ESPÍRITU Y MATERIA
Para los hombres de épocas pasadas, esto que nosotros llamamos materia no era, ni por el concepto ni por la experimentación, lo que es para el hombre moderno. No es que los llamados primitivos vieran el mundo a través de un velo de «obsesiones mágicas», como afirman ciertos etnólogos; ni que su pensamiento fuera «alógico» o «prelógico»; las piedras eran entonces tan duras como ahora, el fuego calentaba igual, las leyes físicas eran tan inflexibles como hoy, y el hombre siempre pensó con lógica, aunque, además de las experiencias sensoriales, y a través de ellas, tomara en consideración realidades de otra índole. La lógica pertenece a la condición del hombre, y su disolución en ideas sentimentales no es fenómeno que pueda advertirse entre los «primitivos», ni siquiera entre salvajes con preocupaciones espirituales, aunque sí se aprecia en la decadencia de una civilización puramente urbana. Que la «materia» fuese considerada algo completamente separado del espíritu, como ocurre en el mundo moderno tanto en el orden práctico como en el de las ideas –aparte alguna que otra corriente filosófica contraria–, no es cosa que caiga por su propio peso; es el resultado de un determinado desarrollo espiritual al que Descartes fue el primero en dar forma filosófica, pero que, sin embargo, es más profundo y está, por así decirlo, orgánicamente condicionado por la tendencia a equiparar el espíritu con el mero pensamiento, a limitarlo a la razón consecuente, de manera que se le niega todo alcance suprarracional y, por tanto, toda presencia cósmica o inmanencia. Según Descartes, espíritu y materia son dos realidades completamente separadas entre sí que, por designio divino, sólo convergen en un punto: el cerebro humano. De este modo, el mundo de la materia queda despojado de todo contenido espiritual, mientras que el espíritu, por su parte, queda convertido en simple reflejo abstracto de aquella misma realidad meramente material, pues lo que además es en sí, se pone en tela de juicio. Para los hombres de épocas anteriores, la materia era algo así como una visión de Dios. En las civilizaciones que suelen denominarse arcaicas, este concepto era inmediato y se hallaba ligado a la vida de los sentidos, pues en ella estaba el símbolo de la materia, la Tierra. Ésta representaba, en su esencia constante, el origen pasivo de todas las cosas visibles, en contraposición al Cielo, origen activo y creador. Ambos orígenes son como dos manos de Dios, se relacionan entre sí como hombre y mujer, como padre y madre, y no pueden separarse, pues en todo lo que produce la Tierra está presente el Cielo como fuerza creadora, mientras que la Tierra, por su parte, da cuerpo a las leyes celestiales. De modo que la visión «arcaica» de las cosas era, al mismo tiempo, material y espiritual, pues la verdad metafísica en que aquélla se funda subsiste independientemente de este simplísimo esquema del Universo. Para la philosophia perennis, que fue común a Oriente y Occidente hasta la irrupción del racionalismo, los dos orígenes, el activo y el pasivo, por encima de toda manifestación visible, son los polos primarios de la existencia, rectores de todas las cosas. Según esto, la materia sigue siendo una manifestación o un modo de obrar de Dios; no está separada del espíritu, sino que es su complemento indispensable. En sí, no es más, que una facultad de tomar forma, y todo lo que de ella se percibe ya ha sido creado por el Espíritu o palabra de Dios, su polo opuesto activo. La materia ha sido cosa sólo para el hombre moderno, y ahora no es ya el reflejo totalmente pasivo del espíritu universal; ha adquirido consistencia, pues exige para sí sola la extensión espacial y todo lo que comporta esta propiedad; se ha convertido en una masa inerte que opone su resistencia al espíritu libre; es completamente externa, no se deja penetrar por el espíritu, es un mero hecho. Desde luego, para los hombres de épocas anteriores, la materia tenía también este aspecto puramente físico, pero no pretendía llenar la realidad; en ningún momento era considerada como algo que pudiera ser estudiado por sí mismo, independientemente del espíritu. Según Descartes, la materia era masa y extensión. Esto hizo que se tratara de comprender todas las formas que se perciben en el espacio y todas las propiedades que captan los sentidos, sólo en razón de su masa y cantidad. En cierto aspecto, esto también es posible, o sea, cuando conviene a una ciencia que tiene como finalidad la pura modificación externa y manipulación de las cosas. Pero ni la dimensión en el