C: Si les comprendo bien, me preguntan ustedes por qué no he elegido rotundamente
el silencio, en lugar de merodear en tomo a él, y me reprochan explayarme en
lamentos en lugar de callarme. Para empezar, no todo el mundo tiene la suerte de
morir joven. Mi primer libro lo escribí en rumano a los veintiún años, prometiéndome
no volver a escribir nada más. Luego escribí otro, seguido de la misma promesa. La
comedia se ha repetido durante más de cuarenta años. ¿Por qué? Porque escribir, por
poco que sea, me ha ayudado a pasar los años, pues las obsesiones expresadas quedan
debilitadas y superadas a medias. Estoy seguro de que si no hubiese emborronado
papel, me hubiera matado hace mucho. Escribir es un alivio extraordinario. Y
publicar también. Esto les parecerá ridículo y, sin embargo, es muy cierto. Pues un
libro es vuestra vida, o una parte de ella, que se os hace exterior. Se desprende uno de
todo lo que ama y sobre todo de todo lo que detesta en uno mismo. Iré más lejos, si
no hubiese escrito, hubiera podido convertirme en un asesino. La expresión es una
liberación. Les aconsejo que hagan el ejercicio siguiente: cuando odien a alguien y
sientan ganas de liquidarle, cojan un trozo de papel y escriban que Fulano es un
puerco, un bandido, un crápula, un monstruo. En seguida advertirán que ya le odian
menos. Es precisamente lo mismo que yo he hecho respecto a mí mismo. He escrito
para injuriar a la vida y para injuriarme. ¿Resultado? Me he soportado mejor y he
soportado mejor la vida.
S: Cioran, ¿qué podría usted añadir a esto?
C: Realmente no podría añadir nada más… ¡o quizá decir cualquier cosa! En
realidad es una cuestión de vitalidad. Para que entienda esto debo hablarle de mi
origen. Hay mucho de campesino en mí, mi padre era un cura ortodoxo rural y yo
nací entre montañas, en los Cárpatos, en un ambiente muy primitivo. Era un pueblo
realmente bárbaro, en el que los campesinos trabajaban tremendamente toda la
semana para luego gastarse la paga en una noche, emborrachándose como cubas. Yo
era un chico bastante robusto: ¡todo lo que tengo ahora de achacoso lo tenía entonces
de fuerte! Le interesará a usted saber que mi mayor ambición por entonces era ser el
primero jugando a los bolos: a los doce o trece años jugaba con los campesinos, por
dinero o por cerveza. Me pasaba el domingo jugando contra ellos y frecuentemente
lograba ganarles, aunque ellos fuesen más fuertes que yo, porque como no tenía otra
cosa que hacer me pasaba la semana practicando…
S: ¿Fue la suya una infancia feliz?
C: Esto es muy importante: no conozco caso de una infancia tan feliz como la mía.
Vivía junto a los Cárpatos, jugando libremente en el campo y en la montaña, sin
obligaciones ni deberes. Fue una infancia inauditamente feliz, después, hablando con
la gente, nunca he encontrado nada equivalente. Yo no quería salir nunca de aquel
pueblo, no olvidaré jamás el día en que mis padres me hicieron coger un coche para
llevarme al liceo en la ciudad. Fue el final de mi sueño, la ruina de mi mundo.
S: ¿Qué recuerda usted ante todo de Rumania?
C: Lo que ante todo me gustó de Rumania fue su faceta extremadamente primitiva.
Había naturalmente gente civilizada, pero lo que yo prefería eran los iletrados, los
analfabetos… Hasta los veinte años nada me gustaba tanto como irme de Sibiu a las
montañas y hablar con los pastores, con los campesinos completamente iletrados.
Pasaba el tiempo charlando y bebiendo con ellos. Creo que un español puede
entender esta faceta primitiva, muy primitiva. Hablábamos de cualquier cosa y yo
lograba un contacto casi inmediato con ellos.
S: ¿Que recuerdos guarda de la situación histórica de su país durante su juventud?
C: Bueno, Europa oriental era entonces el Imperio austrohúngaro. Sibiu estaba
enclavada en Transilvania, pertenecía al Imperio: nuestra capital soñada era Viena.
Siempre me sentí de algún modo vinculado al Imperio… ¡en el que, sin embargo, los
rumanos éramos esclavos! Durante la guerra del 14, mis padres fueron deportados por
los húngaros… Me siento muy afín, psicológicamente, a los húngaros, a sus gustos y
costumbres. La música húngara, gitana, me emociona profunda, muy profundamente.
