Se oscurece el mar.
La llamada de los patos salvajes
parece emitir un destello blanquecino.
Basho
La substancia (lat. Substantia, griego hypostasis, hypokeimenon, ousia) sin duda es el
concepto fundamental del pensamiento occidental. Según Aristóteles, designa lo
duradero en todo cambio. Es constitutiva de la unidad y mismidad del ente. El verbo
latino substare (literalmente: estar debajo), al que se remonta la substantia, tiene
también la significación de «mantenerse firme». Stare (estar) se usa también en el
sentido de mantenerse, afirmarse, perseverar. Es inherente a la substancia, entonces,
la actividad de sostener y persistir. Ella es lo mismo, lo idéntico, que perseverando en
sí se delimita frente a «lo otro» y con ello se afirma. Hypostasis significa, además de
«base» o «esencia», «mantenerse» y «perseverancia». Por así decirlo, la substancia se
mantiene firme «consigo misma». Está inscrita en ella la aspiración a «sí misma», a
la propia posesión. En el uso normal del lenguaje ousia significa «capital, posesión,
propiedad, hacienda», o «finca». Además, la palabra griega stasis significa no solo
«estar», sino también «rebelión, tumulto, escisión, discordia, disputa, enemistad» y
«partido». Este pórtico lingüístico del concepto de substancia, que no se muestra
precisamente pacífico o amistoso, es como una figura anticipativa en consonancia
con él. La substancia descansa en la separación y distinción. Esta separa lo uno de lo
otro, mantiene aquello en su mismidad frente a esto. Así, la substancia no está
orientada a la apertura, sino a lo cerrado.
El concepto central del budismo Zen, a saber, sûnyatâ (vacuidad), representa en
muchos aspectos el concepto opuesto a substancia. La substancia está, en cierto
sentido, «llena». Está llena de sí misma, de lo propio. En cambio, sûnyatâ representa
un movimiento de ex-propiación. Vacía al ente que persevera en sí mismo, que se
aferra a sí mismo, o se cierra en sí. Hunde en una apertura, en una anchura abierta. En
el campo del vacío nada se condensa en una presencia masiva. Nada descansa solo en
sí. Su movimiento des-limitador, ex-propiador suprime el «para sí» monádico en una
relación recíproca. Sin embargo, el vacío no constituye ningún principio originante,
ninguna «causa» primera de la que surja todo ente, todo lo que tiene forma. No hay
en él ningún «poder substancial» del que salga un «efecto». Y ninguna ruptura
ontológica la eleva a un orden superior de ser. El vacío no marca ninguna
«trascendencia» que esté antepuesta a las formas que aparecen. Así, la forma y el
vacío están instaurados en el mismo nivel de ser. Ningún desnivel de ser separa el
vacío de la «inmanencia» de las cosas que aparecen. Según hemos resaltado muchas
veces, la «trascendencia» o lo «totalmente otro» no constituye ningún modelo de ser
en el pensamiento del Lejano Oriente.
Cinco aspectos de Hsiao-Hsing, de Yu-chien, con inspiración en el budismo Zen,
ofrece imágenes del paisaje que pueden interpretarse como aspectos del vacío. Estos
constan de insinuantes pinceladas, que se reducen a sugerir, en cierto modo, huellas
que no fijan nada. Las formas representadas actúan cubiertas de una singular
ausencia. Parece que todo tiende a hundirse de nuevo en la ausencia apenas ha estado
ahí. Una especie de recato mantiene la articulación en una singular suspensión. En un
movimiento de desprendimiento oscilan las cosas entre presencia y ausencia, entre
ser y no ser. No expresan nada definitivo. Nada se impone, o se delimita, o se cierra.
Todas las figuras pasan las unas a las otras, se amoldan y se reflejan las unas en las
otras, como si el vacío fuera un «medio de amistad». El río se sienta y la montaña
comienza a manar. Tierra y cielo se amoldan entre sí. Lo peculiar en este paisaje es
que el vacío no hace desparecer simplemente la forma especial de las cosas, sino que
las hace brillar en su «graciosa» presencia. A una presencia inoportuna le falta toda
«gracia».
La llamada del cucú
llena el alto bambú
toda la noche de luna.
Basho
Dôgen, en el Sutra de las montañas y los ríos, da expresión a un paisaje especial en el
que «las azules montañas caminan»:
No denigres las mentes diciendo que las azules montañas no pueden andar
o que la montaña oriental no puede caminar sobre las aguas. Solo un hombre
con burda inteligencia pone en duda la sentencia: «Las montañas azules
caminan». La pobreza de experiencias hace que nos admiremos de
expresiones como «montañas que fluyen».