espacio ni cualquier otra propiedad física pueden agotarse cuantitativamente. Como demuestra René Guénon de manera magistral en su obra Le Règne de la Quantité, no existe ninguna extensión en el espacio que no posea también un aspecto cualitativo, además del puramente cuantitativo, como puede apreciarse bien en las más simples figuras, como el círculo, el triángulo, el cuadrado, etc.: cada una de estas figuras posee algo único, algo que no puede incluirse en una comparación cuantitativa con las otras. En realidad, es imposible reducir a categorías cuantitativas el mundo que se aprecia mediante los sentidos, ya que se desintegraría en la nada. Hasta los más simples esquemas con los que trabaja la ciencia empírica poseen atributos cualitativos o se refieren indirectamente a ellos. Así, aunque es posible expresar en números la diferencia entre rojo y azul, reduciendo los colores a oscilaciones y traduciendo éstas a números, un ciego que no haya podido percibir jamás los colores, nunca reconocerá la cualidad de rojo o azul en los valores numéricos así obtenidos, y lo mismo vale también para todo contenido cualitativo de las percepciones físicas. Imaginemos a un sordo de nacimiento afectado de daltonismo, pero que pueda entender las modernas explicaciones cuantitativas de tonalidades y colores; éstas no podrán comunicarle ni la cualidad de las tonalidades ni la de los colores, ni la profunda diferencia que existe entre una y otra formas de apreciación. Y lo que puede decirse para las propiedades físicas más simples y, llamémoslas así, elementales, tiene plena vigencia para las formas que constituyen la expresión de una unidad viva; por su propia esencia, no sólo no pueden contarse ni medirse, sino que ni siquiera se prestan a un desglose. Por ello se pueden trazar los límites de la forma sin descubrir su esencia. Es esto algo que en el campo del Arte nadie discutiría; pero a menudo se olvida que en los demás campos rige la misma ley: la esencia, el contenido, la unidad cualitativa de una cosa, nunca puede apreciarse mediante un proceso de paulatino desglose, sino sólo con una intuición inmediata. El contenido cualitativo de las cosas no pertenece a la materia, sino que sólo se refleja en ella, de manera que puede percibirse, pero no captarse plenamente a este nivel. Una ciencia que se funda en el análisis cuantitativo, que piensa en términos de actuación y actúa en términos de pensamiento, en lugar de contemplar, necesariamente pasará por alto la esencia cualitativa de las cosas. Para ella no cuenta lo que los antiguos llamaban la «forma» de una cosa, es decir, su contenido cualitativo, y a esto se debe en parte el que la Ciencia y el Arte, que en la época anterior al racionalismo eran términos equivalentes, hoy no tengan nada en común y que la belleza no ofrezca a la Ciencia moderna el menor punto de apoyo para el reconocimiento. La diferenciación tradicional entre eidos e hyle, o «forma» y «materia», refleja muy atinadamente el carácter diverso de las cosas, cuantitativo y cualitativo a la vez, ya que, como auténtica diferenciación, no se limita a dividir o descomponer, sino que presenta a una y otra partes de manera que se complementen mutuamente. Aristóteles dio expresión dialéctica a esta diferenciación; pero no la «inventó», pues se halla en la naturaleza de las cosas y refleja una visión espiritual primaria. La forma, en el sentido peripatético de la palabra, es el concepto de las propiedades que constituyen la esencia de una cosa: designa su contenido, aquello que una cosa es para el conocimiento y para el espíritu, dejando aparte su presencia material. Por tanto, no hay que confundir la «forma», en este sentido, con el perfil de una figura en el espacio o en otro medio cualquiera, como tampoco se puede equiparar la materia propiamente dicha, es decir, aquello que recibe la forma y le presta una existencia limitada, con el moderno concepto de la «materia». Para formarnos una idea de los dos conceptos, «forma» y «materia», podemos recurrir a la comparación del artista o artesano que da a cualquier materia –arcilla, madera, piedra o metal–, una determinada forma, preconcebida en su espíritu, con lo que produce una figura u objeto; pero esto no deja de ser una simple comparación, ya que la materia de que se sirve el artesano no puede ser completamente amorfa; aunque todavía no tiene una forma concreta, posee ya ciertas propiedades, pues si no fuera así, la arcilla no podría distinguirse de la madera, la piedra o el metal; la materia pura y amorfa no puede describirse ni imaginarse, ya que es sólo la