LA IMPERMANENCIA
¿Por qué es tan difícil practicar la muerte y practicar la libertad? ¿Y por qué exactamente nos asusta tanto la muerte que nos negamos en redondo a contemplarla? Dentro de nosotros, en lo más hondo, sabemos que no podremos evitar eternamente enfrentarnos a la muerte. Sabemos que, como dijo Milarepa, «aquello llamado "cadáver", a lo que tanto tememos, está viviendo con nosotros aquí y ahora». Cuanto más tardamos en afrontar la muerte, cuanto más la borramos de nuestros pensamientos, mayores son el miedo y la inseguridad que se acumulan para acosarnos. Cuanto más intentamos huir de ese miedo, más monstruoso se vuelve.
La muerte es, en efecto, un enorme misterio, pero de ella se pueden decir dos cosas: es absolutamente cierto que moriremos, y es incierto cuándo y cómo moriremos. La única certeza que tenemos, pues, es esta incertidumbre sobre la hora, la cual nos sirve de excusa para postergar el afrontar la muerte directamente. Somos como niños que se tapan los ojos jugando al escondite y se figuran que nadie puede verlos. ¿Por qué vivimos en tal terror a la muerte? Porque nuestro deseo instintivo es vivir y seguir viviendo, y la muerte es el cruel fin de todo lo que consideramos familiar. Tenemos la sensación de que, cuando llegue, nos veremos sumergidos en algo del todo desconocido, o que nos convertiremos en alguien completamente distinto. Imaginamos que nos encontraremos perdidos y confusos, en un ambiente extraño y aterrador. Nos imaginamos que será algo así como despertar en medio de una tormenta de ansiedad, solos en un país extranjero, sin conocer el territorio ni el idioma, sin dinero, sin conocer a nadie, sin pasaporte, sin amigos... Quizá la razón más profunda de que temamos a la muerte es que ignoramos quiénes somos. Creemos en una identidad personal, única e independiente, pero, si nos atrevemos a examinarla, comprobamos que esta identidad depende por completo de una interminable colección de cosas que la sostienen: nuestro nombre, nuestra «biografía», nuestras parejas y familiares, el hogar, los amigos, las tarjetas de crédito... Es de este frágil y efímero sostén de lo que depende nuestra seguridad. Así que, cuando se nos quite todo eso, ¿tendremos idea de quiénes somos en realidad?
Sin nuestras propiedades conocidas, quedamos cara a cara con nosotros mismos: una persona a la que no conocemos, un extraño inquietante con quien hemos vivido siempre pero al que en el fondo nunca hemos querido tratar. ¿Acaso no es ese el motivo de que tratemos de llenar cada instante de ruido y actividad, por aburrida y trivial que sea, para evitar quedarnos a solas y en silencio con ese desconocido? ¿Y no apunta eso hacia algo fundamentalmente trágico en nuestro estilo de vida? Vivimos bajo una identidad asumida en un neurótico mundo de cuento de hadas que no tiene más realidad que la Tortuga de Alicia en el País de las Maravillas. Hipnotizados por el entusiasmo de construir, hemos edificado la casa de nuestra vida sobre cimientos de arena. Este mundo puede parecer maravillosamente convincente hasta que la muerte nos destruye la ilusión y nos saca de nuestro escondite. ¿Qué será entonces de nosotros si no tenemos la menor idea de ninguna realidad más profunda? Cuando muramos lo dejaremos todo atrás, sobre todo este cuerpo al que tanto hemos apreciado, en el que tan ciegamente hemos confiado y al que con tantos esfuerzos hemos procurado mantener vivo. Pero la mente no es más fiable que el cuerpo. Fíjese unos minutos en su mente. Comprobará que es como una pulga, que no cesa de saltar de un lado a otro. Verá que los pensamientos surgen sin ningún motivo, sin ninguna relación. Arrastrados por el caos de cada instante, somos víctimas de la volubilidad de nuestra mente. Si éste es el único estado consciente con el que estamos familiarizados, confiar en nuestra mente en el momento de la muerte es una apuesta absurda.
