LA CUESTIÓN DE LA CONCIENCIA
La alegría de reunirse con un ser querido, la tristeza de perder a un amigo íntimo,
la riqueza de un sueño vivido, la serenidad de un paseo por un jardín en un día de
primavera, la absorción total de un estado de meditación profunda, son estas cosas, y
otras parecidas, que constituyen la realidad de nuestra experiencia de la conciencia.
Al margen del contenido individual de cualquiera de estas experiencias, nadie en su
sano juicio pondría en duda su realidad. Cualquier experiencia de la conciencia,
desde la más mundana a la más elevada, posee cierta coherencia y, al mismo tiempo,
un alto grado de intimidad, es decir, existe siempre desde un punto de vista personal.
La experiencia de la conciencia es completamente subjetiva. La paradoja, sin
embargo, consiste en que, a pesar de la indudable realidad de nuestra subjetividad y
de los miles de años de análisis filosófico, hay poco consenso en torno a la naturaleza
de la conciencia. La ciencia, con su método característico en tercera persona —la
perspectiva objetiva vista desde fuera— ha avanzado sorprendentemente poco hacia
esta comprensión.
Existe, no obstante, un reconocimiento creciente del estudio de la conciencia
como un área de investigación científica cada vez más apasionante. Al mismo
tiempo, se va generalizando la admisión de una falta de metodología científica
plenamente desarrollada para la investigación de los fenómenos de la conciencia.
Esto no significa que no ha habido teorías filosóficas sobre el tema o intentos de
«explicar» la conciencia en términos de paradigmas materialistas. En uno de los
extremos se situaba el conductismo, que pretendía definir la conciencia en términos
del lenguaje del comportamiento externo, así reduciendo los fenómenos mentales a
los actos verbales y físicos. En el otro extremo se encontraba el denominado
dualismo cartesiano, la idea de que el mundo comprende dos magnitudes
sustancialmente reales: la materia, caracterizada por cualidades como la extensión, y
la mente, definida en términos de una sustancia inmaterial, como es el «espíritu».
Entre estos dos extremos ha habido todo tipo de teorías, desde el funcionalismo (que
intenta definir la conciencia en términos de sus funciones) a la neurofenomenología
(que pretende definir la conciencia en términos de correlatos neurales). La mayoría de
estas teorías explican la conciencia a través de diversos aspectos del mundo material.
Pero ¿qué hay de la observación directa de la propia conciencia?
¿Cuáles son sus características y cómo funciona? ¿Participan de ella todas las
formas de vida, las plantas tanto como los animales? ¿Existe nuestra vida consciente
únicamente cuando nos damos cuenta de ella, de modo que, cuando dormimos sin
soñar, por ejemplo, la conciencia ha de considerarse latente o, incluso, inexistente?
¿Se compone la conciencia de momentos seriados de fluctuaciones mentales o es
continua aunque continuamente cambiante? ¿Es la conciencia una cuestión de grado?
¿Precisa la conciencia siempre de un objeto, de algo del que ser consciente? ¿Cuál es
su relación con el inconsciente, no solo con los eventos electroquímicos inconscientes
del cerebro, que están relacionados con los procesos mentales, sino también con los
deseos inconscientes más complejos y, posiblemente, más problemáticos, con los
recuerdos y las expectativas? Dada la naturaleza altamente subjetiva de nuestra
experiencia de la conciencia ¿será alguna vez posible su comprensión científica, en el
sentido de un discurso objetivo en tercera persona?
La cuestión de la conciencia ha atraído muchísima atención en la larga historia
del pensamiento filosófico budista. Para el budismo, dado su interés fundamental en
las cuestiones de la ética, la espiritualidad y la superación del sufrimiento, la
comprensión de la conciencia, que se cree una de las características que definen la
sensibilidad, tiene una gran importancia. Según las escrituras más antiguas, el Buda
atribuía a la conciencia un rol primordial en la determinación del curso de la felicidad
y el sufrimiento humanos. Por ejemplo, el famoso discurso del Buda que conocemos
como Dhammapada se abre con la afirmación de que la mente es primaria y lo
impregna todo.
Antes de continuar es importante tener en cuenta los problemas que surgen de
nuestro uso del lenguaje en la descripción de la experiencia subjetiva. A pesar de la
universalidad de la experiencia de la conciencia, las lenguas en las que articulamos
nuestras experiencias subjetivas tienen sus raíces en fondos culturales, históricos y
lingüísticos dispares.
