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Foto del escritorAmenhotep VII

La Nueva Vida - Dante Alighieri



Luego de mi nacimiento, el luminoso cielo había vuelto ya nueve veces al mismo punto, en virtud de su movimiento giratorio, cuando apareció por vez primera ante mis ojos la gloriosa dama de mis pensamientos, a quien muchos llamaban Beatriz, en la ignorancia de cuál era su nombre.

Había transcurrido de su vida el tiempo que tarda el estrellado cielo en recorrer hacia Oriente la duodécima parte de su grado y, por tanto, aparecióseme ella casi empezando su noveno año y yo la vi casi acabando mis nueve años. Llevaba indumento de nobilísimo, sencillo y recatado color bermejo, e iba ceñida y adornada de la guisa que cumplía a sus juveniles años. Y digo en verdad que a la sazón el espíritu vital, que en lo recóndito del corazón tiene su morada, comenzó a latir con tanta fuerza, que se mostraba horriblemente en las menores pulsaciones. Temblando, dije estas palabras: Ecce deus fortior me, veniens dominabitur mihi. En aquel punto, el espíritu animal, que mora en la elevada cámara adonde todos los espíritus sensitivos del hombre llevan sus percepciones, empezó a maravillarme en gran manera, y dirigiéndose especialmente a los espíritus de la vista, dijo estas palabras: Apparuit jam beatitudo vestra. Y a su vez el espíritu natural, que reside donde se elabora nuestro alimento, comenzó a llorar, y, llorando, dijo estas palabras: Heu miser! quia frequenter impeditus ero deinceps! Y a la verdad que desde entonces Amor de mi alma, que a él se unió incontinente, y comenzó a tener sobre mí tanto ascendiente y tal dominio, por la fuerza que le daría mi misma imaginación, que me vi obligado a cumplir cuanto se le antojaba. Mandábame a menudo que procurase ver a aquella criatura angelical. Yo, pueril, andaba a buscarla y la veía con aparecer tan digno y tan noble que ciertamente se le podían aplicar aquellas palabras del poeta Homero: «No parecía hija de hombre mortal, sino de un dios.» Y aunque su imagen, que continuamente me acompaña, se enseñorease de mí por voluntad de Amor, tenía tan nobilísima virtud, que nunca consintió que Amor me gobernase sin el consejo de la razón en aquellas cosas en que sea útil oír el citado consejo. Pero como a alguno le parecerá ocasionado a fábulas hablar de pasiones y hechos en tan extremada juventud, me partiré de ello, y, pasando en silencio muchas cosas que pudiera extraer de donde nacen éstas, hablaré de lo que en mi memoria se ha escrito con caracteres más grandes.

Transcurridos bastantes días para que se cumplieran nueve años tras la supradicha aparición de la gentilísima criatura, aconteció que la admirable mujer aparecióseme vestida con blanquísimo indumento, entre dos gentiles mujeres de mucha mayor edad. Y, al entrar en una calle, volvió los ojos hacia donde yo, temeroso, me encontraba, y con indecible amabilidad, que ya habrá recompensado el Cielo, me saludó tan expresivamente, que entonces me creía transportado a los últimos linderos de la felicidad. La hora en que me llegó su dulcísimo saludo fue precisamente la nona de aquel día, y como se trataba de la primera vez en que sonaban sus palabras para llegar a mis oídos, me embriagó tan dulce emoción, que me aparté de las gentes, apelé a la soledad de mi estancia y me puse a pensar en aquella muy galana mujer. Pensando en ella se apoderó de mí un suave sueño, en el que me sobrevino una visión maravillosa, pues parecía ver en mi estancia una nubecilla de color de fuego, en cuyo interior percibía la figura de un varón que infundía terror a quien lo mirase, aunque mostrábase tan risueño, que era cosa extraña. Entre otras muchas palabras que no pude entender, díjome éstas, que entendí: Ego dominum tuus.

Entre sus brazos parecía ver una persona dormida, casi desnuda, sólo cubierta por un rojizo cendal, y, mirando más atentamente, advertí que era la mujer que constituía mi bien, la que el día antes se había dignado saludarme. Y me pareció que el varón en una de sus manos, sostenía algo que intensamente ardía, así como que pronunciaba estas palabras: Vide cor tuum.

Al cabo de cierto tiempo me pareció que despertaba la durmiente y, no sin esfuerzo de ingenio, le hacía comer lo que en la mano ardía, cosa que ella se comía con escrúpulo. A no tardar, la alegría del extraño personaje se trocaba en muy amargo llanto. Y así, llorando, sujetaba más a la mujer entre sus brazos, y diríase que se remontaba hacia el cielo. Tan gran angustia me aquejó por ello que no pude mantener mi frágil sueño, el cual se interrumpió, quedando yo desvelado. Y a la sazón, dándome a pensar, noté que la hora en que se me presentó la visión era la cuarta de la noche y, por ende, la primera de las nueve últimas horas de la noche. Y, meditando sobre la aparición, decidí comunicarlo a muchos renombrados trovadores de entonces. Como quiera que yo me hubiese ejercitado en el arte de rimar, acordé componer un soneto, en el cual, tras saludar a todos los devotos de Amor, les rogaría que juzgasen mi visión, que yo les habría descrito. Y seguidamente puse mano a este soneto, que comienza: «Almas y corazones con dolor.»


Almas y corazones con dolor, a quienes llega mi decir presente (y cada cual responda lo que siente), salud en su señor, que es el Amor. Las estrellas tenían resplandor el más adamantino y más potente cuando adivino el Amor súbitamente en forma tal que me llenó de horror. Parecíame alegre Amor llevando mi corazón y el cuerpo de mi amada cubierto con un lienzo y dormitando.


Este soneto se divide en dos partes. En la primera aludo y pido respuesta; en la segunda, indico a qué debe contestarse. La segunda parte empieza en «Las estrellas». A este soneto respondieron, con diversas sentencias, muchos, entre los cuales figuraba aquel a quien yo llamo el primero de mis amigos. Escribió entonces un soneto que empieza así: «Viste a mi parecer todo valor.» Y puede decirse que éste fue el principio de nuestra amistad, al saber él que era yo quien le había hecho el envío. Por cierto que el verdadero sentido del sueño mencionado no fue percibido entonces por nadie, aunque ahora es clarísimo hasta para los más ignorantes.



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