EL ENGAÑO
Tras la muerte de mi maestro, disfruté de una estrecha relación con Dudjom Rimpoché, uno de los mayores maestros de meditación, místicos y yoguis de los últimos tiempos. Un día iba viajando por Francia con su esposa, admirando el paisaje mientras conducía. Pasaron ante un extenso cementerio que estaba recién pintado y adornado con flores. Su esposa comentó: —Rimpoché, mira qué pulcro y qué limpio lo tienen todo en Occidente. Hasta los lugares donde depositan los cadáveres están inmaculados. En Oriente, ni siquiera las casas donde vive la gente están tan limpias. —Ah, sí —replicó él—, es verdad; es un país muy civilizado. Tienen unas casas maravillosas para los cadáveres de los muertos. Pero, ¿no te has fijado? También tienen casas muy bonitas para los cadáveres de los vivos.
Cada vez que recuerdo esta anécdota pienso en lo hueca y fútil que puede ser la vida cuando se funda en una falsa creencia sobre la continuidad y la permanencia. Cuando vivimos así, nos convertimos, como dijo Rimpoché, en inconscientes cadáveres vivientes.
La mayoría vivimos así; vivimos según un plan preestablecido. Pasamos la juventud educándonos. Luego buscamos un trabajo, conocemos a alguien, nos casamos y tenemos hijos. Compramos una casa, procuramos que nuestro negocio tenga éxito, intentamos realizar sueños, como tener una casa de campo o un segundo automóvil. Nos vamos de vacaciones con nuestras amistades. Hacemos proyectos para la jubilación. Los mayores dilemas que algunos de nosotros hemos de enfrentar son dónde pasar las próximas vacaciones o a quién invitar por Navidad. Nuestra vida es monótona, mezquina y repetitiva, desperdiciada en la persecución de lo banal, porque al parecer no conocemos nada mejor. El ritmo de nuestra vida es tan acelerado que lo último en que se nos ocurriría pensar es en la muerte. Sofocamos nuestro miedo secreto a la impermanencia rodeándonos de más y más bienes, de más y más cosas, de más y más comodidades, hasta que nos vemos convertidos en sus esclavos. Necesitamos todo nuestro tiempo y toda nuestra energía simplemente para mantenerlos. Nuestra única finalidad en la vida pronto se convierte en conservarlo todo tan seguro y a salvo como sea posible. Cuando se produce algún cambio, buscamos el remedio más rápido, alguna solución ingeniosa y provisional. Y así, a la deriva, va pasando nuestra vida hasta que una enfermedad grave u otra calamidad nos saca de nuestro estupor.
Por otra parte, no es que dediquemos mucho tiempo ni mucha reflexión a esta vida, tampoco. Piense en esas personas que trabajan durante años y luego tienen que retirarse, sólo para descubrir que no saben qué hacer con su vida a medida que envejecen y se acerca la muerte. Aunque mucho hablamos de ser prácticos, ser práctico en Occidente significa ser miopes, muchas veces necia o egoístamente. Nuestra miope concentración en esta vida, y sólo en esta vida, es el gran engaño, el origen del sombrío y destructivo materialismo del mundo moderno. No se habla de la muerte ni se habla de la vida tras la muerte porque se hace creer a la gente que hablar de estas cosas sólo sirve para estorbar nuestro «progreso» en el mundo. Sin embargo, si nuestro deseo más profundo es vivir y seguir viviendo, ¿por qué insistimos ciegamente en que la muerte es el fin? ¿Por qué no intentamos al menos explorar la posibilidad de que exista una vida más allá? ¿Por qué, si somos tan pragmáticos como pretendemos, no empezamos a preguntarnos seriamente dónde está nuestro futuro real? Después de todo, nadie vive más de cien años. Y después de eso se extiende toda la eternidad, sin ser tenida en cuenta...
LA PEREZA ACTIVA
Hay un antiguo relato tibetano que me encanta; se titula «El padre de "Famoso Como La Luna"».
