REFLEXIÓN
He pasado muchos años reflexionando en los notables avances de la ciencia. En el
corto período de mi vida, el impacto de la ciencia y la tecnología en la humanidad ha
sido tremendo. Aunque mi interés en la ciencia nació de la curiosidad por un mundo
extraño para mí en aquel tiempo, un mundo gobernado por la tecnología, no tardé
mucho en comprender el colosal significado de la ciencia para la humanidad,
especialmente después de irme al exilio en 1959.
Actualmente, casi no quedan campos de la experiencia humana que no se vean
tocados por los efectos de la ciencia y la tecnología. Y, sin embargo, me pregunto si
tenemos una idea clara del lugar que ocupa la ciencia en el conjunto de la vida
humana. ¿Qué debería hacer, exactamente, y por qué principios debería regirse? Este
último punto es crucial porque, si el camino de la ciencia no sigue motivaciones
conscientemente éticas, de compasión, eminentemente, puede que sus efectos no sean
beneficiosos. De hecho, podrían causar grandes perjuicios.
El descubrimiento de la enorme importancia de la ciencia y el reconocimiento de
su inevitable dominio en el mundo moderno cambió fundamentalmente mi actitud de
la simple curiosidad a una especie de implicación urgente. Para el budismo, el más
elevado ideal espiritual es el cultivo de la compasión por todos los seres sensibles y la
contribución activa a su bienestar en el máximo grado posible.
Desde mi más temprana infancia me inculcaron el amor a ese ideal y la necesidad
de cumplirlo con todas y cada una de mis acciones.
Quise comprender la ciencia, pues, porque me ofrecía un área nueva que explorar
en mi esfuerzo personal por comprender la naturaleza de la realidad. También deseé
conocimientos obtenidos de mi propia tradición espiritual. De modo que, para mí, la
necesidad de relacionarme con esa fuerza poderosa de nuestro mundo se ha
convertido también en una especie de mandato espiritual. La pregunta crucial —
crucial para la supervivencia y el bienestar de nuestro mundo— es cómo convertir los
maravillosos descubrimientos de la ciencia en algo que ofrezca servicios altruistas y
compasivos a las necesidades de la humanidad y de los demás seres sensibles con
quienes compartimos este planeta.
¿Tiene la ética un lugar en la ciencia? Yo creo que sí. En primer lugar, como a
cualquier otro instrumento, a la ciencia se le puede dar un uso bueno y un uso malo.
Es el ánimo de la persona que blande el instrumento el que determina el propósito
con que será aplicado. En segundo lugar, los descubrimientos científicos afectan
nuestra manera de comprender el mundo y nuestro propio lugar en él. Esto tiene
consecuencias en nuestro comportamiento. Por ejemplo, la visión mecanicista del
mundo condujo a la revolución industrial, que convirtió la explotación de la
naturaleza en práctica de rutina. Existe, sin embargo, la suposición generalizada de
que la ética solo es relevante en la aplicación de la ciencia, no en su mismo
desarrollo.
De acuerdo con este modelo, el científico como individuo y la comunidad
científica en general ocupan una posición moralmente neutra, sin responsabilidad
alguna de los resultados de sus descubrimientos. Muchos descubrimientos científicos
importantes, sin embargo, y, en particular, las innovaciones tecnológicas a las que
conducen, crean condiciones nuevas y abren posibilidades nuevas, que dan lugar a
nuevos desafíos éticos y espirituales. No podemos simplemente absolver al estamento
científico ni a los científicos individuales de su contribución a la emergencia de una
nueva realidad.
Tal vez, la empresa más importante sea asegurarnos que la ciencia jamás se
divorcie del sentimiento humano fundamental de la empatía con los demás seres
vivientes. Del mismo modo que nuestros dedos únicamente pueden funcionar en
relación con la palma de la mano, así los científicos deben permanecer conscientes de
su relación con la sociedad en general. La ciencia es de importancia vital, pero solo es
un dedo de la mano de la humanidad y su mayor potencial solo podrá ser realizado
mientras nos cuidemos de no olvidarnos de ello. De otro modo, corremos el riesgo de
perder el sentido de nuestras prioridades. Podría ser que la humanidad acabara
sirviendo los intereses del progreso científico, en lugar de lo contrario. La ciencia y la
tecnología son instrumentos poderosos, pero debemos decidir cuál es el mejor uso
que les podemos dar. Lo que importa, por encima de todo, es la motivación que
gobierna el uso de la ciencia y la tecnología, motivación en la que, idealmente, se
reúnen la mente y el corazón.
Para mí, la ciencia es, ante todo, una disciplina empírica, que proporciona a la
humanidad un poderoso acceso a la comprensión de la naturaleza del mundo físico
viviente. Es, en esencia, un método de investigación que nos ofrece conocimientos
increíblemente detallados del mundo empírico y de las leyes fundamentales de la
naturaleza, que ,inferimos de los datos empíricos. La ciencia procede por medio de un
método muy específico, basado en la medición, cuantificación y verificación
intersubjetivas a través de experimentos reiterables. Esta, al menos, es la naturaleza
del método científico, tal como se da dentro del paradigma actual. Según dicho
modelo, muchos aspectos de la existencia humana, incluidos los valores, la
creatividad y la espiritualidad, así como las más profundas cuestiones metafísicas,
quedan fuera del ámbito de la investigación científica.
Aunque existen campos de la vida y del conocimiento que no entran en el
dominio de la ciencia, he visto que muchas personas se guían por la suposición de
que la visión científica del mundo debería constituir la base de todo conocimiento y
de todo aquello que es cognoscible. Este es el materialismo científico. Mientras que
no conozco ninguna corriente de pensamiento que propague explícitamente dicha
noción, parece ser un presupuesto común que se da por sentado. Esta visión sostiene
la fe en un mundo objetivo, independiente de la contingencia de sus observadores.
Presupone que los datos analizados por un experimento son independientes de las
preconcepciones, percepciones y experiencias de los científicos que los analizan.