Estas procedencias dispares representan distintos marcos cognitivos: mapas
conceptuales, prácticas lingüísticas o herencias filosóficas y espirituales. Las lenguas
europeas occidentales, por ejemplo, hablan de «conciencia», «mente» y «fenómenos
mentales». De forma similar, en el contexto de la filosofía de la mente budista, se
habla de lo ( buddhi en sánscrito), shepa (juana) y rigpa (vidya) términos que
podemos traducir, más o menos, como conciencia o «inteligencia», en el sentido más
amplio del término. Los filósofos budistas hablan también de sem (icitta en
sánscrito), «mente» en Occidente. De namshe (vijna- na en sánscrito), «conciencia»
en Occidente. Y de y i (manas en sánscrito), la «mentalidad» o «estados mentales».
El término tibetano namshe, o su equivalente sánscrito, vijnana, que se suele
traducir como «conciencia», abarca un campo semántico más amplio que el término
español, en el sentido en que no solo cubre la gama entera de las experiencias de la
conciencia sino también aquellas fuerzas que se podrían reconocer como parte de lo
que las teorías modernas de la psicología y el psicoanálisis llaman inconsciente.
Asimismo, la palabra tibetana para designar la «mente», que es sem (o citta en
sánscrito) no solo hace referencia al ámbito del pensamiento sino también al de las
emociones. Podemos hablar de los fenómenos de la conciencia sin excesiva
confusión, pero debemos tener en cuenta las limitaciones de nuestros respectivos
términos lingüísticos.
El problema de describir las experiencias subjetivas de la conciencia es realmente
complejo. Y lo es porque corremos el riesgo de objetivar lo que es, en esencia, un
conjunto de experiencias íntimas y de excluir la necesaria presencia del sujeto que
experimenta.
No podemos excluirnos a nosotros mismos de la ecuación. Ninguna descripción
científica de los mecanismos nerviosos de la discriminación cromática puede
hacernos comprender cómo es la percepción del color rojo, por ejemplo. Se trata de
un tipo de investigación único: el objeto de nuestro estudio es mental, la instancia que
lleva a cabo el examen es mental, y el propio medio con el que se realiza el examen
es mental. La pregunta es si los problemas que esta situación plantea para el estudio
científico de la conciencia son insuperables. Si son tan importantes que arrojan una
seria duda sobre la validez de la investigación.
Aunque tendemos a considerar el mundo de la mente como algo homogéneo —
una especie de entidad monolítica que llamamos «mente»— si analizamos más en
profundidad, descubrimos que esta aproximación resulta demasiado simplista. La
conciencia, tal como la conocemos, se compone de miríadas de estados mentales,
extremadamente variados y a menudo intensos. Por una parte, hay estados
explícitamente cognitivos, como la fe, la memoria, el reconocimiento y la atención;
por otra, estados explícitamente afectivos, como las emociones. Parece, además, que
existe una categoría de estados mentales que operan primordialmente como factores
causativos y que nos motivan a emprender una acción.
Incluyen la voluntad, la resolución, el deseo, el miedo y la ira. Incluso dentro de
los estados cognitivos podemos trazar distinciones entre las percepciones sensoriales,
como la percepción visual, que guarda cierta relación directa con los objetos
percibidos, y los procesos conceptuales del pensamiento, como la i imaginación o el
recuerdo posterior de un objeto elegido por la memoria. Estos últimos procesos no
requieren la presencia inmediata del objeto percibido ni dependen de la operación
activa de los sentidos.
La filosofía budista de la mente combina la discusión de las distintas tipologías de
fenómenos mentales con la de sus características particulares. En primer lugar, existe
la siguiente tipología séxtupla: las experiencias de la vista, el oído, el olfato, el sabor,
el tacto y los estados mentales. Las primeras cinco son experiencias sensoriales
mientras que la última hace referencia a una extensa gama de estados mentales, desde
la memoria, la voluntad y la resolución hasta la imaginación. Los estados mentales
que dependen de los cinco sentidos son completamente contingentes de las facultades
sensoriales que se entienden como materiales, mientras que las experiencias mentales
disfrutan de una independencia mayor de la base física.
