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Foto del escritorAmenhotep VII

la educación y el significado de la vida - Jiddu Krishnamurti



Cuando se viaja alrededor del mundo, se observa hasta qué grado extraordinario

la naturaleza humana es la misma, ya sea en India o en América, en Europa o

Australia. Puede corroborarse este hecho especialmente en los colegios y

universidades. Estamos produciendo, como por molde, un tipo de ser humano cuyo

principal interés en la vida es encontrar seguridad, llegar a ser un personaje

importante, o meramente divertirse con la mínima reflexión posible.

La educación convencional hace sumamente difícil el pensamiento independiente.

La conformidad conduce a la mediocridad. Ser diferente del grupo o resistir el

ambiente no es fácil, y a menudo es peligroso, mientras rindamos culto al éxito. La

urgencia de alcanzar éxito en la vida, que es la recompensa que esperamos por

nuestro trabajo, ya sea en lo material o en la llamada esfera espiritual, la búsqueda de

seguridad interna o externa, el deseo de comodidad, todo este proceso ahoga el

descontento, pone fin a la espontaneidad y engendra el temor; y el temor obstruye la

inteligente comprensión de la vida. A medida que se envejece, la mente se embota y

se insensibiliza el corazón.

En la búsqueda de bienestar y comodidad generalmente nos refugiamos en un

rincón de la vida donde encontramos un mínimo de conflictos, y entonces tenemos

miedo de salir de este refugio. Este temor a la vida, este terror a la lucha y a las

nuevas experiencias, mata en nosotros el espíritu de aventura. Toda la educación que

hemos recibido nos hace temer el ser diferentes a los demás o el pensar de distinta

manera a la norma establecida por la sociedad, que aparentemente respeta la

autoridad y la tradición.

Afortunadamente hay unos pocos que son sinceros; que están deseosos de

examinar los problemas humanos sin prejuicios de ninguna clase; pero en la gran

mayoría de nosotros no existe el espíritu de la inconformidad ni el de la rebeldía.

Cuando sin la actitud de comprensión cedemos a las circunstancias del ambiente, el

espíritu de rebeldía que pudiéramos haber tenido desaparece y nuestras

responsabilidades prontamente le ponen fin.

La rebeldía es de dos clases: la violenta, que es mera reacción, sin entendimiento,

contra el orden establecido; y la rebeldía profundamente psicológica de la

inteligencia. Hay muchos que se rebelan contra la ortodoxia establecida sólo para

caer en otras ortodoxias, en otras ilusiones y en ocultas indulgencias para sí mismos.

Lo que generalmente sucede es que nos separamos de un grupo o de un círculo de

ideales y nos identificamos con otros grupos u otros ideales creando así una nueva

norma de pensamiento contra la cual tendremos que rebelarnos más adelante. La

reacción sólo produce oposición y la reforma necesita reformas ulteriores.

Pero hay una rebeldía inteligente que no es reacción y que viene del conocimiento

propio, como consecuencia de la comprensión de nuestros pensamientos y

sentimientos. Es sólo cuando nos enfrentamos con la experiencia tal como se presenta

sin evitar perturbaciones, que mantenemos alerta nuestra inteligencia; y la

inteligencia sumamente alerta es intuición, que es la única verdadera guía de la vida.

Ahora bien, ¿qué significa la vida? ¿Para qué vivimos y luchamos? Si nos

educamos simplemente para lograr honores, alcanzar una buena posición, o ser más

eficientes, o poder dominar a los demás, entonces nuestras vidas estarán vacías y

carecerán de profundidad. Si sólo nos educamos para ser científicos, eruditos

aferrados a los libros, o especialistas apasionados por el conocimiento, entonces

estaremos contribuyendo a la destrucción y a la miseria del mundo.

Aunque existe una más alta y más noble significación de la vida, ¿qué valor tiene

la educación si no la descubrimos jamas? Podemos ser muy instruidos, pero si no

tenemos una honda integración de pensamiento y sentimiento, nuestras vidas resultan

incompletas, contradictorias y atormentadas por innumerables temores; y mientras la

educación no cultive una visión integral de la vida, tiene muy poca significación.

En nuestra civilización actual hemos dividido la vida en tantos departamentos que

la educación tiene muy poco significado, excepto cuando aprendemos una profesión

o una técnica determinada. En vez de despertar la inteligencia integral del individuo

la educación lo estimula para que se ajuste a un molde; y por lo tanto, le impide la

comprensión de sí mismo como un proceso total. Intentar resolver los muchos

problemas de la vida en sus respectivos niveles, separados como están en varias

categorías, indica una completa falta de comprensión.

El individuo se compone de diferentes entidades, pero acentuar esas diferencias y

estimular el desarrollo de un tipo definido, conduce a muchas complejidades y

contradicciones. La educación debe efectuar la integración de estas separadas

entidades, porque sin integración la vida se convierte en una serie de conflictos y

sufrimientos. ¿De qué vale que nos hagamos abogados, si perpetuamos los pleitos?

¿De qué vale el conocimiento, si continuamos en la confusión? ¿De qué valen las

habilidades técnicas e industriales si las usamos para destruirnos? ¿Cuál es el valor de

la existencia si nos ha de llevar a la violencia y a la completa desdicha? Aunque

tengamos dinero o podamos ganarlo, aunque disfrutemos de nuestros placeres y

tengamos nuestras organizaciones religiosas, estamos en conflicto con nosotros

mismos.