Subyace a esta visión la suposición de que, en última instancia, la materia, tal
como la describe la física y la gobiernan las leyes de la naturaleza, es lo único que
existe. En consonancia, dicha visión sostendría que la psicología se puede reducir a la
biología, a la química y a la física.
Mi preocupación aquí no es tanto argumentar en contra de esta posición
reduccionista (aunque yo mismo no la comparto) cuanto llamar la atención a un punto
de importancia vital: que estas ideas no constituyen un conocimiento científico sino
un posicionamiento filosófico, metafísico, para ser más precisos. La teoría según la
cual todos los aspectos de la realidad son susceptibles de quedar reducidos a la
materia y sus diversas partículas es, a mi modo de ver, tan metafísica como la que
contempla la existencia de una inteligencia organizadora, que creó la realidad y la
controla.
Uno de los problemas principales que pueden derivar del materialismo científico
es la estrechez de miras que resulta de él y el potencial de nihilismo al que podría dar
lugar. El nihilismo, el materialismo y el reduccionismo son, sobre todo, problemas
desde un punto de vista filosófico y, en especial, humanista, ya que pueden llegar a
empobrecer nuestra manera de entendernos a nosotros mismos. Por ejemplo, que nos
consideremos criaturas biológicas nacidas del azar o seres especiales dotados con la
dimensión de la conciencia y la capacidad moral, tendrá un impacto en nuestra forma
de vernos y de tratar a los demás. En este contexto, muchas dimensiones de la plena
realidad de la existencia humana —el arte, la ética, la espiritualidad, la bondad, la
belleza y, por encima de todo, la conciencia— quedan atribuidas a las reacciones
químicas de nuestras neuronas en acción o son consideradas manifestaciones de
constructos puramente imaginarios. El peligro consiste en reducir a los seres
humanos en nada más que máquinas biológicas, productos azarosos de la
combinación aleatoria de genes, cuyo único propósito en la vida es cumplir el
imperativo biológico de la reproducción.
Resulta difícil imaginar cómo acomodar en el seno de tal cosmovisión cuestiones
como el sentido de la vida o el bien y el mal.
El problema no son los datos empíricos de la ciencia sino la concepción de que
dichos datos, y ellos únicamente, constituyen el terreno legítimo para el desarrollo de
una cosmovisión integral o el único medio apropiado para responder a los problemas
del mundo.
La existencia humana y la propia realidad abarcan más de lo que puede explicar
la ciencia actual.
Según la misma lógica, la espiritualidad debe contemplar los conocimientos y los
hallazgos de la ciencia. Si, como practicantes espirituales, damos la espalda a los
descubrimientos científicos, nuestra práctica también se verá empobrecida, y esta
actitud mental nos puede conducir al fundamentalismo. Esta es una de las razones por
las que animo a mis colegas budistas a emprender el estudio de la ciencia, para que
sus hallazgos puedan ser integrados en la cosmovisión del budismo.
EL BIG BANG Y EL UNIVERSO SIN COMIENZO DE LOS BUDISTAS
¿Quién no ha experimentado un sentimiento de admiración reverente en una
noche despejada al contemplar los cielos iluminados por incontables estrellas?
¿Quién no se ha preguntado, alguna vez, si hay una inteligencia detrás del cosmos?
¿Quién no se ha preguntado si el nuestro es el único planeta con vida? Para mí, estas
son curiosidades naturales para la mente humana. A lo largo de la historia de la
civilización humana, ha existido el impulso real de hallar respuestas a estas
preguntas. Uno de los mayores logros de la ciencia moderna es habernos acercado
más que nunca a la comprensión de las condiciones y de los complicados procesos
que subyacen a los orígenes de nuestro cosmos.
Como muchas culturas antiguas, la tibetana dispone de un complejo sistema de
astrología que contiene elementos de lo que una cultura moderna llamaría
astronomía, de forma que hay nombres tibetanos para la mayoría de las estrellas que
resultan visibles con el ojo desnudo. De hecho, hace mucho que los tibetanos y los
indios son capaces de predecir los eclipses lunares y solares con un alto grado de
precisión, basándose en sus observaciones astronómicas.
Siendo niño en el Tíbet pasaba muchas noches observando el cielo con mi
telescopio y aprendiendo las formas y los nombres de las constelaciones.
Aún recuerdo la alegría que sentí cuando pude visitar un auténtico observatorio
astronómico en Delhi, en el Planetario Birla.
En 1973, durante mi primera visita a Occidente, la Universidad de Cambridge me
invitó a dar una charla en la Casa del Senado y en la Facultad de la Divinidad.
Cuando el vicerrector me preguntó si había algo especial que me apetecía hacer en
Cambridge, respondí sin vacilación que deseaba visitar el famoso radiotelescopio del
Departamento de Astronomía.
En una de las conferencias de Mente y Vida que se celebran en Dharamsala, el
astrofísico Piet Hut, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, mostró una
simulación por ordenador de cómo ven los astrónomos los acontecimientos cósmicos
que siguen a la colisión entre galaxias. Fue algo fascinante, un auténtico espectáculo.
Estas animaciones por ordenador nos ayudan a ver de qué forma se ha ido
expandiendo el universo a lo largo del tiempo y según las leyes básicas de la
cosmología, dadas determinadas condiciones inmediatamente después de la explosión
cósmica.
Terminada la presentación de Piet Hut, hubo un debate abierto. Dos de los
participantes en la conferencia, David Finkelstein y George Greenstein, trataron de
demostrar el fenómeno del universo en expansión con el uso de bandas elásticas con
anillos. Lo recuerdo con claridad, porque dos de mis traductores y yo mismo
teníamos algunas dificultades a la hora de imaginar la expansión cósmica a partir de
aquella demostración. Más tarde todos los científicos presentes aunaron esfuerzos
para tratar de simplificar la explicación, cosa que, por supuesto, acabó por
confundirnos todavía más.
