La sombra.—Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quiero ofrecerte la
oportunidad de que lo hagas.
El caminante.—¿Quién es? ¿Dónde hablan? Me parece que me oigo hablar,
aunque con una voz más débil que la mía.
La sombra.—(Tras una pausa) ¿No te agrada tener la oportunidad de hablar?
El caminante.—¡Por Dios y por el resto de cosas en las que no creo! ¡Es mi
sombra la que habla!: la estoy oyendo, pero no me lo creo.
La sombra.—Supongamos que así es. No pienses más en eso. Dentro de una hora
habrá acabado todo.
El caminante.—En eso precisamente estaba yo pensando, cuando en un bosque de
los alrededores de Pisa vi unos camellos, primero dos y luego cinco.
La sombra.—Bueno será que tanto tú como yo seamos igualmente pacientes con
nosotros mismos, una vez que nuestra razón guarda silencio; de este modo, no
usaremos palabras agrias en nuestra conversación, ni nos pondremos reticentes el uno
con el otro si no nos entendemos. Si no se sabe dar una respuesta completa, basta con
decir algo; es la condición que pongo para charlar con alguien. En toda conversación
un tanto larga, el más sabio dice por lo menos una locura y tres estupideces.
El caminante.—Lo poco que exiges no es muy halagador para el que te escucha.
La sombra.—¿Es que tengo que adularte?
El caminante.—Yo creía que la sombra del hombre era su vanidad y que, en tal
caso, no preguntaría si había de adular.
La sombra.—Por lo que yo sé, la vanidad del hombre no pregunta, como he
hecho yo dos veces, si puede hablar: habla siempre.
El caminante.—Observo que he sido muy descortés contigo, querida sombra, aún
no te he dicho cuánto «me agrada» oírte, y no sólo verte. Tú ya sabes que me gusta la
sombra tanto, como la luz. Para que un rostro sea bello, una palabra clara y un
carácter bondadoso y firme, se necesita tanto la sombra como la luz. No sólo no son
enemigas, sino que se dan amistosamente la mano, y cuando desaparece la luz, la
sombra se marcha detrás de ella.
La sombra.—Pues yo aborrezco la noche tanto como tú; me gustan los hombres
porque son discípulos de la luz, y me alegra la claridad que ilumina sus ojos cuando
esos incansables conocedores y descubridores conocen y descubren. Yo soy la
sombra que proyectan los objetos cuando incide en ellos el rayo solar de la ciencia.
El caminante.—Creo que te comprendo, aunque te expreses como lo hacen las
sombras. Pero tienes razón: a veces los amigos, como signo de inteligencia,
intercambian una palabra oscura, que para los demás es un enigma. Y nosotros somos
buenos amigos. De modo que basta de preámbulos. Centenares de preguntas pesan
sobre mi alma y quizá disponga de un menor tiempo para contestarlas. Veamos rápida
y tranquilamente de qué vamos a hablar.
La sombra.—Pero las sombras son más tímidas que los hombres: supongo que no
le dirás a nadie cómo se ha desarrollado nuestra conversación.
El caminante.—¿El modo como se ha desarrollado nuestra conversación?
¡Líbreme el cielo de los diálogos escritos de largo aliento! Si a Platón le hubiera
gustado menos escribir en diálogos, a sus lectores les habría complacido más leerle.
Una conversación que en la realidad nos agrada, escrita y leída se convierte en un
cuadro en el que todas las perspectivas son falsas: todo es demasiado largo o
demasiado corto. Sin embargo, quizá publique algo en lo que estemos de acuerdo.
La sombra.—Eso me basta, nadie verá en ello nada más que tus opiniones; nadie
pensará en la sombra.
El caminante.—Puede que te equivoques, amiga. Hasta ahora, en mis opiniones,
se ha creído ver más a mi sombra que a mí mismo.
La sombra.—¿Más la sombra que la luz? ¿Es posible?
El caminante.—Ponte seria, atolondrada, pues mi primera cuestión exige
seriedad.
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