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Foto del escritorAmenhotep VII

Enrique de Ofterdingen - Novalis



Primero soñó en inmensas lejanías y regiones salvajes y desconocidas. Caminaba sobre el mar con ligereza incomprensible; veía extraños animales; se encontraba viviendo entre las más diversas gentes, tan pronto en guerra, entre salvaje agitación, como en tranquilas cabañas. Caía prisionero y en la más afrentosa miseria. Todas las sensaciones llegaban a un grado de intensidad que él no había conocido jamás. Vivía una vida de infinitos matices y colores; moría y volvía de nuevo al mundo; amaba hasta la suprema pasión, y era separado para siempre de su amada. Por fin, al amanecer, cuando fuera apuntaban los primeros rayos del Sol, la agitación de su espíritu se fue remansando, y las imágenes fueron cobrando claridad y fijeza. Le parecía que caminaba solo por un bosque obscuro. Sólo raras veces la luz del día brillaba a través de la verde espesura. Pronto se encontró ante un desfiladero que subía montaña arriba. Tuvo que trepar por piedras musgosas, arrancadas de la roca viva y lanzadas corriente abajo por un antiguo torrente. Cuanto más subía más luminoso iba haciéndose el bosque. Por fin llegó a un pequeño prado que estaba en la ladera de la montaña. Al fondo del prado se levantaba un enorme peñasco, a cuyo pie vio una abertura que parecía ser la entrada de un pasadizo excavado en la roca. Anduvo por él cómodamente un buen rato, hasta llegar a un ensanchamiento, una especie de amplia sala, del que salía una luz muy clara, que él había visto brillar ya de lejos. Así que entró vio un rayo muy fuerte, que, como saliendo de un surtidor, ascendía hasta la parte alta de la bóveda, para deshacerse allí en infinidad de pequeñas centellas, que se reunían abajo en una gran alberca; el rayo de luz brillaba como oro encendido; no se oía el más mínimo ruido: un sagrado silencio envolvía el espléndido espectáculo. Se acercó a la alberca, en la que ondeaban trémulos infinitos colores. Las paredes de la cueva estaban revestidas de aquel líquido, que no era caliente, sino fresco, y que desde ellas arrojaba una luz a azulada y pálida. Metió la mano en la alberca y se humedeció los labios. Le pareció como si un hálito espiritual penetrara todo su ser, y se sintió íntimamente confortado y refrescado. Le entró un deseo irreprimible de bañarse; se desnudó y se metió en la alberca. Le pareció que le envolvía una nube encendida por la luz del atardecer; una sensación celestial le invadió interiormente; mil pensamientos pugnaban, con íntima voluptuosidad, por fundirse en él. Imágenes nuevas y nunca vistas aparecían ante sus ojos; también ellas penetraban unas dentro de otras, y en torno a él se convertían en seres visibles; cada onda de aquel deleitoso elemento venía a estrecharse junto a él como un delicado seno. Aquel mar parecía una danza bulliciosa y desatada de encantadoras doncellas que en aquellos momentos vinieran a tomar cuerpo junto al muchacho. Embriagado de embeleso, pero dándose cuenta muy bien de todas las impresiones, nadó despaciosamente, siguiendo la corriente del río, que, saliendo de la alberca, se metía de nuevo en la roca. Una especie de dulce somnolencia le invadió: soñaba cosas que no hubiera sido capaz de describir. Una luz distinta le despertó. Se encontró en un mullido césped, a la vera de una fuente, cuyas aguas penetraban en el aire y parecían desaparecer en él. No muy lejos se levantaban unas rocas de color azul marino, con vetas multicolores; la luz del día que le circundaba tenía una claridad y una dulzura desacostumbradas; el cielo era de un purísimo azul obscuro. Pero lo que le atraía con una fuerza irresistible era una flor alta y de un azul luminoso, que estaba primero junto a la fuente y que le tocaba con sus hojas anchas y brillantes. En torno a ella había miles de flores de todos los colores, y su delicioso perfume impregnaba todo el aire. El muchacho no veía otra cosa que la Flor Azul, y la estuvo contemplando largo rato con indefinible ternura. Por fin, cuando quiso acercarse a ella, ésta empezó de pronto a moverse y a transmudarse: las hojas brillaban más y más, y se doblaban, pegándose al tallo, que iba creciendo; la flor se inclinó hacia él, y sobre la abertura de la corola, que formaba como un collar azul, apareció, como suspendido en el aire, un delicado rostro. El dulce