facultad de tomar un aspecto y no presenta ninguna señal distintiva; se distingue sólo en su relación con la forma. Pero tampoco la forma puede apreciarse separada de la materia, pues toda forma que se manifiesta, toma ya parte de materia, aunque no sea más que una forma imaginaria, puesto que la imaginación viste la esencia espiritual de la forma con un ropaje de materia imaginativa. Puesto que la esencia de una forma, independiente de su ropaje material, es siempre la misma –de manera que también puede llamarse forma la que presenta límites materiales–, el concepto es algo resbaladizo. Por consiguiente, se ha de tener en cuenta que, en ciertas circunstancias, la misma palabra, forma, puede tener significados opuestos: considerada como figura externa de un ente o de una obra, la forma puede estar en contraposición con el espíritu o contenido de aquélla, es decir, en el mismo lado que la materia; pero considerada como causa informadora que imprime su sello en la materia, está del otro lado, del lado del espíritu o esencia. Si se compara esta tesis con la idea cartesiana de la materia comprobaremos, entre otras cosas, que la extensión en el espacio que atribuye Descartes a la materia, choca con el concepto tradicional de la materia, pues una extensión en el espacio sin forma cualitativa alguna es totalmente inimaginable; la misma dirección, como ha demostrado René Guénon, tiene naturaleza cualitativa. Pero la materia en sí es susceptible de cualquier forma. Entonces sólo resta la cantidad, la pura cantidad, que no puede determinarse con un número, que no puede formularse como tal. Ésta corresponde a la materia signata quantitate que los escolásticos consideran la base del mundo corpóreo; pero sólo a ésta, es decir, una materia relativa, una materia secunda, destinada exclusivamente a la existencia corporal, no a la materia prima de todo el Universo, que no admite designaciones. De la materia prima sólo puede decirse que en relación con la causa informadora de la existencia es puramente receptora y viene a representar la raíz de la diversidad, ya que presta contorno y límite a todas las cosas. En el lenguaje bíblico, corresponden a la materia las aguas sobre las que al principio de la Creación gravitaba el Espíritu de Dios. Del mismo modo que para entender el concepto de la materia, que escapa a toda apreciación racionalista, es preciso reducirla a polo pasivo de toda la existencia, también la forma esencial puede reducirse a polo activo, descortezándola gradualmente de todas las manifestaciones condicionadas por la materia, por tenues que sean. Aristóteles, que sólo persigue los dos conceptos de forma y materia (o eidos e hyle) hasta allí donde su ontología puede explicarse lógicamente, no llega hasta el umbral en el que, paradójicamente, desaparece la divergencia, para fundirse en una unidad superior. Y es que la causa informadora, que corresponde al «acto puro», y la materia receptora, que es del todo pasiva, se complementan mutuamente, de manera que en sí, y como posibilidades fundamentales e intemporales, no pueden separarse una de otra. En general, el polo activo se puede denominar ser o, mejor dicho, esencia, y el pasivo, materia o sustancia. En cierto modo, la esencia corresponde al espíritu, ya que las formas o designaciones esenciales de las cosas están contenidas en el espíritu como «arquetipos». Se podría objetar a esto que el concepto de la forma no puede extenderse a voluntad «hacia arriba» sin borrar la diferencia fundamental entre la manifestación «formal» y la «supraformal», que corresponde a la diferencia entre el individuo y el espíritu universal. A ello hay que responder que sólo se puede llamar «formal» a lo que ha sido «impreso» en una materia con arreglo a una forma; en sí, la forma puede considerarse como limitación –«contorno»– o como «haz» de unas propiedades no determinadas materialmente, y en este último sentido puede proyectarse hasta los «aspectos» universales del ser. En realidad, los teólogos medievales de las tres religiones monoteístas emplean la expresión «forma de Dios» (forma Dei; en árabe, as-sûrat-ul-îlahiyah) para designar el conjunto de los atributos divinos. La esencia de Dios que se manifiesta por medio de estos atributos está en sí, en su incondicionalidad, por encima de todo atributo. En su libro The Sceptical Chemist, publicado en 1661, Robert Boyle atacaba la tesis alquímica de los cuatro elementos como base de toda materia corpórea. Demostraba que la tierra, el agua y el aire no son materias indivisibles, sino que están compuestos de varios elementos