psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más

profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede sólo del pensamiento,

nunca puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo

más, nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros

mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de

alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el

pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia

de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento

psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de

amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetiva mente, para poder

ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen

irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano,

puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar.

El problema de conocer al hombre es paralelo al problema religioso de conocer a

Dios. En la teología occidental convencional se intenta conocer a Dios por medio del

pensamiento, de afirmaciones acerca de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios

en mi pensamiento. En el misticismo se renuncia al intento de conocer a Dios por

medio del pensamiento, y se lo reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en

la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es

necesario.

La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso,

con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el contrario, y como lo señaló Albert

Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y

radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no

accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca

«captaremos» el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin

embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitaciones, y así

como la consecuencia lógica de la teología es el misticismo, así la consecuencia

última de la psicología es el amor.

Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente

interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en la

persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios

poderes, que sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a

los sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad

basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede

proporcionar.

Idéntica polaridad entre el principio masculino y el femenino existe en la

naturaleza; no sólo, como es notorio, en los animales y las plantas, sino en la

polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la

polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la

oscuridad y la luz, de la materia y el espíritu. El gran poeta y místico musulmán,

Rumi, expresó esta idea con hermosas frases:


Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada.

Si la luz del amor ha penetrado en este corazón, sabe que también hay

amor en aquel corazón.

Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios tiene amor para ti.

Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de una mano.

La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace amarnos el uno al

otro.

Por eso está ordenado que cada parte del mundo se una con su consorte.

El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra, mujer. Cuando la Tierra no tiene

calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su frescor y su rocío, el Cielo se lo

devuelve. El Cielo hace su ronda, como un marido que trabaja por su mujer.

Y la Tierra se ocupa del gobierno de su casa: cuida de los nacimientos y

amamanta lo que pare.

Mira a la Tierra y al Cielo, tienen inteligencia, pues hacen el trabajo de

seres inteligentes.

Si esos dos no gustaran placer el uno del otro, ¿por qué habrían de andar

juntos como novios?

Sin la Tierra, ¿despuntarían las flores, echarían flores los árboles? ¿Qué,

entonces, producirían el calor y el agua del Cielo?

Así como Dios puso el deseo en el hombre y en la mujer para que el

mundo fuera preservado por su unión.

Así en cada parte de la existencia planteó el deseo de la otra parte.

Día y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos un único fin.

Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su mutuo trabajo.

Sin la noche, la naturaleza del Hombre no recibiría ganancia alguna, y

nada tendría entonces el día para gastar.



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