Una de las divisiones de la escuela Yogacara añade dos componentes a esta
tipología, haciéndola óctuple. Los exponentes de esta teoría argumentan que incluso
la percepción mental es demasiado transitoria y contingente para explicar la profunda
unidad que observamos tanto en nuestra experiencia subjetiva como en nuestro
sentido del yo. Afirman que, bajo estos estados mentales fluctuantes y contingentes,
tiene que existir una mente básica, que conserva su integridad y continuidad a lo
largo de la vida de un individuo. Esta mente básica se comprenderá mejor como
«conciencia fundadora», la base de todos los fenómenos mentales.
Inseparable de la conciencia fundadora es el pensamiento instintivo de «yo soy»,
pensamiento que la escuela Yogacara concibe como un curso diferente de la
conciencia.
La escuela del Camino Medio, cuya visión la mayoría de los pensadores tibetanos
, incluido yo mismo, aceptan como representativa de lo más elevado del pensamiento
filosófico budista, rechaza esa tipología y argumenta que el espectro entero de la
conciencia queda adecuadamente recogido por la tipología séxtupla.
En concreto, la escuela del Camino Medio se siente incómoda con las
implicaciones potencialmente esencialistas de la «conciencia fundadora» que postula
el sistema óctuple.
La pregunta es: ¿Qué es lo que define a esta diversidad de fenómenos como
pertenecientes a un grupo de experiencias, las que llamamos «mentales»? Recuerdo
muy claramente mi primera lección en epistemología cuando era niño y tuve que
memorizar el dictamen:
«La definición de lo mental es aquello luminoso y sabio». Los pensadores
tibetanos definieron la conciencia inspirándose en fuentes indias más antiguas. Fue
muchos años después que me di cuenta de la complejidad del problema filosófico
oculto tras esta sencilla formulación. Actualmente, no puedo evitar sonreír cuando
veo a los pequeños monjes de nueve años citar confiadamente esta definición de la
conciencia en el hemiciclo, lugar fundamental de la educación monástica tibetana.
Estos dos rasgos —la luminosidad o claridad y el saber o cognoscibilidad—
caracterizan «lo mental» según el pensamiento budista indo-tibetano. Por claridad se
entiende la capacidad de los estados mentales de revelar o reflexionar. Por saber, en
cambio, se entiende la facultad de los estados mentales de percibir o aprehender lo
aparente. Todos los fenómenos que ostentan estas cualidades cuentan como mentales.
Son rasgos difíciles de conceptuar, porque tratamos con fenómenos subjetivos e
íntimos en lugar de con objetos materiales, que se pueden medir en términos
espaciotemporales. Tal vez sea por estas dificultades —las limitaciones del lenguaje
cuando trata de lo subjetivo— que muchos de los primeros textos budistas explican la
naturaleza de la conciencia en términos de metáforas, como luz o como las aguas de
un río. La característica principal de la luz es su capacidad de iluminar, y se dice que
la conciencia ilumina los objetos que contempla. Cuando hablamos de la luz no
establecemos una distinción categórica entre la iluminación y aquello que ilumina, y
en lo referente a la conciencia no existe una diferencia real entre el proceso del saber
o cognición y aquel que sabe o el conocedor. La conciencia, como la luz, posee una
cualidad de iluminación.
Al hablar de los fenómenos mentales, que, según el pensamiento budista, poseen
las dos características definidas de la luminosidad y el saber, corremos el riesgo de
suponer que el budismo propone otra versión del dualismo cartesiano, es decir, que
existen dos sustancias independientes, la «materia» y la «mente». Para aclarar
cualquier confusión posible, me parece necesaria una pequeña digresión sobre la
clasificación básica de la realidad según la filosofía budista. El budismo propone la
existencia de tres aspectos o rasgos fundamentalmente distintos del mundo de las
cosas condicionadas, el mundo en que vivimos:
1. La materia: los objetos físicos
2. La mente: las experiencias subjetivas
3. Los compuestos abstractos: las formaciones mentales.
En cuanto a los constituyentes del mundo material, no hay muchas diferencias entre el pensamiento budista y la ciencia moderna.
Y, a la hora de definir las características principales de los fenómenos materiales, se daría un amplio consenso entre estas dos tradiciones de investigación.
Ambas consideran las propiedades —como la extensión, la
localización espacio- temporal, etcétera— como rasgos definitorios del mundo
material Además de estos objetos manifiestamente materiales, desde el punto de vista
del budismo pertenecen a este primer ámbito de la realidad fenómenos como las
partículas sutiles, los diversos campos (como el electromagnético) y las fuerzas de la
naturaleza (como la gravedad).
Para los filósofos budistas, sin embargo, la realidad no se agota en este ámbito y
sus contenidos.