Un hombre muy pobre, después de mucho trabajar, consiguió acumular todo un saco de grano. Se sentía muy orgulloso de sí mismo, y cuando llegó a casa cogió una cuerda y colgó el saco de una viga para que estuviera a salvo de ratas y ladrones. Dejándolo allí colgado, se tendió a dormir justo debajo para mayor seguridad. Mientras yacía acostado, su mente empezó a divagar: «Si vendo el grano en pequeñas cantidades obtendré mayor beneficio. Así podré comprar más grano y repetir el negocio, y muy pronto me haré rico y seré una persona influyente en la comunidad. Las chicas se prendarán de mí. Me casaré con una mujer hermosa, y muy pronto tendremos un hijo. Habrá de ser un niño, pero... ¿qué nombre vamos a ponerle?». Paseó la mirada por el cuarto y la detuvo en un ventanuco tras el cual se veía ascender la Luna. «¡Qué signo más auspicioso!», pensó. Ese sí que es un buen nombre. Lo llamaré "Famoso Como La Luna"». Ahora bien, mientras él se entregaba a sus fantasías, una rata logró trepar hasta el saco de grano y royó la cuerda que lo sostenía. En el momento en que brotaban de sus labios las palabras «Famoso Como La Luna», el saco cayó del techo y lo mató al instante. «Famoso Como La Luna», lógicamente, no llegó a nacer. ¿Cuántos de nosotros, a semejanza del protagonista de este relato, somos arrastrados por lo que he dado en llamar «pereza activa»? Naturalmente, existen diversas variedades de pereza. La pereza de estilo oriental es como la que se ha llevado a la perfección en India. Consiste en pasarse el día holgazaneando al sol, sin hacer nada, evitando toda clase de trabajo o actividad útil, bebiendo tazas de té, escuchando música de películas indias a todo volumen en los aparatos de radio y charlando con los amigos. La pereza occidental es muy distinta. Consiste en abarrotar nuestra vida de actividades compulsivas a fin de que no quede tiempo para afrontar los verdaderas problemas. Si contemplamos nuestra vida veremos claramente cuántas tareas sin importancia, a las que llamamos «responsabilidades», se acumulan para llenarla. Un maestro las compara a «hacer la limpieza de la casa en sueños». Nos decimos que queremos dedicar tiempo a las cosas importantes de la vida, pero nunca tenemos tiempo. El mero hecho de levantarnos por la mañana supone una multitud de tareas: abrir la ventana, hacer la cama, ducharse, limpiarse los dientes, dar de comer al perro o al gato, fregar los platos de la noche anterior, descubrir que te has quedado sin azúcar o café, salir a comprarlo, preparar el desayuno... Es una lista interminable. Luego hay que buscar la ropa, elegirla, plancharla, volverla a guardar. ¿Y el cabello? ¿Y el maquillaje? Desvalidos, vemos cómo se nos llenan los días de llamadas telefónicas y proyectos triviales, de responsabilidades y responsabilidades... ¿O no deberíamos llamarlas «irresponsabilidades»? Parece que nuestra vida nos vive, que posee su propio impulso imprevisible, que se nos lleva; en último término, nos parece que no tenemos elección ni control sobre ella. Naturalmente, esto a veces nos hace sentir mal, tenemos pesadillas y despertamos sudorosos, preguntándonos: «¿Qué estoy haciendo de mi vida?». Pero nuestros temores sólo duran hasta la hora del desayuno; aparece el maletín y volvemos a estar donde empezamos. Pienso en el santo hindú Ramakrishna, que le dijo a uno de sus discípulos: «Si dedicaras a la práctica espiritual una décima parte del tiempo que dedicas a distracciones como ir detrás de las mujeres o hacer dinero, llegarías a la Iluminación en unos pocos años». Hubo un maestro tibetano llamado Mipham, que vivió a principios de siglo, una especie de Leonardo da Vinci del Himalaya. De él se cuenta que inventó un reloj, un cañón y un aeroplano. Pero en cuanto daba por terminado un invento, lo destruía, diciendo que sólo sería causa de nueva distracción. La palabra «cuerpo» en tibetano es /¿¿, que quiere decir «algo que se deja atrás», como el equipaje. Cada vez que decimos lü, recordamos que sólo somos viajeros refugiados temporalmente en esta vida y este cuerpo. Así, en Tíbet la gente no se distraía ni se pasaba todo el tiempo procurando hacer más cómodas sus circunstancias externas. Se daban por satisfechos si tenían lo suficiente para comer, la espalda cubierta de ropa y un techo sobre su cabeza. Lo que hacemos nosotros, tratar obsesivamente de mejorar nuestras condiciones, puede convertirse en un fin por sí mismo y en una distracción vana. ¿A quién que estuviera en su sano juicio se le ocurriría redecorar minuciosamente la habitación del hotel cada vez que se alojara en uno?
