LIBRO PRIMERO
I,1. Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no
tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación; precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el
testimonio de que resistes a los soberbios. Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña
parte de tu creación. Tú mismo le estimulas a ello, haciendo que se deleite en alabarte,
porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti (quia
fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te).
Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es
antes conocerte que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce?
Porque, no conociéndote, fácilmente podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no
habrás de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y como invocarán a aquel en quien no han
creído? ¿Y cómo creerán si no se les predica? Ciertamente, alabarán al Señor los que le
buscan, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán. Que yo, Señor, te
busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido ya predicado. Te invoca,
Señor, mi fe, la fe que tú me diste, que tú me inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el
ministerio de tu predicador.
II,2. Pero, ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor?, puesto que, en
efecto, cuando lo invoco, lo llamo [que venga] dentro de mí mismo (quoniam utique in me
ipsum eum vocabo, cum invocabo eum) ¿Y qué lugar hay en mí adonde venga mi Dios a
mí?, ¿a donde podría venir Dios en mí, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es verdad,
Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarca el cielo y la tierra, que tú
has creado, y dentro de los cuales me creaste también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada
de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que es? Pues si yo existo efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí , cuando yo no existiría si tú no estuvieses en mí? No he estado aún en el infierno, mas también allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí estás tú.
Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no
sería mejor decir que yo no existiría en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por
quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es. Pues, ¿adónde te invoco estando
yo en ti, o de dónde has de venir a mí, o a que parte del cielo y de la tierra me habré de
alejar para que desde allí venga mi Dios a mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?
III,3. ¿Te abarcan, acaso, el cielo y la tierra por el hecho de que los llenas? ¿O es, más
bien, que los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y dónde habrás de echar eso que
sobra de ti, una vez lleno el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes tú, acaso, necesidad de ser
contenido en algún lugar, tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las
llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que,
aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros,
no es cayendo tú, sino levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros.
Pero las cosas todas que llenas, ¿las llenas todas con todo tu ser o, tal vez, por
no poderte contener totalmente todas, contienen una parte de ti? ¿Y esta parte tuya la
contienen todas y al mismo tiempo o, más bien, cada una la suya, mayor las mayores y
menor las menores? Pero ¿es que hay en ti alguna parte mayor y alguna menor? ¿Acaso no
estás todo en todas partes, sin que haya cosa alguna que te contenga totalmente?
IV,4. Pues ¿qué es entonces mi Dios? ¿Qué, repito, sino el Señor Dios? ¿Y qué Señor
hay fuera del Señor o qué Dios fuera de nuestro Dios? Sumo, óptimo, poderosísimo,
omnipotensísimo, misericordiosísimo y justísimo; secretísimo y presentísimo, hermosísimo
y fortísimo, estable e incomprensible, inmutable, mudando todas las cosas; nunca nuevo y
nunca viejo; renuevas todas las cosas y conduces a la vejez a los soberbios, y no lo saben;
siempre obrando y siempre en reposo; siempre recogiendo y nunca necesitado; siempre
sosteniendo, llenando y protegiendo; siempre creando, nutriendo y perfeccionando; siempre buscando y nunca falto de nada. Amas y no sientes pasión; tienes celos y estás seguro; te arrepientes y no sientes dolor; te aíras y estás tranquilo; cambias de acciones, pero no de plan; recibes lo que encuentras y nunca has perdido nada; nunca estás pobre y te gozas con las ganancias; no eres avaro y exiges intereses.
Te ofrecemos de más para hacerte nuestro deudor; pero ¿quién es el que tiene algo que no sea tuyo? Pagas deudas sin deber nada a nadie y perdonando deudas, sin perder nada con ello? ¿Y qué es cuanto hemos dicho, Dios mío, vida mía, dulzura mía santa, o qué es lo que puede decir alguien cuando habla de ti?
Al contrario, ¡ay de los que se callan acerca de ti!, porque no son más que mudos charlatanes.
V,5. ¿Quién me concederá descansar en ti? ¿Quién me concederá que, vengas a mi
corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien
mío? ¿Qué es lo que eres para mí? Apiádate de mí para que te lo pueda decir. ¿Y qué soy
yo para ti, para que me mandes que te ame y si no lo hago te aíres contra mí y me amenaces
con ingentes miserias? ¿Acaso es ya pequeña la misma miseria de no amarte? ¡Ay de mí!