También existe el ámbito de las experiencias subjetivas, como nuestros procesos
de pensamiento, las sensaciones y el rico tapiz de nuestras emociones. Según la
perspectiva budista, una parte importante de este ámbito se da también entre otros
seres sensibles.
Aunque muy condicionado por la base física —que incluye las redes nerviosas,
las neuronas y las facultades sensoriales— el ámbito mental disfruta de un estatus
diferenciado del mundo material.
Desde el punto de vista budista, el ámbito mental no se puede reducir al mundo
de la materia, aunque dependa de él para poder funcionar. Con la excepción de una
escuela materialista india, la mayoría de las antiguas escuelas filosóficas del Tíbet y
la India aceptan la imposibilidad de reducir lo mental a un subconjunto de lo físico.
Existe, además, un tercer ámbito de la realidad, el de los compuestos abstractos,
que no se pueden caracterizar como físicos en el sentido de estar constituidos por
elementos materiales, ni como mentales en el sentido de las experiencias subjetivas
íntimas. Con esto me refiero a muchos aspectos de la realidad que forman parte
integral de nuestra comprensión del mundo. Los fenómenos como el tiempo, los
conceptos y los principios lógicos, que son, en esencia, construcciones de nuestra
mente, difieren de los dos primeros ámbitos. Debo admitir que todos los fenómenos
que pertenecen a este tercer ámbito dependen del primero -o bien del segundo- del
físico o del mental- aunque poseen características propias diferenciadas.
Creo que esta taxonomía de la realidad, que se remonta a las épocas más antiguas
de la tradición filosófica budista, es casi idéntica a la que nos propone Karl Popper. Él
hablaba del «primer mundo», el «segundo mundo» y el «tercer mundo». Con estos
términos se refería:
1) al mundo de las cosas u objetos físicos;
2) al mundo de las experiencias subjetivas, incluidos los procesos de pensamiento;
3 ) al mundo de las afirmaciones en sí: el contenido de los pensamientos a diferencia de los procesos mentales.
Resulta sorprendente que Popper, quien nunca había estudiado la filosofía
budista, llegara a una clasificación casi idéntica de las categorías de la realidad. Si
estuviera al tanto de esa curiosa convergencia entre su pensamiento y el budismo en
las ocasiones en que me reuní con él, sin duda habríamos hablado del tema.
La filosofía y la ciencia occidentales han intentado comprender la conciencia casi
únicamente en términos de las funciones del cerebro. Esta aproximación fundamenta
la naturaleza y la existencia de la mente en la materia, de una forma ontológicamente
reduccionista. Algunos consideran que el cerebro es una especie de modelo
computador, parecido a la inteligencia artificial. Otros esbozan un modelo
evolucionista para explicar la emergencia de los distintos aspectos de la conciencia.
La neurociencia moderna cuestiona seriamente si la mente y la conciencia son más
que simples operaciones cerebrales, si las sensaciones y las emociones son más que
meras reacciones químicas. ¿Hasta qué punto el mundo de la experiencia subjetiva
depende del hardware y del orden operativo del cerebro? Sin duda, ha de depender en
grado importante pero ¿lo hace enteramente? ¿Cuáles son las causas necesarias v
suficientes para la emergencia de las experiencias mentales subjetivas?
Muchos científicos, especialmente los que trabajan en el campo de la
neurobiología, parten de la suposición de que la conciencia representa un tipo
especial de proceso físico, que surge de la estructura y la dinámica del cerebro.
Recuerdo claramente una discusión con algunos neurocientíficos eminentes de cierta
facultad de medicina de Estados Unidos.
Después de enseñarme amablemente los más modernos instrumentos científicos
para la exploración del cerebro humano, como la MRI (imagen de resonancia
magnética) y el ECG (electrocardiógrafo), y de dejarme presenciar en directo una
operación de cerebro (con el permiso de la familia del paciente), nos sentamos para
discutir las actuales teorías científicas acerca de la conciencia. Dije a uno de los
científicos: «Parece muy obvio que las alteraciones de los procesos químicos del
cerebro producen muchas de nuestras experiencias subjetivas, como la percepción y
la sensación. ¿Podemos invertir este proceso causativo? ¿Podemos postular que el
pensamiento puro puede efectuar cambios en los procesos químicos del cerebro?».
Quería saber si, al menos conceptualmente, podemos admitir la posibilidad de un
proceso causativo en dos direcciones.