Debemos establecer la diferencia entre lo personal y lo individual. Lo personal es

accidental; y entiendo por accidental las circunstancias de nacimiento, el ambiente en

que nos hemos criado, con su nacionalismo, sus supersticiones, sus diferencias de

clase y sus prejuicios. Lo personal o accidental es solo momentáneo, aunque ese

momento dure toda una vida. Y como los actuales sistemas educativos están basados

en lo personal, accidental o momentáneo, tienen como resultado la perversión del

pensamiento y la inculcación de temores para la propia defensa.

Todos nosotros hemos sido adiestrados por la educación y el ambiente para

buscar el medio personal y la seguridad, y para luchar en beneficio propio. Aunque lo

disimulemos con eufemismos, hemos sido educados para las varias profesiones

dentro de un sistema basado en la explotación y el miedo adquisitivo. Tal

adiestramiento tiene inevitablemente que traer confusión y miseria para nosotros y

para el mundo, porque crea en cada individuo barreras psicológicas que lo separan y

lo mantienen aislado de los demás.

La educación no es meramente asunto de adiestrar la mente. La instrucción

contribuye a la eficiencia, pero no produce integración. Una mente educada de esta

manera es la continuación del pasado, y no está en condiciones de descubrir lo nuevo.

Por eso, para averiguar en qué consiste la verdadera educación, tenemos que

examinar la total significación de la vida.

Para la mayor parte de nosotros el significado de la vida como un todo no es de

primordial importancia, y nuestra educación subraya los valores secundarios

haciéndonos simples conocedores de alguna rama del saber. Aunque el saber y la

eficiencia son necesarios, el recalcarlos demasiado sólo nos lleva al conflicto y a la

confusión.

Hay una eficacia inspirada por el amor, que va mucho más lejos y es mucho más

grande que la eficacia inspirada por la ambición; y sin amor, que es lo que nos da una

comprensión integral de la vida, la eficacia sólo engendra crueldad. ¿No es esto lo

que está sucediendo actualmente en todas partes del mundo? Nuestra educación

actual está acoplada a la industrialización y a la guerra, siendo su fin principal

desarrollar la eficiencia, y nosotros nos encontramos capturados en esta maquinaria

de competencia despiadada y mutua destrucción. Si la educación nos ha de llevar a la

guerra, si nos enseña a destruir o ser destruidos, ¿no ha fracasado totalmente?

Para lograr la verdadera educación, debemos evidentemente comprender el

significado de la vida integral, y para ello tenemos que adquirir la capacidad de

pensar con rectitud y veracidad, más bien que seguir una línea de pensamiento. Un

pensador consecuente es una persona irreflexiva, porque se ajusta a una norma.

Repite frases y piensa rutinariamente a lo largo de un surco. No podemos comprender

la existencia de un modo abstracto o teórico. Comprender la vida es comprendernos a

nosotros mismos y esto es conjuntamente el principio y el fin de la educación.

La educación no es la simple adquisición de conocimientos, ni coleccionar y

correlacionar datos, sino ver el significado de la vida como un todo. Pero el todo no

se puede entender desde un solo punto de vista, que es lo que intentan hacer los

gobiernos, las religiones organizadas y los partidos autoritarios.

La función de la educación es crear seres humanos integrados, y por lo tanto,

inteligentes. Podemos adquirir títulos y ser eficientes en el aspecto mecánico sin ser

inteligentes. La inteligencia no es mera información; no se deriva de los libros ni

consiste en la capacidad de reaccionar hábilmente en defensa propia o de hacer

afirmaciones agresivas. Uno que no haya estudiado puede ser más inteligente que un

erudito. Medimos la inteligencia en términos de títulos y exámenes y hemos

desarrollado mentes astutas que esquivan los vitales problemas humanos. Inteligencia

es la capacidad para percibir lo esencial, lo que «es» y educación es el proceso de

despertar esta capacidad en nosotros mismos y en los demás.

La educación debe ayudarnos a descubrir valores permanentes para que no nos

conformemos meramente con fórmulas y lemas. La educación nos debe ayudar a

demoler las barreras sociales y nacionales en lugar de reforzarlas, porque estas crean

antagonismos entre los hombres. Desgraciadamente el actual sistema de educación

nos torna seres serviles, mecánicos y profundamente irreflexivos. Aunque nos

despierta el intelecto, interiormente nos deja incompletos, estúpidos, incapaces de

crear.

Sin una comprensión integral de la vida, nuestros problemas individuales y

colectivos crecen y se agudizan en todos sentidos. El objetivo de la educación no es

sólo producir simples eruditos, técnicos y buscadores de empleos, sino hombres y

mujeres integrados, libres de temor, porque sólo entre tales seres humanos puede

haber paz duradera.

En la comprensión de nosotros mismos el temor se desvanece. Si el individuo ha

de luchar con la vida de momento a momento; si ha de hacer frente a sus

complejidades, a sus miserias y repentinas exigencias, tiene que ser infinitamente

flexible, y por lo tanto, estar libre de teorías y normas determinadas de pensamiento.