La cosmología moderna, como casi todo en las ciencias físicas, se fundamenta en
la teoría de la relatividad de Einstein. En cosmología, las observaciones astronómicas
combinadas con la teoría general de la relatividad, que reformuló la gravedad como
la curvatura de espacio y tiempo, han demostrado que nuestro universo ni es eterno ni
es estático en su forma actual. Está en un proceso de evolución y expansión
continuas. Este hallazgo concuerda con la intuición básica de los antiguos
cosmólogos budistas, quienes pensaban que cualquier sistema cosmológico dado
atraviesa fases de formación, expansión y, por último, destrucción. En la cosmología
moderna de los años veinte, tanto la predicción teórica (de Alexander Friedmann)
como la detallada observación empírica (de Edwin Hubble) —según la cual se
detecta un desplazamiento mayor de la luz roja en la luz emitida por las galaxias
distantes que por las más cercanas— demostraron convincentemente que el universo
es curvo y se está expandiendo.
Se supone que dicha expansión se inició con una gran explosión cósmica, el
famoso Big Bang, que se cree ocurrió hace unos doce o quince mil millones de años.
La mayoría de los cosmólogos actuales creen que, pocos segundos después de la
explosión, la temperatura decreció hasta un punto que facilitó reacciones que
empezaron a formar los núcleos de los elementos más ligeros, de los que, mucho más
tarde, nacería toda la materia que existe en el cosmos. De modo que el espacio, el
tiempo, la materia y la energía, tal como los conocemos y percibimos, nacieron de
aquella bola de fuego, materia y radiaciones. En los años sesenta descubrieron la
presencia de radiaciones microondas de fondo en todo el universo, fenómeno que fue
interpretado como un eco, un relumbrar del Big Bang inicial. La medición precisa del
espectro, la polarización y la distribución espacial de esta radiación de fondo parece
confirmar, al menos en líneas generales, los actuales modelos teóricos de los orígenes
del universo.
Antes de la detección accidental de este ruido microondas de fondo, se libraba un
debate entre dos grandes escuelas de la cosmología moderna. Unos preferían
interpretar la expansión del universo como un proceso estable, es decir, el universo se
expande a un ritmo estable, según leyes constantes de la física, que se le pueden
aplicar en cualquier momento dado. Del otro lado estaban aquellos que interpretaban
la evolución en términos de una explosión cósmica. Me han dicho que entre los
defensores del modelo de estado estable se encontraban algunos de los científicos
más relevantes de la cosmología moderna, como Fred Hoyle. De hecho, en algún
momento no muy lejano, esta teoría representaba la posición científica mayoritaria
respecto al origen de nuestro universo. En la actualidad, parece que la mayoría de los
cosmólogos están convencidos de que el ruido microondas de fondo demuestra
definitivamente la validez de la hipótesis del Big Bang. Es un ejemplo maravilloso de
cómo, en última instancia, son las pruebas empíricas las que emiten el juicio
definitivo en la ciencia. Al menos en principio, lo mismo se puede decir del budismo,
que afirma que el cuestionamiento de la autoridad de las pruebas empíricas equivale a
la descalificación de uno mismo como interlocutor válido en un debate crítico.
En el Tíbet existían mitos complejos de la creación, surgidos de la religión de
Bón, anterior al budismo. Uno de los temas centrales de aquellos mitos es el
nacimiento del orden a partir del caos, de la luz a partir de la oscuridad, del día a
partir de la noche, de la existencia a partir de la nada. Son actos realizados por un
ser trascendental, que crea todo con su puro potencial. Otro grupo de mitos retrata el
universo como un organismo vivo, que nace de un huevo cósmico. En el seno de las
ricas tradiciones religiosas y espirituales de la India antigua se desarrollaron
numerosas visiones cosmológicas, contradictorias entre sí. Aquella variedad incluía
formulaciones tan diversas como la antigua teoría Samkhya de la materialidad
primordial, que describe los orígenes del cosmos y de la vida que contiene como
expresión de un sustrato subyacente absoluto; el atomismo Vaisheshika, que sustituyó
una pluralidad de «átomos» indivisibles como unidades básicas de la realidad con un
único sustrato subyacente; las diferentes teorías de los dioses Brahman e Ishvara
como fuentes de la creación divina; y la teoría de la escuela materialista radical
Charvaka, que interpreta la evolución del universo como un proceso material
aleatorio y sin propósito definido, considerándose todos los procesos mentales
derivativos de complejas configuraciones de fenómenos materiales. Esta última
posición no difiere de la noción materialista científica, según la cual la mente se
reduce a una realidad neurológica y bioquímica y esta, a su vez, a hechos físicos. El
budismo, en cambio, explica la evolución del cosmos según el principio de la
originación dependiente, en que el origen y la existencia de todo ha de entenderse en
términos de la complicada red de causas y condiciones interrelacionadas. Y esto se
aplica tanto a la materia como a la conciencia.
Según las viejas escrituras, el propio Buda jamás respondió directamente a las
preguntas sobre el origen del universo. En una de sus famosas parábolas, el Buda
describió a la persona que plantea este tipo de preguntas como un hombre herido por
una flecha envenenada. En lugar de permitir que el cirujano le extraiga la flecha, el
herido insiste en conocer primero la casta, el nombre y el clan del hombre que le
disparó la flecha. Si es moreno, castaño o rubio. Si vive en una aldea, un pueblo o una
ciudad. Si el arma utilizada fue arco o ballesta. Si la cuerda era de fibra, de caña, de
cáñamo, de nervio o de corteza. Si el astil era de madera silvestre o cultivada,
etcétera, etcétera. Las interpretaciones del significado de aquella negación del Buda a
responder directamente a la pregunta varían.
Unos sostienen que no quería responder porque estas preguntas metafísicas no
guardan relación directa con la liberación. Otros, con Nagarjuna a la cabeza,
argumentan que, en la medida en que las preguntas partían de la suposición de una
realidad intrínseca de las cosas y no de la originación dependiente, contestarlas
hubiera contribuido al afianzamiento de la fe en una existencia sólida e inherente.
Las diferentes tradiciones budistas agrupan las preguntas de forma distinta. El
canon Pali recoge diez preguntas de este tipo sin contestar, mientras que la tradición
india clásica heredada por los tibetanos recoge las siguientes catorce:
1. ¿Son eternos el universo y el yo?
