Mientras subo por la montaña, pienso lo siguiente: Si te guías por la razón, toparás con esquinas; si te dejas llevar por un mar de sentimientos, te arrastrará la marea; y actuar a voluntad, a la larga, es oprimirse a uno mismo. En todo caso, vivir en este mundo no es tarea fácil. A medida que esta sensación se acrecienta, te acucia la necesidad de trasladarte a un lugar más tranquilo. Pero no importa dónde vayas, pues cualquier lugar te parecerá inhabitable. Y es entonces cuando nacen la poesía y la pintura, en el instante en que comprendes que no hay ningún lugar al que huir. Este mundo no lo han creado ni los dioses ni los demonios. Lo han creado personas corrientes, vecinos que viven a la vuelta de la esquina. No hay más mundo que el que ellos han construido y, si lo hubiera, se trataría de un lugar inhóspito, completamente despoblado en el que sería muy difícil vivir. Así las cosas, y visto que no hay escapatoria posible, solo queda sobrellevar la brevedad de la vida en este mundo inhabitable y tratar de hacer de él un lugar más cómodo. Es aquí donde los poetas desempeñan su labor sagrada; aquí, donde los pintores hallan la inspiración. Y el arte de estos guerreros pacifica el corazón de sus habitantes, lo colma y lo ennoblece. Si se extrae de este mundo inhabitable la agonía que suscita vivir en él, el panorama que se proyectará ante nuestros ojos será una obra de arte. Puede que un poema o una pintura. O puede que una canción o una escultura. Y no siempre será necesario verlas plasmadas sobre un papel o un lienzo. Basta con mirar alrededor para ver cómo la pintura y la poesía forman parte del paisaje. Antes de plasmar un poema en el papel, la melodía de los versos resuena en el alma, del mismo modo que los ojos del espíritu proyectan un magnífico abanico de formas y colores antes de trazar la primera pincelada sobre un lienzo. En nuestro mundo, basta con mirar a través de la lente del alma para esclarecer y embellecer la nebulosa opacidad de la vida mundana. Así, hasta un poeta mudo o un pintor monocromo llegarán a alcanzar la felicidad suprema, contemplando el mundo tal y como es. Serán capaces de vencer las tentaciones y entrar y salir a placer de un mundo que desborda luz y pureza; podrán dan forma a un universo que ellos mismos han creado; se desharán de las cadenas del egoísmo… y su dicha será mayor que la del más acaudalado de los humanos y que la del más poderoso de los reyes. Alcanzarán una felicidad mayor que la de aquellos que llevan una existencia mundana. A los veinte años comprendí que vale la pena vivir en este mundo. A los veinticinco, supe que luz y oscuridad caminan juntas de la mano, y que en los lugares bañados por la luz del sol se proyectan las sombras. A los treinta, pienso que la alegría conlleva una honda tristeza y que cuanto mayor es la dicha, más profundo es el dolor que la acompaña. La tristeza y la dicha son inherentes al ser humano. El dinero, por ejemplo, es algo importante, pero si las cosas importantes se van acumulando, por la noche no podrás conciliar el sueño. El amor reconforta, pero el amor en exceso te hará añorar la época en que aún no lo tenías. Sobre los hombros de un ministro descansan las vidas de cientos de miles de personas: es ardua tarea acarrear una nación entera a tus espaldas. Privarte de un delicioso manjar causa impotencia, y probar solo un bocado no te sacia, pero tras atiborrarte, la sensación de empacho no es para nada agradable… Mis pensamientos se ven interrumpidos cuando mi pie derecho trastabilla con una piedra enorme. Para conservar el equilibrio adelanto el pie izquierdo y aterrizo sobre mi cadera en un peñasco que hay un metro más allá. La caja donde guardo mis aparejos de pintura sale despedida por los aires, pero es un mal menor pues, por suerte, yo estoy ileso. Al levantarme, alzo la vista y veo, al lado izquierdo del camino, la cumbre de una montaña que apunta al cielo y que me recuerda a un barreño puesto boca abajo. La montaña luce enteramente