La educación no debe estimular al individuo a que se ajuste a la sociedad, ni a que

se manifieste en armonía negativa con ella, sino que debe ayudarlo a descubrir los

verdaderos valores que surgen como resultado de la investigación desapasionada y de

la comprensión de sí mismo. Cuando no hay conocimiento propio, la autoexpresión

se convierte en autoafirmación, con todos sus conflictos ambiciosos y agresivos. La

educación debe despertar en el individuo la capacidad para comprenderse a sí mismo,

y no simplemente entregarse a la complacencia de la autoexpresión.

¿De qué sirve instruirse si en el proceso de vivir nos estamos destruyendo? Ante

la serie de guerras devastadoras que hemos sufrido una tras otra, tenemos que llegar a

la conclusión obvia de que hay algo radicalmente erróneo en la educación de nuestros

niños. Creo que la mayor parte de nosotros nos damos cuenta de ello, pero no

sabemos cómo afrontar el problema.

Los sistemas educativos o políticos no cambian misteriosamente; se transforman

cuando nosotros cambiamos fundamentalmente. El individuo es de primordial

importancia, no el sistema; y mientras el individuo no comprenda el proceso total de

su propia existencia, no hay sistema, sea de derecha o de izquierda, que pueda traer

orden y paz al mundo.



El hombre ignorante no es el iletrado, sino el que no se conoce a sí mismo; y el

hombre instruido es ignorante cuando pone toda su confianza en los libros, en el

conocimiento y en la autoridad externa para derivar de ellos la comprensión. La

comprensión sólo viene mediante el propio conocimiento, que es el darnos cuenta de

nuestro proceso psicológico total. La educación, pues, en su verdadero sentido, es la

comprensión de uno mismo, porque dentro de cada uno de nosotros es donde se

concentra la totalidad de la existencia.

Lo que ahora llamamos educación es la acumulación de datos y conocimientos

por medio de los libros, cosa factible a cualquiera que puede leer. Una educación así,

ofrece una forma sutil de evadirnos de nosotros mismos y, como toda huida,

inevitablemente aumenta nuestra desdicha. El conflicto y la confusión resultan de

nuestra relación errónea con todo lo que nos rodea —gente, cosas, ideas—, y hasta

que no entendamos bien esa relación y la alteremos, la mera instrucción, la

adquisición de datos y habilidades, nos conducirán inevitablemente al caos

envolvente y a la destrucción.

Según está ahora organizada la sociedad, enviamos a nuestros hijos a la escuela

para aprender alguna técnica con la cual puedan finalmente ganarse la vida.

Queremos hacer de nuestros hijos, ante todo, especialistas, esperando así darles

estabilidad económica segura. Pero ¿acaso puede la técnica capacitarnos para

conocernos a nosotros mismos?

Si bien es a todas luces necesario saber leer y escribir y aprender ingeniería o

cualquiera otra profesión, ¿nos dará la técnica capacidad para comprender la vida?

Indudablemente, la técnica es secundaria, y si la técnica es lo único que buscamos,

evidentemente estamos negando la parte más importante de la vida.

La vida es dolor, gozo, belleza, fealdad, amor; y cuando la comprendemos en su

totalidad, en todos sus rivales, esa comprensión crea su propia técnica. Pero lo

contrario es falso; la técnica jamás puede producir la comprensión creadora.

La educación actual es un completo fracaso porque le da demasiada importancia a

la técnica. Al subrayar la técnica, destruimos al hombre. Cultivar la capacidad y la

eficiencia sin la comprensión de la vida, sin tener una percepción completa de cómo

funcionan el pensamiento y el deseo, sólo logrará aumentar nuestra crueldad, que es

lo que engendra las guerras y pone en peligro nuestra seguridad física. El desarrollo

exclusivo de la técnica ha producido científicos, matemáticos, constructores de

puentes, conquistadores del espacio; pero ¿comprenden ellos acaso el proceso total de

la vida? ¿Puede algún especialista sentir la vida como un todo? Sí, sólo cuando deje

de ser especialista.

El progreso tecnológico resuelve ciertas clases de problemas en un nivel

determinado, pero también introduce problemas más amplios y profundos. Vivir en

un solo nivel, sin tener en cuenta el proceso total de la vida, es atraer la miseria y la

destrucción. La mayor necesidad, el problema más urgente de cada individuo, es

tener una comprensión integral de la vida, que lo ponga en condiciones de resolver

satisfactoriamente sus crecientes complejidades.

El conocimiento técnico, aunque necesario, no resolverá en modo alguno nuestras

tensiones y conflictos psicológicos internos: y es por haber adquirido conocimientos

técnicos sin comprender el proceso total de la vida, que la tecnología se ha convertido

en un instrumento para nuestra propia destrucción. El hombre que sabe desintegrar el

átomo, pero no tiene amor en su corazón, se convierte en un monstruo.

Elegimos una vocación de acuerdo con nuestras capacidades; pero el hecho de

seguir una vocación ¿nos librará de conflictos y confusiones? Al parecer necesitamos

de preparación técnica; pero una vez graduados de ingenieros, médicos, o contables,

entonces ¿qué? ¿Es la práctica de una profesión la plenitud de la vida?

Aparentemente así es para muchos de nosotros. Nuestras profesiones pueden

mantenernos ocupados la mayor parte de nuestra existencia, pero las mismas cosas

que producimos y que nos fascinan, causan nuestra destrucción y nuestra miseria.

Nuestras actitudes y nuestros valores hacen de las cosas y de las ocupaciones

instrumentos de envidia, amargura y odio.