pasmo del muchacho iba creciendo ante aquella transformación; en aquel momento la voz de su madre le despertó, y se encontró en la habitación de sus padres, dorada ya por el sol de la mañana. Enrique estaba demasiado embelesado para molestarse por esta interrupción: dio los buenos días amablemente a su madre y de todo corazón le devolvió el abrazo que ésta le había dado. —¡Eh, dormilón! —dijo el padre—. Hace rato que por tu culpa tengo que estar aquí sentado limando, sin poder usar el martillo; tu madre quería dejar dormir a su querido hijo. Hasta para el desayuno he tenido que esperar. Has sido muy listo eligiendo el estudio; por él tenemos nosotros que trabajar y velar hasta las tantas. Aunque, según me han contado, un verdadero sabio tiene que pasar noches en vela también para leer y estudiar las grandes obras de sus ilustres predecesores. —Padre —contestó Enrique—, no os enfadéis de que haya dormido hasta tan tarde; ya sabéis que no acostumbro a hacerlo. Tardé mucho en dormirme, y tuve al principio muchas pesadillas, hasta que, por fin, tuve un sueño tan dulce que tardaré en olvidarme de él; creo que ha sido algo más que un sueño. —Hijo mío —dijo la madre—, a buen seguro que has estado durmiendo boca arriba, o te habrás distraído ayer al rezar las oraciones de la noche. No tienes el aspecto de todos los días. La madre salió de la habitación. El padre continuaba aplicado a su trabajo y decía: —Son falacias eso de los sueños, piensen lo que quieran los sabios sobre ello; y lo que tú debes hacer es dejarte de tonterías y no pensar en estas cosas: son inutilidades que sólo pueden hacerte daño. Se acabaron aquellos tiempos en que Dios se comunicaba a los hombres por medio de los sueños; y hoy no podemos comprender, ni llegaremos a comprenderlo nunca, qué debieron de sentir aquellos hombres escogidos de los que nos habla la Biblia. En aquel tiempo todo debió de ser de otra manera, tanto los sueños como las demás cosas de los hombres. En los tiempos en que ahora vivimos ya no existe contacto directo entre los humanos y el cielo. Las antiguas historias y las Escrituras son ahora las únicas fuentes por las que nos es dado saber lo que necesitamos conocer del mundo sobrenatural; y en lugar de aquellas revelaciones sensibles, ahora el Espíritu Santo nos habla por medio de la inteligencia de hombres sabios y buenos, y por medio de la vida y el destino de hombres piadosos. Los milagros de hoy en día nunca han edificado mucho; nunca creí en estos grandes hechos de que nos hablan los clérigos. Con todo, que aprovechen a quien crea en ellos; yo guardaré muy bien de apartar a nadie de sus creencias. —Pero, padre, ¿por qué sois tan contrario a los sueños? Sean ellos lo que fueren, no hay duda de que sus extrañas transformaciones y su naturaleza frágil y liviana tiene que darnos que pensar. ¿No es cierto que todo sueño, aun el más confuso, es una visión extraordinaria que, incluso sin pensar que nos los haya podido mandar Dios, podemos verla como un gran desgarrón que se abre en el misterioso velo que, con mil pliegues, cubre nuestro interior? En los libros más sabios se encuentran incontables historias de sueños que han tenido hombres dignos de crédito; acordaos si no del sueño que hace poco nos contó el venerable capellán de la corte y que os pareció tan curioso. Pero, aun dejando aparte estas historias, imaginar que por primera vez en vuestra vida tuvierais un sueño. ¿No es verdad que os maravillaríais y que no permitiríais que se discutiera lo extraordinario de un acontecimiento que para los demás es una cosa cotidiana? A mí el sueño se me antoja como algo que nos defiende de la monotonía y de la rutina de la vida; una libre expansión de la fantasía encadenada, que se divierte barajando las imágenes de la vida ordinaria e interrumpiendo la continua seriedad del hombre adulto con un divertido juego de niños. Seguro que sin sueños envejeceríamos antes. Por esto, aunque no lo veamos como algo que nos llega directamente del cielo, bien podemos ver al sueño como un don divino, como un amable compañero en nuestra peregrinación hacia la santa sepultura. Estoy seguro de que el sueño que he tenido esta noche no ha sido algo casual, sino que va a contar en mi vida, porque lo siento como una gran rueda que hubiera entrado en mi alma y que la impulsara poderosamente hacia adelante.

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