Integridad, armonía y resplador son las tres condiciones de la belleza.
Consideremos cómo procede el pensamiento ante un objeto hipotéticamente bello:
para aprehenderlo, divide el universo en dos partes, el objeto mismo y el vacío
exterior a él. Así, una vez abstraído de todo, el pensamiento lo percibe como un
objeto entero, como una entidad. […] Ésta es la primera cualidad de la belleza: la que
se manifiesta en la sencilla síntesis operada súbitamente por la facultad mental que
aprehende [el objeto]. Y entonces ¿qué sucede? El pensamiento procede al análisis:
considera el objeto como un todo y por partes, en relación consigo mismo y con los
demás objetos, examina el equilibrio entre sus partes, contempla su forma, recorre
todos los recovecos de su estructura. De ese modo capta su armonía, y reconoce en él
una cosa en el sentido estricto del término, una entidad netamente constituida. […]
Pasemos a la tercera cualidad. Durante mucho tiempo no entendí lo que quería decir
santo Tomás, pero ya he logrado desentrañar la metáfora que utiliza (es muy
infrecuente que recurra al lenguaje figurado). Claritas es quidditas. Tras el análisis
revelador de la segunda cualidad, el pensamiento hace la única síntesis lógica posible
y descubre así la tercera cualidad. Este momento lo denomino epifanía. Primero
percibimos el objeto como una cosa íntegra; luego como una estructura compleja y
organizada: como una cosa, en rigor. Finalmente, una vez comprobada la perfecta
articulación de sus partes, lo reconocemos como esa cosa; su alma, su esencia se nos
revela de pronto, más allá de su apariencia. El alma del objeto más común
resplandece ante nosotros. El objeto alcanza entonces su epifanía.
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