Comunicarnos unos con otros, aun conociéndonos bien, es en extremo difícil. Podré usar palabras que para vosotros tengan diferente sentido que para mí. La comprensión sólo llega cuando nosotros —vosotros y yo— nos encontramos en el mismo nivel al mismo tiempo. Ello ocurre tan sólo cuando existe verdadero afecto entre las personas; entre marido y mujer, entre amigos íntimos. Ésa es la verdadera comunión. El entendimiento instantáneo adviene cuando nos encontramos en el mismo nivel al mismo tiempo. Resulta muy arduo establecer contacto unos con otros en forma fácil, eficaz y con efectos definitivos. Yo empleo palabras que son muy sencillas, que no son técnicas, porque no creo que ningún tipo técnico de expresión vaya a ayudarnos a resolver nuestros difíciles problemas. No emplearé, pues, términos técnicos, ya sean de psicología o de ciencia. No he leído, por suerte, ningún libro sobre psicología ni libros religiosos. Desearía transmitir, con las palabras muy sencillas de que nos valemos en nuestra vida diaria, algo de significación más profunda; pero ello resulta muy difícil si no sabéis escuchar. Existe un arte de escuchar. Para escuchar de veras, habría que abandonar o hacer a un lado todos los prejuicios, formulaciones previas y diarias actividades. Cuando os halláis en un estado mental receptivo, las cosas pueden comprenderse con facilidad; cuando vuestra verdadera atención está puesta en algo, escucháis. Desgraciadamente, empero, la mayoría de nosotros escucha a través de un tamiz de resistencia. Nos escudamos en prejuicios religiosos o espirituales, psicológicos o científicos; o en nuestros diarios deseos, preocupaciones y temores. Escuchamos con todo eso por tamiz. De ahí que en realidad escuchemos nuestro propio ruido, nuestro propio sonido, no lo que se dice. Es en extremo difícil hacer a un lado nuestra educación, nuestros prejuicios, nuestras inclinaciones, nuestra resistencia, y, llegando más allá de la expresión verbal, escuchar de modo tal que comprendamos al instante. Ésa va a ser una de nuestras dificultades. Si, durante esta disertación, algo de lo que se dice resulta opuesto a vuestro modo de pensar y a vuestra creencia, escuchad; nada más; no resistáis. Podréis tener razón, y yo podré estar equivocado; pero escuchando y considerando esto juntos, vamos a descubrir qué es la verdad. La verdad no puede dárosla nadie. Tenéis que descubrirla; y, para descubrir, es preciso que haya un estado mental en el que exista la percepción directa. No hay percepción directa cuando hay una resistencia, un resguardo, una protección. La comprensión llega dándose uno cuenta de lo que es. Saber exactamente lo que es, lo real, lo efectivo, sin interpretarlo, sin condenarlo ni justificarlo, es, por cierto, el comienzo de la sabiduría. Sólo cuando empezamos a interpretar, a traducir de acuerdo con nuestro «condicionamiento», a nuestro prejuicio pasamos por alto la verdad. Ello, al fin y al cabo, es como la investigación. Saber lo que una cosa es, lo que ella es exactamente, requiere investigación; no podéis traducirla conforme con vuestros estados de ánimo. De un modo análogo, si podemos mirar, observar, escuchar, darnos cuenta de lo que es, exactamente, entonces el problema está resuelto. Y eso es lo que procuramos hacer en todas estas disertaciones. Voy a señalaros lo que es, y no a traducirlo caprichosamente; y tampoco vosotros deberíais traducirlo o interpretarlo conforme con vuestro trasfondo o educación. ¿No es posible, entonces, darse cuenta de toda cosa tal como ella es? Partiendo de ahí, ciertamente, puede haber comprensión. Reconocer, darse cuenta, descubrir lo que es, pone fin a la lucha. Si yo sé que soy mentiroso, ése es un hecho que reconozco, la lucha ha terminado. Reconocer, darse cuenta de lo que uno es, representa ya el comienzo de la sabiduría, el comienzo de la comprensión que os libra del tiempo. Introducir el factor tiempo —no el tiempo en un sentido cronológico sino como medio, como proceso psicológico, proceso de la mente— es destructivo y crea confusión. Podemos, pues, tener comprensión de lo que es, cuando lo reconocemos sin condenación, sin justificación, sin identificación. Saber que uno se halla en cierta condición, en cierto estado, es de por sí un proceso de liberación; pero un hombre que no se