A veces pienso que el mayor logro de la cultura moderna es su brillante manera de vender el samsara y sus distracciones estériles. La sociedad moderna me parece una celebración de todas las cosas que alejan de la verdad, que hacen difícil vivir para la verdad y que inducen a la gente a dudar incluso de su existencia. Y pensar que todo esto surge de una civilización que dice adorar la vida, pero en realidad la priva de todo sentido real; que habla sin cesar de «hacer feliz» a la gente, pero que de hecho obstruye su camino a la fuente de la auténtica alegría. Este samsara moderno se alimenta de la misma ansiedad y depresión que induce en todos nosotros y que fomenta cuidadosamente con una maquinaria de consumo que necesita mantenernos deseosos para continuar funcionando. El samsara es muy organizado, versátil y refinado; nos asalta con su propaganda desde todos los ángulos y crea a nuestro alrededor un entorno de adicción casi inexpugnable. Cuanto más intentamos escapar, parece que más caemos en las trampas que con tanto ingenio nos tiende. Jikmé Lingpa, maestro tibetano del siglo XVIII, dijo: «Hipnotizados por la variedad misma de las percepciones, los seres vagan perpetuamente errantes por el círculo vicioso del samsara». Así obsesionados por falsas esperanzas, sueños y ambiciones que prometen felicidad pero sólo conducen a la desdicha, somos como personas que se arrastran por un desierto sin fin, muertas de sed. Y todo lo que este samsara nos ofrece para beber es un vaso de agua salada que intensifica nuestra sed.
REFLEXIÓN Y CAMBIO
Cuando era niño y vivía en Tíbet, oí la historia de Krisha Gotami, una joven que tuvo la buena fortuna de vivir en la época de Buda. Cuando su hijo primogénito contaba cosa de un año, cayó enfermo y murió. Agobiada por la pena, con el cuerpecito en brazos, Krisha Gotami vagaba por las calles suplicándole a todo el mundo un remedio que le devolviera la vida a su hijo. Algunas personas pasaban por su lado sin hacerle caso, otras se reían de ella, y aun otras la tomaban por loca, pero finalmente dio con un sabio que le dijo que la única persona del mundo que podía realizar el milagro que ella pretendía era Buda. Así pues, fue en busca de Buda, depositó el cadáver de su hijo ante él y le expuso su caso. Buda la escuchó con infinita compasión, y luego respondió con amabilidad: —Sólo hay una manera de curar tu aflicción. Baja a la ciudad y tráeme un grano de mostaza de cualquier casa en la que no haya habido jamás una muerte. Krisha Gotami experimentó un gran alivio y se dirigió a la ciudad de inmediato. Cuando llegó, se detuvo en la primera casa que vio y explicó: —Me ha dicho Buda que vaya y busque un grano de mostaza de una casa que nunca haya conocido la muerte. —En esta casa ha muerto mucha gente —le replicaron. Fue a la casa de al lado. —En nuestra familia ha habido incontables muertes —le dijeron. Y lo mismo en la tercera y en la cuarta casa, hasta que por fin hubo visitado toda la ciudad y comprendió que la condición de Buda no podía cumplirse. Llevó el cuerpo de su hijo al osario y se despidió de él por última vez, y a continuación volvió a Buda.