Sin la comprensión de nosotros mismos, la mera ocupación nos lleva a la

frustración con sus inevitables evasiones a través de toda clase de actividades

perjudiciales. La técnica sin la verdadera comprensión conduce a la enemistad y a la

crueldad, las cuales tratamos de enmascarar con frases agradables al oído. ¿De qué

vale recalcar la técnica y convertirse en seres eficientes si el resultado es la mutua

destrucción? Nuestro progreso técnico es fantástico, pero sólo ha logrado aumentar

nuestro poder para destruirnos los unos a los otros y hay hambre y miseria en todas

las regiones de la Tierra. No somos felices ni tenemos paz.

Cuando la función de ejercer una profesión es de máxima importancia, la vida se

hace aburrida y oscura, convirtiéndose en una rutina mecánica, de la cual huimos por

medio de toda clase de distracciones. La acumulación de hechos y el desarrollo de la

capacidad intelectual, a lo cual llamarnos educación, nos ha privado de la plenitud de

la vida y de la acción integradas. Es porque no entendemos el proceso total de la vida

que nos aferramos tanto a la capacidad y la eficiencia, que de esta manera asumen

avasalladora importancia. Pero el todo no puede comprenderse si sólo estudiamos una

parte. El todo sólo puede comprenderse mediante la acción y la vivencia.

Otro factor que nos induce a cultivar la técnica es que ella nos da un sentido de

seguridad, no sólo económica, sino también psicológica. Es tranquilizador saber que

somos capaces y eficientes. Saber que podemos tocar el piano o construir una casa

nos da una sensación de vitalidad, de agresiva independencia; pero destacar la

capacidad por el deseo de seguridad psicológica es negar la plenitud de la vida. Jamás

puede preverse el contenido de la vida; debe vivirse renovadamente a cada instante;

pero le tememos a lo desconocido y por esto establecemos para nuestro beneficio

zonas de seguridad psicológica en forma de sistemas, técnicas y creencias. Mientras

busquemos la seguridad interna, el proceso total de la vida no puede comprenderse.

La verdadera educación, al mismo tiempo que estimula el aprendizaje de una

técnica, debe realizar algo de mayor importancia; debe ayudar al hombre a

experimentar, a sentir el proceso integral de la vida.

Es esta vivencia la que colocará la capacidad y la técnica en su verdadero lugar.

Si alguien tiene algo que decir, el acto de decirlo crea su propio estilo, pero aprender

un estilo sin la vivencia interna sólo puede conducir al individuo a la superficialidad.

En todas partes del mundo los ingenieros diseñan febrilmente nuevas máquinas que

no necesitan ser manipuladas por el hombre. En una vida gobernada casi

completamente por la máquina, ¿en qué se ha de convertir el ser humano? Tendremos

cada vez más tiempo ocioso sin saber emplearlo con cordura, y procuraremos escapar

de la ociosidad adquiriendo más conocimientos, buscando diversiones enervantes o a

través de ideales.

Creo que se han escrito muchos volúmenes sobre los ideales educativos; sin

embargo, estamos en mayor confusión que nunca. No existe método alguno por

medio del cual se pueda educar a un niño para que sea libre e integro. Mientras nos

preocupamos por los principios, los ideales y los métodos, no ayudamos al individuo

a libertarse de sus actividades egocéntricas con todos sus temores y conflictos.

Los ideales y los planes para una perfecta utopía, jamás nos traerán el cambio

radical del corazón que es esencial si hemos de poner fin a la guerra y a la

destrucción universal. Los ideales no pueden cambiar nuestros valores actuales: sólo

pueden cambiarse mediante una educación genuina, que ha de fomentar la

comprensión de lo que «es».

Cuando trabajamos unidos por la realización de un ideal, para el futuro,

formamos a los individuos de acuerdo con nuestro concepto de ese futuro; no nos

preocupamos en absoluto por los seres humanos, sino por la idea que tenemos de lo

que los individuos deben ser. Lo que debe ser resulta mucho más importante para

nosotros que lo que es o sea, el individuo con sus complejidades. Si comenzamos por

comprender al individuo directamente, en vez de verlo a través de nuestra visión de lo

que debe ser, entonces sí nos interesamos en ver lo que es. Entonces ya no deseamos

transformar al individuo en otra cosa, sino ayudarlo a comprenderse a sí mismo; y en

esto no hay provecho ni objetivo personal. Si nos mantenemos totalmente atentos a lo

que es, lo comprenderemos y nos veremos libres de ello; pero para estar atentos a lo

que somos, tenemos que dejar de luchar por algo que no somos.

Los ideales no tienen lugar en la educación porque impiden la comprensión del

presente. No hay dada de que podemos prestar atención a lo que es, sólo cuando

dejamos de huir hacia el futuro. Mirar al futuro, luchar por un ideal, indica pereza

mental y deseo de evitar el presente.

¿No es la búsqueda de una utopía teórica, concebida previamente, la negación de

la libertad e integridad del individuo? Cuando uno sigue un ideal, una norma, cuando

uno tiene ya una formula de lo que debe ser, ¿no está viviendo una vida muy

superficial y automática? Lo que necesitamos no son idealistas ni individuos con

mentes mecanizadas, sino seres humanos integrales que sean inteligentes y libres.

Forjarse el modelo de lo que debe ser una sociedad perfecta es motivo de luchas y

derramamientos de sangre por lo que debe ser, mientras ignoramos lo que «es».