2. ¿Son transitorios el universo y el yo?
3. ¿Son eternos a la vez que transitorios el universo y el yo?
4. ¿Ni son eternos ni transitorios el universo y el yo?
5. ¿Tienen un comienzo el universo y el yo?
6. ¿No tienen un comienzo el universo y el yo?
7. ¿Tienen y no tienen un comienzo el universo y el yo?
8. ¿Ni tienen ni no tienen un comienzo el universo y el yo?
9. ¿Existe el Bendito después de la muerte?
10. ¿No existe el Bendito después de la muerte?
11. ¿Existe a la vez que no existe el Bendito después de la muerte?
12. ¿Ni existe ni no existe el Bendito después de la muerte?
13. ¿Es la mente lo mismo que el cuerpo?
14. ¿Son la mente y el cuerpo dos entidades separadas?
A pesar de la tradición que recogen las escrituras acerca de la negación del Buda a
participar en este nivel de discurso metafísico, el budismo como sistema filosófico de
la India antigua tiene una larga historia de análisis profundo de esas preguntas
fundamentales y eternas sobre nuestra existencia y el mundo en que vivimos. Mi
propia tradición tibetana ha recibido este legado filosófico.
El budismo recogía dos grandes tradiciones cosmológicas. Una de ellas es el
sistema Abhidharma, que comparten muchas escuelas budistas, como la Theravada,
que es, hasta el día de hoy, la tradición dominante en países como Tailandia, Sri
Lanka, Birmania, Camboya y Laos. Aunque la tradición budista que se introdujo en
el Tíbet es la Mahayana, especialmente la versión de budismo indio conocida como
Nalanda, la psicología y la cosmología Abhidharma forman parte importante del
panorama intelectual tibetano. La obra principal del sistema cosmológico
Abhidharma que llegó hasta el Tíbet es el
Tesoro de conocimiento superior — Abhidharmakosha— de Vasubandhu. La
segunda tradición cosmológica del Tíbet es el sistema hallado en un importante
conjunto de textos budistas vajrayana, que pertenecen al género teórico-práctico
conocido como Kalachakra, que significa literalmente «rueda del tiempo». Aunque la
tradición atribuye las enseñanzas básicas del ciclo Kalachakra al propio Buda, resulta
difícil identificar con precisión la fecha del origen de las obras más antiguas de ese
sistema. Después de la traducción de los textos Kalachakra fundamentales del
sánscrito al tibetano en el siglo XI, el Kalachakra llegó a ocupar un lugar relevante en
la herencia budista tibetana.
A la edad de veinte años, cuando empecé el estudio sistemático de los textos que
analizan la cosmología Abhidharma, sabía ya que la tierra es redonda, había visto en
revistas las imágenes fotográficas de los cráteres volcánicos en la superficie de la
Luna y tenía alguna noción del giro orbital de la Tierra y de la Luna alrededor del
Sol.
Debo reconocer, por lo tanto, que el estudio de la presentación clásica de
Vasubandhu del sistema cosmológico Abhidharma no me atrajo demasiado.
La cosmología Abhidharma describe una Tierra plana, alrededor de la cual giran
cuerpos celestiales como la Luna y el Sol.
Según esta teoría, nuestra Tierra es uno de los cuatro «continentes» —el
continente sur, para ser precisos— situados en las cuatro direcciones cardinales de
una gran montaña llamada monte Mera, que se encuentra en el centro del universo.
Cada uno de los cuatro continentes está flanqueado por continentes menores, y los
espacios que les separan están cubiertos de inmensos océanos. Este sistema
cosmológico en su totalidad se apoya en un «suelo» que, a su vez, permanece
suspendido en el espacio vacío. El poder del «aire» mantiene la base a flote en el
espacio vacío. Vasubandhu ofrece una detallada descripción de los cursos orbitales de
la Luna y del Sol, así como de sus tamaños y de las distancias que les separan de la
Tierra.
Estos tamaños, distancias, etcétera, son refutados de plano por las pruebas
empíricas de la astronomía moderna. En la filosofía budista existe una máxima que
afirma que sostener un principio en contra de la razón supone minar la propia
credibilidad. Contradecir las pruebas empíricas sería una falacia aún mayor. Por eso
es difícil aceptar la cosmología Abhidharma al pie de la letra. De hecho, sin
necesidad de recurrir a la ciencia moderna, existe una gama suficiente de modelos
cosmológicos contradictorios dentro de la filosofía budista para í cuestionar la validez
literal de cualquier versión en particular. , En mi opinión, en budismo debe abandonar
muchos aspectos de la cosmología Abhidharma.
Es discutible hasta qué punto el propio Vasubandhu creía en la cosmovisión
Abhidharma. El pretendía una presentación sistemática de la variedad de
especulaciones cosmológicas que se daban en la India de aquel tiempo. Estrictamente
hablando, la descripción del cosmos y de sus orígenes —que los textos budistas
denominan «contenedor»— es secundaria a la presentación de la naturaleza y los
orígenes de los seres sensibles, que son el «contenido». Gendün Ghophel, el erudito
tibetano que recorrió gran parte del subcontinente indio en los años treinta, sugirió
que la descripción Abhidharma de la «Tierra» como continente sur simbolizaba el
mapa antiguo de la India central. Ofreció un relato interesante de cómo las
descripciones de los tres «continentes» restantes concuerdan con lugares geográficos
concretos de la India moderna. Que su interpretación esté acertada o que esos lugares
recibieran su nombre a raíz de los «continentes» que, según se creía, rodeaban el
monte Mera, es una cuestión abierta a debate.
Algunas de las escrituras antiguas describen los planetas como cuerpos esféricos
suspendidos en el vacío, de un modo parecido a como la cosmología moderna
concibe los sistemas planetarios. La cosmología Kalachakra ofrece una secuencia
definida para la evolución de los cuerpos celestiales en nuestra galaxia. Primero se
formaron las estrellas, luego se creó nuestro sistema solar, etcétera.
