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Foto del escritorAmenhotep VII

Alquimia - Titus Burckhardt (primera parte)



Desde el Siglo de las Luces, la alquimia ha sido considerada como precursora de la

química moderna y, por tanto, casi todos los investigadores que se han ocupado de

ella se han limitado a buscar en sus escritos el punto de arranque de los posteriores

descubrimientos de la Química. Este enfoque unilateral ha permitido, por lo menos,

sacar a la luz un cúmulo de antiguas prácticas artesanas para la preparación de

metales, colorantes y vidrio, escogidas de entre unos procesos aparentemente

absurdos que, sin embargo, desempeñaban el papel más importante en la alquimia

propiamente dicha. El que tal legado fuera en realidad copioso hacía más inexplicable

aún aquel tenaz apego de los alquimistas a las fórmulas de su «magisterio» que,

desde el punto de vista químico, eran del todo insensatas. La única explicación

consistía en suponer que el irresistible deseo de obtener oro ha tentado una y otra vez

a los hombres a creer en fórmulas fantásticas que, si bien se mira, no son sino la

aplicación práctica de la antigua filosofía natural, entreverada de supersticiones; algo

así como si se hubiera tratado de infundir en el cuerpo la «materia prima» aristotélica

de todas las cosas mediante una combinación de toscas operaciones manuales y

mágicos conjuros.

A nadie le pareció inverosímil que, del engaño en el error y del error en el

engaño, un «arte» semejante pudiera extenderse y prosperar en las más diversas

civilizaciones de Oriente y de Occidente durante cientos e incluso miles de años.

Y es que existía el convencimiento de que, hasta unos doscientos años atrás, la

Humanidad había estado aletargada y hasta aquel momento no había despertado al

claro entendimiento. Como si el entendimiento pudiera experimentar una especie de

desarrollo biológico.

Este concepto de la alquimia queda desmentido por el carácter unitario del «arte»,

pues la descripción que se hace de la «Gran Obra» en los textos alquímicos de los

siglos y ámbitos culturales más distintos presenta unos rasgos fundamentales

constantes, que no pueden calificarse de empíricos. La alquimia india tiene la misma

esencia que la de Occidente, y la china, aunque dentro de un marco espiritual

completamente distinto, guarda cierta similitud con ambas. Si la alquimia fuese pura

fantasmagoría, su lenguaje llevaría el sello de la arbitrariedad y la insensatez; mas,

por el contrario, tiene todos los rasgos de una auténtica tradición, es decir, de una

enseñanza orgánicamente coordinada, aunque en modo alguno esquemática, y unas

reglas invariables, confirmadas una y otra vez por sus maestros. Por tanto, no puede

ser una hibridación ni una especie de casualidad en la historia de la Humanidad, sino

que debe de anunciar una fe profundamente arraigada en las posibilidades del espíritu

y del alma.

A esta conclusión ha llegado también la llamada «psicología profunda», la cual

cree encontrar en las imágenes alquímicas la confirmación de su tesis del

«inconsciente colectivo». Según esta apreciación, el alquimista, en su búsqueda

quimérica, expone ante sí mismo, en imágenes, el insospechado contenido de su alma

realizando de esta forma, sin proponérselo, una especie de reconciliación entre su

visión superficial e individual y la fuerza amorfa, que pugna por configurarse, del

«inconsciente colectivo». Esta reconciliación determina, a su juicio, una experiencia

de gran riqueza interior, impregnada de un aire intemporal que, al sublimar y

transmutar los valores de la obra alquímica externa, sustituye al apetecido magisterio.

También esta opinión se funda en la suposición de que el alquimista buscaba, ante

todo, fabricar oro, es decir, estaba dominado por un delirio y, por tanto, pensaba y

actuaba como un iluso. Esta explicación es un tanto capciosa, ya que, en cierto

aspecto, se acerca a la verdad, mientras que en otros se aleja de ella más que ninguna

otra. No cabe duda de que el motivo espiritual de la obra alquímica es, en principio,

más o menos inconsciente, y parece estar escondido en lo más recóndito del alma.

Pero este recato no puede en modo alguno equipararse al caos del llamado

«inconsciente colectivo», al menos por lo que respecta al aparente significado de este

concepto elástico: el «manantial» del alquimista no brota de ignotas regiones del

alma, sino, más bien, del mismo terreno que el espíritu, y si su origen está oculto, no

es porque se halle por debajo del conocimiento racional sino porque se encuentra por

encima de él.


