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Foto del escritorAmenhotep VII

La Mente Despierta - Dalái Lama Tenzin Gyatso (Segunda Parte)



IDENTIFICAR EL SÍ-MISMO


El sufrimiento y la felicidad que experimentamos es un reflejo del nivel de distorsión

o claridad con que nos vemos a nosotros mismos y al mundo. Conocer y

experimentar correctamente la naturaleza del sí-mismo es experimentar el nirvana.

Conocer la naturaleza del sí-mismo de una manera distorsionada es experimentar el

samsara. ¡Es, por lo tanto, imperativo que nos ocupemos de determinar la naturaleza

del sí-mismo!

En el Pramanavartika (Exposición de la cognición válida) de Dharmakirti, se

afirma:


Cuando hay actitud de aferrarse al sí-mismo,

surge la discriminación entre el sí-mismo y los otros;

las emociones y aflicciones vienen a continuación.


Si observamos nuestras percepciones y pensamientos, nos daremos cuenta de que

aparece en nosotros de manera muy natural el sentimiento del sí-mismo.

Instintivamente, pensamos, «Me estoy levantando», o «Salgo fuera». ¿Es erróneo este

sentido del «yo»? No creo que lo sea. El hecho de que existimos como individuos es

innegable. Esto lo afirma nuestra propia experiencia cuando tratamos de ser felices y

vencer las dificultades, y —como budistas— trabajar por alcanzar la budeidad para

beneficio de nosotros mismos y de los otros. Independientemente de lo difícil que

pueda resultar la identificación de ese sí-mismo, hay algo a lo que se refiere el

pensamiento «yo soy»: hay un «yo» que «es». Y es de este «yo» de donde surgen

nuestras sensaciones intuitivas del sí-mismo.

Es ese sí-mismo —un atman independiente de los diversos componentes que

constituyen la personalidad— el que proponían los antiguos filósofos indios.

Suscribían la idea del Renacimiento, con algunos adherentes capaces de recordar

experiencias de vidas pasadas. ¿De qué otra manera, razonaban, podía explicarse la

continuidad de un sí-mismo individual a lo largo de las vidas, dado que los aspectos

físicos de ese sí-mismo solo vienen al ser en la concepción de esta vida? Proponían,

por tanto, un sí-mismo que pudiera continuar a través del tiempo de las vidas

mientras permanecía independiente de las existencias físicas durante las vidas

individuales.

El concepto de sí-mismo que proponían era singular, mientras que las partes

físicas y mentales de las que estamos compuestos son numerosas. Se sostenía que el

sí-mismo era permanente e inmutable, mientras que esas partes son impermanentes y

siempre cambiantes. Se pensaba que ese sí-mismo nuclear era independiente y

autónomo, mientras que sus partes más exteriores dependerían de influencias

externas. Así que estos filósofos antiguos proponían un atman que sería distinto de

las partes físicas y mentales que nos constituyen e independiente de ellas.

Buda planteó un abandono radical de esta visión, proponiendo que el sí-mismo

existe solo con relación a sus partes físicas y mentales. Así como no puede haber

ningún carro de bueyes libre de las partes que lo constituyen, explicaba el Buda,

tampoco puede haber ningún sí-mismo que exista independientemente de los

agregados que constituyen una persona.

El Buda enseñó que plantear un sí-mismo unitario, inmutable, permanente,

autónomo, independiente de los agregados que constituyen la persona, introduciría

algo que no existe, y reforzaría por lo tanto nuestra sensación instintiva del sí-mismo.

El Buda proponía de este modo la idea de carencia de sí-mismo: anatman.



El sí-mismo existente y el sí-mismo no existente


Es esencial que distingamos entre el sí-mismo que existe convencionalmente y el símismo que no existe en absoluto, porque la fuente de todo sufrimiento es la actitud de

aferramos al sí-mismo no existente.

Los yoguis —meditadores— budistas que se entregan a una profunda meditación

analítica de la existencia del sí-mismo, centran su análisis en su experiencia del «yo»

como un sí-mismo inherentemente real e independiente, cuya existencia será en

última instancia negada por su indagación meditativa. Por tanto, establecen una

distinción clara entre el sí-mismo convencional que es el objeto de nuestra

reificación, y el sí-mismo reificado que debe ser negado.