La respuesta del científico fue muy sorprendente. Dijo que, puesto que todos los
estados mentales surgen de estados físicos, la causalidad inversa no es posible.
Aunque en aquel momento no le repliqué, esencialmente para no resultar grosero,
pensé —y sigo pensando— que tal alegación categórica carece de fundamento
científico. La teoría de que todos los procesos mentales son necesariamente físicos
constituye un posicionamiento metafísico, no un hecho científico. Creo que,
conforme al espíritu de la investigación científica, es crucial que dejemos la pregunta
abierta y no confundamos nuestras suposiciones con los hechos empíricos.
Me consta que hay un grupo de científicos y filósofos que creen que el análisis
científico derivado de la física cuántica podría proporcionar una respuesta al enigma
de la conciencia. Recuerdo algunas conversaciones que mantuve con David Bohm en
torno a su idea de un «orden implícito», según el cual la materia y la conciencia se
manifiestan conforme a los mismos principios. Debido a su naturaleza compartida,
decía, no es sorprendente que hallemos tan gran similitud de orden en la materia y en
el pensamiento. Aunque nunca entendí por completo la teoría de la conciencia de
Bohm, su énfasis en una explicación holista de la realidad, que incluya la mente tanto
como la materia, indica un camino por donde buscar una explicación integral del
mundo.
En 2002 me reuní con un grupo de científicos en la Universidad de Canberra,
Australia, para hablar del tema de la mente inconsciente. El astrofísico Paul Davies
afirmó ser capaz de concebir una teoría cuántica de la conciencia. Debo reconocer
que, cada vez que se ofrece una explicación cuántica de la conciencia, me siento
totalmente perdido. Es concebible que la física cuántica, con sus turbadoras nociones
de la no localización, la superposición de las propiedades de onda y partícula, y el
principio de la incertidumbre de Heisenberg, pueda ofrecer una explicación más
profunda de áreas específicas de la actividad cognitiva. Aun así, no entiendo cómo
una teoría cuántica de la conciencia resultaría más válida que una explicación
cognitiva o neurobiológica, basada en el concepto clásico de los procesos cerebrales
físicos. La única diferencia entre ambas explicaciones sería la sutileza de la base
física relacionada con la experiencia de la conciencia. Al menos bajo mi punto de
vista, mientras no consigamos explicar a fondo la experiencia subjetiva de la
conciencia, la brecha explicativa entre los procesos físicos que ocurren en el cerebro
y los procesos de la conciencia permanecerá tan ancha como siempre.
La neurobiología ha tenido un éxito tremendo en su análisis físico del cerebro y la
comprensión de sus diferentes partes. El proceso es fascinante y sus resultados,
sumamente interesantes. Aun así, aquella parte del cerebro que aloja la conciencia
(suponiendo que existe) sigue siendo objeto de controversia. Unos abogan por el
cerebelo, otros, por la formación reticular y otros más, por el hipocampo. A pesar de
esta falta de acuerdo, entre los neurocientíficos parece existir un amplio consenso en
torno a la definición de la conciencia en términos de procesos neurobiológicos.
Subyace a esta posición la convicción de que todos los estados, los cognitivos
tanto como los sensitivos, se pueden relacionar con procesos cerebrales. Con la
invención de los nuevos y poderosos instrumentos, el conocimiento de los
neurocientíficos de la relación mutua entre las diversas actividades cognitivas y los
procesos cerebrales ha alcanzado niveles realmente asombrosos. Por ejemplo, en una
de las conferencias de Mente y Vida, el psicólogo Richard Davidson presentó una
descripción detallada de cómo muchas de las emociones «negativas», como el odio o
el miedo, parecen estar estrechamente relacionadas con esa parte del cerebro que
llamamos amígdala. La relación entre dichos estados emocionales y esa parte del
cerebro es tan fuerte, que los pacientes que han sufrido lesiones cerebrales en esta
región carecen de las emociones del miedo o de la aprensión.
¡Recuerdo haber observado que, si los experimentos demuestran sin lugar a dudas
que la neutralización de esta parte del cerebro no tendría consecuencias perjudiciales
para el individuo, la extirpación de la amígdala podría constituir una práctica
espiritual sumamente eficaz! Por supuesto, la situación no es tan sencilla.
Resulta que, además de constituir la base nerviosa de nuestras emociones
negativas, la amígdala desempeña otras funciones importantes, como la detección del
peligro, sin la cual quedaríamos incapacitados en muchos sentidos.
