Antes de tratar de la Magia, como de cualquier tema, es necesario ver en qué sentido
se subdivide la palabra: es que hay tantos sentidos de la palabra magia como tipos de
magos. Mago ha significado en primer lugar sabio: lo eran los trimegistos en Egipto,
los druidas en la Galia, los gimnosofistas en India, los cabalistas entre los hebreos,
los magos en Persia (desde Zoroastro), los sofistas entre los griegos, los sabios
entre los romanos. En segundo lugar, se emplea el término de mago para designar el
que cumple prodigios por la sola aplicación de principios activos y pasivos, como
vemos hacerlo en medicina y en química: es lo que llamamos comúnmente la magia
natural. En tercer lugar, se habla de magia cuando se rodea a esas operaciones de
ciertas circunstancias que las hacen aparecer como las obras de la naturaleza o de una
inteligencia superior, y eso a fin de acarrearla admiración por esas ilusiones: este tipo
de magia es llamado magia de los prestigios. En cuarto lugar, si se recurre a la virtud
de simpatía y de antipatía de las cosas, como cuando unas sustancias rechazan,
transmutan o atraen otras sustancias (así como el imán y cuerpos parecidos cuyas
operaciones no se reducen a las cualidades activas y pasivas sino que atañen todos al
espíritu o al alma que existe en las cosas), se habla con toda razón de magia natural.
Si se añade a esto, en quinto lugar, palabras, fórmulas, relaciones numéricas y
temporales, imágenes, figuras, sellos, caracteres o letras, se trata de una magia
intermediaria entre la magia natural y la magia extra-natural o sobrenatural, que hay
que llamar propiamente magia matemática, o mejor aún filosofía oculta. En sexto
lugar, se habla de magia si uno se entrega al culto o bien a la invocación de
inteligencias y de potencias exteriores o superiores, a través de los ruegos, las
consagraciones, las fumigaciones, los sacrificios o los ritos precisos y las ceremonias
dedicadas a los dioses, demonios y héroes: o sea a fin de atraer un espíritu en sí
mismo, para devenir su vaso y su instrumento, y parecer de ese modo sabio (aunque
sea fácil purgar esta «ciencia» y este espíritu con un simple filtro), y es la magia de
los desesperados, los cuales acogen los malos demonios en los que han desembocado
al servirse del Arte notorio; o sea a fin de comandar y gobernar a los demonios
inferiores con el apoyo de los principales demonios superiores, honrando y
vanagloriando a los unos, esclavizando a los otros a través de conjuraciones y
abjuraciones. Se trata entonces de la magia trans-natural o metafísica, que
propiamente se llama teurgia. En séptimo lugar, se habla de magia cuando las
abjuraciones o invocaciones no tienen por objeto los demonios y los héroes mismos,
sino que sirven sólo de intercesores para hacer surgir las almas de los difuntos, de
cuyos cadáveres (todo o partes) se extraen oráculos a los fines de adivinar y conocer
cosas ausentes o futuras: este tipo de magia se llama, en referencia a su materia prima
y a su propósito, la necromancia. Si esta materia llegara a faltar y en su defecto se
busca el oráculo por intermedio de un energúmeno, un poseído, invocando el espírituincubo que yace en sus entrañas, entonces esa magia merece ser calificada de
pitónica: tal como aquellos que eran visitados («inspirados», si se puede decir así)
por el espíritu de Apolo Pitón en su templo. En octavo lugar, se habla de magia cuando al encantamiento se añaden fragmentos de objetos, vestimentas, excrementos,
secreciones, huellas y todo lo que, se cree, ha recibido por simple contacto un poder
de comunicación para liberar, ligar o debilitar: semejantes prácticas, en tanto tienden
hacia el mal, caracterizarán al mago al que se dice maléfico; si tienden hacia el bien,
ligándose a ciertos tipos de asistencias y remedios, se colocará al mago en el rango de
los médicos; aunque apunten finalmente a dañar al extremo, a dejar morir, se hablará
de magos benéficos. En noveno lugar, se califica también de magos a todos aquellos
que se esmeran en adivinar por un medio cualquiera las cosas ausentes o futuras: ese
propósito les vale la denominación general de adivinos. Se cuentan entre ellos cuatro
grandes especies, que corresponden a los cuatro elementos (el fuego, el aire, el agua y
la tierra), de los que derivan los nombres de piromancia, hidromancia, geomancia; o
tres, si se funda sobre el triple objeto del conocimiento (natural, matemático y
divino), en cuyo caso se habla de otras especies diversas de adivinación. Los augures,
los haruspices, adivinan según los principios naturales o según el examen de los
fenómenos físicos; segunda categoría, los geománticos se basan en la observación
matemática, conjeturando de acuerdo a números, letras o líneas y figuras
determinadas, como así también según el aspecto, el brillo y la posición de los
planetas y astros análogos; finalmente a aquellos que predicen recurriendo a las cosas
divinas tales como los nombres sagrados, las coincidencias de lugar, ciertos cálculos
breves y el examen de las conjunciones, nuestros contemporáneos no los cuentan
entre los magos (visto que ellos tienen ese término por peyorativo, por un
escandaloso abuso de lenguaje), y en este caso se habla no de magia, sino de profecía.
