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Foto del escritorAmenhotep VII

El Libro del Desasosiego - Fernando Pessoa



Nací en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes habían dejado de creer en Dios, por la misma razón que sus mayores habían creído en Él –sin saber por qué. Siendo así, y dado que el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente y no porque piensa, la mayoría de esos jóvenes eligió la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen y no ven sólo la multitud de la que forman parte, sino también los grandes espacios que hay a sus costados. Por eso, ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca la Humanidad. Consideré que Dios, si bien improbable, podría ser y en consecuencia, también ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica cuyo significado se limita a la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales. De tal manera, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo en una suma de animales, me ubiqué, como alguna otra gente marginal, a esa distancia de todo a la que vulgarmente se la llama Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se detendría. Le pedí tan poco a la vida y hasta ese poco la vida me negó. Una hebra de sol, el campo, un poco de paz con un poco de pan, que no me pese mucho el saber que existo, y no exigir nada a nadie, ni que nadie exija nada de mí. Todo esto me fue negado, como quien niega una limosna no por falta de bondad, sino por no tener que desabrocharse el abrigo para darla. Escribo, triste, en mi cuarto quieto, solo, como siempre he sido, solo como siempre seré. Y pienso si mi voz, tan poca cosa en apariencia, no encarna la sustancia de miles de voces, el hambre de decirse de miles de vidas, la paciencia de millones de almas, sumisas como la mía al destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin vestigios. En este momento mi corazón palpita con más fuerza por la conciencia que tengo de que palpita. Vivo más porque sabiéndolo es más lo que vivo. Siento en mi persona una energía religiosa, una especie de oración, algo así como un clamor. Pero la reacción contra mí se precipita desde la inteligencia… Me veo en el cuarto piso alto de la Rua dos Douradores; me presencio con sueño; observo, sobre el papel medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarrillo barato que se consume mientras lo sostengo sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida!, ¡diciendo qué sienten las almas!, ¡escribiendo prosa como los genios y los célebres! ¡Aquí yo, así!... Saber que será mala la obra que nunca estará acabada. Peor, empero que ella, será la que nunca se empiece a escribir. La que se inicia queda, al menos, iniciada. Será pobre pero real, como la planta mezquina en la maceta única de mi vecina inválida. Esa planta es su alegría, y a veces también la mía. Lo que escribo, aún sabiendo que es malo, puede sin embargo dar unos momentos de distracción de lo peor a uno u otro espíritu apenado o triste. Eso me basta o no me basta, pero de algún modo sirve, y así es toda la vida.


Me pesa, por lo demás, la sola idea de estar obligado a tomar contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La idea de un compromiso social cualquiera –ir a un entierro, tratar con otro algún asunto en la oficina, ir a esperar a alguien a la estación, se trate o no de un desconocido- esa sola idea me estorba los pensamientos de todo ese día, y a veces incluso en la víspera ya estoy preocupado y duermo mal, y cuando al fin y al cabo las cosas ocurren resulta que no justifican semejante tensión; pero siempre pasa lo mismo y yo no aprendo a aprender. Damos frecuentemente a nuestras ideas de lo desconocido el color de nuestras nociones de lo conocido: si llamamos a la muerte un sueño es porque parece un sueño por fuera; si llamamos a la muerte una nueva vida es porque parece una cosa diferente de la vida. Con pequeños malentendidos acerca de la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de migajas en las que saboreamos tortas, como los niños pobres que juegan a ser felices. Pero así es la vida; así, por lo menos, es aquel sistema de vida particular al que en general se llama civilización. La civilización consiste en dar a algo un nombre que no le compete, y después soñar sobre el resultado. Y realmente el nombre falso y el sueño verdadero crean una nueva realidad. El objeto se convierte realmente en otro, porque lo convertimos en otro. Manufacturamos realidades. La materia prima sigue siendo la misma, pero la forma que el arte le dio le impide efectivamente seguir siendo la misma. Una mesa de pino es pino pero también es mesa. Nos sentamos a la mesa y no al pino. Un amor es un instinto sexual, pero no amamos con el instinto sexual sino con la presuposición de otro sentimiento. Y esa presuposición ya es, de hecho, otro sentimiento. Todo me cansa, incluso lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor. Quien pudiera ser un niño poniendo barcos de papel en un estanque de quinta; barcos de vela rústica hecha de parra entramada, que traza contrapuntos en rombos de luz y sombra verde sobre los reflejos sombríos del agua escasa. Entre la vida y yo hay un cristal tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, no la puedo tocar. ¿Razonar mi tristeza? ¿Para qué si el razonamiento es una esfuerzo? Y los tristes no pueden esforzarse. Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que yo tanto quisiera abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no tengo aliento en el alma con que esforzarme.


Organizar de tal modo nuestra vida que ella sea un misterio para los demás; que quien mejore nos conozca sea, apenas, uno que nos desconoce de mas cerca que los otros. Así forjé yo mi vida, casi sin proponérmelo, pero fue tanto el arte instintivo que puse en hacerlo que para mí mismo me convertí en una no del todo clara y nítida individualidad creada por mí. Aquella maldad imprecisa y casi imponderable que alegra cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, así como el desagrado ajeno que ella puede provocar, los pongo yo en el examen de mis propios padecimientos; los llevo tan lejos que, en los momentos en que me siento ridículo o mezquino, los disfruto como si estuviese siendo otro. Por una extraña y fantástica metamorfosis de sentimientos, sucede que no siento esa alegría malvada y humanísima ante el dolor o el ridículo ajeno. Siento ante la bajeza de los demás no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación sinuosa. No es por bondad que eso ocurre, sino porque quien se vuelve ridículo, no sólo se vuelve ridículo para mí, sino también para los demás, y me irrita que alguien sea ridículo a juicio de los demás; me duele que cualquier animal de la especie humana se ría a costas de otro, porque no tiene ningún derecho de hacerlo. Que los otros se rían de mí no me molesta, porque de mí hacia afuera hay un desprecio denso y blindado. Más inexpugnables que cualquier muro son las rejas altísimas que circundan el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás, perfectísimamente los excluyo y no los dejo ser sino ajenos.

Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un futuro al que ya no perteneceré, estas frases que escribo perdurasen reconocidas, habré encontrado por fin a la gente que me “comprenda”, a los míos, a la familia verdadera en cuyo seno nacer y ser amado. Pero lo cierto es que, lejos de nacer en ella, para ese entonces ya habré muerto hará mucho. La comprensión recaerá sólo sobre mi esfinge, cuando el cariño ya no pueda consolar a quien ha muerto, de la indiferencia exclusiva que conoció cuando vivo. Tal vez un día comprendan que cumplí, como ningún otro, mi deber innato de intérprete de una parte de nuestro siglo; y cuando lo comprendan, escribirán que en mi época fui incomprendido, que desgraciadamente viví entre el desinterés y las frialdades de los que me rodeaban, y que es una pena que tal cosa me sucediera. Y el que esto escriba será, en la época en que lo haga, tan poco comprensivo de mi análogo de aquel tiempo futuro, como lo son hoy aquellos con quienes convivo. Porque los hombres sólo aprenden para uso de sus bisabuelos, que ya murieron. A los muertos y a nadie más, sabemos enseñarles las verdaderas reglas para vivir. Me convertí en una figura de libro, en una vida leída. Lo que siento está (sin que yo me lo proponga) sentido para que se escriba que se sintió. Lo que pienso enseguida está puesto en palabras, mezclado con imágenes que lo deshacen, abierto en ritmos que son cualquier otra cosa. De tanto recomponerme me destruí. De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me exploré con una sonda y la dejé caer; vivo pensando si soy hondo o no lo soy, sin más sonda, ahora, a no ser esta mirada que me muestra, claro en negro en el espejo del pozo profundo, mi propio rostro que me contempla mirarlo.


Los sentimientos que más duelen, las emociones que más acucian, son los que resultan absurdos –el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la nostalgia de lo que nunca hubo, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo. Todos estos medios tonos de la conciencia del alma crean en nosotros un paisaje dolorido, un eterno poniente de lo que somos. El que podamos sentirnos es entonces un campo desierto que oscurece, triste de juncos a orillas de un río sin barcos, devorado claramente por una sola sobre, entre orillas distanciadas.

Escribir es objetivar sueños, es crear un mundo exterior para recompensa evidente de nuestra índole de creadores. Publicar es dar ese mundo exterior a los demás; ¿pero para qué, si el mundo exterior común a nosotros y a ellos es el “mundo exterior” real, el de la materia, el mundo visible y tangible? ¿Qué tienen que ver los demás con el universo que hay en mí?


Nunca duermo: vivo y sueño, o mejor, sueño en vida y durmiendo, que es vida también. No hay interrupción en mi conciencia: siento lo que me rodea si todavía no duermo, o si no duermo bien; empiezo a soñar tan pronto como duermo de verdad. Así, lo que soy es un perpetuo despliegue de imágenes, conexas o inconexas, fingiéndose siempre exteriores, unas situadas entre los hombres y la luz, si estoy despierto, otras entre los fantasmas y la sinluz que se ve, si estoy durmiendo. Realmente, no sé cómo distinguir una cosa de otra, ni me atrevo a afirmar si es que no duermo cuando estoy despierto o si es que estoy despertándome cuando duermo. La vida es un ovillo que alguien enmarañó. Hay un sentido en ella, cuando desenrollada y completamente extendida o cuando enrollada como debe ser. Pero, tal como está, es un problema sin ovillo propio, un enredarse sin tener donde. Siento esto, que más tarde escribiré, pues ya voy soñando las frases que he de decir, cuando a través de la noche de duermevela siento, junto a los paisajes de sueños vagos, el ruido de la lluvia allá afuera, haciéndonos más imprecisos todavía. Son adivinanzas del vacío, trémulas de abismo, y a través de ellas se escurre, inútil, la pesadumbre exterior de la lluvia incesante, abundante minucia del paisaje de lo oído. ¿Esperanza? Nada. Del cielo invisible desciende con su son la aflicción-agua que levanta el viento. Sigo durmiendo.


Nadie comprende a otro. Somos, como dijo el poeta, islas en el mar de la vida; corre entre nosotros el mar que nos define y nos separa. Por más que un alma se esfuerce por saber qué cosa sea otra alma, no sabrá sino lo que le diga una palabra —sombra disforme en el suelo de su entendimiento. Amo las expresiones porque no sé nada de lo que expresan. Soy como el maestro de Santa Marta: me contento con lo que se me ofrece. Veo, y eso ya es mucho. ¿Es que hay alguien que sea capaz de entender? Tal vez sea por este escepticismo sobre lo inteligible por lo que encaro de igual modo un árbol y una cara, un cartel y una sonrisa. (Todo es natural, todo artificial, todo igual). Todo lo que veo es para mí lo único visible, sea el alto cielo azul verdiblanco de la mañana por llegar, sea el gesto falso en el que se contrae la cara de quien está sufriendo ante testigos la muerte de quien ama. Dibujos, ilustraciones, páginas que existen y se vuelven. Mi corazón no está centrado en ellos ni lo está casi mi atención, que los recorre desde fuera, como una mosca sobre un papel. ¿Acaso sé siquiera si siento, si pienso, si existo? Nada: sólo un esquema objetivo de colores, de formas, de expresiones de los que soy el espejo oscilante inútil por vender.



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