da cuenta de su condición, de su lucha, trata de ser otra cosa que lo que él es, lo cual produce hábito. Tengamos presente, entonces, que deseamos examinar lo que es, observar y captar exactamente qué es lo existente, sin tendencia alguna, sin darle una interpretación. Se necesita una mente en extremo astuta, un corazón extraordinariamente flexible, para darse cuenta de lo que es y seguirlo; porque lo que es está en movimiento constante, sufre incesante transformación; y si la mente está amarrada a la creencia, al saber, deja de seguir el veloz movimiento de lo que es. Lo que es no es estático, por cierto; se mueve constantemente, como veréis si lo observáis bien de cerca. Y para seguirlo necesitáis una mente activa y un corazón flexible, cosa imposible cuando la mente es estática, cuando ella está fija en una creencia, en un prejuicio, en una identificación; y una mente y corazón secos no pueden seguir fácilmente, velozmente, aquello que es. Creo que uno se da cuenta sin demasiada discusión, sin excesiva expresión verbal, de que hay caos, confusión y miseria, tanto en lo individual como en lo colectivo. No sólo en la India sino en el mundo entero. En China, en América, en Inglaterra, en Alemania, en todo el mundo, hay confusión, creciente infortunio. Ello no es sólo nacional, cosa de aquí particularmente; ocurre en el mundo entero. Hay un sufrimiento extraordinariamente agudo; y él no es sobo individual sino colectivo. Se trata, pues, de una catástrofe mundial, y resulta absurdo confinarla a una simple área geográfica, a una sección de un mapa en colores; porque entonces no entenderemos la plena significación de este sufrimiento, mundial a la vez que individual. Y dándonos cuenta de esta confusión, ¿cuál es hoy nuestra respuesta? ¿Cómo reaccionamos? Hay sufrimiento: político, social, religioso. Todo nuestro ser psicológico está confuso, y todos los dirigentes, políticos y religiosos, nos han fallado. Todos los libros han perdido su significación. Podéis consultar la Bhagavad Gita o la Biblia, o el último tratado sobre política o psicología, y encontraréis que ellos han perdido ese timbre, esa cualidad de la verdad; se han vuelto meras palabras. Vosotros mismos, que sois los repetidores de esas palabras, estáis confusos e inciertos, y la simple repetición de palabras nada sugiere. Las palabras y los libros, por consiguiente, han perdido su valor. Es decir, si citáis la Biblia, o a Marx, o la Bhagavad Gita, vuestra repetición se convierte en una mentira porque vosotros mismos estáis inciertos, confusos. Lo que allí está escrito, en efecto, se vuelve mera propaganda; y la propaganda no es la verdad. De modo que, cuando repetís, habéis dejado de comprender el estado de vuestro propio ser; sólo cubrís con palabras de autoridad vuestra propia confusión. Lo que nosotros tratamos de hacer, empero, es comprender esta confusión y no encubrirla con citas. ¿Cuál es, pues, vuestra respuesta a la confusión? ¿Cómo respondéis a este extraordinario caos, a esta confusión, a esta incertidumbre de la existencia? Daos cuenta de ella mientras yo la dilucido; seguid no mis palabras sino el pensamiento que está activo en vosotros. Casi todos estamos acostumbrados a ser espectadores y a no tomar parte en el juego. Leemos libros pero nunca escribimos libros. Ha llegado a ser nuestra tradición maestro hábito nacional y universal, el de ser espectadores, el de ver jugar al fútbol, el de observar a los políticos y oradores públicos. Somos simples extraños que miran, y hemos perdido la capacidad creadora. Queremos, por lo tanto, absorber y participar. Si no hacéis más que observar, si sois meros espectadores, perderéis enteramente el significado de la disertación; porque esto no es una conferencia que hayáis de escuchar por la fuerza del hábito. No voy a brindaros información que podáis recoger en una enciclopedia. Lo que procuramos hacer es seguirnos mutuamente los pensamientos, seguir tanto y tan profundamente como podamos las insinuaciones, las respuestas, de nuestros propios sentimientos. Os ruego, pues que averigüéis cuál es vuestra respuesta a este proceso, a este sufrimiento; no cuáles son las palabras de alguna otra persona, sino cómo respondéis vosotros mismos. Vuestra respuesta es de indiferencia si os beneficiáis con el sufrimiento