Lo que tienen de interesante las cosmologías Abhidharma y Kalachakra es la
imagen más amplia que ofrecen de los orígenes del universo. Se reconoce que el
nuestro es solo uno de los incontables sistemas existentes en el cosmos. Tanto
Abhidharma como Kalachakra emplean el término técnico triquilicosmos (que, según
creo, corresponde a mil millones de sistemas, aproximadamente) para comunicar esa
noción de la vastedad de los sistemas del universo, y ambas afirman la infinidad de
dichos sistemas. De modo que, en principio, aunque no exista un «comienzo» ni un
«fin» para el universo en su totalidad, sí existe un proceso temporal definido de
comienzo, medio y fin para cada sistema individual.
La evolución de un sistema cósmico particular se concibe en términos de cuatro
etapas fundamentales, las denominadas cuatro eras de 1) el vacío, 2) la formación, 3)
la duración y, finalmente, 4) la destrucción. Se cree que cada una de estas etapas dura
un tiempo larguísimo, veinte «medios eones», y que es solo en el último medio eón
de la etapa de la formación cuando evolucionan los seres sensibles. La destrucción de
un sistema cósmico puede deberse a cualquiera de los tres elementos naturales que no
sean la tierra y el espacio, es decir, al agua, al fuego o al aire. Aquel elemento que
provoca la destrucción del sistema cósmico anterior será la base de la creación del
nuevo cosmos.
En el centro de la cosmología budista, por tanto, no solo existe la idea de la
existencia de múltiples sistemas cósmicos h—infinitamente más que los granos de
arena del río Ganges, según algunos textos— sino también la noción de que se
encuentran en un constante proceso de formación y destrucción. Esto significa que el
universo no tiene un comienzo absoluto. . Las preguntas que esta idea plantea a la
ciencia son fundamentales. ¿Hubo un único Big Bang o hubo muchos? ¿Hay un
único universo o hay muchos, un número infinito de ellos, incluso? ¿Es el universo
finito o infinito, como aseveran los budistas? ¿Nuestro universo seguirá
expandiéndose indefinida- - mente o su expansión se decelerará, se detendrá, incluso,
hasta que todo acabe en una gran implosión?
¿Forma nuestro universo parte de un cosmos en eterno estado de reproducción?
Los científicos debaten intensamente en torno a estas preguntas. Desde el punto de
vista budista, surge una pregunta adicional. Aun admitiendo que solo hubo una gran
explosión cósmica, podemos preguntar: ¿Fue aquel el origen del universo entero o
únicamente el comienzo de nuestro sistema cósmico en particular?
La pregunta fundamental, por lo tanto, es si el Big Bang —que, según los
cosmólogos modernos, marca el comienzo de nuestro sistema cósmico actual— fue el
principio de todo.
Vista desde la perspectiva budista, la idea de un único comienzo definitivo resulta
muy problemática. Si existió tal comienzo absoluto, según la lógica, solo nos quedan
dos opciones. Una es el teísmo, que alega que el universo fue creado por una
inteligencia totalmente trascendente y, por lo tanto, al margen de las leyes de causa y
efecto.
La segunda opción consistiría en la creación del universo sin causa en absoluto.
El budismo rechaza ambas. Si el universo es creación de una inteligencia
preexistente, siguen vigentes las preguntas acerca del estatus ontológico de dicha
inteligencia y de la realidad que representa.
Dharmakirti, el gran lógico y epistemólogo del siglo VII de la era común, hizo
una convincente presentación de la crítica budista estándar del teísmo. En su obra
clásica "Exposición de la cognición válida" Dharmakirti se enfrenta a algunas de las
«pruebas» más relevantes a favor de la existencia de un Creador, formuladas por las
escuelas filosóficas teístas de la India. Expuestos con brevedad, los argumentos a
favor del teísmo son los siguientes: Los mundos de la experiencia interior y de la
materia exterior son obra de una inteligencia preexistente porque a) como las
herramientas del carpintero, operan en una secuencia ordenada; b) a semejanza de
artefactos como las vasijas, tienen formas; c) como los objetos de uso cotidiano,
poseen una eficacia causativa.
Estos argumentos, según creo, guardan cierta similitud con el argumento teísta de
una tradición filosófica occidental que se conoce como argumento a partir del diseño.
Según él, el orden considerable que percibimos en la naturaleza es prueba de la
existencia de una inteligencia que debió crearla. Del mismo modo que no podemos
concebir un reloj sin el relojero que lo hizo, nos es difícil concebir un universo
ordenado sin la inteligencia creadora que lo ordenó.
Las escuelas filosóficas clásicas de la India que asumen una visión teísta del
origen del universo son tan diversas como sus equivalentes occidentales. Una de las
más antiguas es una rama de la escuela Samkhya, que sostenía que el universo llegó a
ser gracias al juego creativo de lo que ellos llaman «sustancia primaria», el prakrit y
el Isbvara: Dios. Se trata de una teoría metafísica sofisticada, fundamentada en la ley
natural de la causalidad, que explica el rol de la divinidad en términos de las
características más misteriosas de la realidad, como son la ! creación, el propósito de
la existencia y otros temas afines.
El punto crucial de la crítica de Dharmakirti consiste en la demostración de una
inconsistencia fundamental que él percibe en la teoría teísta. Demuestra que el intento
mismo de explicar el origen del universo en términos teístas viene motivado por el
principio de la causalidad, no obstante —en última instancia— el teísmo se ve
obligado a rechazar dicho principio. Atribuyendo un comienzo absoluto a la cadena
causativa, los teístas sugieren que puede haber algo, al menos una causa, que queda
fuera de la ley de la causalidad.
Este comienzo, que representa la causa inicial, no obedecerá en sí a ninguna
causa. Esa primera causa tendrá que ser un principio eterno y absoluto. De ser así,
¿cómo podemos explicar su capacidad de producir cosas y acontecimientos
transitorios? Dharmakarti argumenta que a tal principio permanente no se le puede
atribuir ninguna eficacia causativa. En esencia, afirma que la postulación de una
primera causa únicamente puede ser una hipótesis metafísica arbitraria. No se puede
demostrar.