cubierta por el manto azul negruzco que forman las copas de los árboles, aunque no sabría decir si se trata de cedros o de cipreses. Entre el verde del follaje se escalonan franjas de rosa pálido que denotan la presencia de cerezos en flor, pero poco más puedo discernir entre la espesa niebla que envuelve el monte. Algo más cerca de donde me encuentro, y sobresaliendo por encima de las demás, se alza una montaña completamente desnuda, desafiante. Su escarpado relieve se suaviza al llegar a las profundidades del valle, talmente como si toda ella hubiera sido esculpida por el hacha de un gigante. En la cima se yergue un único árbol, quizá un pino rojo, entre las ramas del cual se perfilan claramente varios pedazos de cielo. El camino parece terminarse a unos doscientos metros por delante, pero a lo lejos diviso a una persona vestida de rojo que avanza hacia mí desde lo alto, por lo que deduzco que si me dirijo hacia allí, llegaré a buen puerto. Aunque el camino sea impracticable. Si solo fuera por la tierra, avanzar no supondría tanto esfuerzo, pero sobre ella reposan piedras enormes. Puede que la tierra sea plana, pero no las piedras que la cubren. Y, si bien podrías destrozar las pequeñas, lidiar con las grandes es harina de otro costal. La tierra no moldea caminos que se adapten a nuestros pies, por lo que solo tengo dos opciones: o pasar por encima de las piedras, o sortearlas e ir por otro camino, si bien avanzar por el camino sin rocas tampoco es fácil. A derecha e izquierda del sendero se alzan dos altas paredes rocosas que dejan una depresión en el centro. Como si se tratara de un triángulo de casi dos metros de anchura cuya cúspide se encuentra en el centro del camino. Quizá sería más apropiado decir, pues, no que estoy siguiendo un camino, sino que estoy vadeando un río. Pero me permito el lujo de cruzar el paso de los Siete Desvíos, no tengo ninguna prisa. De pronto escucho el trino de una alondra a mi espalda. Miro hacia el fondo del valle, pero no veo ni una sombra, ni un atisbo del pájaro. Su canto es lo único que llega a mis oídos con total claridad. Es un canto apresurado, incesante. Como si lo estuviera mordiendo un enjambre de miles de pulgas que han flotado hasta él por la superficie del aire. Está escrito en su voz, esa ave no tiene un segundo que perder: ha de cantar. Canta a los pacíficos días de primavera; canta pese al agotamiento; canta hasta la extenuación. Y mientras canta, sigue su camino en eterna ascensión, hacia el infinito. La alondra morirá entre las nubes, estoy seguro. Cuando haya ascendido hasta la cúspide del monte, se zambullirá en un mar de nubes y en alto vuelo su cuerpecillo irá desapareciendo hasta que solo reste su canto, vivo por siempre en la cara oculta del cielo. Giro al llegar al extremo de un peñasco y doy un brusco viraje hacia la derecha para evitar caer en una zanja por la que sin duda un ciego se habría despeñado. Miro hacia abajo y contemplo una enorme extensión de flores de canola. «La alondra debe de haberse posado por ahí», me digo. O quizá no. Quizá haya salido volando desde ese campo dorado. Cabe la posibilidad de que se haya cruzado con otra alondra mientras volaba. De un modo u otro, concluyo, la alondra no hubiera cesado su vigoroso canto ni al alzar el vuelo, ni al cruzarse con otra, ni al plegar las alas. La primavera nos adormece. Los gatos se olvidan de perseguir a los ratones, del mismo modo que los humanos olvidamos nuestras tribulaciones. A veces hasta nos olvidamos de nuestra alma y dejamos de saber quiénes somos. Pero la visión de este campo de canolas me despierta. Al escuchar el trino de la alondra, mi alma resucita y canta con ella, con el mismo brío. Porque la alondra no canta solo con su garganta, sino que su canto brota de todos los rincones de su espíritu. Y al instante comprendo que no hay mayor fuente de vida en el mundo. Sí… esto es felicidad. Esto es poesía. De repente recuerdo el poema de la alondra de Shelley e intento recitarlo, pero