En nuestras propias intuiciones normales de cada día, tenemos la sensación

natural y legítima del sí-mismo que piensa: «Estoy cultivando bodhicitta», o «Estoy

meditando sobre la carencia de sí-mismo». Cuando esta sensación del sí-mismo es

demasiado extrema y empezamos a pensarlo como algo independiente y autónomo,

como algo real, surge un problema. Una vez que nos aferramos a esta noción,

empezamos a sentir que está justificado establecer una distinción nítida entre nosotros

mismos y los otros. Como resultado de ello, hay una tendencia natural a considerar a

los otros como si no tuvieran ninguna conexión con nosotros, casi como objetos

destinados a ser explotados por este «yo» concreto, real. De este poderoso apego a un

sí-mismo que percibimos falsamente como una realidad consistente, identificable,

surgen los apegos igualmente fuertes que desarrollamos hacia todo lo que nos

pertenece, nuestro hogar, nuestros amigos, nuestra familia.

Mediante la investigación meditativa analítica podemos llegar a reconocer que, en

la raíz de las aflicciones que experimentamos, yace nuestra gran y equivocada

adhesión a lo que percibimos como un sí-mismo inherentemente real. Desde el punto

de vista budista, esta sensación del sí-mismo es natural y también innata. De hecho,

los budistas argumentarían que el sí-mismo unitario, eterno y autónomo postulado

por los filósofos no budistas es una mera construcción conceptual, mientras que la

sensación del sí-mismo que poseemos de forma innata es natural incluso en los

animales. Si examinamos la dinámica de nuestra sensación natural del sí-mismo,

descubriremos que se parece a un soberano presidiendo sobre sus súbditos, que serían

nuestras partes físicas y mentales. Tenemos la sensación de que, por encima y más

allá de los agregados del cuerpo y la mente, hay algo que pensamos como «mío», y

que los agregados físicos y mentales dependen de eso que es «mío», mientras que

«yo» soy autónomo. Aunque sea natural, nuestra sensación del sí-mismo es errónea, y

en nuestra búsqueda de la liberación de las desdichas ocasionadas por nuestro

empeño en aferramos al sí-mismo, debemos cambiar nuestra percepción de nosotros

mismos.


Nuestra sensación del sí-mismo


Mientras nos aferremos a alguna noción de existencia objetiva —la idea de que algo

existe realmente de una manera concreta, identificable—, emociones como el deseo y

la aversión se seguirán derivando de ello. Cuando vemos algo que nos gusta —un

bonito reloj, por ejemplo—, lo percibimos como si tuviera alguna cualidad real de

existencia entre sus partes. Vemos el reloj no como una colección de partes, sino

como una entidad existente con una cualidad específica de «relojidad» en él. Y si es

un reloj técnicamente excelente, nuestra percepción se ve realzada por cualidades que

se considera que existen con toda seguridad como parte de la naturaleza del reloj. Es

a resultas de esta percepción errónea del reloj como surge nuestro deseo de poseerlo.

De manera similar, nuestra aversión hacia alguien que nos disgusta surge como

resultado de atribuir a la persona cualidades negativas inherentes.

Cuando relacionamos este proceso con la forma en que experimentamos nuestro

sentimiento de la existencia —la forma en que surge el pensamiento «yo» o «yo

soy»—, observamos que invariablemente lo hace en relación con algún aspecto de

nuestros agregados físicos o mentales. Nuestra noción de nosotros mismos se basa en

la sensación de nuestro sí-mismo físico y emocional. Es más, sentimos que estos

aspectos físicos y mentales de nosotros mismos existen de manera inherente. Mi

cuerpo no es algo de cuya especificidad pueda dudar. Hay una corporalidad, así como

una yoidad que existe de manera muy evidente. Parece ser una base natural para que

identifique mi cuerpo como «yo». Emociones como el miedo se experimentan

igualmente como poseedoras de una existencia válida y como base natural para que

nos identifiquemos a nosotros mismos como «yo». Tanto nuestros amores como

nuestros odios sirven para ahondar nuestro sentimiento del sí-mismo o yo. Incluso la

mera sensación de «Yo tengo frío» contribuye a nuestro sentimiento de ser un «yo»

sólido y legítimo.



Negar el sí-mismo


Todos los budistas abogan por el cultivo del discernimiento sobre la carencia —o

vacuidad— del sí-mismo. Según los filósofos del Hinayana, se trabaja para

comprender la ausencia de un sí-mismo autosuficiente y sustancialmente real.

Afirman que desarrollando el discernimiento propio sobre la ausencia de un sí mismo

personal mediante la meditación profunda durante mucho tiempo —meses, años, y tal

vez incluso vidas— se puede alcanzar la liberación del ciclo sin principio de vida,

muerte y renacimiento.