con el caos, si obtenéis provecho del mismo, ya sea económico, social, político o psicológico. No os importa, por lo tanto, que este caos continúe. No hay duda de que, cuanto más perturbación y caos hay en el mundo, más busca uno seguridad. ¿No lo habéis notado? Cuando hay confusión en el mundo —en lo psicológico y en todo lo demás— os encerráis en alguna clase de seguridad, ya sea la de una cuenta bancaria o la de una ideología; o bien recurrís a la oración vais al templo, lo cual es en realidad escapar a lo que sucede en el mundo. Más y más sectas se van formando; más y más «ismos» surgen a través del mundo. Porque, cuanto mayor es la confusión, más necesitáis de un líder, de alguien que os guíe para salir de este revoltijo. Por eso apeláis a los libros de religión o a uno de los instructores más en boga; o bien actuáis y respondéis de acuerdo con un sistema que parezca resolver el problema, un sistema de izquierda o de derecha. Eso, exactamente, es lo que está ocurriendo. No bien os dais cuenta de la confusión, de lo que es exactamente, procuráis esquivarlo. Y las sectas que os ofrecen un sistema para hallar solución al sufrimiento económico, social o religioso, son lo peor; porque entonces lo importante se vuelve el sistema, no el hombre, ya se trate de un sistema religioso o de un sistema de izquierda o de derecha. El sistema, la filosofía, la idea, llegan a ser lo importante, no el hombre; y en aras de la idea, de la ideología, estáis dispuestos a sacrificar a todo el género humano. Eso, exactamente, es lo que está sucediendo en el mundo. Ésta no es mera interpretación mía; si lo observáis, veréis que eso, exactamente, es lo que ocurre. El sistema se ha vuelto lo importante. Por consiguiente, como el sistema es lo que importa, el hombre —vosotros y yo— perdemos significación; y los que controlan el sistema, religioso o social, de izquierda o de derecha, asumen autoridad, asumen el poder y a causa de ello os sacrifican a vosotros, al individuo. Eso, exactamente, es lo que está ocurriendo. Ahora bien: ¿cuál es la causa de esta confusión, de esta miseria? ¿Cómo se ha producido esta desgracia, este sufrimiento que no sólo es íntimo sino externo, este temor y expectativa de la guerra, de la tercera guerra mundial que ya se está desencadenando? ¿Cuál es la causa de ello? Ella indica, por cierto, el derrumbe de todos los valores morales, espirituales, y la glorificación de todos los valores sensuales, del valor de las cosas hechas por la mano o por la mente. ¿Qué ocurre cuando no tenemos otros valores que el valor de las cosas de los sentidos, el valor de lo producido por la mente, la mano o la máquina? Cuanto mayor es la significación que atribuimos al valor sensual de las cosas mayor es la confusión. ¿No es así? Nuevamente: ésta no es una teoría mía. No necesitáis citar libros para descubrir que vuestros valores, vuestra riqueza, vuestra existencia social y económica, se basan en cosas hechas por la mano o por la mente. De modo, pues, que vivimos y funcionamos con nuestro ser impregnado de valores sensuales, lo cual significa que las cosas —las de la mente, la mano y la máquina— han llegado a ser lo importante; y cuando las cosas adquieren importancia, la creencia cobra predominante significación. Eso, exactamente, es lo que ocurre en el mundo, ¿verdad? Trae, pues, confusión, el atribuir significación cada vez mayor a los valores de los sentidos; y estando en la confusión, tratamos de escapar de ella de diversas maneras, ya sea religiosas, económicas o sociales, o mediante la ambición, el poder, la busca de la realidad. Pero lo real está cerca: no necesitáis buscarlo; y el hombre que busca la verdad nunca la encontrará. La verdad está en lo que es; y en eso consiste su belleza. Pero no bien la concebís, no bien la buscáis, empezáis a luchar; y el que lucha no puede comprender. Por eso es que debemos estar en silencio, en observación, pasivamente perceptivos. Vemos que nuestro vivir, nuestra acción, está siempre dentro del campo de la destrucción, dentro del campo del dolor; como una ola, la confusión y el caos siempre nos alcanzan. No hay intervalo en la confusión de la existencia. Todo lo que actualmente hacemos parece conducir al caos, parece llevarnos al dolor y a la infelicidad. Mirad vuestra propia existencia y