Dime, por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu
salvación». Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro.
Muera yo para que no muera y para que lo vea.
6. Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti.
Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero
¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los pecados ocultos líbrame, Señor,
y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he
confesado ante ti mis delitos contra mí, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi
corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la Verdad, y no quiero engañarme
a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio
contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá?
VI,7. Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y
ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, que se ríe de mí, a
quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mi, tendrás compasión de
mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, me
refiero a esta vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas me recibieron los consuelos de tus
misericordias según he oído a mis padres carnales, del cual y en la cual me formaste en el
tiempo, pues yo de mí nada recuerdo. Me recibieron, digo, los consuelos de la leche
humana, de la que ni mi madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú
quien, por medio de ellas, me dabas el alimento aquel de la infancia, según tu ordenación y
los tesoros dispuestos por ti hasta en el fondo mismo de las cosas.
Tuyo era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas
quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que querían darme
aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de ellas sino tuyo por medio de ellas, porque de ti
proceden, ciertamente, todos los bienes, ¡oh Dios!, y de ti, Dios mío, proviene toda mi
salud.
Todo esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos
bienes que me concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía era
mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada más.
8. Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han
dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de estas cosas
mías, no tengo el menor recuerdo.
Poco a poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar a conocer mis
deseos a quienes me los podían satisfacer, aunque realmente no podía, porque aquéllos
estaban dentro y éstos fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así que agitaba
los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos, los pocos que podía y cómo
podía, aunque verdaderamente no se les asemejaban. Mas si no era complacido, bien
porque no me habían entendido, bien porque me era dañino, me indignaba: con los
mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no querer ser mis esclavos, y de
unos y otros me vengaba con llorar. Tales he conocido que son los niños que yo he podido
observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin saberlo que no los que
criaron sabiéndolo.
9. Mas he aquí que mi infancia hace tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas
dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti -porque antes del comienzo de los
siglos y antes de todo lo que tiene «antes», existes tú, y eres Dios y Señor de todas las
cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es inestable, y permanecen los principios
inmutables de todo lo que cambia, y viven las razones sempiternas de todo lo temporal-,
dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime,
¿acaso mi infancia vino después de otra edad mía ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé
en el vientre de mi madre? Porque también de ésta se me han hecho algunas indicaciones y
yo mismo he visto mujeres embarazadas.
Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo en alguna parte? Dímelo,
porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni
mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?
10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia,
de los que no tengo memoria, mas que concediste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era
entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba con qué dar a los demás a conocer las
cosas que yo sentía.
¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún
artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro conducto por donde corra a nosotros el
ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son
cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te
mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti están,
ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino por donde pasar si tú no las
contuvieras. Y porque tus años no mueren, tus años son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos
días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su
medida y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y
existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo y todas las cosas del mañana y más
allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.
¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de todos modos se goce
diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más hallarte no indagando que
indagando no hallarte.
VII,11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un
hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.
¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio
de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? ¿Quién me lo
recordará? ¿Acaso cualquier pequeñito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no recuerdo
de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho
llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino con la comida propia de
mis años, deseándola con tal ansia, justamente se reirían de mí y sería reprendido. Luego,
eran dignas de reprensión las cosas que yo hacía entonces; mas como no podía entender a
quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón aguantaban que se me reprendiese. La
prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de
nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa arroje lo
bueno de ella.
¿Acaso, aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder
sin daño, indignarse amargamente las personas libres que no se sometían y aun con las
mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes,
no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo, por hacerles daño con mis
golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso
obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los
miembros infantiles, no el alma de los mismos?
Yo vi y experimenté cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya
miraba pálido y con cara amargada a otro niño compañero de leche suyo. ¿Quién hay que
ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no qué
remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no aguantar al compañero en la fuente
de leche que mana copiosa y abundante, al [compañero] que está necesitadísimo del mismo
socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Sin embargo se toleran
indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que
con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las
hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.
XI,17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por
la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui marcado
con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que
esperó siempre mucho en ti.
Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un
dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios
mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de
mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y
Señor. Se turbó mi madre carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón
en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y
purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la
remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de
ello, se difirió, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a
manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y
más peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien,
sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de
creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío,
fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien
servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué
razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera para mi bien el que aflojaran,
por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que
de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»?
¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los
míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi
alma, que tú me hubieses dado!
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