Nagarjuna, el pionero mahayanista que estableció la escuela del Camino Medio,

sugiere que, mientras sintamos que nuestras partes o agregados tienen alguna

existencia legítima natural, no seremos capaces de eliminar por completo nuestra

adhesión a la sensación del sí-mismo. Estos agregados están a su vez compuestos de

partes más pequeñas y experiencias mentales en las que nos apoyamos. Argumenta

que para lograr una intuición profunda en la ausencia de sí-mismo de la persona —es

decir, de nosotros— debemos desarrollar la misma intuición de ausencia de sí-mismo

en los fenómenos, las partes de las que estamos constituidos. Afirma que, en cuanto a

la necesidad de su negación, la existencia inherente de nuestro sí-mismo y la

existencia inherente de los fenómenos son, ambas, una misma cosa. De hecho,

nuestra intuición de lo uno complementará y reforzará nuestra intuición de lo otro.

La verdadera comprensión de la vacuidad de cualquier existencia inherente debe

afectar a la manera en que intuitiva e instintivamente percibimos las cosas. Por

ejemplo, cuando decimos «esta forma», «este objeto material», sentimos como si

nuestra percepción del objeto físico que está delante de nosotros fuera verdadera,

como si hubiera algo a lo que el término «objeto material» se refiere, y como si la

percepción que tenemos representara de algún modo lo que está verdaderamente allí,

delante de nosotros. Una comprensión correcta de la vacuidad debe alcanzar un nivel

de percepción tal que ya no nos aferremos a ninguna noción de una realidad objetiva

inherente.

Nagaijuna subraya que mientras atribuyamos una realidad objetiva al mundo que

nos rodea, aumentaremos una multitud de pensamientos y emociones como apego,

hostilidad e ira. Para Nagarjuna, la interpretación de la ausencia de sí-mismo a que

llegan las escuelas filosóficas budistas inferiores no es la culminación de la

enseñanza del Buda sobre la ausencia de sí-mismo, porque permanece algún rastro de

adhesión a la idea de una realidad independiente y objetiva, inherentemente existente.

Por consiguiente, es mediante el cultivo del discernimiento de este significado más

sutil de vacío —vacío por lo que se refiere a la ausencia de una existencia inherente

— como se puede erradicar la ignorancia fundamental que nos ata al samsara.



Vacío del sí-mismo


En su obra Loa de Dharmadhatu («Loa de la expansión suprema»), Nagaijuna dice:


Las meditaciones sobre la impermanencia

y la superación de la adhesión a la permanencia,

son elementos de la preparación de la mente.

Sin embargo, la purificación suprema de la mente

se logra a través de la intuición del vacío.


Nagaijuna define el vacío como ausencia de existencia inherente.

En el Sutra del corazón, el Buda pronuncia su conocida afirmación:


La forma es vacío, el vacío es forma.


Hay una presentación más clara de esta escueta afirmación en el Sutra de la

perfección de la sabiduría, de 25 000 versos, donde el Buda dice:


La forma no está vacía de vacuidad;

la forma misma es esa vacuidad.


En el primer verso, el Buda especifica que lo que se niega respecto de la forma no

es otra cosa que su existencia inherente. En el segundo verso establece la forma

convencionalmente existente que existe debido a su vacuidad de existencia inherente.

Lo que aparece cuando negamos la existencia inherente de la forma es la forma. La

inexistencia —o vacuidad— de cualquier cualidad inherente a la forma es lo que

permite que la forma exista.

El Buda indicaba que sin conocimiento de la vacuidad de la existencia inherente

del sí-mismo no hay ninguna posibilidad de alcanzar la liberación de nuestro

miserable estado. El estado meditativo más profundo de absorción concentrada en un

punto, libre de todas las distracciones de la experiencia sensual, no puede disipar la

adhesión a la sensación de sí-mismo. Más pronto o más tarde esta adhesión al símismo servirá como base para nuestras experiencias de aflicción. Estas aflicciones

conducirán a acciones que provocarán más acciones, lo que tiene como resultado

nuestra experiencia de desdicha en la existencia cíclica.

Sin embargo, si no tuviéramos ninguna sensación del sí-mismo, no habría

ninguna base para la aparición del apego o la aversión. El apego se produce como

respuesta a la percepción de que algo es atractivo. Para que algo sea deseable debe

haber alguien para quien esto sea así, porque un objeto no es atractivo para sí-mismo.

Solo cuando algo es atractivo para mí, yo lo deseo. De la misma manera, cuando algo

se percibe como no atractivo, surge la aversión y esta puede incrementarse hasta

convertirse en ira e incluso en hostilidad. Todas estas emociones fuertes se deben

inicialmente a un «yo» que experimenta lo atractivo o repulsivo de un objeto.