Soy una mezcla de húngaro y rumano. Es curioso, el pueblo rumano es el pueblo más
fatalista del mundo. Cuando yo era joven, eso me indignaba, el manejo de conceptos
metafísicos dudosos —como destino, fatalidad—… para explicar el mundo. Pues
bien: cuanto más avanzo en edad, más cerca voy sintiéndome de mis orígenes. Ahora
debería sentirme europeo, occidental, pero no es así en absoluto. Tras una existencia
en que he conocido bastantes países y leído muchos libros, he llegado a la conclusión
de que era el campesino rumano quien tenía razón. Ese campesino que no cree en
nada, que piensa que el hombre está perdido, que no hay nada que hacer, que se
siente aplastado por la historia. Esa ideología de víctima es también mi concepción
actual, mi filosofía de la historia. Realmente, toda mi formación intelectual no me ha
servido de nada.
S: Usted ha escrito: «Un libro debe hurgar en las heridas, provocarlas, incluso. Un
libro debe ser un peligro». ¿En qué sentido son peligrosos sus libros?
C: Bueno, mire usted, me han dicho muchas veces que lo que yo escribo en mis
libros no debe decirse. Cuando saqué el Précis, el crítico de Le Monde me mandó una
carta de reconvención. «¡Usted no se da cuenta, ese libro podría caer en manos de
jóvenes!» Eso es absurdo. ¿Para qué van a servir los libros? ¿Para aprender? Eso no
tiene ningún interés, para eso no hay más que ir a clase. No, yo creo que un libro debe
ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea
al escribir un libro es despertar a alguien, azotarle. Puesto que los libros que he
escrito han surgido de mis malestares, por no decir de mis sufrimientos, es preciso
que en cierto modo transmitan esto mismo al lector. No, no me gustan los libros que
se leen como quien lee el periódico, un libro debe conmoverlo todo, ponerlo todo en
cuestión. ¿Para qué? Bueno, no me preocupa demasiado la utilidad de lo que escribo,
porque no pienso realmente nunca en el lector; escribo para mí, para librarme de mis
obsesiones, de mis tensiones, nada más. Una señora escribía hace poco sobre mí en
Le Quotidien de París: «Cioran escribe las cosas que cada uno se repite en voz baja».
No escribo proponiéndome fabricar «un libro», para que alguien lo lea. No, escribo
para aliviarme. Ahora bien, después, meditando sobre la función de mis libros, es
cuando pienso que debieran ser algo así como una herida. Un libro que deja a su
lector igual que antes de leerlo es un libro fallido.
S: En todos sus libros, junto a un aspecto que podríamos llamar pesimista, negro,
brilla una extraña alegría, un gozo inexplicable pero reconfortante y hasta
vivificador.
C: Es curioso esto que usted me dice; me lo han dicho muchos. Verá, yo no tengo
demasiados lectores, pero podría citarle casos y casos de personas que han confesado
a algún conocido mío: «Yo me habría suicidado si no hubiera leído a Cioran». Así,
pues, creo que tiene usted mucha razón. Creo que la causa de esto es la pasión: yo no
soy pesimista, sino violento… Esto es lo que hace vivificante a mi negación. En
realidad, cuando antes hablábamos de heridas, yo no entendía eso de un modo
negativo: ¡herir a alguien no equivale en modo alguno a paralizarle! Mis libros no son
depresivos ni deprimentes, de igual forma que un látigo no es deprimente. Los
escribo con furor y pasión. Si mis libros pudiesen ser escritos en frío, eso sería
peligroso. Pero yo no puedo escribir en frío, soy como un enfermo que se sobrepone
febrilmente en cada caso a su enfermedad. La primera persona que leyó el Breviario
de podredumbre, aún en manuscrito, fue el poeta Jules de Supervielle. Era un hombre
ya muy mayor, profundamente sujeto a depresiones, y me dijo: «Es increíble lo
mucho que me ha estimulado su libro». En ese sentido, si quiere usted, soy como el
diablo, que es un tipo activo, un negador que hace marchar las cosas…
S: Aunque usted mismo se ha encargado de deslindar su obra de la filosofía
propiamente dicha, no es en modo alguno arbitrario encuadrarle dentro de esas actividades
diversas, autocríticas, que ocupan el lugar vacante de la filosofía tras el final de los
grandes sistemas decimonónicos. ¿Qué sentido tiene aún la filosofía, Cioran?
