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Foto del escritorAmenhotep VII

Eureka - Edgar Allan Poe



Naturalmente, donde no hay parte, donde no hay absoluta unidad, donde la tendencia a la unidad se halla satisfecha, no puede haber atracción; esto ha sido cabalmente demostrado y toda filosofía lo admite. Cuando en cumplimiento de sus propósitos la materia haya retornado a su condición original de Unidad, condición que presupone la expulsión del éter separador, cuya competencia y capacidad se limitan a mantener los átomos separados hasta el gran día en que, siendo ya innecesario ese éter, la presión abrumadora de la atracción, por fin colectiva, predomine lo suficiente para expulsarlo; cuando la materia expulse por fin al éter y haya retomado a la absoluta unidad, entonces (para usar una paradoja por el momento) la materia carecerá de atracción y de repulsión, en otras palabras, será materia sin materia; en otras palabras, repito, ya no será materia.

Al sumirse en la unidad se sumirá a un tiempo en esa nada que para toda percepción finita debe ser unidad, en esa nada material, la única desde la cual podemos concebir que ha sido evocada, creada por la volición de Dios. Repito entonces: intentemos comprender que el último globo de globos desaparecerá instantáneamente y que sólo quedará Dios, único y total. ¿Pero vamos a detenernos aquí? De ninguna manera. Cabe concebir fácilmente que de la aglomeración y disolución universal puede resultar una serie nueva y quizá totalmente distinta de condiciones, otra creación e irradiación que vuelva sobre sí misma, otra acción y reacción de la Voluntad Divina. Guiando nuestra imaginación por la omnipredominante ley de leyes, la ley de periodicidad, ¿no estamos más que justificados cuando alimentamos la creencia, digamos más bien cuando nos complacemos en la esperanza de que los procesos que nos hemos atrevido a contemplar se renovarán una y otra vez eternamente? Que un nuevo universo irrumpe a la existencia y luego se hunde en la nada, a cada latido del Corazón Divino? Pero este corazón divino, ¿qué es? Es nuestro propio corazón. No permitamos que la aparente irreverencia de esta idea aterre nuestra alma y la parte del frío ejercicio de la conciencia, de esa profunda tranquilidad de autoanálisis, la única mediante la cual podemos tener la esperanza de alcanzar la presencia de la más sublime de las verdades y contemplarla cara a cara. Los fenómenos de los cuales dependen en este punto nuestras conclusiones son simples sombras espirituales, pero no por ello menos sustanciales. Caminamos entre los destinos de nuestra existencia mundanal, rodeados por recuerdos oscuros pero siempre presentes de un destino más vasto, muy distante en el tiempo e infinitamente pavoroso.

