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Foto del escritorAmenhotep VII

En el Balneario - Hermann Hesse



Para las personas normales, elegir una habitación de hotel es una pequeñez, un acto vulgar y corriente en el que no interviene para nada el afecto y que sólo requiere un par de minutos. Para nosotros, sin embargo, los neuróticos, insomnes y psicópatas, este acto banal fantásticamente sobrecargado de recuerdos, afectos y fobias se convierte en un martirio.


El hotelero amable, la simpática empleada de recepción que, atendiendo a nuestro tímido y urgente ruego, nos enseñan y recomiendan su «habitación tranquila» , no adivinan la tormenta de asociaciones, de temores, de ironías y reproches que provoca en nosotros esa palabra fatal.!Oh, qué bien, o mejor dicho, con qué terrible precisión, con qué detallada exactitud conocemos esta habitación tranquila, este escenario de nuestros más angustiosos sufrimientos, de nuestras más dolorosas derrotas, de nuestra más secreta humillación! !Con qué falsedad y alevosía, con qué aspecto demoníaco nos miran estos mueble benévolos, estas alfombras bienintencionadas, estas risueñas paredes de papel pintado! !Qué sombría y abrumadoramente hostil se nos antoja la puerta de comunicación con la habitación contigua, que de modo nefasto se encuentra en la mayoría de estas habitaciones, casi siempre consciente de su perverso papel y por ello vergonzosamente oculta tras una cortina! !Con qué dolor y resignación levantamos la vista hacia el techo enjabelgado, que en el momento de la inspección siempre ofrece una sonrisa hueca y maligna y que después, por la noche y por la mañana, retumba con los pasos de los huéspedes del piso superior, ay, y no sólo con los pasos, que por ser conocidos no son los enemigos peores! No, sobre esta superficie blanca e inofensiva resuenan a la hora de la fatalidad, como también a través de las delgadas puertas y paredes, ruidos y vibraciones inesperadas, botas y bastones que caen al suelo, golpes fuerte y rítmicos (que indican los prescritos ejercicios gimnásticos), sillas derribadas, un libro o un vaso que resbala de la mesilla de noche, el traslado de maletas y muebles. !Y además las voces, las conversaciones o los monólogos, las toses, las risas, los ronquidos! Y por si esto fuera poco, lo peor de todo, los sonidos desconocidos e inexplicables, todos esos rumores insólitos y fantasmales que no sabemos interpretar, cuyo origen y posible duración no podemos prever, todos esos golpes y crujidos, pataleos, chasquidos, murmullos, resoplidos, libaciones, suspiros, chirridos, picoteos, hervores … , !sólo Dios sabe qué orquesta invisible puede ocultarse en los pocos metros cuadrados de una habitación de hotel!


Así pues, la elección de un dormitorio es para nosotros una empresa en extremo delicada, importante y hasta casi imposible, hay que pensar en veinte cosas a la vez, en cien posibilidades. En una habitación hay armario de pared, en otra hay calefacción, en la tercera, un tocador de ocarina puede ser la fuente de sorpresas acústicas. Y como se sabe por experiencia que en ninguna habitación del mundo es posible determinar la existencia de la tan ansiada paz que nos garantice el sueño, como la habitación de aspecto más tranquilo puede ocultar sorpresas (¿acaso no había vivido ya en un solitario cuarto para la servidumbre en el quinto piso, a fin de asegurarme de que ningún vecino alteraría mi paz, para encontrar, en vez de un ruidoso coetáneo, una buhardilla infestada de ratas?), ¿no sería mejor acabar renunciando a toda elección, tirarse sencillamente de cabeza en brazos del destino y dejar decidir a la casualidad? En lugar de atormentarse y afligirse, sólo para rendirse a lo inevitable pocas horas después, triste y decepcionado, ¿no sería más inteligente dar carta blanca al ciego azar y aceptar la primera habitación que nos ofrecen? Sí, no hay duda de que sería más inteligente. Sin embargo, no lo hacemos o lo hacemos muy raramente, porque si la inteligencia y la evitación de emociones dirigieran todos nuestros actos, ¿cómo sería nuestra vida? ¿Acaso ignoramos que nuestro destino es innato e inescapable, y pese a ello nos aferramos esperanzados a la ilusión de la elección, del libre albedrío? ¿No podría cada uno de nosotros, cuando elige al médico para su enfermedad, su profesión y lugar de residencia, su amante o su novia, dejarlo todo, tal vez con mayor éxito, a la pura casualidad, cuando, por el contrario, opta por la elección y dedica a todas estas cosas gran cantidad de pasión, de esfuerzos, de inquietudes? Quizá lo hiciera ingenuamente, con entusiasmo infantil, creyendo en su poder, convencido de que puede influenciar al destino; pero también es posible que llegue a hacerlo con escepticismo, profundamente convencido de la inutilidad de sus esfuerzos, pero igualmente convencido de que la acción, las ambiciones, la elección y el sufrimiento son más hermosos, vibrantes, decorosos o al menos divertidos que no inmovilizarse en una pasividad resignada. Pues bien, del mismo modo actúo yo, demente buscador de habitación, cuando pese al profundo convencimiento de la inutilidad y absurda insensatez de mi proceder me enfrasco cada vez en largas negociaciones sobre la elección de mi cuarto, investigando concienzudamente la cuestión de vecinos, puertas, puertas dobles, y todo lo imaginable. Es un juego, un deporte para mí el entregarme cada vez en esta cuestión insignificante y vulgar a la ilusión y a ficticias reglas de juego, como si asuntos de esta índole merecieran una actuación lógica. Mi comportamiento es tan inteligente o tan insensato como el de un niño al comprarse golosinas o el de un jugador que basa sus apuestas en cálculos matemáticos. Sabemos perfectamente que en tales situaciones estamos en manos de la casualidad y ello no obstante actuamos, por profunda necesidad espiritual, como si la casualidad no existiera y todo en este mundo dependiera de nuestra razón y nuestro gobierno.

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