En último lugar pues, los términos de mago y de magia pueden ser entendidos
según una acepción infamante, al punto que la magia ya no posee su lugar entre las
categorías citadas anteriormente, y el mago es tenido por un loco perverso que en
virtud de un comercio y de un pacto con el diablo, ha adquirido la facultad de prestar
asistencia o perjudicar. Tal es la resonancia del término, ciertamente no del lado de
los sabios ni de los gramáticos, sino entre los encapuchados que han pervertido ese
nombre de mago, en particular quien ha escrito el Martillo de las hechiceras. Es así
como el término es empleado hoy por todos los autores de la misma calaña, como nos
daríamos cuenta leyendo las apostillas y los catecismos de sacerdotes ignorantes y
quiméricos.
Si se pretende emplear pues el término de mago, hay que adoptarlo sólo luego de
haber establecido estas distinciones, luego de haberlo caracterizado; o entonces, si se
lo emplea de manera absoluta, es necesario cuidarse de seguir la enseñanza de los
lógicos, en particular de Aristóteles en el libro V de los Tópicos, dándole su
significación más rica y más elevada. Tal como se la emplea entre los filósofos, esa
palabra mago designa un hombre que alía el saber al poder de obrar. No subsiste
menos el hecho de que ese término, simplemente pronunciado, es generalmente
tomado en su acepción corriente, fluctuando a voluntad de esos sacerdotes que
filosofan profusamente sobre un malévolo demonio al que se llama diablo, o con otro
nombre, según las costumbres y la superstición en vigor en pueblos diversos.
Una vez hecha esta distinción preliminar, concebimos la magia como triple: la
divina, la natural y la matemática. Las dos primeras magias están necesariamente
clasificadas entre las cosas buenas y excelentes; el tercer género de magia es bueno o
malo según que los magos la empleen bien o mal. Aunque en la mayoría de las
operaciones importantes, estos tres tipos se prestan mutuo concurso, la malicia, el
crimen y el reproche de idolatría se encuentran en el tercer género donde puede
suceder que uno se extravíe, que uno se abuse: lo que puede subvertir el segundo tipo,
bueno en sí, hacia un mal uso. El género matemático no recibe aquí esta
denominación de acuerdo a las categorías de lo que comúnmente llamamos
matemática —la geometría, la aritmética, la astronomía, la óptica, la música, etc.,
sino de acuerdo a la semejanza y las afinidades que mantiene con éstas—. La magia
posee en efecto semejanza con la geometría por las figuras y los símbolos; con la
música por el encantamiento; con la aritmética por los números y los cálculos; con la
astronomía por los períodos y los movimientos; con la óptica por las fascinaciones
de la mirada; y, universalmente, con toda especie de matemática, por el hecho de que
ella es intermediaria entre la operación divina y natural —sea que participe de las
dos, sea que se desvíe de las dos— del mismo modo que algunas cosas son
intermedias por participación en los dos extremos y otras, en cambio, por exclusión
de los dos extremos: en este último caso, uno apenas puede llamarlos intermediarios,
pues atañen más bien a una tercera categoría, no tanto situado entre los otros dos
como afuera de ellos. En resumen, según las categorías señaladas, vemos claramente
que existe una magia divina, una magia física y una magia que pertenece a una
categoría extraña a ambas.