A la pregunta de por qué en lugares tan distantes entre sí como el Cercano y el Lejano

Oriente ha existido la alquimia desde hace miles de años –al menos, desde la mitad

del último milenio antes de Jesucristo y, probablemente, desde los tiempos

prehistóricos–, la mayoría de los historiadores suele responder que los hombres eran

asaltados una y otra vez por la tentación de convertir los metales corrientes en oro y

plata para enriquecerse rápidamente, hasta que la Química empírica del siglo XVIII

demostró definitivamente que un metal no puede transformarse en otro. Pero la

realidad es muy distinta y, en parte, casi totalmente opuesta.

El oro y la plata eran ya metales sagrados antes de convertirse en medida del

valor de las mercancías. Eran la representación terrena del Sol y la Luna y, por

consiguiente, también de todas las cualidades espirituales que se atribuían a la

celestial pareja. Hasta la Edad Media, el valor de ambos metales preciosos se hallaba

establecido de acuerdo con los períodos de revolución de uno y otro astros. Incluso la

forma redonda de las monedas de oro y plata es una réplica de la de sus celestes

modelos. Y la mayor parte de las más antiguas monedas de oro suele llevar grabados

imágenes o signos alusivos al Sol o a su ciclo anual. Para los hombres de los siglos

anteriores al Racionalismo, era evidente el parentesco entre los metales preciosos y

los dos grandes astros, y haría falta todo un mundo de ideas y prejuicios informados

por la mecánica para privar a este parentesco de su íntima vinculación y reducirlo a

una especie de coincidencia estética.

No se debe confundir un símbolo con una mera alegoría ni ver en él la expresión

de un impulso colectivo cualquiera, sordo e irracional. El verdadero simbolismo

consiste en equiparar cosas que, si bien por razón de tiempo, espacio, constitución

material y otras circunstancias limitativas, pueden ser distintas, tienen una misma

propiedad esencial. Se muestran como trasuntos, manifestaciones o imágenes de la

misma realidad, independientemente del tiempo y del espacio. Por tanto, no es del

todo correcto decir que el oro representa al Sol y la plata a la Luna; el oro tiene la

misma esencia que el Sol, y la plata la misma esencia que la Luna; tanto los dos

metales preciosos como los dos astros son símbolos de dos realidades cósmicas o

divinas.

Por tanto, la magia del oro deriva de su esencia sagrada, de su perfección

cualitativa, mientras que su valor material tiene sólo una importancia secundaria.

Vista la naturaleza sagrada del oro y de la plata, la obtención de estos dos metales

debía de ser función sacerdotal, del mismo modo que la acuñación de monedas de oro

y plata fue al principio prerrogativa de ciertas teocracias. Es congruente con ello el

que los usos metalúrgicos relacionados con el oro y la plata que, desde los tiempos

más remotos, se conservan en algunos de los pueblos llamados primitivos, denoten

una ascendencia sagrada. La manipulación de los minerales en general se consideró

siempre como una operación sagrada en las civilizaciones llamadas «arcaicas», que

aún no distinguían entre las actividades «espirituales» y las «prácticas», es decir, las

destinadas a fines puramente materiales, y que lo veían todo desde la perspectiva de

la unidad íntima entre el hombre y el cosmos. En general, era prerrogativa de una

casta sacerdotal que se decía depositaria de poderes divinos que la facultaban para

ejercer esta actividad, y donde no era así, como en el caso de ciertas tribus africanas

que carecían de tradición metalúrgica, el fundidor o herrero era considerado como un

intruso en el orden natural, sospechoso de practicar la magia negra.

Lo que para el hombre moderno es superstición —y, en parte, subsiste sólo como tal— constituye en realidad un atisbo de la profunda relación existente entre el orden natural y el

espiritual. Que la extracción de los minerales de las «entrañas» de la Tierra y su

purificación violenta por medio del fuego encierra algo inquietante y abre peligrosas

posibilidades lo sabe también el hombre «primitivo»… aun sin las pruebas que nos

brinda de ello la Edad de los Metales. Para la humanidad «arcaica», que no separaba

artificialmente el espíritu de la materia, el advenimiento de la metalurgia no

constituyó un mero «descubrimiento», sino una «revelación», ya que sólo un

mandato divino podía facultar a los hombres para desarrollar semejante actividad. Sin