a mi mente solo acuden dos o tres pasajes. Uno de ellos reza: We look before and after And pine for what is not: Our sincerest laughter With some pain is fraught; Our sweetest songs are those that tell of saddest thought. «Hacia atrás y adelante, tras algo que no existe, mira el hombre anhelante; ¿qué sonreír no es triste? ¿a cuál endecha dulce vago pesar no asiste?». Eso es. Por más dichoso que se sienta el poeta, nunca podrá cantar con el gozo y la alegría de la alondra, con la pasión y el corazón de quien es capaz de olvidarse de lo que hay detrás y de ignorar lo que está por venir. La poesía occidental y la china gustan de transmitir las miles de tragedias que rodean al ser humano. Aunque quizá para el lector no se trate de tamañas tragedias. Deduzco, pues, que los poetas sufren más que nadie y que tienen el doble de sensibilidad que cualquiera. A veces experimentan una felicidad sin parangón, pero por norma general, casi siempre están sufriendo. Así las cosas, realmente vale la pena pensarse dos veces esto de ser poeta. Hace un rato que camino por terreno llano. A mi derecha se alza una montaña poblada de árboles de diferentes clases. A mi izquierda se suceden los campos de canolas y, absorto como estoy en su contemplación, piso sin querer unos dientes de león. Bajo la vista al suelo, preocupado. Las hojas de los dientes de león son pequeñas sierras que apuntan sin titubeos hacia los cuatro puntos cardinales, custodiando esferas doradas. Por suerte, las esferas doradas que he pisado siguen intactas, protegidas por blancas sierras y a salvo en su sagrado templo. «¡Qué flor más despreocupada!», me digo, volviendo a mis reflexiones. Puede que el sufrimiento y la agonía formen parte de la esencia del poeta, pero la sola idea de que reste la más mínima sombra de dolor tras escuchar el canto de esa alondra, me resulta impensable. Es como la alegría que invade mi corazón al estremecerse con la sola visión de las canolas, los dientes de león, los cerezos… los cerezos… en algún momento he dejado de verlos. Me he adentrado en una montaña y me he sumergido en un paisaje de naturaleza viva donde todo lo que veo y todo lo que oigo me resulta fascinante. No hay nada particularmente doloroso en todo ello. Si acaso lo hubiera, sería solo que estoy cansado por la caminata y que me gustaría tener algo bueno que llevarme a la boca. ¿A qué se deberá la ausencia de dolor? Quizá se debe a que contemplar este paisaje es como admirar una pintura o estar leyendo un poema. Contemplándolo de esta forma, uno no siente deseos de apropiarse de la tierra, ni de disponer sobre ella vías de tren para obtener un beneficio económico. Este paisaje no satisface una necesidad física ni nos proporciona un salario mensual. La esencia de este paisaje invita a que nos recreemos en él, a que lo disfrutemos. Por consiguiente, en él no tienen cabida los problemas y las preocupaciones. Ese es el valor incalculable de la fuerza de la naturaleza: purificar nuestro espíritu para poder entrar en contacto con la auténtica poesía. Visto desde fuera, el amor hacia una mujer o el amor que sienten los hijos por sus padres es algo bello. La lealtad y el patriotismo también son ideas muy atractivas. Sin embargo, cuando te ves inmerso en la vorágine de pros y contras que comportan, dejas de ver la hermosura y el atractivo en ellas. Y ya no eres capaz de percibir la poesía. Para volver a percibir la poesía has de ponerte en el lugar de un tercero y observar la situación desde fuera. Es así como se disfruta una obra de teatro o una novela: siendo meros espectadores que las observan sin verse envueltos en ellas. Durante esos instantes de lectura y contemplación, dejas de pensar en ti mismo y es entonces cuando te conviertes en poeta. Con todo, las novelas y las obras de teatro también están llenas de esencia y naturaleza humana. Los personajes sufren, se enfadan, se excitan, lloran… y en el momento en que nos sentimos identificados con ellos, nosotros también sufrimos, nos