top of page
Foto del escritorAmenhotep VII

el caminante y su sombra - Friedrich Nietzsche



La sombra.—Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quiero ofrecerte la

oportunidad de que lo hagas.

El caminante.—¿Quién es? ¿Dónde hablan? Me parece que me oigo hablar,

aunque con una voz más débil que la mía.

La sombra.—(Tras una pausa) ¿No te agrada tener la oportunidad de hablar?

El caminante.—¡Por Dios y por el resto de cosas en las que no creo! ¡Es mi

sombra la que habla!: la estoy oyendo, pero no me lo creo.

La sombra.—Supongamos que así es. No pienses más en eso. Dentro de una hora

habrá acabado todo.

El caminante.—En eso precisamente estaba yo pensando, cuando en un bosque de

los alrededores de Pisa vi unos camellos, primero dos y luego cinco.

La sombra.—Bueno será que tanto tú como yo seamos igualmente pacientes con

nosotros mismos, una vez que nuestra razón guarda silencio; de este modo, no

usaremos palabras agrias en nuestra conversación, ni nos pondremos reticentes el uno

con el otro si no nos entendemos. Si no se sabe dar una respuesta completa, basta con

decir algo; es la condición que pongo para charlar con alguien. En toda conversación

un tanto larga, el más sabio dice por lo menos una locura y tres estupideces.

El caminante.—Lo poco que exiges no es muy halagador para el que te escucha.

La sombra.—¿Es que tengo que adularte?

El caminante.—Yo creía que la sombra del hombre era su vanidad y que, en tal

caso, no preguntaría si había de adular.

La sombra.—Por lo que yo sé, la vanidad del hombre no pregunta, como he

hecho yo dos veces, si puede hablar: habla siempre.

El caminante.—Observo que he sido muy descortés contigo, querida sombra, aún

no te he dicho cuánto «me agrada» oírte, y no sólo verte. Tú ya sabes que me gusta la

sombra tanto, como la luz. Para que un rostro sea bello, una palabra clara y un

carácter bondadoso y firme, se necesita tanto la sombra como la luz. No sólo no son

enemigas, sino que se dan amistosamente la mano, y cuando desaparece la luz, la

sombra se marcha detrás de ella.

La sombra.—Pues yo aborrezco la noche tanto como tú; me gustan los hombres

porque son discípulos de la luz, y me alegra la claridad que ilumina sus ojos cuando

esos incansables conocedores y descubridores conocen y descubren. Yo soy la

sombra que proyectan los objetos cuando incide en ellos el rayo solar de la ciencia.

El caminante.—Creo que te comprendo, aunque te expreses como lo hacen las

sombras. Pero tienes razón: a veces los amigos, como signo de inteligencia,

intercambian una palabra oscura, que para los demás es un enigma. Y nosotros somos

buenos amigos. De modo que basta de preámbulos. Centenares de preguntas pesan

sobre mi alma y quizá disponga de un menor tiempo para contestarlas. Veamos rápida

y tranquilamente de qué vamos a hablar.

La sombra.—Pero las sombras son más tímidas que los hombres: supongo que no

le dirás a nadie cómo se ha desarrollado nuestra conversación.

El caminante.—¿El modo como se ha desarrollado nuestra conversación?

¡Líbreme el cielo de los diálogos escritos de largo aliento! Si a Platón le hubiera

gustado menos escribir en diálogos, a sus lectores les habría complacido más leerle.

Una conversación que en la realidad nos agrada, escrita y leída se convierte en un

cuadro en el que todas las perspectivas son falsas: todo es demasiado largo o

demasiado corto. Sin embargo, quizá publique algo en lo que estemos de acuerdo.

La sombra.—Eso me basta, nadie verá en ello nada más que tus opiniones; nadie

pensará en la sombra.

El caminante.—Puede que te equivoques, amiga. Hasta ahora, en mis opiniones,

se ha creído ver más a mi sombra que a mí mismo.

La sombra.—¿Más la sombra que la luz? ¿Es posible?

El caminante.—Ponte seria, atolondrada, pues mi primera cuestión exige

seriedad.

6 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page