veréis que nuestro vivir está siempre al borde del dolor. Nuestro trabajo, nuestra actividad social, nuestra política, las diversas asambleas de naciones para poner coto a la guerra, todo ello produce más guerra. La destrucción es la secuela del vivir; todo lo que hacemos lleva a la muerte. Eso es lo que en realidad acontece. ¿Podemos poner fin de una vez a esta desgracia, y no seguir siendo atrapados de continuo por la ola de confusión y dolor? Es decir, grandes instructores, ya sea Buda o Cristo, han aparecido; ellos aceptaron la fe y se libertaron, tal vez, de la confusión y del dolor. Pero ellos nunca impidieron el dolor, jamás pusieron coto a la confusión. La confusión continúa, el dolor prosigue. Y si vosotros, al ver esta confusión social y económica, este caos, esta miseria, os retiráis a lo que se llama «vida religiosa» y abandonáis el mundo, podréis tener la sensación de que os unís a esos grandes instructores; pero el mundo continúa con su caos, su miseria y su destrucción, con el sempiterno sufrir de sus ricos y de sus pobres. De modo, pues, que nuestro problema —el vuestro y el mío— consiste en saber si podemos salir de esta miseria instantáneamente. Si, viviendo en el mundo, rehusáis formar parte de él, ayudaréis a otros a salir de este caos, no en el futuro, ni mañana sino ahora. Ése, por cierto, es nuestro problema. La guerra, probablemente, se viene, más destructiva y aterradora en sus formas. Es indudable que nosotros no podemos impedirla, porque los puntos en litigio son demasiado marcados, demasiado próximos. Pero vosotros y yo podemos percibir la confusión y la miseria de inmediato, ¿verdad? Tenemos que percibirlas; y entonces estaremos en condiciones de despertar la misma comprensión de la verdad en los demás. En otras palabras: ¿podéis ser libres al instante? Ésa, en efecto, es la única salida de esta miseria. La percepción sólo puede ocurrir en el presente. Mas si decís «lo haré mañana», la ola de confusión os alcanza, y entonces os veis siempre envueltos en la confusión. ¿Es, pues, posible llegar a ese estado en que percibís la verdad instantáneamente, y por lo tanto ponéis fin a la confusión en vosotros mismos? Yo digo que lo es; y ése es el único camino posible. Digo que puede y debe hacerse, sin basarse en la suposición ni en la creencia. Producir esa extraordinaria revolución, que no es la revolución para deshacerse de los capitalistas e instalar otro grupo; traer esa maravillosa transformación que es la única revolución verdadera, tal es el problema. Lo que generalmente se llama «revolución» es tan sólo la modificación o la continuación de la derecha de acuerdo con las ideas de la izquierda. La izquierda, después de todo, es la continuación de la derecha en forma modificada. Si la derecha se basa en valores sensuales, la izquierda es mera continuación de los mismos valores sensuales, diferentes tan sólo en el grado o en la expresión. La verdadera revolución, pues, sólo puede llevarse a efecto cuando vosotros, individuos, os volvéis perceptivos en vuestra relación con los demás. Indudablemente, lo que vosotros sois en vuestra relación con los demás —con vuestra esposa, vuestro hijo, vuestro patrón, vuestro vecino—, eso es la sociedad. La sociedad no existe por sí misma. La sociedad es lo que vosotros y yo hemos creado con nuestras relaciones; es la proyección hacia fuera de todos nuestros estados psicológicos íntimos. De modo, pues, que si vosotros y yo no nos comprendemos a nosotros mismos, la mera transformación de lo externo — que es la proyección de lo interno— no tiene significación alguna. Es decir, no puede haber alteración ni modificación significativa de la sociedad mientras no me comprenda a mí mismo en relación con vosotros. Estando confuso en mi vida de relación, doy origen a una sociedad que es la reproducción, la expresión externa de lo que yo soy. Éste es un hecho obvio que podemos discutir. Podemos dilucidar si la sociedad, la expresión externa, me ha producido a mí, o si yo he producido la sociedad. ¿No es, pues, un hecho evidente que lo que yo soy en mi relación con el prójimo crea la sociedad; y que, sin transformarme radicalmente, no podrá haber transformación de la función esencial de la sociedad? Cuando esperamos de un sistema la transformación de la sociedad, no