C: Creo que la filosofía no es posible más que como fragmento. En forma de
explosión. Ya no es posible ponerse a elaborar capítulo tras capítulo, en forma de
tratado. En este sentido, Nietzsche fue sumamente liberador. Fue él quien saboteó el
estilo de la filosofía académica, quien atentó contra la idea de sistema. Ha sido
liberador porque tras él puede decirse cualquier cosa… Ahora todos somos
fragmentistas, incluso cuando escribimos libros de apariencia coordinada. Va también
con nuestro estilo de civilización.
S: También va en ello nuestra honradez. Nietzsche decía que en la ambición
sistemática hay una falta de honradez…
C: Sobre eso de la honradez voy a decirle algo. Cuando uno emprende un ensayo de
cuarenta páginas sobre lo que sea, comienza por ciertas afirmaciones previas y queda
prisionero de ellas. Cierta idea de la honradez le obliga a continuar respetándolas
hasta el final, a no contradecirse. Sin embargo, según va avanzando el texto, le van
ofreciendo otras tentaciones, que hay que rechazar porque apartan del camino
trazado. Uno está encerrado en un círculo trazado por uno mismo. De este modo uno
se hace honorable y cae en la falsedad y en la falta de veracidad. Si esto pasa en un
ensayo de cuarenta páginas, ¡qué no ocurrirá en un sistema! Este es el drama de todo
pensamiento estructurado, el no permitir la contradicción. Así se cae en lo falso, se
miente para resguardar la coherencia. En cambio, si uno hace fragmentos, en el curso
de un mismo día puede uno decir una cosa y la contraria. ¿Por qué? Porque surge
cada fragmento de una experiencia diferente y esas experiencias sí que son
verdaderas: son lo más importante. Se dirá que esto es irresponsable, pero si lo es, lo
será en el mismo sentido en que la vida es irresponsable. Un pensamiento
fragmentario refleja todos los aspectos de vuestra experiencia: un pensamiento
sistemático refleja sólo un aspecto, el aspecto controlado, luego empobrecido. En
Nietzsche, en Dostoievski, hablan todos los tipos de humanidad posibles, todas las
experiencias. En el sistema sólo habla el controlador, el jefe. El sistema es siempre la
voz del jefe: por eso todo sistema es totalitario, mientras que el pensamiento
fragmentario permanece libre.
S: ¿Cuál fue su formación filosófica? ¿Qué filósofos le han interesado más?
C: Bueno, en mi juventud leí mucho a León Chestov, que era muy conocido entonces
en Rumania. Pero quien más me interesó, a quien más amé, ésa es la palabra, fue a
Georg Simmel. Ya sé que Simmel es bastante conocido en España, gracias al interés
de Ortega por él, mientras que es completamente ignorado en Francia. Simmel era un
escritor maravilloso, un magnífico filósofo-ensayista. Fue amigo íntimo de Lukács y
Bloch, en los que influyó y que luego renegaron de él, lo que me parece
absolutamente deshonesto. Hoy Simmel está completamente olvidado en Alemania,
silenciado incluso, pero en su época tuvo la admiración de figuras como Thomas
Mann o Rilke. Simmel también fue un pensador fragmentario, lo mejor de su obra
son fragmentos. También influyeron mucho en mí los pensadores alemanes de la
llamada «filosofía de la vida», como Dilthey, etcétera. Por supuesto, también leí
mucho a Kierkegaard entonces, cuando aún no era moda. En general, lo que más me
ha interesado siempre es la filosofía-confesión. Lo mismo en filosofía que en
literatura lo que me interesa son los casos, aquellos autores de quienes puede decirse
que son «casos» en el sentido casi clínico de la expresión. Me interesan todos
aquellos que van a la catástrofe y también los que lograron situarse más allá de la
catástrofe. No puedo admirar más que a aquel que ha estado a punto de derrumbarse.
Por eso amé a Nietzsche o a Otto Weininger. O también autores rusos como Rozanov,
escritores religiosos que rozan constantemente la herejía, tipo Dostoievski. No me
marcaron los autores que son solamente una experiencia intelectual, como Husserl.
De Heidegger me interesó su vertiente kierkegaardiana, no la husserliana. Pero, ante
todo, busco el caso: en pensamiento o literatura tengo interés ante todo por lo frágil,
lo precario, lo que se derrumba y también por lo que resiste la tentación de
derrumbarse pero deja constancia de la amenaza…
S: ¿Qué opina usted de la «nueva filosofía» francesa, brote polémico del día?