Lleguemos ahora a cuestiones más precisas. Los magos tienen por axioma que, en
cualquier obra, hay que conservar en el espíritu el hecho de que Dios influye sobre
los dioses; los dioses, sobre los cuerpos celestes o astros, que son divinidades
corporales; los astros sobre los demonios que son guardianes y habitantes de los
astros —entre los cuales está la Tierra—; los demonios sobre los elementos, los
elementos sobre los cuerpos compuestos, los cuerpos compuestos sobre los sentidos,
los sentidos sobre el animus, y el animus sobre el ser viviente por entero: así se
desciende la escalera. Luego el ser viviente asciende por el animus hacia los sentidos,
por los sentidos hacia los cuerpos compuestos, por los cuerpos compuestos hacia los
elementos, por estos hacia los demonios, por los demonios a través de los elementos
hacia los astros, por los astros a los dioses incorpóreos, de sustancia o corporeidad
etérea, por estos al alma del mundo o espíritu del universo, y por esto último a la
contemplación de lo Uno, de lo Muy-Simple, de lo Muy-Bueno, de lo Muy-Grande,
incorpóreo, absoluto, Suficiente a sí mismo. Es así como se desciende de Dios, por el
mundo, hasta la criatura, y como la criatura asciende por el mundo hasta Dios. En la
cima de la escalera, Él es acto puro y potencia activa, luz toda-pura; en la base de la
escalera están la materia, las tinieblas, pura potencia pasiva que puede convertir todas
las cosas desde abajo, como Él puede hacer advenir todas las cosas desde arriba.
Entre el peldaño inferior y el superior existen especies intermediarias de las cuales las
más elevadas participan más bien de la luz, del acto y de la virtud activa, y las más
bajas más bien de las tinieblas, de la potencia y la virtud pasivas.
Por eso toda la luz que hay en las realidades inferiores, se revela allí con más
fuerza cuando estas alcanzan las realidades superiores, y to das las tinieblas que
residen en las superiores disfrutan de más vigor en las inferiores. Sin embargo la
razón y la eficacia de las tinieblas y de la luz no son iguales: la luz en efecto se
difunde y penetra hasta lo más hondo de las tinieblas, pero las tinieblas no rozan
siquiera la órbita más pura de la luz: a la vez que la luz comprende ella misma las
tinieblas, las vence y triunfa sobre ellas en su infinidad, las tinieblas no comprenden,
no dominan ni igualan a la luz: es incluso sorprendente ver como ellas mal sostienen
la comparación.
A los tres grados de la magia nombrados arriba corresponden tres mundos: el
arquetípico, el físico, el racional. En el arquetípico están la amistad y la lucha; en el
físico, el fuego y el agua; en el matemático, la luz y las tinieblas. La luz y las tinieblas
provienen del fuego y del agua, el fuego y el agua de la concordia y de la discordia;
así pues el primer inundo produce el tercero por intermedio del segundo, y el tercero,
por intermedio del segundo, se refleja en el primero. Dejando de lado los principios
que conciernen a una magia tenida por superstición y que, sean lo que sean, no son
buenos para dar al pueblo, nos volveremos hacia la contemplación de aquellos únicos
que conducen a perfeccionar su sabiduría y pueden satisfacer a los mejores genios —
aún si ningún tipo de magia es indigna de atención y de conocimiento—. Como dice
Aristóteles en el prólogo de De anima, en lo que suscriben Tomás y otros teólogos
llevados a la especulación, toda ciencia atañe a la especie de las cosas buenas.
Conviene sin embargo que esas materias permanezcan a distancia del profano, del
canalla y de la muchedumbre: puesto que no es nada bueno para el mundo que una
raza de hombres impía, sacrílega, y naturalmente criminal pueda conducir al daño
más bien que al beneficio de nuestros semejantes.