embargo, esta revelación ha tenido desde el principio su lado bueno y su lado

terrible, y exige una especial prudencia a los hombres a quienes está destinada: del

mismo modo que las manipulaciones del metalista con minerales y fuego encierran

cierta violencia, también los influjos espirituales relacionados con este oficio debían

de ser de índole peligrosa y de doble filo. En especial la extracción de los metales

preciosos del mineral impuro por medio de disolventes y purificadores como el

mercurio y el antimonio y bajo la acción del fuego, había de realizarse frente a la

resistencia de las tenebrosas y caóticas fuerzas de la naturaleza, de igual forma que la

obtención del oro o la plata internos, de pureza y fulgor inmutables, exige la derrota

de todos los instintos del alma turbios y confusos.


La diferencia entre la alquimia y cualquier otro arte sagrado reside, pues, en que

la maestría no está a la vista, como en la arquitectura o la pintura, en un plano externo

y «artesano», sino que se realiza sólo interiormente, pues la transformación del

plomo en oro, que es en lo que consiste el magisterio alquímico, supera las

posibilidades de la artesanía. Lo prodigioso de este proceso, el cual supone un salto

que, a juicio del alquimista, la naturaleza puede dar sólo en un tiempo incalculable,

constituye precisamente la diferencia entre las posibilidades materiales y las

espirituales; mientras que la materia mineral —cuyas disoluciones, cristalizaciones,

fusiones y combustiones reflejan en cierto sentido las transformaciones del alma—

permanece sujeta a ciertas leyes físicas, el alma, gracias a su encuentro con el espíritu

que no está ligado a ninguna forma, puede vencer las presiones psíquicas que ocupan

el lugar de dichas leyes. El plomo representa el estado caótico, bruto y quebradizo del

metal o del hombre interior, en contraposición al cual el oro, «luz solidificada» y «sol

terrenal» expresa la perfección tanto en el reino de los tales como en la condición

humana. En el concepto alquímico, el oro es el verdadero objetivo de la naturaleza

mineral; todos los demás metales son etapas preliminares o tentativas para llegar a él;

sólo el oro posee un perfecto equilibrio de las propiedades de todos los metales y, por

tanto, también inmutabilidad. «El cobre no descansa hasta convertirse en oro», dice

el maestro Eckhart, al referirse al alma que añora su naturaleza inmortal. Por tanto,

los alquimistas no pretendían, según se ha dicho, convertir en oro los metales

ordinarios aplicando ciertas fórmulas secretas en las que sólo ellos creían. El que

realmente deseaba esto, pertenecía a la clase de los llamados «carboneros», que, sin

estar vinculados a la verdadera tradición alquímica, trataban de realizar la «Gran

Obra» mediante el simple estudio de los textos, que entendían sólo superficialmente.

La alquimia puede compararse con la mística en lo que tiene de camino que

permite al hombre llegar al conocimiento de su naturaleza inmortal. Y así lo

demuestra la adopción de expresiones alquímicas en la mística cristiana y, de forma

más particular todavía, en la musulmana. Los símbolos alquímicos de la perfección

apuntan al dominio de la condición humana por el espíritu, al retorno a los orígenes, a

lo que la mística de las tres religiones monoteístas describe como recuperación del

Paraíso terrenal. Nicolás Flamel (1330 a 1417), alquimista que se expresa en el

lenguaje de su fe cristiana, dice, acerca de la culminación de la «Obra», que ésta

«hace bueno al hombre porque de él arranca la raíz de todos los pecados –o sea, la

codicia–, haciéndole generoso, manso, piadoso, creyente y temeroso de Dios, por

malo que haya sido. Porque desde ahora estará siempre lleno de la gracia y la

misericordia que ha recibido de Dios y de la profundidad de sus maravillosas

obras». La extirpación de la raíz de todos los pecados supone el retorno a la

perfección adánica.