—¿Has traído el grano de mostaza? —No —respondió ella—. Empiezo a comprender la lección que intentas enseñarme. Me cegaba la pena y creía que yo era la única que había sufrido a manos de la muerte. —¿Por qué has vuelto? —le preguntó Buda. —Para pedirte que me enseñes la verdad de lo que es la muerte, de lo que puede haber detrás y más allá de la muerte y de lo que hay en mí, si algo hay, que no ha de morir. Buda empezó a enseñarle: —Si quieres conocer la verdad de la vida y la muerte, debes reflexionar continuamente sobre esto: en el universo sólo hay una ley que no cambia nunca, la de que todas las cosas cambian y ninguna cosa es permanente. La muerte de tu hijo te ha ayudado a ver ahora que el reino en que estamos, el samsara, es un océano de sufrimiento insoportable. Sólo hay un camino, y uno solo, para escapar del incesante ciclo de nacimientos y muertes del samsara, que es el camino a la liberación. Puesto que ahora el dolor te ha preparado para aprender y tu corazón se abre a la verdad, te la voy a mostrar. Krisha Gotami se arrodilló a sus pies y siguió a Buda durante el resto de su vida. Se dice que cuando su vida llegaba a su fin, alcanzó la Iluminación.
LO INMUTABLE
La impermanencia ya nos ha revelado muchas verdades, pero aún guarda un último tesoro, un tesoro que en gran medida nos está oculto, sin que sospechemos ni reconozcamos su existencia, pero que es íntimamente nuestro.
El poeta occidental Rainer Maria Rilke dijo que nuestros más profundos temores son como dragones que protegen nuestro más profundo tesoro. El temor que la impermanencia suscita en nosotros, de que nada es real y nada permanece, es, como llegamos a descubrir, nuestro mayor amigo, puesto que nos induce a preguntar: si todo muere y cambia, ¿qué es realmente cierto? ¿Existe algo más allá de las apariencias, algo sin límites e infinitamente amplio, algo dentro de lo cual se dé la danza del cambio y la impermanencia? ¿Existe algo, en realidad, con lo que podamos contar, que sobreviva a lo que llamamos muerte? Si dejamos que estos interrogantes nos ocupen con urgencia, si reflexionamos sobre ellos, poco a poco nos encontraremos con una profunda modificación en nuestro modo de verlo todo. Sosteniendo la contemplación y la práctica del desprendimiento, llegamos a descubrir en nosotros mismos «algo» que no podemos nombrar, describir ni conceptuar, «algo» que, como empezamos a percibir, se esconde detrás de todos los cambios y todas las muertes del mundo. Los limitados deseos y distracciones a que nos ha condenado nuestro apego obsesivo a la permanencia empiezan a disolverse y terminan por desprenderse. Mientras sucede todo esto nos llegan repetidos y esplendentes indicios de las vastas implicaciones que conlleva la verdad de la impermanencia. Es como si durante toda nuestra vida hubiéramos volado por entre nubes negras y turbulencias y de pronto el avión se elevara sobre ellas para salir a un cielo transparente e ilimitado. Inspirados y regocijados por este surgimiento a una nueva dimensión, llegamos a descubrir una profundidad de paz, alegría y confianza en nosotros mismos que nos llena de pasmo maravillado y gradualmente engendra en nosotros la certidumbre de que en nuestro interior hay «algo» que nada destruye ni nada altera, y que no puede morir. Milarepa escribió:
"Llevado por el horror a la muerte, me fui a las montañas. Medité y medité sobre la incertidumbre de la hora de la muerte, hasta captar la fortaleza de la inmortal e infinita naturaleza de la mente. Ahora todo miedo a la muerte se ha desvanecido y se ha acabado."
Gradualmente, pues, percibimos en nuestro interior la tranquila e ilimitada presencia de lo que Milarepa llama la naturaleza inmortal e infinita de la mente. Y a medida que esta nueva percepción empieza a hacerse más vivida y casi ininterrumpida, se produce lo que los Upanishads denominan «un darse la vuelta en el asiento de la conciencia», una revelación personal y absolutamente no conceptual de lo que somos, por qué estamos aquí y cómo habríamos de conducirnos, lo que en último término equivale nada menos que a una vida nueva, un nacimiento nuevo, casi, podríamos decir, una resurrección. ¡Qué hermoso y qué curativo misterio es que de contemplar continuamente y sin temor la verdad del cambio y la impermanencia lleguemos poco a poco a encontrarnos cara a cara, agradecidos y alegres, con la verdad de lo inmutable, con la verdad de que la naturaleza de la mente es no tener muerte ni final!
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