enfadamos, nos excitamos y lloramos. Lo bueno de leer una novela o ver una obra de teatro es que nuestra avaricia no entra en juego. Lo malo es que sí lo hacen el resto de emociones que conforman nuestra naturaleza humana y estas reverberarán todavía con más fuerza en nuestro interior. Sufrir, enfadarse, excitarse o llorar son emociones que forman parte de los hombres. En treinta años las he experimentado todas y ya las aborrezco. Además, las revivía una y otra vez en cada novela y en cada obra de teatro. La inspiración para la poesía que yo anhelo no se encuentra en tales sensiblerías. La poesía, tal y como yo la concibo, es aquella que, aunque solo sea por un instante, abandona las tentaciones mundanas y se escinde de este mundo apagado en el que vivimos. Hasta las representaciones teatrales que se tienen por obras maestras no consiguen desprenderse de ese hedor a humanidad. Pocas son las novelas que van más allá de la diferencia entre el bien y el mal, y la característica común a todas ellas es la de no ser capaces de dejar atrás la vulgaridad del mundo. Los fundamentos de la poesía occidental, en concreto, son los asuntos humanos y, por eso, a diferencia de la poesía oriental, no hay ni una sola obra que consiga zafarse de estas cadenas. Cualquiera de ellas es un mercado de compasión, momentos frugales, amor, justicia y libertad. Se trata de una poesía comercial plagada de naturaleza humana, sin nada de trascendental en ella. No me extraña que Shelley se sintiera tan afligido al escuchar el canto de la alondra. Por suerte, en la poesía oriental hay obras que van un poco más allá. Existe un poema que reza: «Recojo crisantemos plantados al pie de la parte este de mi valla, miro con serenidad hacia las montañas del sur». No hay ni trampa ni cartón en estas palabras que se limitan, simple y llanamente, a dejar totalmente de lado el mundo del día a día. No hay ninguna joven mirando con disimulo tras la valla. Su amado no está atendiendo negocios en las lejanas montañas del sur. Son palabras que se desprenden de los pros y los contras de las situaciones y, de un modo totalmente alieno, sin pretensiones, dejan el mundo terrenal atrás. «Me siento solo en un silencioso bosque de bambúes. Toco un laúd y tarareo una melodía. Nadie sabe de mi presencia en este bosque. Solo la luz de la luna cae sobre mí]». Esta es la prueba fehaciente de que con unas pocas líneas puede construirse un universo enteramente nuevo. Las bendiciones de ese universo no son las de obras como Hototogisu o Konjikiyasha. Las bendiciones de ese universo son las que restan tras olvidarnos de barcos y trenes de vapor, de derechos y obligaciones, de comportamiento y moral, y quedarnos profundamente dormidos. Todo el siglo XX debería caer en un profundo sueño para descubrir el valor de esta poesía genuina. Por desgracia, los poetas y los lectores de hoy en día están obnubilados por los poetas de Occidente. Ya no se suben a un pequeño bote que les lleve río arriba hacia un paraíso en la tierra. Yo no soy poeta, y no pretendo divulgar la poesía de Wang Wei o Tao Yuanming. Solo defiendo que sus obras me ayudan a sentirme bien. Son mucho más inspiradoras que un espectáculo o una danza e infinitamente más gratificantes que un Fausto o un Hamlet. Es por eso que camino lentamente por este sendero montañoso, en primavera, solo, con una caja de pinturas y un caballete a mis espaldas. Quiero empaparme de la naturaleza en que se gestaron los poemas de Wang Wei y Tao Yuanming. Y quiero, aunque sea por poco tiempo, enajenarme de cualquier tipo de sentimiento humano y poder vagar errante por un universo de total insensibilidad. A eso aspiro. Huelga decir que soy humano y que, en consecuencia, por más que quiera, permanecer ajeno a cualquier sentimiento durante mucho tiempo me es imposible. Siendo realistas, Tao Yuanming no se pasaría un año entero contemplando las montañas del sur y Wang Wei no habría podido dormir en aquel bosque de bambúes sin una buena mosquitera. Si