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Foto del escritorAmenhotep VII

la Religión y la Nada - Keiji Nishitani


Nos preguntamos ¿qué es la religión? o, si lo consideramos desde otra perspectiva, ¿qué fin tiene la religión para nosotros?, ¿por qué la necesitamos? La pregunta por la necesidad de la religión, aunque pueda ser corriente, contiene un problema. En un sentido, la religión parece ser algo que no necesita la persona que plantea la pregunta, el mero hecho de formularla equivale a admitir que no se ha convertido aún en una necesidad. Pero, en otro sentido, pertenece a la naturaleza de la religión el hecho de que esa persona la necesite. Dondequiera que se encuentren individuos planteando preguntas como éstas, ahí también emerge la necesidad de la religión. En suma, la relación que tenemos con la religión es contradictoria: para quienes no es una necesidad, precisamente por esa razón es una necesidad. De ninguna otra cosa puede decirse lo mismo.


A la pregunta ¿por qué necesitamos los conocimientos y las artes? podemos contestar que son necesarios para el progreso de la humanidad, para la felicidad de los hombres, para el cultivo de lo individual y así sucesivamente. Con todo, aunque digamos por qué los necesitamos eso no implica que no podamos pasar sin ellos. Los conocimientos y las artes pueden ser indispensables para vivir bien, pero no lo son para vivir. En este sentido, pueden ser considerados un lujo.


Por otra parte, el alimento es necesario para la vida. Nadie se dirigiría a otro para preguntarle por qué come. Bien, quizás un ángel o algún otro ser celestial que no tuviera necesidad de comer podría hacer esas preguntas, pero no los seres humanos. Obviamente la religión no es de la clase de necesidad del alimento, a juzgar por la mucha gente que en condiciones normales pasa sin ella, sin que esto signifique que sea meramente algo que necesitamos para vivir bien. La religión tiene que ver con la vida misma. El hecho de que nuestras vidas concluyan en la extinción o en la consecución de la vida eterna es un asunto de la máxima importancia para la vida misma. No puede decirse de la religión que es un lujo en ningún sentido porque, en efecto, es una necesidad indispensable para mucha gente que no la ve como tal. El rasgo distintivo de la religión reside en que se sitúa al margen de la mera vida de la naturaleza y de la cultura. Por tanto, decir por ejemplo que necesitamos la religión en aras del orden social, del bienestar humano o de la moral pública, es un error o, al menos, una confusión de prioridades. La religión no debe considerarse desde el punto de vista de la utilidad, sino de la vida. Una religión que se preocupa principalmente por su utilidad es testigo de su propia degeneración. Uno puede preguntarse por la utilidad de cosas como el alimento para la vida natural o los conocimientos y las artes para la cultura. De hecho, esta pregunta por la utilidad debería ser una preocupación constante en este tipo de cuestiones; nuestro modo de ser cotidiano se reduce a estos niveles de vida natural y cultural. Sin embargo, la necesidad de la religión, el hecho de que sea algo imprescindible para la vida humana consiste en que quiebra y trastoca el modo de ser cotidiano, además de devolvernos a la fuente elemental de la vida donde la vida misma es vista como inútil.


Sobre lo dicho deberían advertirse dos aspectos. Primero, la religión es siempre un asunto individual que afecta a la persona. Esto la sitúa al margen de cosas como la cultura que, aunque se relacione con lo individual, no tiene por qué afectar personalmente. De acuerdo con esto, no podemos entender la religión desde fuera de sí misma. La clave para entenderla es la búsqueda religiosa; no existe otra forma. Éste es el aspecto más importante a considerar en relación a la esencia de la religión. Segundo, desde el punto de vista de la esencia de la religión, preguntar cuál es su fin para nosotros es un error que delata claramente una actitud que intenta entenderla al margen de la búsqueda religiosa. Esta pregunta debe ser sustituida por otra que provenga del interior de la propia persona que la plantea: no hay otro camino que pueda conducir a una comprensión de la religión y al propósito que sirve. La pregunta de sentido opuesto que lleva a cabo esta sustitución es la que plantea "¿con qué fin existo?". Podemos preguntarnos de cualquier otra cosa qué fin tiene para nosotros, pero no de la religión. En lo que se refiere a las demás cosas podemos hacer de nosotros mismos un telos como individuos, como hombres o como humanidad y evaluarlas en función de nuestra vida y nuestra existencia. Podemos ponernos en el centro y medida del significado de todas las cosas como contenidos de nuestras vidas en tanto que individuos/hombre/humanidad. Sin embargo, la religión altera la postura desde la cual nos pensamos como telos y centro de todas las cosas, pues en lugar de eso plantea como punto de partida con qué fin existo.