C: Bueno, no puedo decir que los conozca a fondo, pero en general creo que se trata
de gente que comienza a despertar de su sueño dogmático…
S:Usted ha escrito uno de sus mejores libros sobre el tema de la utopía.
C: Recuerdo muy bien el comienzo de mi interés, durante una conversación en un
café de París con María Zambrano, allá por los años cincuenta. Entonces decidí
escribir algo sobre la utopía. Me puse a leer directamente a los utopistas: Moro,
Fourier, Cabet, Campanella… Al principio, con exaltación fascinada; luego, con
cansancio; finalmente, con mortal aburrimiento. Es increíble la fascinación que
ejercieron los utopistas sobre grandes espíritus: Dostoievski, por ejemplo, leía a
Cabet con admiración. ¡Cabet, que era un perfecto imbécil, un sub-Fourier! Todos
creían que el milenio estaba por llegar: un par de años, una década a lo sumo…
También era deprimente su optimismo, la pintura excesivamente rosa, esas mujeres
de Fourier cantando mientras trabajaban en los talleres… Este optimismo utópico es
frecuentemente despiadado. Recuerdo, por ejemplo, un encuentro que tuve con
Teilhard de Chardin; el hombre peroraba entusiásticamente sobre la evolución del
cosmos hacia Cristo, el punto Omega, etcétera… y entonces le pregunté qué pensaba
del dolor humano: «El dolor y el sufrimiento», me dijo «son un simple accidente de
la evolución». Me fui indignado, negándome a discutir con aquel débil mental. Creo
que la utopía y los utopistas han tenido un aspecto positivo, en el siglo XIX, el de
llamar la atención sobre la desigualdad de la sociedad y urgir a remediarla. No
olvidemos que el socialismo es a fin de cuentas hijo de los utopistas. Pero se basan en
una idea errónea, la de la perfectibilidad indefinida del hombre. Creo más acertada la
teoría del pecado original, aunque privándola de sus connotaciones religiosas,
puramente como antropología. Ha habido una caída irremediable, una pérdida que
nada puede colmar. En realidad, creo que lo que me ha alejado finalmente de la
tentación utopista es mi gusto por la historia, pues la historia es el antídoto de la
utopía. Pero, aunque la práctica de la historia sea esencialmente antiutópica, es cierto
que la utopía hace marchar la historia, la estimula. No actuamos más que bajo la
fascinación de lo imposible: lo que equivale a decir que una sociedad incapaz de dar a
luz una utopía y de entregarse a ella está amenazada por la esclerosis y la ruina. La
utopía, la construcción de sistemas sociales perfectos, es una debilidad muy francesa:
lo que al francés le falta de imaginación metafísica, le sobra de imaginación política.
Fabrica impecables sistemas sociales, pero sin tener en cuenta la realidad. Es un vicio
nacional: mayo del 68, por ejemplo, fue una producción constante de sistemas de
todo tipo, más ingeniosos e irrealizables unos que otros.
S: La utopía es, por así decirlo, el problema de un poder inmanente y no
trascendente a la sociedad. ¿Qué es el poder, Cioran?
C: Creo que el poder es malo, muy malo. Soy resignado y fatalista frente al hecho de
su existencia, pero creo que es una calamidad. Mire usted, he conocido a gente que ha
llegado a tener poder y es algo terrible. ¡Algo tan malo como un escritor que llega a
hacerse célebre! Es lo mismo que llevar un uniforme; cuando se lleva uniforme ya no
se es el mismo: bien, pues alcanzar el poder es llevar un uniforme invisible de forma
permanente. Me pregunto: ¿por qué un hombre normal, o aparentemente normal,
acepta el poder, vivir preocupado de la mañana a la noche, etcétera? Sin duda, porque
dominar es un placer, un vicio. Por eso no hay prácticamente ningún caso de dictador
o jefe absoluto que abandone el poder de buen grado: el caso de Sila es el único que
recuerdo. El poder es diabólico: el diablo no fue más que un ángel con ambición de
poder, luego ni un ángel puede disponer de poder impunemente. Desear el poder es la
gran maldición de la humanidad.