La esencia y el fin de la mística es la unión con Dios. De esto no habla la

alquimia. Pero en el camino de la mística figura el restablecimiento de la «nobleza»

primitiva de la condición humana, su simbolización, pues la unión con Dios sólo es

posible en razón de aquello que, pese a la inmensa distancia a que se halla de Dios la

criatura, vincula a ésta con Aquél, y que es la «semejanza» de Adán, que, a causa del

pecado original, ha quedado desdibujada o inoperante. En primer lugar, hay que

recobrar la pureza del símbolo hombre para que sus contornos puedan incrustarse de

nuevo en la infinita y divina imagen original. De manera que la conversión del plomo

en oro, en su sentido espiritual, no es otra cosa sino la recuperación de la nobleza

original de la condición humana. Del mismo modo que las inimitables propiedades

del oro no se consiguen mediante la combinación externa de las distintas cualidades

de los metales, como masa, dureza, color, etc., así la perfección adánica tampoco es

una simple acumulación de virtudes; es inimitable como el oro, y el hombre, que la

ha realizado, no puede medirse con otros hombres; en él, todo se da de primera mano,

y, en este sentido, su naturaleza es original. Puesto que la realización de este estado

incumbe necesariamente a la mística, la alquimia puede considerarse también como

una rama de la mística.

Pero el «estilo» espiritual de la alquimia es tan distinto del de la mística —la cual

se funda en una doctrina de fe— que, en ocasiones, podría sentirse la tentación de

calificarla de «mística sin Dios». Sin embargo, la expresión es inadecuada, por no

decir totalmente falsa, pues la alquimia presupone la fe en Dios, y casi todos sus

maestros conceden gran importancia a la práctica de la oración. La expresión es

correcta sólo por cuanto la alquimia no tiene de antemano un marco teológico, de

manera que la caracterización teológica de la mística no abarca necesariamente el

horizonte espiritual de la alquimia. Las místicas judía, cristiana o islámica son, de

acuerdo con sus respectivos métodos, reflexión sobre una verdad revelada, un aspecto

de Dios o una idea, en el sentido más profundo del término; constituyen la unión

espiritual con esta idea. Por el contrario la al alquimia no se orienta, en principio, en

un sentido teológico (o metafísico) ni ético; observa el juego de las fuerzas del alma

desde un punto de vista puramente cosmológico y trata al alma como si fuera una

«materia» que se hubiese de purificar, disolver y cristalizar de nuevo. Actúa como

una ciencia o un arte natural, pues todos los estados de conocimiento interior son para

ella sólo manifestaciones de la Naturaleza, que abarca tanto las formas externas,

visibles y materiales, como las internas y psíquicas.

Por ello, la alquimia tiene cierto carácter contemplativo; no consiste simplemente

en un mero pragmatismo sin penetración espiritual; su vertiente espiritual y

contemplativa se asienta precisamente en su forma concreta, en la analogía entre lo

psíquico y lo mineral, pues esta semejanza sólo puede establecerse mediante una

observación que considere la materia desde el punto de vista cualitativo, o sea, en su

cualidad interior, y el alma, «materialmente», es decir, como si se tratara de un

objeto. Dicho con otras palabras: la cosmología alquímica contiene una teoría del ser,

una ontología. El símbolo metalúrgico no es sólo un recurso, una descripción

aproximada de unos procesos internos: como todo símbolo auténtico, constituye una

especie de revelación.

Con su observación «impersonal» del mundo del alma, la alquimia se aproxima

más al camino del conocimiento, o gnosis, que al del amor. Pues es prerrogativa de la

gnosis —en el sentido auténtico de la palabra, sin implicaciones heréticas— observar

objetivamente el alma propia, en vez de sentirla de un modo subjetivo. Por ello, la

mística orientada hacia el saber emplea a veces expresiones alquímicas para todo

aquello a lo que ha incorporado plenamente los procesos de la alquimia.

La expresión «mística» deriva de «secreto» o «sumirse» (del griego myein); la

esencia de la mística escapa a toda interpretación racional, y lo mismo puede decirse

de la alquimia.

Otro de los motivos por los que la enseñanza alquímica queda envuelta en el

misterio es el de que no está destinada a todos. El «arte regio» exige una

extraordinaria comprensión y cierta disposición del alma, virtud sin la cual su

práctica podría acarrear graves peligros espirituales. Artefius, célebre alquimista

medieval, escribió: «¿Acaso no se sabe que el nuestro es un arte cabalístico?