La fuerza eficiente es doble en su género: naturaleza y voluntad. La voluntad es
triple: humana, demoníaca, divina, y la naturaleza antes dicha es doble: intrínseca y
extrínseca. La naturaleza intrínseca es ella misma doble: la materia o sujeto, y la
forma con su virtud natural. La naturaleza extrínseca también es doble: en unos casos
es la imagen de la naturaleza, huella, sombra o luz, y en otros casos lo que permanece
en el objeto y en la superficie del sujeto (como la luz y el calor en el sol y los otros
cuerpos calientes), y también lo que emana y se escapa del sujeto (como la luz que
esparcida por el sol se encuentra en los cuerpos iluminados, y el calor que asociado a
la luz en el sol se encuentra también en los cuerpos calentados). Del conteo de esas
causas, podemos llegar al dominio de desarrollo de su virtud o a la producción de sus
efectos: a partir de la causa primera, pasando por las causas intermedias hasta las
causas más próximas y más bajas, pero dejando de lado la causa universal, que no
observa más un sujeto que a otro, y no dispone a un sujeto para un efecto particular
más de lo que lo ha estado antes; permaneciendo esta causa igual, y su poder
inmutable, es en razón de la diversidad de dependencia y de organización de la
materia que ella produce efectos diversos, incluso contrarios. Basta para esto un
único y simple principio eficiente: después de todo un único sol —único calor, única
luz—, a través de un juego de conversión y de aversión, de aproximación y de
alejamiento, por acción mediata o inmediata, produce el invierno y el verano, produce
las disposiciones contrarias de las estaciones y su sucesión.Es de este mismo
principio que procede también la materia, si queremos creerles en esto a los
seguidores de la idea de la transmutación de los elementos: el primero de ellos fue
Platón, quien a veces ha podido considerar que una materia y un principio eficiente
únicos bastan para la creación de todas las cosas. Pero cualquiera sea su operación, lo
que observa el primer y universal operador, y que admite uno o varios principios
materiales, está forzado a tomarlo en cuenta todo ser que se coloque en el plano de las
causas segundas, sea hombre o demonio, habida cuenta de la multitud y la variedad
de las especies operables y la existencia de varias materias, dotadas de una actividad
o de una forma por las cuales el sujeto puede hacer pasar algo al exterior de sí.
Entre las virtudes (las formas o los accidentes) que se transmiten de sujeto a
sujeto, unas son manifiestas, como las que son del orden de las cualidades activas y
pasivas y de aquellas que proceden directamente de ellas —como calentar y enfriar,
mojar y secar, ablandar y endurecer, unido y desunido. Otras son más ocultas y se
apoyan en efectos ocultos como alegrar o entristecer, inspirar el deseo o el asco, el
temor o la audacia; tales son las impresiones producidas por las imágenes externas
gracias a la acción de la facultad intelectiva de la que goza el hombre (para las
bestias, se habla de facultad estimativa), bajo el efecto de lo cual si un niño o un bebé
ve una serpiente, o si una oveja ve un lobo, conciben fuera de cualquier experiencia la
imagen de enemistad y el temor de la muerte o de su propia ruina —movimiento que
se explica por el sentido interno que producen vivamente, pero indirectamente, las
imágenes externas—. La naturaleza, en efecto, concediendo la existencia a las
especies, les ha dado al mismo tiempo el apetito de conservarse tales como son; ha
impreso además en todas las cosas una suerte de espíritu interior (o si se prefiere, de
sentido interno) por lo que reconocen y huyen de sus enemigos más temibles gracias
a una suerte de marca. Lo vemos no solamente en las especies dadas como ejemplos,
sino en todas las que parecen muertas o débiles, y en las que sin embargo resta un
espíritu deseoso de conservar a toda costa la susodicha especie; lo constatamos
incluso en las gotas que caen simulando una forma esférica para contrarrestar su
caída, y que, una vez caídas, para no dispersarse y perderse, se esfuerzan en
concentrarse de nuevo y en reunir sus partículas para volver a formar una esfera.