Asanga, que escribió en el siglo IV, entendía el origen del universo en términos de
la teoría de la originación dependiente. Esta teoría sostiene que todas las cosas nacen
y llegan a su fin según determinadas causas y condiciones. Asanga identifica las tres
condiciones principales que rigen el principio de la originación dependiente. En
primer lugar, la condición de la ausencia de una inteligencia preexistente. Asanga
rechaza la posibilidad de la creación del universo por tal inteligencia, argumentando
que su existencia trascendería por completo las leyes de causa y efecto. Un ser
absoluto que es eterno, trascendental y fuera del alcance de la ley de la causalidad, no
podría interactuar con las causas y los efectos y sería, por lo tanto, incapaz de iniciar
ni de poner fin a cualquier fenómeno.
En segundo lugar, la condición de la impermanencia, que determina que las
mismas causas y condiciones que dan lugar al mundo de la originación dependiente
son impermanentes y sujetas a cambios. En tercer lugar, la condición de la
potencialidad. Este principio hace referencia al hecho de que algo no puede
producirse a partir de cualquier cosa. Para que un conjunto concreto de causas y
condiciones dé lugar a un conjunto particular de efectos o consecuencias, debe existir
algún tipo de relación natural entre ellas.
Asanga afirma que el origen del universo se debe comprender en términos del
principio de una cadena infinita de causación, sin trascendencia ni inteligencia
preexistente.
El budismo y la ciencia comparten una reticencia fundamental a la hora de
postular un ser trascendente como origen de todas las cosas. No es de sorprender,
puesto que ambas tradiciones investigativas son esencialmente no teístas en su
orientación filosófica. Si, no obstante, aceptamos el Big Bang como comienzo
absoluto de todo, hecho que implica que el universo tiene un momento absoluto de
nacimiento, salvo que nos neguemos a especular más allá de aquella explosión
cósmica, los cosmólogos deberán aceptar, a pesar de sí mismos, la existencia de algún
tipo de principio trascendente como causa del universo. Quizá no se trate del mismo
Dios que postulan los teístas, sin embargo, en su papel fundamental de creador del
universo, ese principio trascendental representará algún tipo de deidad.
Si, por otra parte, como han sugerido algunos científicos, el Big Bang no es tanto
un punto de partida como un momento de inestabilidad termodinámica, hay lugar
para una interpretación más compleja y matizada de aquel acontecimiento cósmico.
Parece que muchos científicos opinan que todavía no se ha emitido un juicio
definitivo acerca del Big Bang como comienzo absoluto de todo. La única prueba
empírica concluyente hasta el momento es que nuestro entorno cosmológico parece
haber evolucionado a partir de un estado intensamente caliente y denso. Hasta que se
encuentren pruebas más convincentes de los distintos aspectos de la teoría del Big
Bang, y hasta que queden plenamente integrados los hallazgos de la mecánica
cuántica y la teoría de la relatividad, muchas de las cuestiones cosmológicas que aquí
se plantean seguirán formando parte del terreno metafísico, no de la ciencia empírica.
Según la cosmología budista, el mundo está compuesto de los cinco elementos: el
elemento del espacio, que sirve de sostén, y los cuatro elementos fundamentales de
tierra, agua, fuego y aire. El espacio permite la existencia y funcionamiento de todos
los demás elementos. El sistema Kalachakra presenta el espacio no como una nada
absoluta sino como un medio de «partículas vacías» o «partículas espaciales», que
son partículas «materiales» extremadamente sutiles. Este elemento del espacio es la
base para la evolución y la disolución de los cuatro elementos, que se generan a partir
de aquel y vuelven a ser absorbidos por él. El proceso de la disolución sigue el
siguiente orden: tierra, agua, fuego y aire. El proceso de la generación sigue el orden
inverso: aire, fuego, agua y tierra.
Asanga afirma que estos elementos básicos, que él describe como «los cuatro
grandes elementos», no se deben concebir en términos de materialidad en el sentido
estricto de la palabra. Él traza una distinción entre los «cuatro grandes elementos»,
que son más unas fuerzas en potencia, y los grandes elementos que son constitutivos
de la materia agregada. Tal vez, resulte más fácil comprender los cuatro elementos de
los objetos materiales como solidez (tierra), liquidez (agua), calor (fuego) y energía
cinética (aire).
Los cuatro elementos evolucionan desde el nivel más sutil al material, a partir de
la causa subyacente de las partículas vacías, y se disuelven desde el nivel material al
sutil, retornando a las partículas vacías del espacio. El espacio, con sus partículas
vacías, es la base de todo el proceso. Quizá el término «partícula» no sea el más
apropiado para designar estos fenómenos, ya que implica realidades materiales ya
formadas. Por desgracia, los textos no contienen descripciones suficientes que nos
ayuden a definir mejor estas partículas espaciales.
La cosmología budista establece el ciclo del universo de la siguiente manera:
primero, hay un período de formación, luego un período de duración, a continuación,
un período de destrucción y, por último, un período de vacío, que precede la
formación de un universo nuevo. A lo largo del cuarto período, el del vacío, las
partículas espaciales subsisten, y será a partir de ellas que nacerá toda la materia del
nuevo universo. Es en estas partículas espaciales donde se encuentra la causa
fundamental del mundo físico en su totalidad. Si queremos describir la formación del
universo y de los cuerpos físicos de los seres, debemos analizar la manera en que los
diferentes elementos constitutivos del universo pudieron cobrar forma a partir de las
partículas espaciales.
Es el potencial específico de estas partículas que ha dado lugar a la estructura del
universo y de todo lo que hay en él: los planetas, las estrellas y los seres sensibles,
como los humanos y los animales. Si regresamos a la causa última de los objetos
materiales del mundo, llegaremos a las partículas espaciales. Su existencia precede al
Big Bang, es decir, a cualquier nuevo comienzo, y son, de hecho, residuos del
universo preexistente que se desintegró. Parece que algunos cosmólogos se inclinan a
pensar que nuestro universo surgió como una fluctuación de lo que se denomina
«vacío cuántico». Para mí, esta idea hace eco de la teoría Kalachakra de las partículas
espaciales.