Con esto quiero decir que se revela sólo de palabra y que está lleno de secretos. Pero tú,

pobre insensato, ¿serás lo bastante necio como para creer que nosotros revelamos

clara y abiertamente el más grande y más trascendental de todos los secretos, de

forma que pudieras tomar nuestras palabras al pie de la letra? Te aseguro en verdad

—pues no soy tan celoso como los otros filósofos— que aquel que quiera interpretar

de acuerdo con el significado ordinario de las palabras lo que han escrito los otros

filósofos -es decir, los otros alquimistas–, se perderá en los pasadizos de un laberinto

del que nunca podrá salir, pues le faltará el hilo de Ariadna para orientarse y hallar

el camino…»

Y Sinesio, que probablemente vivió en el siglo IV después de Jesucristo, escribió: «[Los verdaderos alquimistas] se expresan siempre a través de imágenes, figuras y metáforas, para que puedan entenderlos sólo las almas sabias, santas e iluminadas por el saber.

Sin embargo, en sus obras han trazado cierto camino y determinada regla, de manera que el sabio pueda entender y, finalmente, lograr, tras algunas pruebas, todo cuanto ellos describen de manera encubierta.»

Por último, Geber, que en su Summa hace una recopilación de la

alquimia medieval, señala: «No se debe exponer este arte con palabras totalmente

oscuras; pero tampoco hay que explicarlo con tanta claridad como para que todos

puedan entenderlo. De aquí que lo explique de manera que los sabios puedan

entenderlo, aunque a los espíritus medianos les parezca bastante oscuro; por su

parte, los necios y los locos no podrán entender absolutamente nada…»

Es, pues, sorprendente que, pese a estas advertencias y a otras muchas que podríamos citar, haya habido tantos hombres —en especial durante el siglo XVII— que creyeran que

mediante un atento estudio de los escritos alquímicos encontrarían el medio de

fabricar oro. Es cierto que los alquimistas afirmaban con frecuencia que guardaban el

secreto de la alquimia sólo para que ningún hombre indigno pudiera adquirir un poder

peligroso. Se servían del inevitable malentendido para ahuyentar a los profanos. Sin

embargo, nunca hablaban del objetivo aparente de su arte, sin mencionar también a

continuación el verdadero. El que estuviera poseído por las pasiones del mundo,

forzosamente había de pasar por alto la parte esencial de la explicación. Por eso se lee

en el Triunfo de la Hermética: «La piedra filosofal —con la que pueden convertirse

en oro los metales ordinarios— brinda, al que la posee, una larga vida, libre de toda

enfermedad, y pone en sus manos más oro y más plata de la que puedan poseer los

príncipes más poderosos. Pero este tesoro tiene, sobre todos los demás bienes de la

vida, la peculiar ventaja de que aquel que lo posee es completamente feliz; sólo con

mirarlo es ya feliz y nunca siente el temor de perderlo.»

La primera frase parece confirmar la interpretación externa de la alquimia, mientras que la segunda indica con toda claridad que el bien de que aquí se trata es puramente espiritual. Así, también en el ya mencionado Libro de los siete capítulos se dice: «Con ayuda de Dios

omnipotente, esta piedra [filosofal] os librará y preservará de todas las

enfermedades, por graves que sean, y os protegerá del dolor y las penalidades y de

todo aquello que pueda dañar al cuerpo o al alma. Os conducirá de las tinieblas a la

luz; del desierto, al hogar; de la pobreza, a la riqueza».

La ambigüedad de estos pasajes permite entrever el propósito, tantas veces confesado, de enseñar a «los sabios» y confundir a «los necios».

Puesto que el lenguaje alquímico, pese a su «hermetismo», no fue un invento

arbitrario sino que era auténtico, Geber pudo decir, en el apéndice de su célebre

Summa: «Dondequiera que aparentemente hablé de nuestra ciencia con mayor

claridad, en realidad me expresé en la forma más oscura, encubriendo el verdadero

significado de mis palabras. Y, pese a todo, en ningún momento envolví nuestra obra

en alegorías ni enigmas, sino que la describí honestamente, con palabras claras y

comprensibles, tal como yo la entiendo y tal como, con ayuda de Dios, la aprendí…».