Igual para las pajas, las briznas lanzadas al fuego, las vainas del trigo y las envolturas
que se bambolean como si quisieran huir de su propia corrupción. Este sentido ha
sido insuflado en todas las cosas y en toda vida; uno no puede sin embargo hablar de
sentido animal lo que según la acepción corriente remite a un alma individual
[anima], en la medida en que tales partes no pueden ser así calificadas de animales:
no, es en el orden del universo que un espíritu único, extendido por todas partes, un
sentido presente en todas partes, venido de todas partes, para apoderarse de las cosas,
experimentan tales efectos y tales pasiones, como podemos observarlo en todo.
Nuestra alma produce la obra de la vida en todo nuestro cuerpo de manera primera y
universal, luego sin embargo, aunque ella esté toda en el cuerpo entero, y toda en
cualquier parte, no hace todo desde todo el cuerpo o desde cualquier parte: ella hace
ver por el ojo, oír por la oreja, degustar por la boca (si el ojo, si los órganos de lo
sentidos estuvieran por todas partes, verían, sentirían desde todas partes); es que
después de todo el alma del mundo, a través de la totalidad del mundo, allí donde ha
investido tal marcha, produce tal o cual sujeto o en consecuencia, autoriza tal o cual
operación. De suerte que, incluso si está igualmente por todas partes, no obra por
todas partes igual porque no es una materia igualmente dispuesta la que le es dada
administrar. Así pues, aún si el alma entera está en el cuerpo entero, en los huesos, en
las venas, y en el corazón, no más presente en una que en otra parte, ni menos
presente en una que en todas, sin embargo ella actúa de suerte que un nervio es un
nervio, que una vena es una vena, que también la sangre es sangre, y el corazón un
corazón. Y como sucede a esos órganos el estar afectados por un efectuante
extrínseco o por un principio intrínseco pasivo, es necesario que el alma obre aquí de
una forma y más allá de otra. Este es el principio esencial y la raíz de todos los
principios que permiten dar cuenta de todas las maravillas naturales, por el cual nada
es demasiado frágil, nada es demasiado débil, demasiado imperfecto, en fin
despreciable en relación a lo común, que no pueda ser el principio de grandes
operaciones, al provenir del principio activo y del espíritu universal; tanto más cuanto
que es muy necesario que se produzca una disolución a fin de que un mundo nuevo
(por así decir) sea engendrado. En efecto, si el bronce es más semejante al oro que la
ceniza de bronce, en la transmutación esta ceniza de bronce está más próxima de la
forma del oro que el bronce; vemos que de igual forma todas las semillas que se
preparan para producir una especie están más cerca de conseguir ser esa especie
misma, de lo que están otras especies análogas, próximas y parientes. Quien crea que
esto sucede de otro modo merece ser rebajado al rango de quien creería que un signo
puede transformarse más fácilmente en hombre que lo que puede hacerlo la semilla
—la cual fue pan o cualquier otro alimento, antes de ser depositada en la matriz—.
Sin embargo, es inevitable que la semejanza y la forma de la especie estén presentes
en toda creación: en el dominio de la fabricación de los objetos, hacemos una casa o
una vestimenta según el modelo concebido en espíritu por el artesano; en la creación
natural, es según un modelo natural que las especies de cosas son producidas y
definidas lo más próximo posible de la formación misma de la marcha. Lo vemos
bien: el mismo tipo de alimento, el mismo cielo, la misma agua, el mismo lugar se
transmutan en sustancia, de perro en el caso del perro, de hombre en el caso del
hombre, de gato en el caso del gato: así el perro engendra al perro y el hombre al
hombre. De allí resulta que la distinción de las especies es causada íntegramente por
la idea que se presenta de forma general en cualquier lugar de la naturaleza, luego
se limita a una u otra especie, según el grado de proximidad de una o de la otra.
Desde entonces, para cualquier mago deseoso de ejecutar operaciones semejantes a
las de la naturaleza, es oportuno conocer en primer lugar el principio ideal, luego el
principio específico de la especie, el principio numérico para el gran número,
finalmente el principio individual para el individuo. De aquí procede la confección de
las imágenes, modelaje adecuado de una muestra de materia, cuyo efecto se
encuentra reforzado, por razones evidentes, por el poder y la ciencia del mago. Un
buen número de personas practican así maleficios y curaciones, con la ayuda de
figuras constituidas por partes determinadas, en comunicación o en participación con
aquello a lo que se trata de dañar o de cuidar; la labor está concentrada por tanto
sobre un individuo determinado, y limitada a este.