Desde el punto de vista de la cosmología moderna, comprender el origen del
universo durante los primeros segundos de su existencia plantea un problema casi
irresoluble. Parte de este problema reside en el hecho de que las cuatro fuerzas
conocidas del universo —la gravedad, la electromagnética y las fuerzas nucleares
débil y fuerte— no funcionan en esos momentos. Entran en juego más tarde, cuando
la densidad y la temperatura de la etapa inicial han disminuido sustancialmente, y
empiezan a formarse las partículas elementales de la materia, como el hidrógeno y el
helio. El comienzo preciso del Big Bang es lo que llamamos una «singularidad». Allí
fracasan todas las ecuaciones matemáticas y las leyes de la física. Cantidades
normalmente mensurables, como la densidad y la temperatura, son indefinibles en ese
momento.
Puesto que el estudio científico del origen cosmológico requiere la aplicación de
ecuaciones matemáticas y la asunción de validez de las leyes de la física, parecería
que, si estas leyes y ecuaciones fracasan, debemos preguntarnos si alguna vez
podremos hallar una explicación completa de los segundos iniciales del Big Bang.
Mis amigos científicos me dicen que algunas de las mentes más privilegiabas de la
ciencia se dedican, precisamente, a explorar la historia de las primeras etapas de la
formación de nuestro universos. Parece que, según algunos investigadores, la
solución a lo que ahora aparece como un conjunto de problemas irresolubles yace en
la formulación de una gran teoría unificada, que nos ayude a integrar todas las leyes
de la física conocidas. Tal vez consiga reunir los dos paradigmas de la física moderna
que ahora parecen contradecirse: la relatividad y la mecánica cuántica. Según me
dicen, las suposiciones axiomáticas de estas dos teorías no se han podido conciliar,
hasta el momento. La teoría de la relatividad afirma que el cálculo preciso de la
condición exacta del cosmos en cualquier momento dado es posible, si disponemos
de la información necesaria. La mecánica cuántica, en cambio, sostiene que el mundo
de las partículas microscópicas se puede comprender únicamente en términos
probabilísticos, porque, en un nivel fundamental, el mundo consiste de trozos o
cuantos de materia (de ahí el nombre de física cuántica) que están sujetos al principio
de la incertidumbre. Teorías de nombres exóticos, como la teoría de la hipersecuencia
o la teoría M, son candidatas a la gran teoría unificada.
Existe otro impedimento a nuestro intento de alcanzar un conocimiento completo
de la formación inicial del universo. En el nivel fundamental, afirma la mecánica
cuántica, es imposible predecir con exactitud el comportamiento de una partícula en
una situación dada. Por lo tanto, solo podemos hacer predicciones del
comportamiento de una partícula sobre una base de probabilidades.
Si esto es cierto, por muy eficaces que sean nuestras fórmulas matemáticas, nunca
podremos comprender el desarrollo de un proceso, ya que nuestro conocimiento de
las condiciones iniciales de un fenómeno o acontecimiento dado será siempre
incompleto. En el mejor de los casos, podremos hacer conjeturas aproximadas pero
nunca lograr una descripción completa siquiera de un solo átomo, y mucho menos de
todo un universo.
El pensamiento budista admite la práctica imposibilidad de alcanzar el
conocimiento completo del origen del universo. Un texto Mahayana que se titula La
escritura del ornamento floral contiene una larga descripción de los sistemas
cósmicos infinitos y de los límites del conocimiento humano. Una sección llamada
«Lo incalculable» ofrece una secuencia de cálculos de números extremadamente
elevados, que culmina con términos como «lo incalculable», «lo inconmensurable»,
«lo ilimitado» y «lo incomparable». ¡El número más alto es el «cuadrado indecible»,
que se supone corresponde a la función de lo «inenarrable» multiplicado por sí
mismo! Un amigo me ha dicho que este número se puede representar como 1059. El
Ornamento floral prosigue con la aplicación de estos números inconcebibles a los
sistemas cósmicos. Afirma que, aunque mundos «incontables» sean reducidos a
átomos y cada átomo contenga mundos «incontables», el número de sistemas
cósmicos no se habrá agotado.
De modo similar, con unos bellos versos poéticos, el texto compara la intrincada e
intensamente interrelacionada realidad del mundo con una red infinita de gemas, la
«red de joyas de Indra», que se expande por el espacio infinito. En cada nudo de la
red hay una gema de cristal, que se conecta con todas las demás gemas, a las que
refleja en sí misma. Ninguna joya se encuentra en el centro ni en los extremos de la
red. Cada una de ellas está en el centro, en la medida en que refleja todas las demás
joyas de la reo. Al mismo tiempo está en el extremo, en la medida en que es reflejada
en todas las demás joyas. Dada la profunda interconexión de todo lo que hay en el
universo, no es posible alcanzar el conocimiento total de un solo átomo si no se es
omnisciente. Conocer plenamente un átomo supondría conocer también sus
relaciones con todos los demás fenómenos del universo infinito.
Los textos Kalachakra afirman que, antes de su formación, cualquier universo
dado se encuentra en el estado de «vacío», donde todos sus elementos materiales
existen en forma de potencialidad como «partículas espaciales». En determinado
momento, cuando maduran las propensiones kármicas de los seres sensibles que han
de evolucionar dentro de este universo dado, las «partículas de aire» empiezan a
agregarse de forma similar, generando poderosos cambios «térmicos», que viajan por
el aire. A continuación, se agregan las «partículas de agua» para formar una «lluvia»
torrencial, que va acompañada de relámpagos. Finalmente, se agregan las «partículas
de tierra» que, combinadas con los demás elementos, empiezan a asumir un estado de
solidez. El quinto elemento, el «espacio», impregna todos los demás como fuerza
inmanente y, por lo tanto, no posee una existencia diferenciada. Tras un larguísimo
proceso temporal, los cinco elementos se expanden hasta formar el universo físico, tal
como lo conocemos y percibimos.