Por otra parte, los alquimistas redactan deliberadamente sus obras de manera que, al

leerlas, las opiniones se dividan. Buen ejemplo de ello es la obra citada últimamente,

pues Geber dice en el mismo apéndice: «Declaro que en esta Summa no he enseñado

nuestra ciencia coordinadamente, sino que la he ido revelando acá y allá en varios

capítulos; pues si la hubiera expuesto de forma ordenada y coherente, los mal

intencionados, que podrían emplearla para el mal, la entenderían con tan facilidad

como las gentes de buena voluntad…». Si seguimos de cerca las explicaciones de

Geber, en apariencia de índole puramente metalúrgica, de pronto, en plena

descripción de un proceso químico casi palpable de tan vívida, descubrimos extrañas

incongruencias: el autor, que hasta entonces no ha hecho alusión a materia alguna

para la realización de la obra, dice de pronto: «Toma, pues, la materia que conoces de

sobra y échala en el recipiente…». O, después de demostrar ampliamente que unos

metales no pueden convertirse en otros por medios externos, alude, sin más, a «la

medicina que cura todos los metales enfermos», convirtiéndolos en oro o en plata. La

razón choca aquí una y otra vez contra un muro, y precisamente éste es el propósito

que se persigue con semejante exposición: el aspirante debe descubrir por sí mismo

las limitaciones de su razón para que, al fin, como dice Geber, al referirse a su propio

caso, busque en su interior: «Al volverme sobre mí mismo y reflexionar sobre el modo

y manera en que la Naturaleza produce los metales en el interior de la tierra,

reconocí la verdadera materia que la Naturaleza nos ha preparado para que la

terminemos sobre la tierra…». Existe aquí cierta semejanza con los métodos del

budismo Zen, que, con la meditación constante de ciertas paradojas enunciadas por

un maestro, pretende salvar las barreras del simple pensamiento.

Este es el umbral espiritual que debe franquear el alquimista; el umbral ético es,

como ya hemos dicho, la tentación de aspirar a conocer el arte alquímico sólo por el

oro. Los alquimistas declaran una y otra vez que el mayor obstáculo que se levanta en

su camino es la codicia. Este vicio es para su arte lo que la soberbia para la mística

del amor o la obcecación para la gnosis; la codicia es el nombre más cercano al

egoísmo, la encadenación al propio yo, limitado y sujeto a las pasiones. A la inversa,

la exhortación a que el discípulo de Hermes intente efectuar la conversión de los

metales para remediar las necesidades de los pobres —o de la misma naturaleza—

recuerda el voto budista de aspirar a la suprema iluminación sólo para salvar a todos

los seres; la caridad libra al hombre de esa perfidia del propio yo que sólo busca

reflejarse a sí mismo en todos los actos.


La doctrina hermética parte del principio de que el Universo —el macrocosmos— y

el hombre —el microcosmos— se corresponden mutuamente, son un reflejo el uno

del otro, y lo que hay en uno, debe hallarse también, de algún modo, en el otro.

Sin duda como mejor se entiende esta correspondencia es reduciéndola a la

interrelación entre sujeto y objeto, entre el que percibe y lo percibido: el mundo,

objeto, se refleja en el espejo del hombre, sujeto; aunque teóricamente ambas partes o

polos puedan diferenciarse entre sí, cada una de ellas sólo puede apreciarse en razón

de la otra.

Para mayor claridad, es importante observar con la máxima atención lo que, con

significado un tanto elástico, se ha dado en llamar «sujeto»: por ejemplo, cuando se

dice que la visión que el hombre tiene del Universo es «subjetiva», generalmente se

entiende que aquélla depende de la situación particular del hombre en el tiempo y en

el espacio y de sus facultades y conocimientos, más o menos desarrollados; la

condicionalidad «subjetiva» vista así es la del individuo o la de un grupo de personas

limitado en el tiempo y el espacio. Pero la facultad humana de reconocimiento no

sólo está condicionada según los casos, sino que, además, tiene ciertos caracteres

específicos, y en este aspecto no podría llegarse a un conocimiento del mundo, que,

en su contexto puramente «objetivo», quedaría fuera de la esfera del sujeto humano;

ni la concordancia de todas las apreciaciones individuales posibles, ni la utilización

de cualesquiera medios auxiliares que pudieran ampliar el campo de los sentidos,

pueden superar esta esfera, que abarca, al mismo tiempo, el mundo como objeto

reconocible y al hombre como ente reconocedor; la cohesión lógica del Universo

pertenece tanto al mundo como a la naturaleza individual del sujeto humano. No

obstante esto, en cada percepción, aunque esté condicionada al «yo» y a la especie

humana, hay algo incondicional; de otro modo no podría existir un puente entre el

sujeto y el objeto, entre el «yo» y el «tú» ni habría una verdad y una unidad detrás de

los múltiples «mundos» percibidos por los innumerables y diversos seres. Esta

propiedad absoluta e inmutable que infunde en cada percepción su contenido de

verdad, más o menos velado, sin la cual no existiría en modo alguno el

reconocimiento, es el espíritu puro, el intelecto que, indiviso, está presente en todos

los seres sin excepción.