A través de la experiencia de tales efectos (si se dejan de lado otras razones), es
manifiesto que ningún alma, ningún espíritu, está en solución de continuidad con el
espíritu del universo: y se comprende que este se encuentre incluido no solamente en
lo que siente y anima, sino que también está esparcido en la inmensidad, por su
esencia y su sustancia, como lo habían comprendido la mayoría de los platónicos y de
los pitagóricos. De ahí proviene el hecho de que el ojo aprehende instantáneamente a
través de la vista formas muy dejadas sin que hagamos un movimiento, y que el ojo
—o algo del ojo simplemente— se lance hacia las estrellas y traiga de nuevo, también
rápidamente, estrellas hacia el ojo. Por otra parte, el propio animus, con su propia
virtud, está presente en el universo bajo un cierto modo, en tanto que sustancia que
ciertamente no está incluida en el cuerpo que vive a través suyo, pero que le está
ligado estrechamente. Así, a poco que ciertos objetos estén distanciados, algunas
especies muy alejadas se unen enseguida a él —y no ciertamente por el efecto de un
movimiento—: se trata pues, innegablemente, de una forma de presencia. Es lo que
enseña la experiencia a aquellos que han tenido la nariz cortada y a quienes se ha
puesto un nuevo suplemento hecho de una carne ajena, si es verdad que la nariz
prestada se pudre el día de la muerte del primer propietario de dicho pedazo de carne,
al mismo tiempo que el cuerpo del que ha salido. Es pues manifiesto que el alma se
esparce fuera del cuerpo, hacia todos los horizontes de su naturaleza. Por eso sucede
que ella reconozca no solo los miembros en que ha habitado sino también todos
aquellos que ha frecuentado y con los que ha contraído participación o comunión. Es
nulo el argumento que algunos oponen —zonzos a quienes aún les faltan los
rudimentos de la filosofía— según el cual uno puede ser tocado sin que el otro sienta
nada: eso solo es verdad a condición de distinguir una especie de la otra, un individuo
del otro, pero es falso cuando se los descompone parte por parte. Al igual que si un
hombre se ha pellizcado el dedo o pinchado con un alfiler en tal punto del cuerpo, el
dolor recorre de pronto todos sus miembros, y no permanece en el lugar en que sin
embargo ha nacido; del mismo modo, puesto que el animus está en continuidad con el
alma del mundo, la imposibilidad de penetrarse mutuamente que es propia de los
cuerpos no vale para él —si es verdad que en las sustancias espirituales de ese tipo
reina un orden diferente—. De modo semejante, innumerables lámparas concurren a
la potencia de una luz única, sin que suceda que una impida, moleste o anule la luz de
la otra. Sucede del mismo modo con numerosas voces que se elevan juntas en el aire;
igual también, con numerosos rayos visuales (para hablar comúnmente) que se
despliegan para abrazar el mismo todo visible, penetrando en el mismo medio, unos
en línea recta, otros en línea oblicua, sin molestarse mutuamente; sucede del mismo
modo en fin, con innumerables espíritus y almas que se esparcen en el seno de un
mismo espacio, sin por eso contrariarse al punto de que la difusión de uno impida la
difusión de una infinidad de otros.
Semejante virtud no pertenece por ramo solamente al alma, sino igualmente a
ciertos fenómenos como la voz, la luz, la vista, en razón de que el alma está
íntegramente en el todo y en cualquier parte del cuerpo, y que alrededor suyo, fuera
del cuerpo que ocupa, ella aprehende especies enteras de cualquier naturaleza, incluso
alejadas. Es la señal de que no está incluida dentro del cuerpo según la acción
primera y la sustancia; ella está presente en él no de forma circunscripta, sino
simplemente definida de suerte que despliega en él y a través de él sus acciones
segundas. He aquí el principio al que se liga la causa, y por el que se descubren la
razón y la virtud de tantos efectos que provocan la maravilla; el alma, esta sustancia
divina, desde luego no debe ser una condición inferior a los fenómenos que proceden
de ella, y que son como sus efectos, sus huellas y sus sombras. Diría pues: si la voz
opera fuera del cuerpo en el que nace, y si está por entero en innumerables oídos
alrededor, ¿por qué la sustancia que produce la voz no podría encontrarse
íntegramente en diversos lugares y partes, ligada incluso a ciertos miembros?