Vivimos una juventud especialmente obsesionada por estos sueños; sin embargo, nunca los confundimos con sueños. Los conocemos como recuerdos. Durante nuestra juventud la distinción es demasiado clara para inducirnos a error ni un solo instante. Mientras dura esta juventud, la sensación de que existimos es la más natural de todas las sensaciones. Lo entendemos de un modo absoluto. Que hubo un período en el cual no existimos, o que pudo haber sucedido que nunca hubiésemos existido, son consideraciones que durante la juventud hallamos, en verdad, difíciles de entender. ¿Por qué no habíamos de existir? Esta es, hasta llegar a la edad adulta, la pregunta más imposible de responder. La existencia, la existencia propia, la existencia desde todos los tiempos y para toda la eternidad nos parece hasta la edad adulta una condición normal indiscutible; nos lo parece porque lo es. Pero luego viene el período en que una razón convencional y mundana nos despierta de la verdad de nuestro sueño. La duda, la sorpresa, lo incomprensible llegan al mismo tiempo. Dicen: «Vives y hubo un tiempo en que no vivías. Has sido creado. Existe una inteligencia más grande que la tuya; y sólo gracias a esa inteligencia vives.» Luchamos por comprender estas cosas, y no podemos; no podemos porque estas cosas, por ser falsas, son necesariamente incomprensibles. No existe ser viviente que en algún punto luminoso de su vida intelectual no se haya sentido perdido entre olas de fútiles esfuerzos por comprender o creer que existe algo más grande que su propia alma. La absoluta imposibilidad de que un alma se sienta inferior a otra; la intensa, la absoluta insatisfacción y rebelión que produce pensarlo; esto, junto con las aspiraciones universales a la perfección, no son sino las luchas espirituales, coincidentes con las materiales, por llegar a la unidad original; son, a mi entender por lo menos, una especie de prueba muy superior a lo que el hombre llama demostración, de que ningún alma es inferior a otra, de que nada es o puede ser superior a ningún alma, de que cada alma es en parte su propio Dios, su propio Creador; en una palabra, que Dios, el Dios material y espiritual, existe ahora tan sólo en la materia difusa y en el espíritu difuso del universo; y que la reunión de esa materia y ese espíritu difuso no será sino la reconstrucción del Dios puramente Espiritual e Individual. Desde este punto de vista, y sólo desde él, comprendemos los enigmas de la Injusticia Divina, del Hado Inexorable. Sólo desde este punto de vista resulta inteligible la existencia del Mal; pero aún más: desde este punto de vista resulta soportable. Nuestra alma ya no se rebela contra un dolor que nos hemos impuesto nosotros mismos en fomento de nuestros propósitos, con la intención, aunque sea de un modo trivial, de aumentar nuestra propia alegría. He hablado de los recuerdos que nos obseden durante la juventud. A veces nos persiguen aun en la edad adulta; asumen gradualmente formas cada vez menos indefinidas; de vez en cuando nos hablan en voz baja diciéndonos:


«Hubo una época en la noche de los tiempos en que existía un ser eternamente existente, uno entre el número absolutamente infinito de seres similares que poblaban los dominios absolutamente infinitos del espacio absolutamente infinito. No estaba ni está en manos de ese ser, como no lo está en el tuyo, extender, mediante un aumento real, la alegría de su existencia; pero así como está en tus manos expandir o concentrar tus placeres (siendo siempre igual la suma absoluta de felicidad), así una capacidad similar pertenece y ha pertenecido al Ser Divino, quien pasa su eternidad en una perpetua variación de autoconcentración y casi infinita autodifusión. Lo que llamas universo no es sino su presente existencia expansiva. Él siente ahora su vida a través de una infinidad de placeres imperfectos, los placeres parciales, mezclados de dolor, de esas cosas inconcebiblemente numerosas que llamas sus criaturas pero que, en realidad, no son sino infinitas individualizaciones de El mismo. Todas esas criaturas —todas: las que llamas animadas, así como aquellas a las que niegas vida por la sola razón de que no las contemplas en acción—, todas esas criaturas tienen, en mayor o menor grado, una capacidad para el placer y para el dolor; pero la suma general de sus sensaciones es precisamente ese total de Felicidad que pertenece por derecho propio al Ser Divino cuando se concentra en sí mismo. Todas estas criaturas son también inteligencias más o menos conscientes, conscientes primero de su propia identidad; conscientes, en segundo lugar, en débiles e indeterminadas vislumbres, de una identidad con el Ser Divino del cual hablamos, una identidad con Dios. De las dos clases de conciencia, imagina que la primera se debilitará, que la última se fortalecerá durante la larga sucesión de edades que deben transcurrir antes de que esas miríadas de inteligencias individuales se fundan, como las brillantes estrellas, en una. Piensa que el sentido de la identidad individual se fusionará gradualmente en la conciencia general, que el hombre, por ejemplo, cesando imperceptiblemente de sentirse hombre, alcanzará al fin esa época majestuosa y triunfante en que reconocerá su existencia como la de Jehová. Entretanto, ten presente que todo es Vida, Vida, Vida dentro de la Vida, la menor dentro de la mayor, y todo dentro del Espíritu Divino.»

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