Tao Yuanming dispusiera de crisantemos a espuertas, los acabaría vendiendo en alguna floristería cercana. Y Wang Wei hubiera llegado a un acuerdo con el verdulero a propósito de su bosque de bambúes. Yo no soy diferente. Por más que adore la visión de las canolas y las alondras, prefiero guarecerme en algún hostal a tener que pasar las noches al raso. Y no es que sea muy difícil encontrar personas, incluso en un lugar apartado como este. He visto pasar individuos con un pañuelo atado a la cabeza y los bajos del kimono arremangados o jovencitas vestidas de rojo. Incluso he visto caballos. Me rodean cientos de miles de cipreses y el aire que respiro me dice que debo encontrarme a mucha altura por encima del nivel del mar, pero, con todo, no consigo desprenderme de este olor a humanidad que todo lo impregna. Y mi intención de pasar la noche en los baños termales de Nakoi no contribuyen a la causa. En cualquier caso, las cosas dependen del cristal con que se miran. Leonardo da Vinci les dijo a sus alumnos que escucharan con atención el repicar de una campana y advirtió que cada uno la escucharía de un modo distinto. Del mismo modo, hombres y mujeres son muy diferentes dependiendo del punto de vista con que los miremos. Ya que he emprendido este viaje con el objetivo de librarme de mi condición humana, trataré de observar a las personas sin el filtro de esa condición en vez de tratar de comprenderlas a través de la espesa niebla que se esparce entre los estrechos callejones de un mundo concurrido en exceso. Además, aunque no pueda liberarme por completo de mi condición humana, siempre puedo recurrir a las nada despreciables virtudes del teatro no para conseguir un alejamiento temporal, si bien apenas perceptible, de la vida mundana. Porque en el no también se atisban sentimientos humanos. Es inevitable derramar unas lagrimitas con la obra Shichikiochi o con Sumidagawa. Pero en el no las emociones humanas se dividen en tres partes y el arte se fragmenta en siete. Las virtudes del no no residen en la habilidad con la que se manifiestan los sentimientos humanos, sino en la manera en cómo estos se adornan con capas y capas de arte hasta quedar recubiertos de un halo de paz y serenidad que no son de este mundo. ¿Qué pasaría si trato de imaginar que todos los acontecimientos y todas las personas con las que me encuentre en este viaje han salido de una obra de teatro? Por supuesto, eso no los librará de su condición humana, pero ya que el motivo de este viaje es vivir de un modo más trascendental, he de aprovechar al máximo cada oportunidad de deshacerme de esta humanidad. Las montañas del sur y el bosque de bambúes de los que hablan esos poemas son de una índole muy diferente, y nunca podré ver a los humanos como he visto a la alondra o a las canolas, pero he de intentarlo: quiero acercarme a esa perspectiva todo lo que pueda. Basho escribió un haiku que habla sobre la elegancia de un caballo que había orinado cerca de la almohada del poeta. A partir de ahora yo también asumiré que todas las personas con las que me cruce, sean campesinos, mercaderes, funcionarios o ancianos, son pinceladas en un rollo de pintura, personajes que forman parte de un bello cuadro paisajístico. Por supuesto, las personas de carne y hueso, a diferencia de los personajes de una pintura, gozan de libre albedrío. Sin embargo, yo no pretendo examinarlos como lo haría un simple novelista que trata en todo momento de explicar el porqué de los actos de las personas, de introducirse en su psique y reflexionar sobre la complejidad del comportamiento humano. A mí no me importa que se muevan, porque por más que lo hagan, no podrán salir del lienzo. Si dejo que los personajes vayan más allá, estos danzarán ante mis ojos, yo me inmiscuiré en sus vidas, empatizaré con ellos y acabaré implicándome en exceso. En consecuencia, apreciar la belleza de la pintura será harto complicado. Por lo tanto, de ahora en adelante observaré a las gentes de este mundo en la