hacemos sino eludir la cuestión, porque un sistema no puede transformar al hombre; siempre es el hombre quien transforma el sistema, como lo muestra la historia. Hasta que yo, en mi relación con vosotros, me comprenda a mí mismo, seguiré siendo la causa del caos, de la miseria, de la destrucción del miedo y de la brutalidad. Comprenderme a mí mismo no es cuestión de tiempo. Yo puedo comprenderme en este mismo instante. Si yo digo «me comprenderé a mí mismo mañana», introduzco el caos y la miseria, mi acción es destructiva. En cuanto digo que «habré» de comprender, introduzco el elemento tiempo, por lo cual ya me ha alcanzado la ola de confusión y destrucción. La comprensión es ahora no mañana. «Mañana» es para la mente perezosa, la mente inactiva, la mente que no está interesada. Cuando estáis interesados en algo, lo hacéis instantáneamente; hay comprensión inmediata, transformación inmediata. Si no cambiáis ahora, jamás cambiaréis; porque el cambio que se efectúa mañana es mera modificación, no transformación. La transformación sólo puede producirse de inmediato; la revolución es ahora, no mañana. Cuando eso acontece, os halláis completamente sin problemas, pues en tal caso el «yo» no se preocupa por sí mismo; y entonces estáis más allá de la ola de destrucción.
¿Qué es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada uno de nosotros quiere? Sobre todo en este mundo de desasosiego, en el que todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de paz, un refugio, resulta sin duda importante averiguar —¿no es así?— qué es lo que intentamos buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es probable que la mayoría de nosotros busque alguna especie de felicidad, alguna clase de paz; en un mundo sacudido por disturbios, guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde pueda haber algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización religiosa a otra, de un instructor a otro. Ahora bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos es alguna clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis buscar la felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción; pero, ciertamente, no podéis encontrar la felicidad. La felicidad, sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de alguna otra cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de cuidado, debemos descubrir —¿no es así?— qué es lo que buscamos: si es felicidad o satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros busque satisfacción. Deseamos estar satisfechos, deseamos hallar una sensación de plenitud al final de nuestra búsqueda. Después de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy fácilmente. Puede uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y hallar en ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto. Debemos, pues —¿no es así?—, descubrir qué es lo que cada uno de nosotros quiere, tanto en lo intimo como exteriormente. Si esto lo vemos claro, no necesitaremos ir a parte alguna, recurrir a ningún instructor, a ninguna iglesia, a ninguna organización. De modo que nuestra dificultad —¿no es así?— estriba en aclarar en nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad en nosotros? Y esa claridad, ¿nos viene indagando, tratando de averiguar lo que otros dicen, desde el más elevado instructor hasta el vulgar predicador de la iglesia a la vuelta de la esquina? ¿Tenéis que recurrir a alguien para descubrir? Y sin embargo, eso es lo que hacemos, ¿no es así? Leemos innumerables libros, asistimos a muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a diversas organizaciones, procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a las miserias de nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos encontrado; esto es, decimos que determinada organización, determinado instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos hallado todo lo que deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y encerrados. Lo que buscamos a través de toda esta confusión ¿no es acaso algo permanente, algo duradero, algo que denominamos realidad, Dios, verdad o lo que os plazca? El hombre importa poco; la palabra no es la cosa, ciertamente. No caigamos, pues, en la red de las palabras; dejad eso para los conferenciantes profesionales. Hay por cierto, en la mayoría de