Por lo tanto, nuestra experiencia con las aflicciones como el deseo o la aversión

el orgullo o los celos, se debe a que las cosas son atractivas o repulsivas para

nosotros; una vez que se disipa la noción de este sí-mismo independiente, no hay

ninguna posibilidad de que surjan estas aflicciones. Si no negamos la noción errónea

del «yo», independientemente de la profundidad de nuestra meditación, al final

surgirán en nosotros las aflicciones y nos conducirán al sufrimiento.

El Buda enseñó muchas prácticas mediante las cuales la felicidad puede crecer en

nuestra vida, tales como actuar con generosidad hacia los otros y alegrarnos en sus

virtudes. Pero cuando estas no se oponen directamente a nuestra distorsionada

adhesión a la noción del sí-mismo, las cualidades que estas prácticas engendran no

pueden proporcionamos el estado supremo de felicidad: la liberación de todo

sufrimiento. Solo el discernimiento de la ausencia de sí-mismo, con su antídoto

directo a nuestra ignorante adhesión al sí-mismo, puede realizarlo.

Es esencial que penetremos la naturaleza de los fenómenos por medio del estudio

profundo y el análisis crítico. Esto nos llevará a reconocer la ausencia de cualquier símismo independiente, identificable, en todos los fenómenos. Si entonces cultivamos

nuestra comprensión de la ausencia de sí-mismo en la meditación, finalmente

alcanzaremos la liberación verdadera, el nirvana.



El continuo del mero yo


Examinemos los elementos de los que depende el sí-mismo para su existencia.

Cuando nosotros mismos nos identificamos como seres humanos, nuestra

identificación se basa en nuestro cuerpo humano y en nuestra mente humana. Este

continuo del «sí-mismo», constituido por una serie de momentos del «yo», comienza

en el nacimiento o la concepción, y termina en la muerte.

Si no nos identificamos a nosotros mismos como seres humanos, sino solamente

como «mí» o como el «mero yo», ¿este sí-mismo tendrá un principio o un fin?

Cuando echamos una mirada a nuestro pasado y pensamos: «Cuando era joven…»,

«Cuando me hice adulto…», o «Cuando llegué a la madurez…», nos identificamos

personalmente con cada etapa, aunque también nos identificamos con el continuo que

atraviesa todas las etapas de nuestra vida. De forma muy natural somos capaces de

trasladar nuestro sentimiento del sí-mismo desde el presente hacia el pasado, a la

totalidad de las etapas de las que consta la vida. ¿Es posible que este «mero yo»

pudiera extenderse también más allá de los límites de esta vida?

Entre la mente y el cuerpo, es particularmente con nuestra mente o conciencia con

la que nos identificamos como este «mero yo». Nuestra mente es transitoria, existe

momentáneamente, y cada momento de conciencia afecta al siguiente. Así pues,

nuestros pensamientos e ideas evolucionan a lo largo del tiempo, igual que lo hacen

nuestras emociones. El cambio existe también en el mundo de las cosas sólidas.

Puede parecer que la grandiosa cordillera del Himalaya tiene una solidez permanente,

pero si consideramos esas montañas a lo largo de un período de millones de años

podemos detectar cambios. Para que esos cambios se produzcan, tiene que haber

cambio en un marco temporal de cien años. Esos cambios necesitan un cambio año

por año, lo que a su vez exige un cambio de mes en mes, y este depende de

incrementos de transformación cada vez más pequeños que se producen minuto a

minuto, segundo a segundo, e incluso en fragmentos menores de tiempo. Son estos

cambios minúsculos y momentáneos los que forman la base del cambio más

perceptible.

Esta naturaleza del cambio momento a momento es una cualidad que ocurre como

resultado de que algo está siendo producido; no es necesaria ninguna otra causa para

generarlo.

Hay ciertas causas que cesan una vez que surgen sus efectos. Esas causas se

convierten en sus efectos, como la semilla se convierte en un tallo. La semilla es la

causa sustancial del tallo subsiguiente. Hay otras causas y condiciones que sirven

como factores contribuyentes para producir un efecto, como el agua, el fertilizante y

la luz del sol que contribuyen a que la semilla germine. Tomando el cuerpo humano

como ejemplo, podemos trazar el continuo de momentos que conducen a nuestro

cuerpo humano actual remontándonos al principio de esta vida, el momento de la

concepción. Este momento es llamado «eso que está llegando a ser humano».