Si los seres humanos fuesen entes mecánicos o máquinas automáticas, se podría

predecir su futuro y se podría además trazar planes para una utopía perfecta. Entonces

podríamos hacer meticulosamente el plan de una sociedad futura, y trabajar para

lograr su realización. Pero los seres humanos no son máquinas destinadas a trabajar

según un modelo determinado.

Entre el tiempo presente y el futuro existe un inmenso intervalo, en el cual actúan

sobre cada uno de nosotros innumerables influencias; y si sacrificamos el presente

por el futuro, seguimos trayectorias erróneas hacia un probable fin correcto. Pero los

medios determinan el fin; y además, ¿quiénes somos nosotros para decidir lo que el

hombre debe ser? ¿Con qué derecho pretendemos moldearle de acuerdo con un

determinado patrón derivado de algún libro, o forjado por nuestras propias

ambiciones, esperanzas y temores?

La verdadera educación no tiene nada que ver con ninguna ideología, por mucho

que ésta prometa una utopía futura; ni está fundada en ningún sistema, por bien

pensado que sea; ni tampoco constituye un medio de condicionar al individuo de una

manera especial. La educación, en el verdadero sentido, capacita al individuo para ser

maduro y libre para florecer abundantemente en amor y bondad. En esto, en verdad,

debiéramos estar interesados, y no en moldear al niño de acuerdo con una norma

idealista.

Cualquier método que clasifique a los niños de acuerdo con su temperamento y

aptitud, no hace más que acentuar sus diferencias; crea antagonismos, estimula las

divisiones sociales y no ayuda a desarrollar seres humanos íntegros. Es evidente,

pues, que ningún método ni ningún sistema puede asegurar una verdadera educación

y la estricta adhesión a un método particular demuestra indolencia por parte del

educador. Mientras la educación se base en principios preparados de antemano, podrá

tal vez producir hombres y mujeres eficientes, pero no seres humanos creadores.

Sólo el amor puede crear la comprensión de los demás. Donde hay amor hay

comunión instantánea con los otros, en el mismo nivel y al mismo tiempo. Por ser

nosotros mismos tan secos, tan vacíos, tan faltos de amor, hemos permitido que los

gobiernos y los sistemas se encarguen de la educación de nuestros hijos y de la

dirección de nuestras vidas; mas los gobiernos quieren técnicos eficientes, y no seres

humanos, porque los seres humanos son peligrosos para los gobiernos, así como

también para las religiones organizadas. Por esto los gobiernos y las organizaciones

religiosas buscan el dominio sobre la educación.

La vida no puede adecuarse a un sistema, no puede estar sujeta a una norma; por

noble que ésta se conciba; y una mente que se ha formado sólo de hechos y

conocimientos es incapaz de enfrentarse a la vida en toda su diversidad, su sutileza,

su profundidad y sus grandes alturas. Cuando educamos a nuestros hijos de acuerdo

con un sistema de pensamiento o una disciplina particular, cuando les enseñamos a

pensar dentro de determinados surcos y divisiones, les impedimos que lleguen a ser

hombres y mujeres íntegros, y por consecuencia resultan incapaces de pensar

inteligentemente, o sea, de hacerle frente a la vida en su totalidad.

La suprema función de la educación es producir un individuo íntegro que sea

capaz de habérselas con la vida como un todo. Tanto el idealista como el especialista,

no se preocupan por el todo, sino por una parte. No puede haber integración mientras

uno persigue un modelo ideal de acción; y la mayoría de los maestros idealistas han

desechado el amor, porque tienen la mente seca y el corazón duro. Para estudiar a un

niño, uno tiene que estar alerta, vigilante, sensible, receptivo; y esto requiere mucha

mayor inteligencia y afecto que para animarlo a seguir un ideal.

Otra función de la educación es crear nuevos valores. Implantar únicamente en la

mente del niño valores ya existentes para moldearlo conforme a ciertos ideales, es

condicionarlo sin despertar su inteligencia. La educación está íntimamente

relacionada con la presente crisis del mundo, y el educador que ve las causas de este

caos universal, debería preguntarse cómo ha de despertar la inteligencia en el

estudiante, para así ayudar a la futura generación a no traer ulteriores conflictos y

desastres. El educador debe poner todo su pensamiento, todo su cuidado y afecto en

la creación de un verdadero ambiente y en el desarrollo de la comprensión, de tal

modo que cuando el niño haya crecido y madurado sea capaz de enfrentarse

inteligentemente con los problemas humanos que se le presenten. Pero para poder

hacer esto, el educador debe comprenderse a sí mismo, en vez de confiar en

ideologías, sistemas y creencias.

No pensemos en términos de principios e ideas; por el contrario, prestemos

atención a las cosas tal como son; porque es la consideración de lo que es lo que

despierta la inteligencia, y la inteligencia del educador es mucho más importante que

su conocimiento de un nuevo método de educación. Cuando seguimos un método,

aunque éste haya sido elaborado por una persona reflexiva e inteligente, el método se

convierte en algo muy importante; y los niños sólo resultan importantes en la medida

en que encajen dentro del método. Medimos y clasificamos al niño, y después

procedernos a educarlo con arreglo a algún plan. Este procedimiento puede ser

conveniente para el maestro, pero ni la práctica de un sistema, ni la tiranía de la

opinión y del proceso del aprendizaje, pueden producir un ser humano íntegro.