A pesar de su enorme éxito en la observación de las estrechas relaciones entre las
diferentes partes del cerebro y los estados mentales, no creo que la neurociencia
moderna disponga de una verdadera explicación de la conciencia en sí. La
neurociencia posiblemente acertará en decirnos que, cuando se observa actividad en
esta u otra parte del cerebro, el sujeto debe encontrarse en un estado cognitivo tal o
cual. Pero deja abierta la cuestión del porqué.
Es más, no explica y, probablemente, no podría explicar por qué, cuando ocurre
una actividad cerebral determinada, el sujeto se ve sometido a la experiencia
correspondiente. Cuando, por ejemplo, un sujeto percibe el color azul, ninguna
explicación neurobiológica podrá analizar su experiencia a fondo. Siempre dejará sin
explicar qué es lo que se siente al percibir el azul. De forma similar, un
neurocientífico podrá decirnos si un sujeto está soñando pero ¿puede la neurobiología
explicar el contenido del sueño?
Se puede establecer una distinción, sin embargo, entre esto como sugerencia
metodológica y la suposición metafísica de que la mente no es más que una función o
una propiedad |emergente de la materia. Si aceptamos, sin embargo, que la mente es
susceptible de ser reducida en materia, nos queda un enorme vacío explicativo.
¿Cómo dar cuenta de la emergencia de la conciencia? ¿Qué es lo que marca la
transición de lo no sensible a los seres sensibles? El modelo de complejidad
creciente basado en la teoría de la evolución a través de la selección natural no es más
que una hipótesis descriptiva, una especie de eufemismo para la palabra «misterio», y
no una explicación satisfactoria.
Para entender la concepción budista de la conciencia —y su rechazo de la
reductibilidad de la mente en materia— es crucial entender la teoría de la causalidad.
La cuestión de la causalidad constituye desde hace mucho uno de los temas centrales
del análisis filosófico y contemplativo budista. El budismo propone dos categorías
causativas principales. La «causa sustancial» y la «causa contribuyente o
complementaria». Tomemos el ejemplo de una vasija de arcilla. La causa sustancial
hace referencia a la «materia» que sufre un efecto concreto, es decir, a la arcilla que
queda convertida en vasija. En cambio, todos los demás factores que contribuyen a la
creación de la vasija —como la habilidad del alfarero, el propio alfarero y el horno
donde se coció la arcilla— son complementarios, son los que hacen posible la
transformación de la arcilla en vasija.
Esta distinción entre la causa sustancial y la contribuyente de un evento u objeto
determinados es de importancia crucial para la comprensión de la teoría budista de la
conciencia. Según el budismo, aunque la conciencia y la materia pueden contribuir y
contribuyen mutuamente en su emergencia, ninguna de las dos podrá jamás erigirse
encausa sustancial de la otra.
De hecho, es en base a esta premisa que pensadores budistas como Dharmakirti
han argumentado racionalmente a favor de la teoría del renacimiento. La
argumentación de Dharmakirti se puede formular así: La conciencia del recién nacido
proviene de una instancia cognitiva precedente, una instancia de la conciencia, como
el momento de conciencia presente.
El tema gira en torno al argumento de que las diferentes instancias de la
conciencia que experimentamos llegan a ser debido a la presencia de instancias de la
conciencia preexistentes. Y puesto que la materia y la conciencia poseen naturalezas
totalmente distintas, el primer momento de conciencia del nuevo ser debe ir
precedido de su causa sustancial, que ha de ser un momento de la conciencia. Es así
como se afirma la existencia de una vida anterior.
Otros pensadores budistas, como Bhavaviveka en el siglo VI, intentaron defender
la preexistencia sobre la base de los instintos habituales, como el conocimiento
instintivo del becerro de dónde encontrar las tetas de su madre y cómo chupar la
leche. Según esos pensadores, sin la admisión de algún tipo de existencia previa, no
se puede explicar coherentemente el fenómeno del «conocimiento innato».
Al margen de lo persuasivos que puedan resultar estos argumentos, hay muchos
ejemplos de niños pequeños con recuerdos de «vidas previas», por no hablar de los
numerosos recuerdos de las vidas pasadas del propio Buda, que aparecen en las
escrituras.