químicos, y con ello creyó haber destruido de raíz la alquimia. En realidad, su objeción alcanzaba sólo a las interpretaciones erróneas de la doctrina de los elementos, pues la verdadera alquimia nunca consideró la tierra, el agua, el aire y el fuego como materias químicas en el concepto actual de la palabra. Los cuatro elementos son, simplemente, las propiedades primarias y más generales por medio de las que se manifiesta la materia de todos los cuerpos, que en sí es homogénea y puramente cuantitativa. Por tanto, su esencia inmutable de un elemento nada tiene que ver con la indivisibilidad material, y, en realidad, el que el agua se descomponga en oxígeno e hidrógeno y el aire en oxígeno y nitrógeno en nada varía la percepción inmediata de cuatro estados básicos de la materia, cuyos exponentes más comunes son la tierra, el agua, el aire y el fuego. Incluso los componentes químicos en que se dividen los tres primeros elementos entran, a su vez, en esta categoría. Puede representar cierta dificultad para la comprensión de la doctrina de los cuatro elementos el que, si bien estas cuatro manifestaciones constituyen una primera diferenciación cualitativa de la materia, por otra parte, en su relación con los cuerpos propiamente dichos, desempeñan el papel de materia pasiva. En este último aspecto, es decir, como fundamentos materiales, los cuatro elementos pueden compararse, como lo hizo ya ar-Râzî (Rhases), con estados más o menos densos de la materia corpórea o, mejor aún, con diferentes modos de vibración, si bien estas ideas son sólo aproximadas, pues el elemento, como tal, está por encima o por debajo de la tosca manifestación material, del mismo modo que la inateria prima de todo el mundo corpóreo tampoco puede percibirse. De esto puede deducirse que la alquimia, consciente de sus fundamentos cosmológicos, no podía creer que los cuatro elementos pudieran convertirse unos en otros o reducirse a su materia prima como exige la ciencia hermética; de seguirse esta exigencia conforme al sentido, forzosamente nos conduciría a un plano ontológico totalmente distinto del empirismo. Según los alquimistas, tanto los de Oriente como los de Occidente, los distintos elementos nunca se presentan puros en los cuerpos; toda materia corpórea contiene los cuatro elementos, aunque en diferente proporción, y el elemento que domina en cada caso imprime su carácter a la manifestación corpórea. El agua potable o de fuente no es idéntica al elemento homónimo, pese a ser su representación inmediata y, según su esencia, formar un todo con él y con el aspecto pasivo de la materia prima. La circunstancia de que en todas partes, a través de los diferentes estratos de la existencia, persistan enlaces «verticales» con las causas primitivas, da un significado múltiple a la contemplación cosmológica de la Naturaleza y a todo arte que se base en ella.
El fundamento común de los cuatro elementos es, considerando las cosas en forma global y «abreviadas», la materia prima del mundo. No obstante, si se procede con mayor precisión, se observa que los elementos no dimanan de la materia prima en sí, sino de su derivación más próxima, el éter, que llena uniformemente todo el espacio y que en los escritos alquimistas se designa con el nombre de «materia» o «quintaesencia», según se conceptúe material o cualitativamente. La explicación más completa de los cuatro elementos se halla en la cosmología hindú de Sankhya. Según ésta, frente a los elementos corpóreos, o bhutas, que pertenecen al mundo «objetivo», existen en el sujeto perceptor otras tantas «medidas esenciales» o tanmatras. Ambos grupos de definiciones primordiales, tanto las tanmatras como las bhutas, proceden de Prakriti, la materia prima, y, filtradas a través del principium individuationis, o principio de individuación, se descomponen en los polos objetivo y subjetivo del mundo de los fenómenos corporales. Esta explicación de los elementos corresponde plenamente a su concepto hermético. Indica también que los fenómenos perceptibles por los sentidos pueden transferirse al mundo interior, pues las mismas tanmatras «miden» también los fenómenos psíquicos.
Si se dividen los elementos según su consistencia, la tierra ocupa el lugar más bajo, y el aire, el más alto. Pero si se ordenan según la dirección de su movimiento, el fuego se halla en la posición más elevada: la tierra se caracteriza por el peso, tiene tendencia descendente; el agua también es pesada, pero, al mismo tiempo, se extiende en sentido horizontal; el aire sube y se expande, mientras que el fuego asciende verticalmente.