Se puede rastrear el continuo de nuestro cuerpo físico actual hasta aquella causa

sustancial —el momento de su concepción— que a su vez puede ser rastreada más

allá, momento a momento, hasta el principio del universo y la materia sutil que

existía en aquel instante. Desde el punto de vista budista, el continuo de causas

sustanciales que precedieron a nuestra concepción se puede remontar hasta antes del

big bang, a cuando el universo era un vacío. En realidad, si seguimos la línea de

razonamiento por la que remontamos nuestro continuo hasta antes del big bang,

tendríamos que reconocer que no podría haber un primer momento del continuo de

causas sustanciales de ningún fenómeno condicionado.

Las cosas materiales poseen sus causas sustanciales y sus factores contribuyentes,

y lo mismo ocurre con los fenómenos mentales. Nuestros sentimientos, nuestros

pensamientos y emociones, todos los cuales constituyen nuestra conciencia, tienen

tanto causas sustanciales que se convierten en un momento particular de cognición

como factores contribuyentes que pueden ser físicos o mentales.

La característica principal de nuestra conciencia es su claridad y conocimiento.

Esta cualidad de conocimiento puro y luminoso no puede ser producto solo de la

condición física. Desde la interpretación budista de la causalidad, una causa

sustancial debe ser sustancialmente conmensurable con su efecto. Por lo tanto, un

fenómeno físico no podría ser la causa sustancial de un momento de conciencia,

porque la naturaleza de la claridad y el conocimiento no es física.

Examinemos el proceso de la percepción consciente. Cuando vemos un árbol,

estamos experimentando una percepción mental del árbol que está delante de

nosotros. El árbol y nuestro ojo físico sirven como condiciones contribuyentes para

nuestra experiencia consciente del árbol. La causa sustancial de esa experiencia

mental del árbol es nuestra condición inmediatamente anterior de claridad y

conocimiento. Es este momento precedente de conciencia el que da el carácter de

claridad —de puro conocimiento— a nuestra experiencia visual del árbol. Cada

momento de claridad y conocimiento en el continuo de nuestra conciencia está

causada por un momento precedente de claridad y conocimiento. La causa sustancial

de un momento de conciencia no puede ser algo que tenga una cualidad sustancial

diferente de la claridad y el conocimiento.

Si el continuo de nuestra mente tuvo un primer momento, habría tenido que surgir

o bien de ninguna causa, o bien de una causa que no era sustancialmente

conmensurable con la naturaleza de la mente. Dado que ninguna de estas

posibilidades es aceptable, se interpreta que el continuo de la conciencia no tiene

ningún principio. Así es como explicamos las vidas pasadas y la reencarnación, dado

que el continuo de los momentos de conciencia de cada uno de nosotros debe

extenderse hacia atrás a momentos infinitos. Y, al igual que el continuo de conciencia

no tiene ningún principio, la identidad de un sí-mismo designado para ese continuo

carece de principio. Esto es corroborado por los muchos casos de personas que

recuerdan experiencias de sus vidas pasadas.

¿Y qué ocurre con el posible fin de la conciencia? Algunos estudiosos budistas

del pasado sostenían que al alcanzar el estado de nirvana, el continuo de la existencia

física y mental cesaría. Sin embargo, una consecuencia absurda de esta idea es que no

habría nadie que experimentara el estado de nirvana. Los ejemplos individuales de

conciencia que experimentamos a lo largo de la vida —las percepciones de todo lo

que vemos y sentimos, así como los procesos de pensamiento en que nos implicamos

— cesarán cuando nuestro ser físico expire en la muerte. Sin embargo, nuestra

cualidad fundamental de claridad y conocimiento —la naturaleza esencial de la

conciencia— no acaba en la muerte; su continuo es incesante.

Existe también un cuerpo físico muy sutil, al que se alude en las enseñanzas

tántrica o vajrayana del Buda, que actúa como la base de nuestra conciencia más

sutil. Así como el continuo de nuestra conciencia sutil no tiene principio ni fin, así

también el continuo de este aspecto físico más sutil del sí-mismo carece de principio

o de fin.

Me parece hermosa la idea de que no haya principio ni fin para el continuo del símismo. Si hubiera un final del sí-mismo, sería una aniquilación total, una completa

oscuridad. Para quien desea escapar desesperadamente de los tormentos de la vida

suicidándose, ese fin podría parecer deseable. Sin embargo, creo que la mayoría de

nosotros prefiere la idea de continuidad, porque sugiere la plenitud de nuestras

experiencias y emociones.


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