La verdadera educación consiste en comprender al niño tal como es, sin

imponerle un ideal de lo que opinamos que debiera ser. Encuadrarle en el marco de

un ideal es incitarlo a ajustarse a ese ideal, lo que engendra en él temores y le produce

un conflicto constante entre lo que es y lo que debiera ser; y todos los conflictos

internos tienen sus manifestaciones externas en la sociedad. Los ideales son un

obstáculo real para nuestra comprensión del niño y para que el niño se comprenda a sí

mismo.

Un padre de familia que quiere realmente comprender a su hijo no lo mira a

través del velo de un ideal. Si ama a su hijo, lo observa directamente, estudia sus

tendencias, sus caprichos, sus peculiaridades. Es sólo cuando no sentimos amor por el

niño que le imponemos un ideal, porque entonces son nuestras ambiciones las que

tratan de realizarse en él, queriendo que llegue a ser esto o aquello. Si amamos al

niño, más bien que al ideal, entonces hay una posibilidad de ayudarle a que se

comprenda a sí mismo tal como es.

Si un niño miente, por ejemplo, ¿de qué sirve ponerle delante el ideal de la

verdad? Primero hay que averiguar por qué miente. Para ayudarlo necesitamos

tiempo para estudiarlo y observarlo, lo cual requiere paciencia, amor y cuidado; por

otra parte, cuando no sentimos amor ni tenemos comprensión, obligamos al niño a

seguir un molde que llamamos un ideal.

Los ideales son un escape conveniente y el maestro que los sigue es incapaz de

comprender a sus alumnos y de trabajar con ellos inteligentemente. Para ese maestro

el ideal futuro, lo que el niño debe ser, es mucho más importante que lo que el niño es

en el presente. La persecución de un ideal excluye el amor, y sin amor no se puede

resolver ningún problema humano.

Si el maestro es un verdadero maestro, no dependerá de un método, sino que

estudiará a cada alumno individualmente. En nuestras relaciones con los niños y los

jóvenes, debemos pensar que no estamos bregando con artefactos mecánicos que se

pueden reparar con facilidad, sino con seres vivientes, que son impresionables,

volubles, miedosos, sensibles, afectuosos; y que para convivir con ellos tenemos que

estar dotados de gran comprensión, tenemos que poseer la fuerza de la paciencia y del

amor. Si nos faltan estas cualidades buscamos remedios fáciles y rápidos con la

esperanza de obtener resultados maravillosos y automáticos. Si no estamos alerta, si

nuestras actitudes y acciones son mecánicas, nos asustaremos ante cualquier

exigencia perturbadora que no podamos vencer por reacciones automáticas; y ésta es

una de nuestras mayores dificultades en la educación.

El niño es el resultado del pasado y del presente y está condicionado por estas

circunstancias. Si le transmitimos nuestro pasado, perpetuaremos su

condicionamiento y el nuestro. Hay una transformación radical sólo cuando

comprendemos nuestro condicionamiento y nos libertamos de él. Discutir lo que debe

ser la verdadera educación, mientras nosotros mismos estamos condicionados, es

completamente fútil.

Mientras los niños son tiernos, debemos, por supuesto, protegerlos de todo daño

físico, e impedir que se sientan físicamente inseguros. Pero desgraciadamente no nos

detenemos ahí; queremos dar forma a su manera de pensar y sentir; queremos

amoldarlos a nuestros anhelos e intenciones. Procuramos plasmarnos en nuestros

hijos para perpetuar en ellos nuestro ser. Construimos muros a su alrededor, los

condicionamos con nuestras creencias e ideologías, con nuestros temores y

esperanzas y entonces nos lamentamos y oramos cuando los matan o los mutilan en

las guerras, o cuando sufren de alguna otra manera con las experiencias de la vida.

Tales experiencias no proporcionan libertad; por el contrario, fortifican la

voluntad del «yo». El «yo» está compuesto de una serie de reacciones defensivas y

expansivas, y su realización se manifiesta siempre en sus propias proyecciones y en

las identificaciones que lo satisfacen. Mientras traduzcamos la vivencia en términos

del «yo», del «mí», y de «lo mío», mientras el «yo», el «ego», se mantenga por medio

de sus reacciones, la experiencia no podrá liberarse del conflicto de la confusión y del

dolor. La libertad sólo existe cuando comprendemos las actuaciones del «yo», de

aquel que vive la experiencia. Sólo cuando el «yo» con sus acumuladas reacciones,

no es el experimentador, esa vivencia adquiere una significación completamente

diferente y se convierte en creación.

Si ayudáramos al niño a liberarse de las actuaciones del ego, que causan tanto

sufrimiento, entonces cada uno de nosotros se dispondría a alterar profundamente su

actitud y su relación con el niño. Los padres y los educadores, mediante su propio

pensamiento y conducta, pueden ayudar al niño a liberarse y a florecer en amor y

bondad.

La educación actual no estimula en modo alguno la comprensión de las

tendencias heredadas y de las influencias ambientales, que condicionan la mente y el

corazón y mantienen el temor; y por lo tanto no nos ayuda a romper con los

condicionamientos y a crear seres humanos íntegros. Cualquier forma de educación

que se ocupe sólo de una parte y no de la totalidad del hombre, inevitablemente ha de

aumentar los conflictos y los sufrimientos.