Es necesario observar además que las facultades ocultas de comprensión no
orientan su atención ni su inteligencia hacia todos los lenguajes; en efecto, las voces
que son de institución humana no son escuchadas como simples sonidos naturales.
Por eso los cantos, sobre todo aquellos de un poeta trágico (como lo nota Plotino)
poseen una eficacia extraña para elevar las dudas del alma. De modo semejante, todas
las escrituras no son tan influyentes como los caracteres que, a través de un dibujo y
una representación determinadas, revelan las cosas mismas; así sucede con ciertos
signos inclinados los unos hacia los otros, que se observan mutuamente, abrazándose,
y que obligan al amor; otros por el contrario son opuestos, disociados que suscitan el
odio y el divorcio; amputados, estropeados, rotos, que llaman a la ruina; nudos para
formar lazos, caracteres desliados para deshacerlos. Estos caracteres no son de una
forma precisa y definida, pero cualquiera, bajo el imperioso dictado de su furor, o por
la vivacidad que pone en ejecutar la operación (a la medida de su deseo o des su
execración), designa así un objeto por sí mismo y por la potencia divina: a través de
esos nudos y en ese impulso apasionado, pone en movimiento ciertas fuerzas que
ninguna elocuencia, ninguna arenga bien madurada, ningún discurso bien escrito
hubieran podido mover. Semejantes eran las letras, definidas de manera más
adecuada entre los egipcios por el término de jeroglíficos o caracteres sagrados, que
adoptaban objetos particulares de las figuras tomadas a la naturaleza o a las partes de
las cosas. Tales escrituras, tales lenguajes, servían a los egipcios para entrar en
conversación con los dioses para la consumación de efectos maravillosos. Luego de
que las letras hubieron sido inventadas por Theuth (él u otro), esas letras que nosotros
utilizamos hoy en un tipo de actividad completamente distinta, resultaron una pérdida
muy grande para la memoria, la ciencia divina y la magia. A su vez, es hoy con
imágenes fabricadas a imitación de aquellas de los egipcios, con los caracteres y
ceremonias que hemos descrito, fundados sobre gestos y ritos precisos, que los magos
explican a través de ciertos signos lo que ellos desean de manera de hacerse escuchar:
esa es la lengua de los dioses, que siempre permanece la misma, mientras que todas
las otras cambian cada día miles de veces —como permanece siempre ella misma la
apariencia de la naturaleza—. Es por esta razón que los dioses nos hablan mediante
visiones, sueños que nosotros calificamos de enigmas por falta de hábito, por
ignorancia y obtusa debilidad de nuestras facultades, cuando son esas las palabras por
excelencia, y los confines mismos de lo que podemos figurar. Pero del mismo modo
que semejantes propósitos se sustraen a nuestra captación, nuestras palabras latinas,
griegas, italianas se sustraen también a la escucha y a la inteligencia de las potencias
divinas, superiores y eternas, que difieren de nosotros en especie, al punto que es muy
difícil comerciar con ellas, ¡más aún que entre águilas y hombres! Y tanto como los
hombres de tal país no pueden tener intercambio ni comercio si no es por gestos con
hombres de otro país sin comunidad de lenguaje, de la misma manera no podemos
tener intercambio con un cierto género de divinidades más que a través de ciertos
signos, marcas, figuras, caracteres, gestos y otros rituales. Y un mago, sobre todo si él
practica este tipo particular de magia que es la teurgia, difícilmente podrá obtener un
resultado sin recurrir ampliamente a las palabras y a las escrituras de esta especie de
magia.
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