De todos los seres vivos de este mundo, el hombre es el más perfecto portador del

espíritu universal y originalmente divino, y en este sentido puede ser considerado

como el reflejo o el compendio de todo el Universo.

Detengámonos un momento para establecer una vez más las diferencias entre

estas realidades que, cual verdaderos espejos, se enfrentan entre sí. Tenemos, en

primer lugar, el espíritu puramente conocedor, que podríamos llamar también «sujeto

trascendente» y frente al cual se levanta no sólo el mundo material o externo, sino

también el mundo interior, el mundo del alma y hasta el entendimiento, pues los

movimientos de éste pueden ser también objeto del conocimiento, mientras que el

espíritu propiamente dicho nunca puede conceptuarse como un objeto. Es cierto que

el espíritu puede reconocerse a sí mismo de forma inmediata, pero este

reconocimiento está más allá de todo lo diferenciable, de manera que no cuenta en

absoluto para la percepción encaminada a la diferenciación que se divide en objeto y

sujeto. Otra cosa es el sujeto humano, dotado de potencias espirituales como el

pensamiento, la imaginación y la memoria y apoyado en las facultades de percepción

sensoriales, al que se contrapone todo el mundo material en calidad de objeto. El

espíritu puro es lo que infunde en este sujeto–hombre la luz que le permite reconocer

las cosas. Finalmente, está el hombre completo, compuesto de espíritu, alma y

cuerpo, que es en sí una parte del Universo que él percibe y, al mismo tiempo, en

virtud de su especial condición, o sea, en virtud de su naturaleza eminentemente

espiritual, es microcosmos dentro del gran cosmos que él refleja. Por tanto, la tesis de

la mutua correspondencia entre el Universo y el ser humano se funda en el

conocimiento de un espíritu único, que todo lo abarca y que guarda con lo que suele

denominarse espíritu -o sea, el simple entendimiento- la misma relación que un foco

de luz con su reflejo en un campo limitado. Este conocimiento, que constituye el

nexo de unión entre la Cosmología, o ciencia del Universo, y la Metafísica, no es,

en modo alguno, un privilegio de la Hermética, a pesar de que haya sido expuesto con

especial claridad en los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto, «el tres veces

grande».

En uno de estos escritos se dice, a propósito del espíritu: «El espíritu (nous) brota

de la sustancia (ousia) de Dios, si es que puede hablarse de una sustancia de Dios;

de qué naturaleza es esta sustancia, sólo Dios puede saberlo con exactitud. Por

tanto, el espíritu no está separado de la sustancia de Dios, sino que irradia de éste su

origen como la luz irradia del Sol. En el hombre, este espíritu es Dios…»

Pero no hay que dejarse engañar por la inevitable limitación del símil empleado: al referirse a una irradiación del espíritu de su origen divino no se quiere significar una

«dimanación» o derivación material.

En el mismo libro se dice que el alma (psyché) está en el cuerpo como el espíritu

(nous) en el alma y como la palabra de Dios (Logos) en el espíritu. (A la inversa,

puede decirse también que el cuerpo está en el alma como el alma en el espíritu y

como éste en la palabra de Dios). Así, Dios es el Padre de todo. Como puede verse,

esta tesis se aproxima mucho a la teología juaniana, y se comprende que las esferas

cristianas de la Edad Media vieran en los escritos del Corpus Hermeticum, lo mismo

que en los de Platón, la «simiente» precristiana del Logos.

Aunque todos los escritos sagrados garantizan la doctrina de la unidad del

espíritu, ésta sigue siendo esotérica en su desarrollo, no se acomoda al gusto de todos,

so pena de introducir una equívoca simplificación. Este peligro radica principalmente

en que la unidad del espíritu se concibe de una manera racional, con lo que, en cierto

modo, se equipara a una unidad material cualquiera; y esto hace que se borre tanto la

diferencia entre Dios y la criatura como la intrínseca singularidad de cada ser creado.

El espíritu no es uno en cuanto a número, sino en virtud de su indivisibilidad, de

modo que en cada criatura está completo; es más, la singularidad de ésta se funda

precisamente en él, pues nada hay que tenga más unidad, más integridad ni más

perfección que aquello por lo que es identificado.



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