Conozco el caso llamativo de una muchacha joven de Kanpur, en el estado indio
de Uttar Pradesh, a principios de la década de los setenta. Aunque en un principio sus
padres descartaron las descripciones que hizo la niña de sus padres en la vida anterior, que residían en un lugar que ella describía con todo detalle, sus relatos eran tan concretos que
empezaron a tomarla en serio. Cuando la pareja que, según la muchacha, habían sido
sus padres en la vida anterior fue a verla, les habló con detalles específicos de la
vida de su hija fallecida, detalles que solo un miembro íntimo de la familia podría
conocer. Como resultado, cuando yo la conocí, aquellos otros padres también la
habían aceptado como miembro de su familia. No es más que un caso anecdótico,
aunque no podemos rechazar fácilmente este tipo de fenómenos.
Se han escrito volúmenes enteros dedicados al análisis de esta forma de
razonamiento budista, cuyos aspectos técnicos quedan fuera del ámbito de la presente
investigación. Lo que intento dejar claro es que para Dharmakirti la teoría del
renacimiento no era puramente una cuestión de fe. Consideraba que pertenecía a la
categoría de fenómenos «algo ocultos», que se pueden verificar por inferencia.
Un punto crucial del estudio de la conciencia, en oposición al estudio del mundo
físico, tiene que ver con la perspectiva personal de los relatos como este. Cuando
examinamos el mundo físico, dejando aparte el tema problemático de la mecánica
cuántica, tratamos con fenómenos que se prestan a ser analizados con el método
científico dominante de la indagación objetiva en tercera persona. En términos
generales, tenemos la impresión de que la explicación científica del mundo físico no
excluye los elementos clave del campo que es objeto de nuestra descripción. En el
terreno de las experiencias subjetivas, sin embargo, la historia cambia por completo.
Cuando escuchamos el relato «objetivo», en tercera persona, de los estados mentales,
se trate de una teoría cognitiva psicológica, de una descripción neurobiológica. o de
la teoría de la evolución, pensamos que ha quedado fuera una dimensión crucial del
tema. Me refiero al aspecto fenomenológico de los fenómenos mentales, es decir, a la
experiencia subjetiva del individuo.
Incluso de este breve análisis queda claro, me parece, que el método en tercera
persona —que tan bien ha servido a la ciencia en tantos campos de su investigación
— es inadecuado para la explicación de la conciencia. Lo que se necesita, si la
ciencia desea investigar con éxito la naturaleza de la conciencia, es nada menos que
un cambio de paradigma. Es decir, la perspectiva en tercera persona, capaz de medir
los fenómenos desde el punto de vista de un observador independiente, ha de ser
integrada con una perspectiva en primera persona, que permita incorporar la
subjetividad y las cualidades que caracterizan la experiencia de la conciencia. Sugiero
que es necesario que el método de nuestra investigación sea adecuado al objeto de su
estudio. Puesto que una de las características principales de la conciencia es su
naturaleza subjetiva y empírica, cualquier estudio sistemático de ella debe adoptar un
método que dé acceso a las dimensiones de la subjetividad y la experiencia
individual.
El estudio científico global de la conciencia, por lo tanto, debe combinar el
método en tercera persona con el método en primera persona. No puede desechar la
realidad fenomenológica de la experiencia subjetiva pero debe observar todas las
reglas del rigor científico. La pregunta crucial, pues, es la siguiente: ¿Podemos
concebir una metodología científica para el estudio de la conciencia que permita la
combinación de un robusto método en primera persona, que haga justicia a la
fenomenología de la experiencia, con la perspectiva objetivista ¿ del estudio del
cerebro?
Creo que, en este empeño, podría resultar muy beneficiosa la estrecha
colaboración de la ciencia moderna con las tradiciones contemplativas, como el
budismo. El budismo tiene una larga historia de investigación de la naturaleza de la
mente y sus distintos aspectos, de hecho, es lo que constituye la meditación y el
análisis crítico de nuestra tradición. A diferencia de la ciencia moderna, el budismo
aborda la experiencia en primera persona. El método contemplativo, tal como lo ha
desarrollado el budismo, consiste en la práctica empírica de la introspección,
sostenida por riguroso entrenamiento técnico y una robusta puesta a prueba de la
fiabilidad de esta experiencia. Todas las experiencias subjetivas meditativamente
válidas han de poder ser verificadas, tanto por medio de la repetición realizada por el
mismo practicante como con la posibilidad de otros individuos de alcanzar el mismo
estado con los mismos medios. Una vez verificados de este modo, dichos estados
pasan a considerarse universales, al menos en lo que se refiere al ser humano.