El concepto de la materia como causa pasiva y receptora de toda multiplicidad, que nos ha legado la tradición alquímica, permite aplicar la misma idea fuera del campo físico y hablar, por ejemplo, de una materia psíquica, mientras el mundo psíquico, por su parte, consiste en una proyección múltiple y variable de formas esenciales, es decir, que muestre también un polo activo o esencial y un polo pasivo o «material». El polo «material» del alma, su materia, se pone de manifiesto en su facultad de captar y retener formas, es decir, en su capacidad receptora, pura y fundamentalmente ilimitada. Este es su lado femenino, lo cual debe entenderse casi textualmente, pues en el carácter de la mujer domina este aspecto del alma y se manifiesta también corporalmente. En la mujer, alma y cuerpo están más próximos entre sí, a causa de sus mutuos distintivos pasivos; lo que sublima el cuerpo, liga, en cambio, el alma. Las «formas» que adopta la «materia» psíquica vienen tanto del exterior como del interior; es decir, empíricamente vienen del exterior, a través de los sentidos; ahora bien, sólo son formas esenciales en la medida en que corresponden a los «arquetipos» encerrados en el espíritu, que constituyen el verdadero contenido de toda percepción. El polo esencial del alma es, por tanto, el espíritu; el espíritu es su forma. Esta expresión puede sonar aquí un tanto extraña; pero no hay que interpretarla como si el espíritu tuviera en sí una forma concreta. Si se puede aplicar al espíritu el concepto de «forma esencial» es sólo porque, en su proyección sobre una materia psíquica dada, imprime la «forma personal» del alma, y de este modo, en unión con ella, constituye el ser personal. Por la misma razón, o sea, por esta reciprocidad entre alma y cuerpo, así como porque la propiedad inimitable de la persona procede del espíritu, se puede hablar también de un espíritu propio del individuo y de los espíritus en plural. Ocurre lo que con una luz, uno de cuyos rayos —o haz de rayos— es captado por una superficie reflectora: en sí, la luz no tiene dirección, se extiende por todo el espacio; pero en relación con la superficie reflectora está dirigida, y sin que en esencia se haya modificado, aparece como un rayo que se destaca. Del mismo modo, todo lo que es espíritu está «hecho de conocimiento» y forma un todo con la luz de la verdad; y, sin embargo, el espíritu, cuando está sumergido en el alma, aparece como individuo. Dado que espíritu y alma no pueden separarse uno de otra como dos cosas, toda imagen que se pretenda trazar de su interrelación resulta simplista y tosca. Sea como fuere, tales imágenes dicen más que los circunloquios psicológicos, que forzosamente tienen que reducirlo todo al plano psíquico, de manera que el polo espiritual sólo se percibe indirectamente como una parte especial del mundo psíquico. Este es el caso, por ejemplo, de la diferenciación psicológica entre animus y anima, que no tiene sino un parentesco muy lejano con la de espíritu y alma, lo cual se manifiesta; entre otras cosas, en que el animus aparece subrayado racionalmente. En realidad, no es más que un reflejo psíquico y, por tanto, pasivo del espíritu.
Ruysbroek, en su libro Von der Zierde der geistigen Hochzeit (II tomo, cap. IV), escribe:
«En todos los hombres se encuentra una triple unidad natural, que en los justos es, además, sobrenatural. La primera y más alta unidad del hombre está en Dios; porque por esta unidad divina todas las criaturas participan del Ser, de la vida y de la existencia, y si rompieran esta relación con Dios, caerían en la nada y serían aniquiladas. Esta unidad de la que hablamos existe en nosotros por naturaleza, seamos buenos o malos. Sin nuestra ayuda, no nos hace santos ni bienaventurados. Poseemos esta unidad en nosotros mismos y, sin embargo, sobre nosotros mismos, como base y apoyo de nuestro ser y nuestra vida. Una segunda unión o, si se quiere, unidad, está también en nosotros, por obra de la naturaleza. Es la unidad de las facultades superiores, que consiste en que estas facultades, por lo que respecta a su actividad, brotan de modo natural de la unidad del propio espíritu. En este caso se trata también de aquella misma unidad que poseemos en Dios; pero aquí es contemplada desde el lado activo y no respecto al ser. El espíritu está presente por entero tanto en una como en otra unidad, con toda la plenitud de su ser. Esta segunda unidad la poseemos en nosotros mismos por encima de la parte física; de ella brotan la memoria, el entendimiento, la voluntad y todas las facultades de actividad espiritual. Aquí lleva el alma el nombre de espíritu. La tercera unidad que ha puesto en nosotros la Naturaleza se refiere al campo de las facultades inferiores que anidan en el corazón, fuente y morada de la vida animal. En el cuerpo, y particularmente en la actividad del corazón, posee el alma esta unidad, de la que brotan todas las acciones del cuerpo y de los cinco sentidos. Aquí lleva su verdadero nombre, alma, pues es la forma del cuerpo al que da vida, o sea, al que hace vivir y mantiene vivo. Estas tres unidades, que están en el hombre por naturaleza, forman una sola vida y un solo reino. En su unidad inferior está presente de modo físico y animal, en la intermedia, de modo intelectual y espiritual, y en la superior, en la misma esencia de su ser. Y ello es, por naturaleza, propio de todos los hombres…».
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