distancia y me separaré por completo de las emociones humanas. De este modo, por más que se esfuercen, nadie podrá atisbar mi corazón. Y eso significa que me limitaré a permanecer delante de ellos como si observara una pintura en la que las figuras están en constante movimiento. Podré contemplarla con calma y a salvo si me mantengo a unos metros de distancia de ella. En otras palabras: desnudo de egoísmos, podré invertir todas mis fuerzas en observar sus acciones como si fueran puras manifestaciones artísticas. Y podré juzgar seriamente si hay o no belleza en lo que veo. Interrumpo mis cavilaciones al mirar el cielo, que presagia tormenta. En un instante, la nube solitaria que hace un momento vagaba sobre mi cabeza se ha truncado y expandido en todas direcciones, formando un inmenso mar de nubes del que empieza a caer una fina lluvia primaveral. Hace rato que he dejado atrás el campo de canolas y ahora camino entre dos montañas, pero las gotas de lluvia son tan finas que parecen crear un manto de niebla y no puedo calcular las distancias. En ocasiones sopla un viento que esparce las nubes más altas y, entonces, puedo vislumbrar la cúspide de una montaña negruzca. Parece que al otro lado del valle se extiende una pequeña sierra. Justo a mi izquierda se encuentra el pie de otra montaña. A veces, entre la densa cortina de lluvia, distingo árboles, quizá pinos, aunque tan pronto creo haberlos visto, desaparecen rápidamente. Llega un momento en que no sé si lo que se mueve es la lluvia, los árboles o los engranajes de un sueño en el que estoy inmerso, pero me invade una sensación muy extraña. Contra todo pronóstico, el sendero se ensancha y el terreno se vuelve algo más plano, facilitándome el camino, pero no llevo nada que me proteja de la lluvia y he de darme prisa. Cuando los goterones de lluvia empiezan a resbalar por mi sombrero llega a mis oídos el tintineo de una campana. A unos treinta metros de distancia, aparece de la nada un arriero con su caballo. —¿No habrá por aquí cerca un lugar donde guarecerme, verdad? —Hay un salón de té a un kilómetro y medio en esta dirección. ¡Se ha mojado usted un poco! «Un kilómetro y medio todavía», pienso, y en el instante en que dejo de mirarlo, el hombre se desvanece tan silenciosamente como ha aparecido. La fina cortina de lluvia se torna más espesa por momentos y a cada gruesa gota de lluvia la rodea un pequeño remolino de viento. Estoy calado hasta los huesos; el agua permea también en mi ropa interior y todo mi cuerpo se empapa de una desagradable humedad. Me calo bien el sombrero y aprieto el paso. Visto desde un punto de vista objetivo, se podría decir que hay poesía en la escena de alguien caminando bajo la lluvia: un hombre vagando por un vasto mundo hecho de tinta, por el que discurren en diagonal cientos de gotas de agua que asemejan flechas plateadas. Cuando me olvido de mi yo corpóreo, me transformo por vez primera en el personaje de una pintura y entro en bella harmonía con todos los elementos de la naturaleza que conforman el paisaje. No obstante, en el momento en que la sensación de cansancio de mis piernas o la impasibilidad del aguacero acuden a mi mente, me desvinculo de toda poesía; dejo de ser el personaje de un cuadro y vuelvo a ser un simple hombre de ciudad. La agitación de las nubes, la nebulosa bruma… dejan de tener significado para mí. Ya no me estremece la poesía que hay en la caída de los pétalos de una flor o en el canto de un ave. No veo la belleza en lo que me rodea, solo, andando entre montañas, en medio de una deprimente lluvia. En primer lugar, me ajusto el sombrero y sigo caminando. Después, fijo la vista en mis pasos. Por último, me encojo de hombros y camino algo más pausadamente. La lluvia mece las ramas de los árboles y las gotas que caen de sus copas, en vez de esparcirse en todas direcciones, caen sin piedad sobre un servidor. Para ser sinceros, ya he tenido suficiente «deshumanización» por un día.
top of page
bottom of page
Comentarios