Es sólo en la libertad individual que el amor y la bondad pueden florecer; y sólo

una conveniente educación puede ofrecer esa libertad. Ni la conformidad con la

sociedad del presente, ni la promesa de una utopía futura, podrán dar jamás al

individuo la intuición, sin la cual está creando problemas constantemente.

El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la libertad, ayuda a cada

alumno individualmente a observar y a comprender los valores e imposiciones que

son proyección de sí mismo; lo ayuda a estar alerta a las influencias condicionadas

que lo rodean, y a sus propios deseos, factores ambos que limitan su mente y

engendran temor; lo ayuda según va haciéndose hombre, a observarse y

comprenderse en relación con todas las cosas, porque es el ansia de la realización del

yo lo que trae conflictos y tristezas interminables.

Indudablemente que es posible ayudar al individuo a percibir los valores

perdurables de la vida, sin condicionamiento. Algunos dirán que este desarrollo total

del individuo ha de conducir al caos; pero ¿será así? Ya existe la confusión en el

mundo, y esta confusión ha surgido por no haber educado al individuo a

comprenderse a sí mismo. Al mismo tiempo que se le ha dado un poco de libertad

superficial, también se le ha enseñado a amoldarse, a aceptar los valores existentes.

Contra esta regimentación muchos se rebelan; pero desgraciadamente su rebelión

es una simple reacción egoísta, que oscurece aún más nuestra existencia. El

verdadero educador, alerta a la tendencia de la mente hacia la reacción, ayuda al

alumno a alterar los valores del presente, no como reacción contra ellos, sino a través

de su comprensión del proceso total de la vida. La plena cooperación entre los

hombres, no es posible sin la integración que la verdadera educación puede ayudar a

despertar en el individuo.

¿Por qué estamos tan seguros de que ni ésta, ni la próxima generación, aun

mediante la verdadera clase de educación, podrán lograr ninguna alteración

fundamental en las relaciones humanas? Nunca lo hemos intentado, y como la mayor

parte de nosotros aparentemente le tenemos miedo a la verdadera educación, no nos

sentimos inclinados a hacer la prueba. Sin investigar realmente esta cuestión en su

totalidad, afirmamos que la naturaleza humana no puede cambiarse, aceptamos las

cosas como están y estimulamos al niño a que se ajuste a la sociedad actual; lo

condicionamos a nuestros modos actuales de vida y esperamos que suceda lo mejor.

¿Pero puede considerarse educación esa conformidad con los valores del presente,

que nos conducen a la guerra y al hambre?

No nos engañemos creyendo que este condicionamiento ha de lograr la

inteligencia y la felicidad. Si permanecemos temerosos, faltos de afecto, apáticos sin

esperanza, ello significa que realmente no sentimos interés en estimular al individuo a

florecer abundantemente en amor y bondad, y por el contrario, preferimos que siga

cargando con las miserias, con las cuales nos hemos agobiado y de las cuales él

también forma parte.

Condicionar al alumno para que acepte el ambiente actual es evidentemente una

estupidez. A menos que voluntariamente efectuemos un cambio radical en la

educación, somos directamente responsables de la perpetuación del caos y de la

miseria; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución monstruosa y brutal, esto

sólo ofrecerá a otro grupo de personas la oportunidad de cometer crueldades y

explotaciones. Cada grupo que sube al poder de arrolla sus propios métodos de

opresión; ya sea la persuasión psicológica o la fuerza bruta.

Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha convertido en un factor

importante en la presente estructura social, y es por nuestro deseo de tener seguridad

psicológica que aceptamos y practicamos varias formas de disciplina. La disciplina

garantiza un resultado, y para nosotros el fin es más importante que los medios, mas

esos medios determinan el fin.

Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere más importancia

que los seres humanos que están dentro del sistema. La disciplina se convierte

entonces en un sustituto del amor; y es a causa de la vaciedad de nuestros corazones

que nos adherimos a la disciplina. La libertad no puede surgir jamás a través de la

disciplina ni de la resistencia; la libertad no es una meta ni un fin que ha de lograrse.

La libertad se encuentra en el principio, no en el fin; ni tampoco ha de encontrarse en

un ideal remoto.

La libertad no significa la oportunidad de lograr la satisfacción propia o el ignorar

la consideración a los demás. El maestro que es sincero protegerá a los discípulos y

les ayudará por todos los medios posibles a crecer hacia la verdadera clase de

libertad; pero le será imposible hacer esto si él mismo está aferrado a una ideología,

si es en alguna forma dogmático o egoísta.

La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar a un

niño a estarse quieto exteriormente, pero no nos enfrentamos cara a cara con aquello

que lo hace ser obstinado, cínico, etcétera. La fuerza provoca el antagonismo y el

temor. El premio o el castigo en cualquier forma sólo embotan la mente y la someten;

y si esto es lo que deseamos, entonces la educación por la fuerza es un medio

excelente de proceder.

Pero tal educación no puede ayudarnos a comprender al nido, ni puede crear un

adecuado ambiente social en el que dejen de existir el separatismo y el odio. En el

amor al niño se encuentra implícita la verdadera educación. Pero la mayor parte de

nosotros no amamos a nuestros hijos; sentimos ambición por nosotros mismos.