La concepción budista de la mente deriva básicamente de observaciones
empíricas fundamentadas en la fenomenología de la experiencia, que incluye las
técnicas contemplativas de la meditación.
Sobre esta base se desarrollan modelos prácticos de la mente y sus distintos
aspectos y funciones. A continuación, son sometidos a un largo análisis crítico y
filosófico así como a comprobaciones empíricas, por medio de la meditación y
también de la observación racional. Si queremos observar el funcionamiento de
nuestras percepciones, podemos educar la mente para que preste atención y aprenda a
observar el alza y el declive de los procesos perceptivos de momento en momento. Se
trata de un proceso empírico que resulta en un conocimiento de primera mano de un
determinado aspecto del funcionamiento de la mente. Podemos emplear este
conocimiento para reducir los efectos de emociones como la ira o el resentimiento (de
hecho, los practicantes meditativos que buscan superar la aflicción mental deberían
intentarlo), aunque lo que pretendo decir es que este proceso constituye un método
empírico en primera persona para el análisis de la mente.
Sé bien que la ciencia moderna recela mucho de los métodos en primera persona.
Me han explicado que, dado el problema inherente en la formulación de criterios
objetivos a la hora de juzgar alegaciones contradictorias en primera persona entre
individuos competidores, la introspección como método para el estudio de la mente
ha sido abandonada por la psicología occidental. Dada la prevalencia del método
científico en tercera persona como paradigma para la adquisición de conocimientos,
esta inquietud es totalmente comprensible.
Estoy de acuerdo con Stephen Kosslyn, psicólogo de la Universidad de Harvard,
que ha realizado investigaciones pioneras del rol de la introspección en la
imaginación. En una de las más recientes conferencias de Mente y Vida sobre el tema
«Investigar la mente», llamó la atención a la importancia crucial de poder reconocer
las limitaciones naturales de la introspección. Por muy bien formada que esté una
persona, dijo, no hay pruebas de que su introspección sea capaz de revelar las
intrincadas redes nerviosas y la composición bioquímica del cerebro humano, ni las
correlaciones físicas entre actividades mentales específicas, tareas que puede realizar
con gran exactitud la observación empírica, gracias al uso de poderosos instrumentos.
El uso disciplinado de la introspección, no obstante, sería muy apropiado para la
indagación en los aspectos psicológicos y fenomenológicos de nuestros estados
mentales y cocnitivos.
Lo que ocurre durante la contemplación meditativa de tradiciones como el
budismo y lo que ocurre durante la introspección en su sentido corriente son dos
cosas totalmente distintas. En el contexto del budismo, la introspección se emplea
con gran atención a los peligros de la subjetividad extrema —como las fantasías y las
ilusiones— y con el cultivo de un estado mental disciplinado. La atención refinada,
en términos de estabilidad e intensidad, constituye una preparación crucial para el uso
de la introspección rigurosa, del modo que un telescopio resulta crucial para el
examen detallado de los fenómenos celestiales. Como ocurre en la ciencia, la
introspección contemplativa debe observar una serie de protocolos y procedimientos.
Al entrar en un laboratorio, la persona no preparada no sabría qué buscar, no sería
capaz de reconocer un hallazgo si lo hiciera. De la misma manera, una mente no
entrenada no será capaz de aplicar su atención introspectiva en un objeto dado y no
sabrá reconocer los procesos mentales cuando aparezcan. Como los científicos
entrenados, la mente disciplinada sabrá qué buscar y será capaz de reconocer los
hallazgos que se produzcan.
Es muy posible que el tema de si la conciencia podrá ser, finalmente, reducida a
procesos físicos o nuestras experiencias subjetivas constituyen características no
materiales del mundo siga siendo cuestión de elección filosófica. Lo importante es
discriminar las preguntas metafísicas sobre la mente y la materia e investigar juntos
las formas de conocimiento científico de las distintas modalidades de la mente. Creo
que es posible que el budismo y la ciencia moderna emprendan la investigación
conjunta de la conciencia, dejando de lado la cuestión filosófica de si aquella es, en
última instancia, material. Ambas disciplinas se verían enriquecidas con el
acercamiento de sus modos de investigación. Tal colaboración no solo contribuiría a
un mayor entendimiento de la conciencia sino también al mejor conocimiento de la
dinámica de la mente humana y su relación con el sufrimiento. Sería un camino
inapreciable hacia el alivio del sufrimiento, que creo que es nuestra principal tarea en
la Tierra.
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