Advertimos la religión como necesidad o como algo imprescindible para la vida sólo en los momentos en los que todo pierde su necesidad y utilidad. ¿Después de todo, por qué existimos? ¿En última instancia, nuestra existencia y la vida humana carecen de sentido? O, ¿si todo tiene un sentido o un significado, dónde lo encontramos? La búsqueda religiosa se despierta en nuestro interior cuando empezamos a dudar de esta forma del sentido de nuestra existencia, cuando comenzamos a cuestionamos a nosotros mismos. Estas preguntas y la búsqueda se hacen patentes cuando se resquebraja nuestro modo de ser, según el cual pensamos y consideramos todo, y se trastoca el modo de vida que nos sitúa en el centro de todo. Por eso, la pregunta por la religión en la forma ¿por qué la necesitamos? oscurece desde el principio el camino a su propia respuesta, porque impide que lleguemos a cuestionarnos a nosotros mismos.


El momento en que las cosas necesarias para la vida, incluidos los conocimientos y las artes, pierden su necesidad y utilidad, aparece con los problemas personales acuciantes como la muerte, la nihilidad o el pecado, o en cualquiera de esas situaciones que suponen una negación fundamental de nuestra vida, existencia e ideales, y privan de arraigo a nuestra existencia poniendo en tela de juicio el sentido de la vida. Esto puede ocurrir cuando nos enfrentamos cara a cara con la muerte por una enfermedad o alguna otra cosa, o cuando el giro de los acontecimientos sustrae a la vida aquello que hacía que mereciera la pena.


Tomemos como ejemplo a alguien para quien la vida se convierte en sinsentido como resultado de la pérdida de un ser amado o por el fracaso de una empresa en la que lo había arriesgado todo. Todo aquello que una vez le había sido útil no sirve para nada. El mismo proceso tiene lugar cuando uno se encuentra cara a cara con la muerte y la propia existencia se pone de relieve contra el trasfondo de la nihilidad. Multitud de preguntas surgen a la vez: ¿por qué he estado vivo?, ¿de dónde vengo y adónde voy? Aquí aparece un vacío que nada en el mundo puede llenar, un amplio abismo se abre en el suelo sobre el que uno se sostiene. Frente a este abismo, ninguna de las cosas que constituían hasta entonces la sustancia de la vida conservan su utilidad.


De hecho este abismo se encuentra siempre a nuestros pies. En el caso de la muerte no nos encaramos a algo que nos espera en un futuro sino a algo que viene al mundo con nosotros desde nuestro nacimiento. Nuestra vida choca con la muerte a cada paso; todo el tiempo mantenemos un pie plantado en el valle de la muerte. Nuestra vida permanece en el borde del abismo de la nihilidad, al cual puede regresar en cualquier instante. Nuestra existencia es a la vez una no-existencia, oscila desde y hacia la nihilidad, feneciendo sin cesar y sin cesar recobrando su existencia. Esto es lo que se denomina el devenir incesante de la existencia.


La nihilidad se refiere a aquello que vuelve en sinsentido el sentido de la vida. Por eso, el que nos cuestionemos a nosotros mismos y el que surja el problema de por qué existimos quiere decir que la nihilidad ha emergido del fondo de nuestra existencia y que ésta se ha convertido en una cuestión relevante. La aparición de esta nihilidad indica nada menos que la conciencia de la propia existencia ha penetrado en nosotros con una profundidad extraordinaria.


Normalmente avanzamos en la vida con la mirada puesta en esto o en aquello, siempre preocupados por algo dentro o fuera de nosotros. Estas ocupaciones impiden que la conciencia se haga más profunda, bloquean el camino hacia la apertura de ese horizonte en el que aparece la nihilidad y en donde se cuestiona el propio ser. Esto sucede incluso con los conocimientos y las artes, y con todas las ocupaciones culturales. Sin embargo, cuando este horizonte se abre, en el fondo de esas ocupaciones que mantenían a la vida en movimiento continuo algo parece detenerse y permanecer ante nosotros. Ese algo es el sinsentido, que se mantiene a la espera, en el fondo de esas muchas ocupaciones que dan sentido a la vida. Éste es el punto en el que el sentimiento de la nihilidad, fiel sentimiento de "todo es lo mismo" que encontramos en Nietzsche y en Dostoievski, interrumpe el ritmo incesante de avance de la vida y lo hace retroceder. En un dicho zen, se dice que este sentimiento "arroja luz a lo que está directamente a nuestros pies". En el desarrollo de nuestra vida cotidiana, siempre queda atrás el suelo a nuestros pies, pues nos movemos ininterrumpidamente hacia adelante; lo pasamos por alto. Retroceder para arrojar luz sobre lo que está a los pies de uno mismo -"retroceder para llegar al sí mismo", como dice otro antiguo dicho zen- indica una conversión en la vida misma. Esta conversión fundamental en la vida está ocasionada por la apertura del horizonte de la nihilidad en el fundamento de nuestra vida, y representa nada menos que la conversión del modo de ser egocéntrico (o antropocéntrico), que siempre pregunta qué utilidad tienen las cosas para nosotros (o para los hombres) , a una actitud que pregunta con qué fin existimos. Hacemos nuestra realmente la pregunta "¿qué es religión?" sólo cuando nos encontramos en este viraje decisivo.

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