Desgraciadamente estamos tan atareados con las ocupaciones de la mente, que

tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del corazón. Después de todo, la

disciplina implica resistencia; y ¿se conseguirá alguna vez el amor mediante la

resistencia? La disciplina sólo puede edificar muros a nuestro alrededor; es siempre

exclusiva, y siempre provocadora de conflictos. La disciplina no conduce a la

comprensión, porque a la comprensión se llega mediante la observación mediante el

estudio, sin prejuicios de ninguna especie.

La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero no le ayuda a

comprender los problemas que envuelve la vida. Alguna forma de compulsión, como

la disciplina de premios y castigos, puede ser necesaria para mantener el orden y la

aparente quietud de un gran número de alumnos hacinados en un salón de clases;

pero con un buen educador y un número reducido de alumnos, ¿sería acaso necesaria

alguna presión que eufemísticamente llamáramos disciplina? Si las clases son

pequeñas y el maestro puede dedicar toda su atención a cada alumno, observándolo y

ayudándolo, entonces la compulsión o la fuerza en cualquier forma es evidentemente

innecesaria. Si en un grupo de esta clase algún alumno persiste en desordenar, o en

ser injustificadamente molesto, el educador debe inquirir o investigar la causa de su

conducta incorrecta, que puede ser una mala dieta, falta de descanso, disgustos

familiares o algún temor oculto.

En la verdadera educación está implícito el cultivo de la libertad y la inteligencia,

lo cual no es posible cuando hay alguna forma de compulsión, con sus temores

consiguientes. Al fin y al cabo la misión del maestro es ayudar al alumno a entender

las complejidades de la totalidad de su ser. Exigirle que reprima una parte de su

naturaleza en beneficio de otra parte, es crear en él conflictos interminables que dan

por resultado antagonismos sociales. Es la inteligencia y no la disciplina la que

produce el orden.

La conformidad y la obediencia no caben en la verdadera educación. La

cooperación entre el maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y respeto

mutuos. Cuando se les exige a los niños que respeten a los mayores, tal acción

generalmente se convierte en hábito, en mera actuación externa y el temor asume la

apariencia de veneración. Sin respeto y consideración no es posible que haya relación

vital, especialmente cuando el maestro es un simple instrumento de sus

conocimientos.

Si el maestro exige respeto de parte de sus alumnos, y él a su vez los respeta muy

poco, evidentemente esto ocasionará indiferencia y falta de respeto por parte de ellos.

Sin respeto a la vida humana, el conocimiento sólo conduce a la destrucción y la

miseria. El cultivo del respeto que se debe a los demás es parte esencial de la

verdadera educación; pero si el educador no posee esa cualidad, no puede ayudar a

sus alumnos a vivir una vida íntegra.

La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para discernir lo esencial hay

que estar libre de los impedimentos que la mente proyecta en busca de su propia

seguridad y comodidad. El temor es inevitable mientras la mente busca seguridad; y

cuando los seres humanos están regimentados en alguna forma, se destruyen

sutilmente la inteligencia y la actitud alerta.

El fin de la educación es cultivar las verdaderas relaciones que deben existir no

sólo entre los individuos, sino también entre éstos y la sociedad; y por ello es esencial

que la educación, ayude ante todo, al individuo a comprender sus propios procesos

psicológicos. La inteligencia consiste en comprenderse a sí mismo y en proyectarse

más allá de y sobre sí mismo; pero no puede haber inteligencia mientras haya temor.

El temor pervierte la inteligencia y es una de las causas de la acción egoísta. La

disciplina puede suprimir el temor, pero no lo destruye; y el conocimiento superficial

que recibimos hoy día en la educación, oculta aún más ese temor.

Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de nosotros en la

escuela y en el hogar. Ni los padres ni los maestros tienen la paciencia ni el tiempo ni

la sabiduría para disipar los temores instintivos propios de la niñez, los cuales, según

vamos creciendo, dominan nuestras actitudes y nuestros juicios y nos crean muchos

problemas. La verdadera educación debe tener en consideración este problema del

temor, porque el temor deforma nuestra visión total de la vida. No tener miedo es el

principio de la sabiduría, y solo la verdadera educación puede lograr la liberación del

temor, en la cual existe únicamente la profunda inteligencia creadora.

El premio o el castigo por una acción lo único que hace es fortalecer el egoísmo.

Actuar por respeto o consideración a otra persona, en el nombre de Dios o de la

patria, conduce al temor y el temor no puede ser la base de la acción bueno. Si

quisiéramos ayudar al niño a ser considerado para con los demás, no deberíamos usar

el amor como soborno, sino que debiéramos tomar el tiempo necesario y tener la

paciencia de explicar las formas de la consideración.

No existe el respeto a otra persona cuando por ello hay una recompensa; porque

el soborno o el castigo resultan más significativos que el sentimiento de respeto. Si no

lo tenemos respeto al niño, y sólo le ofrecemos una recompensa o le amenazamos con

un castigo, estimulamos la codicia y el temor. Puesto que nosotros mismos hemos

sido educados para actuar con miras egoístas, no vemos cómo pueda haber acción

libre del deseo de recompensa.

La verdadera educación habrá de estimular el pensar en los demás, y la actitud de

consideración hacia ellos sin atractivo ni amenaza de ninguna clase. Si no esperamos

por más tiempo resultados inmediatos, comenzaremos a ver la importancia de que el

educador y el niño estén libres del temor al castigo, de la esperanza de la recompensa,

así como de cualquier otra forma de compulsión; pero la compulsión continuará

mientras la autoridad forme parte de las relaciones humanas.




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