nosotros, una búsqueda de algo permanente, ¿no es verdad? Buscamos algo a lo cual podamos adherirnos, algo que nos dé confianza, una esperanza, un entusiasmo duradero, una constante certeza, porque en nosotros mismos nos sentimos inseguros. No nos conocemos a nosotros mismos. Muchos sabemos en cuanto a hechos: lo que han dicho los libros; pero no lo sabemos por nosotros mismos, no tenemos una vivencia directa. ¿Y qué es lo que llamamos permanente? ¿Qué es lo que buscamos y qué nos dará —o que esperamos ha de darnos— permanencia? ¿No buscamos felicidad, satisfacción, certeza duradera? Queremos algo que perdure eternamente, que nos satisfaga. Si nos despojamos de palabras y frases, y vamos al fondo de las cosas, eso es lo que queremos. Queremos placer permanente, perpetua satisfacción; y a ello le damos el nombre de verdad, Dios o lo que sea. Y bien, queremos placer. Tal vez esta expresión sea muy cruda, pero eso es realmente lo que queremos: conocimientos que nos den placer, experiencia que nos dé placer, una satisfacción que no se marchite el día de mañana. Y, habiendo experimentado diversas satisfacciones, todas ellas se han desvanecido; y ahora esperamos encontrar una satisfacción permanente en la realidad, en Dios. Eso, por cierto, es lo que todos buscamos: los inteligentes y los necios, el teórico y el hombre práctico que lucha por algo. ¿Pero existe satisfacción permanente? ¿Existe algo que haya de perdurar? Ahora bien: si buscáis satisfacción permanente y le llamáis Dios, o la verdad, o lo que os plazca —el nombre no interesa— debéis por cierto comprender aquello que buscáis ¿no es así? Cuando decís «busco felicidad permanente». (Dios, la verdad o lo que sea), ¿no es preciso también que comprendáis al que busca, al buscador, al investigador? Porque es posible que no haya tal seguridad permanente, tal dicha perpetua. La verdad puede ser algo enteramente distinto; y yo pienso que es totalmente diferente de aquello que podéis ver, concebir, formular. Antes de buscar algo permanente, entonces, ¿no es evidente que se necesita comprender al que busca? ¿El buscador es diferente de la cosa buscada? Cuando decís «busco la felicidad», ¿es el buscador diferente del objeto de su búsqueda? ¿El pensador es diferente del pensamiento? ¿No son un fenómeno conjunto, más bien que procesos separados? Es indispensable, por consiguiente —¿verdad?—, comprender al buscador antes de intentar descubrir qué es lo que él busca. Debemos, pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de modo serio y profundo, si la paz, la felicidad, Dios, o lo que os plazca, pueden sernos dados por otra persona. ¿Puede esta búsqueda incesante, este anhelo, darnos ese extraordinario sentido de realidad, ese ser creativo, que surge cuando nos comprendemos realmente a nosotros mismos? ¿Acaso el conocimiento propio nos llega siguiendo a alguna otra persona, perteneciendo a alguna organización en particular, leyendo libros, y así sucesivamente? Después de todo, ése es el principal problema: que mientras yo no me comprenda a mí mismo, no tengo base alguna para el pensamiento, y toda mi búsqueda será en vano. ¿No es así? Puedo escapar hacia cosas ilusorias, puedo huir de la contienda, del esfuerzo, de la lucha; puedo adorar a otro; puedo buscar mi salvación a través de otra persona. Pero mientras yo no me conozca a mí mismo, mientras no me dé cuenta del proceso total de mí mismo, no tengo base alguna para el pensamiento, para el afecto, para la acción. Pero eso es lo último que deseamos: conocernos a nosotros mismos. Ésa, por cierto, es la única base sobre la cual podemos construir algo. Pero antes de que podamos hacerlo, antes de que podamos transformarnos, antes de que podamos condenar o destruir, es preciso que sepamos lo que somos. Continuar buscando, cambiando de instructores religiosos, de guías espirituales, practicando la «yoga», ejercicios respiratorios, cumpliendo ritos, siguiendo a Maestros y demás cosas por el estilo, es totalmente inútil, ¿verdad? Ello carece de sentido, aunque aquellos mismos a quienes seguimos nos digan: «Estudiaos a vosotros mismos», porque lo que nosotros somos, el mundo es. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos —eso es lo que creamos en torno nuestro, ésa es la sociedad en que vivimos—. Paréceme, pues, que antes de emprender un viaje para hallar la realidad, para encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que podamos tener relación alguna unos con otros —y eso es la sociedad— es esencial que empecemos por comprendernos a nosotros mismos en primer término. Y yo considero persona seria a aquélla a quien eso le interesa completamente, ante todo, y no cómo llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos comprendemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una transformación en la sociedad, en nuestras relaciones, en nada que hagamos? Y ello no significa, de seguro, que el conocimiento propio se oponga a la convivencia o esté aislado de ella. No significa, evidentemente, acentuar lo individual, el «yo», como opuesto a la masa, como opuesto a los demás. Ahora bien: sin conoceros a vosotros mismos, sin conocer vuestra propia manera de pensar, y por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer el «trasfondo» de vuestro «condicionamiento», ni por qué tenéis ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de vuestro país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo podéis pensar verdaderamente sobre cosa alguna? Si no conocéis vuestro «trasfondo» si no conocéis la substancia ni el origen de vuestro pensamiento, vuestra búsqueda resulta del todo vana, por cierto, y vuestra acción carece de sentido. ¿No es así? Tampoco tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o que vuestra religión sea una u otra. Antes, pues, de que podamos descubrir cuál es el propósito final de la vida, qué significa todo esto: las guerras, los antagonismos nacionales, los conflictos, toda esa baraúnda, debemos ciertamente empezar por nosotros mismos, ¿verdad? Ello suena tan sencillo; pero es extremadamente difícil. Para seguirse uno mismo, para ver cómo opera el propio pensamiento, hay que estar extraordinariamente alerta. Así, a medida que uno empieza a estar cada vez más alerta ante los enredos del propio pensar, ante las propias respuestas y los propios sentimientos, empieza uno a ser más consciente, no sólo de sí mismo sino de las personas con las que está en relación. Conocerse a sí mismo es estudiarse en acción, en la convivencia. Mas la dificultad está en que somos muy impacientes; queremos seguir adelante, queremos alcanzar una meta. Y a causa de ello no tenemos tiempo ni ocasión de brindarnos a nosotros mismos una oportunidad de estudiar, de observar. O nos hemos comprometido en diversas actividades: ganarnos el sustento, criar niños, o hemos asumido ciertas responsabilidades en diversas organizaciones. Tanto nos hemos comprometido de distintas maneras, que casi no tenemos tiempo para reflexionar sobre nosotros mismos, para observar, para estudiar. De tal modo, la responsabilidad de la reacción depende en realidad de uno mismo, no de los demás. Y el seguir —como se hace en el mundo entero— a los «guías espirituales» y sus sistemas, el leer los últimos libros sobre esto o aquello, etcétera, paréceme de una total vacuidad, absolutamente vano. Podréis; en efecto, recorrer la tierra entera, pero tendréis que volver a vosotros mismos. Y como casi todos somos totalmente inconscientes de nosotros mismos, es en extremo difícil empezar a ver claramente el proceso de nuestro pensar, sentir y actuar. Cuanto más os conocéis a vosotros mismos, más claridad existe. El conocimiento propio no tiene fin: no alcanzáis una realización, no llegáis a una conclusión. Es un río sin fin. Y, a medida que se lo estudia, que en él se ahonda de más en más, encuéntrase la paz. Sólo cuando la mente está tranquila —mediante el conocimiento propio, no mediante una autodisciplina impuesta—, sólo entonces, en esa quietud, en ese silencio, puede advenir la realidad. Es sólo entonces cuando puede existir la beatitud, cuando puede haber acción creadora. Y a mí me parece que sin esa comprensión, sin esa experiencia, el mero hecho de leer libros, de asistir a conferencias, de hacer propaganda, es del todo infantil; es simplemente una actividad carente de significado. Empero, si uno logra comprenderse a sí mismo, y con ello producir esa vivencia de algo que no es de la mente, entonces, tal vez, puede haber una transformación inmediata en la convivencia alrededor nuestro, y, por lo tanto, en el mundo en que vivimos.
コメント