Hasta ahora nos hemos referido al origen del universo como algo que consiste
únicamente en una mezcla de energía y materia inánime: el nacimiento de las
galaxias, los agujeros negros, las estrellas, los planetas y el caos de las partículas
subatómicas. Desde la perspectiva del budismo, sin embargo, existe el tema esencial
del papel de la conciencia. Por ejemplo la cosmología Kalachakra como la
Abhidharma asumen que la formación de un sistema cósmico concreto está
íntimamente ligada a las propensiones kármicas de los seres sensibles. En lenguaje
actual, podemos decir que estas cosmologías budistas proponen que nuestro planeta
evolucionó de modo que pudiera sostener la evolución de seres sensibles, en la forma
de las miríadas de especies que existen actualmente en la Tierra.
Al invocar aquí el karma no pretendo sugerir que todo está en función de aquello
en el budismo. Debemos distinguir entre la operación de la ley natural de la
causalidad, según la cual una serie dada de condiciones tendrá una serie dada de
efectos, y la ley del karma, según la cual un acto intencionado cosechará
determinados frutos. Si, por ejemplo, dejamos una hoguera sin apagar en el bosque, y
las llamas prenden unas ramitas secas y se propagan, provocando un incendio
forestal, el hecho de que los árboles en llamas ardan y se conviertan en carbón y en
humo es, simplemente, un efecto de la ley natural de la causalidad, dada la naturaleza
del fuego y de los materiales incendiados. Esta secuencia de acontecimientos no
implica el karma. Pero que un ser sensible decida encender un fuego y luego se
olvide de apagarlo —acto que ha dado origen a la cadena de acontecimientos— sí
implica una causalidad kármica.
En mi opinión, el proceso entero de la evolución de un sistema cósmico obedece a
la ley natural de la causalidad. Creo que el karma entra en acción en dos momentos.
Cuando el universo evoluciona hasta el punto de poder sostener la vida de los seres
sensibles, su destino se enlaza con el karma de estos seres que lo habitarán. Quizá
resulte más difícil comprender la intervención inicial del karma, que es, en efecto, la
maduración del potencial kármica de los seres sensibles que ocuparán dicho universo,
que desencadena su devenir.
La capacidad de discernir exactamente cuándo el karma se cruza con la ley
natural de la causalidad es, según la tradición budista, prerrogativa únicamente de la
mente omnisciente del Buda. El problema consiste en conciliar los dos hilos
explicativos: primero, que cualquier sistema cósmico y los seres que lo habitan
surgen del karma y, segundo, que existe un proceso natural de causa y efecto que,
simplemente, se desencadena. Los textos budistas más antiguos sugieren que la
materia, por un lado, y la conciencia, por el otro, se relacionan de acuerdo a un
proceso propio de causa y efecto, que da lugar a nuevos conjuntos de funciones y
propiedades en ambos casos. En la medida en que comprendemos su naturaleza,
relaciones causales y funciones, podemos derivar inferencias —en torno a la materia
y también a la conciencia— que darán lugar al conocimiento.
Esas etapas fueron codificadas como los «cuatro principios»: el principio de la
naturaleza, el principio de la dependencia, el principio de la función y el principio de
la evidencia.
La pregunta, pues, es esta: Estos cuatro principios, que, según la filosofía budista,
constituyen las leyes de la naturaleza ¿son en sí independientes del karma o su
existencia está ligada al karma de los seres que habitan el universo en que dichas
leyes operan? Esta cuestión es similar a las preguntas planteadas en relación al estatus
de las leyes de la física. ¿Puede existir un conjunto de leyes físicas completamente
distintas en otro universo o las leyes de la física, tal como las conocemos, son válidas
para todos los universos posibles?
Si la respuesta es que unas leyes distintas pueden operar en universos distintos,
desde el punto de vista budista, esto supondría que las propias leyes físicas están
ligadas al karma de los seres sensibles que surgiran dentro de dicho universo.
¿Cómo ven las teorías cosmológicas budistas la evolución de la relación entre las
propensiones kármicas de los seres sensibles y el desarrollo del universo físico? ¿Con
qué mecanismo se conecta el karma con la evolución del sistema físico? En general,
los textos budistas Abhidharma no tienen mucho que decir sobre estas cuestiones,
excepto la concepción general del entorno en el que existe el ser sensible como
«efecto ambiental» del karma colectivo de este ser, que es compartido por miríadas
de otros seres. Los textos Kalachakra, no obstante, describen relaciones estrechas
entre el cosmos y los cuerpos de los seres sensibles que lo habitan, entre los
elementos naturales del universo físico externo y los elementos internos de los seres
sensibles, entre las fases de la evolución de los i cuerpos celestiales y los cambios en
los cuerpos de los seres sensibles.
El Kalachakra presenta una imagen detallada de estas correlaciones y de sus
manifestaciones, tal como son aprehendidas por la experiencia de las criaturas
sensibles. Por ejemplo, los textos describen cómo los eclipses solares y lunares
pueden afectar a los cuerpos de los seres sensibles con la alteración de su ritmo
respiratorio. Sería interesante someter algunas de estas alegaciones, que nacen de la
experiencia em-pírica, a la investigación científica.
Aun con todas estas complicadas teorías científicas sobre el origen del universo,
tengo preguntas sin contestar, preguntas importantes. ¿Qué existía antes del Big
Bang? ¿De dónde vino el Big Bang? ¿Cuál fue su causa? ¿Por qué nuestro planeta
evolucionó de manera que pudiera sostener la vida? ¿Qué relación hay entre el
cosmos y los seres que han surgido en su seno? Los científicos pueden descartar estas
preguntas como absurdas o, por el contrarío, reconocer su importancia, negando, no
obstante, su relación con el ámbito de la investigación científica. Ambas actitudes, sin
embargo, tendrán como consecuencia el reconocimiento de unos límites definidos de
nuestro conocimiento científico acerca del origen de nuestro cosmos. No estoy sujeto
a las limitaciones profesionales ni ideológicas de una cosmovisión radicalmente
materialista. El budismo contempla el universo como algo infinito y sin comienzo, de
forma que me puedo aventurar más allá del Big Bang y especular acerca del posible
estado de las cosas antes de él.
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