S: Volviendo a la utopía…
C: El ansia de utopía es un ansia religiosa, un deseo de absoluto. La utopía es la gran
fragilidad de la historia, pero también su gran fuerza. En cierto sentido, la utopía es lo
que rescata la historia. Ahí tiene usted la campaña electoral en Francia, por ejemplo:
si no fuera por su componente utópico, sería una querella entre tenderos… Mire
usted, yo no podría ser político porque creo en la catástrofe. Por mi parte, estoy
seguro de que la historia no es el camino del paraíso. Bueno, si soy un verdadero
escéptico no puedo estar seguro ni de la catástrofe…, ¡digamos que estoy casi
seguro! Por eso me siento desapegado de cualquier país, de cualquier grupo. Soy un
apátrida metafísico, algo así como aquellos estoicos de fines del Imperio romano, que
se sentían «ciudadanos del mundo», lo que es una forma de decir que no eran
ciudadanos de ninguna parte.
S: Usted no sólo ha desertado de su patria, sino también, lo que es aún más
importante, de su lengua.
C: Ese es el mayor acontecimiento que puede ocurrirle a un escritor, el más
dramático. ¡Las catástrofes históricas no son nada al lado de esto! Yo escribí en
rumano hasta el año 47. Ese año yo me encontraba en una casita cerca de Dieppe y
traducía a Mallarmé al rumano. De pronto me dije: «¡Qué absurdo! ¿Para qué traducir
a Mallarmé a una lengua que nadie conoce?». Y entonces renuncié a mi lengua. Me
puse a escribir en francés y fue muy difícil, porque por temperamento la lengua
francesa no me conviene, me hace falta una lengua salvaje, una lengua de borracho.
El francés fue como una camisa de fuerza para mí. Escribir en otra lengua es una
experiencia asombrosa. Se reflexiona sobre las palabras, sobre la escritura. Cuando
escribía en rumano, yo no me daba cuenta de qué escribía, simplemente escribía. Las
palabras no eran entonces independientes de mí. En cuanto me puse a escribir en
francés todas las palabras se hicieron conscientes, las tenía delante, fuera de mí, en
sus celdillas y las iba cogiendo: «Ahora tú, y ahora tú». Es una experiencia parecida a
otra que tuve cuando llegué a París. Me alojé en un hotelito del Barrio Latino, y el
primer día, cuando bajé a telefonear a conserjería, me encontré al encargado del hotel,
su mujer y un hijo preparando el menú de comida: ¡lo preparaban como si fuese un
plan de batalla! Me quedé asombrado: en Rumania yo había comido siempre como un
animal, bien, pero inconscientemente, sin advertir lo que significa comer. En París me
di cuenta de que comer es un ritual, un acto de civilización, casi una toma de posición
filosófica… Del mismo modo, escribir en francés dejó de ser un acto instintivo, como
era cuando escribía en rumano, y adquirió una dimensión deliberada, tal como dejé
también de comer inocentemente… Al cambiar de lengua, liquidé inmediatamente el
pasado, cambié totalmente la vida. Aún hoy, sin embargo, me parece que escribo una
lengua que no casa con nada, sin raíces, una lengua de invernadero.
S: Cioran, usted ha hablado frecuentemente del hastío. ¿Qué papel ha desempeñado
en su vida el hastío, el tedio?
C: Puedo decirle que mi vida ha estado dominada por la experiencia del tedio. He
conocido ese sentimiento desde mi infancia. No se trata de ese aburrimiento que
puede combatirse por medio de diversiones, con la conversación o con los placeres,
sino de un hastío, por decirlo así, fundamental y que consiste en esto: más o menos
súbitamente en casa o de visita o ante el paisaje más bello, todo se vacía de contenido
y de sentido. El vacío está en uno y fuera de uno. Todo el Universo queda aquejado
de nulidad. Ya nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello. El
hastío es un vértigo, pero un vértigo tranquilo, monótono; es la revelación de la
insignificancia universal, es la certidumbre llevada hasta el estupor o hasta la
suprema clarividencia de que no se puede, de que no se debe hacer nada en este
mundo ni en el otro, que no existe ningún mundo que pueda convenirnos y
satisfacernos. A causa de esta experiencia —no constante, sino recurrente, pues el
hastío viene por acceso, pero dura mucho más que una fiebre— no he podido hacer
nada serio en la vida. A decir verdad, he vivido intensamente, pero sin poder
integrarme en la existencia. Mi marginalidad no es accidental, sino esencial. Si Dios
se aburriese, seguiría siendo Dios, pero un Dios marginal. Dejemos a Dios en paz.
Desde siempre, mi sueño ha sido ser inútil e inutilizable. Pues bien, gracias al hastío
he realizado ese sueño. Se impone una precisión: la experiencia que acabo de
describir no es necesariamente deprimente, pues a veces se ve seguida de una
exaltación que transforma el vacío en incendio, en un infierno deseable…
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