La expresión «montañas que fluyen» no es aquí ninguna «metáfora». Dôgen diría que
las montañas fluyen «realmente». La expresión «montañas que fluyen» sería
metafórica solamente en el plano de la «substancia», donde la montaña se distingue
del río. Pero en el campo del vacío, donde montañas y ríos se conjugan
recíprocamente, a saber, en el plano de la in-diferencia, la montaña «fluye» en
verdad. La montaña no fluye «como» el río, sino que la montaña «es» el río. Queda
suprimida aquí la diferencia entre montaña y río que descansa en el modelo de la
substancia. En el discurso metafórico una propiedad del río sería «trasladada» sin más
a las montañas, de tal manera que las montañas no fluirían en sentido «propio». Las
montañas se limitarían a parecer «como si» estuvieran en movimiento. De esa manera
el discurso metafórico habla «impropiamente». En cambio, Dôgen no habla en
sentido «propio» ni «impropio». Él abandona el plano substancial del ser, que es el
único en el que tendría sentido la separación de discurso «propio» e «impropio».
En el plano del vacío la montaña no persevera en sí substancialmente. Más bien,
«fluye» en el río. Así se desarrolla un paisaje fluido:
Las montañas fluctúan sobre las nubes y caminan a través del cielo. La
cumbre del agua son las montañas; el caminar de las montañas, hacia arriba y
hacia abajo, se produce constantemente en el agua. Porque los dedos de las
montañas pueden caminar sobre todos los tipos de agua, haciendo a la vez que
el agua dance, el andar es libre en todas las direcciones […].
El vacío des-limitador suprime toda oposición rígida:
El agua no es ni fuerte ni débil, ni húmeda ni seca, ni está en movimiento
ni tranquila, ni fría ni caliente, ni es existente ni no existente, no es engaño ni
iluminación.
La des-limitación también se extiende al ver. Se aspira a un ver que tiene lugar antes
de la separación de «sujeto» y «objeto». Ningún «sujeto» ha de imponerse a la cosa.
Una cosa ha de ser vista tal como ella se ve a sí misma. Tiene que mantenerse una
cierta primacía del objeto antes de que se lo apropie el «sujeto». El vacío «vacía» al
que mira en lo mirado. Se ejercita un ver que en cierto modo es objetivo, que se hace
objeto, un ver «amistoso», que deja ser. Hay que considerar el agua tal como el agua
ve agua. Una contemplación perfecta se produciría por el hecho de que quien
contempla en cierto modo se hiciera «acuoso». Esa contemplación ve el agua en su
«ser así».
El vacío es una in-diferencia amistosa; allí el que mira «es» a la vez mirado:
El asno ve en las fuentes y las fuentes ven en el asno. El pájaro mira la
flor y la flor mira al pájaro. Todo esto es la «concentración en el despertar».
La esencia una ejerce su fuerza esenciante en todo lo presente, y todo ser
presente aparece en la esencia una.
El pájaro «es» también la flor; la flor «es» también el pájaro. El vacío es lo abierto,
que permite una compenetración recíproca. Produce amabilidad. En un ente se refleja
el todo. Y el todo habita en un ente. Nada se retira a un aislado ser para sí.
Todo fluye. Las cosas pasan las unas a las otras, se mezclan. Así el agua está en
todas partes:
La afirmación de que hay lugares adonde no puede llegar el agua es una
doctrina falsa de los que no son budistas. El agua penetra las llamas, el
corazón y el entendimiento; penetra la diferencia y la sabiduría iluminada de
la naturaleza en el estado de Buda.
Se suprime la diferencia entre «naturaleza» y «espíritu». Según Dôgen, el agua es
cuerpo y espíritu de los sabios. Para los sabios, que viven con profundidad en las
montañas, estas «son» su cuerpo y espíritu: «Hemos de recordar que las montañas y
los sabios se igualan entre sí». La ejercitación ha de consistir en que los monjes,
que viven en las montañas, se hagan montañosos, en que asuman el aspecto de la
montaña.
Una «magia» consistiría en transformar simplemente una montaña en un río. La
«magia» transforma una substancia en otra. Pero no va más allá de la esfera de la
substancia. En cambio, las «montañas que», según Dôgen, «fluyen», no brotan de
ninguna transformación mágica de la esencia. Más bien, representan una visión
cotidiana del vacío, en el que tiene lugar una recíproca compenetración de las cosas:
En la auténtica verdad no hay ni magia, ni misterios, ni milagros. Quien
cree que los hay va por el camino erróneo. De todos modos hay en el Zen todo
tipo de piezas de magia: por ejemplo, hacer que de la caldera surja el monte
Fuji, o que de las encandecidas tenazas se exprima agua, sentarse en postes de
madera, o dejarse trasladar alternativamente dos montañas. Pero eso no es
magia, ni algo prodigioso, sino una trivialidad cotidiana.
En el árbol llamado «ciruelo» habitan primavera e invierno, viento y lluvia. Este
árbol «es» también la frente de un monje. Y él también se retira por completo a su
aroma. El campo del vacío está libre de la coacción de la identidad:
El viejo ciruelo […] es sumamente espontáneo. Florece muy de súbito y
da frutos por sí mismo. A veces hace la primavera y a veces el invierno. A
veces busca un viento furioso y otras veces una lluvia intensa. A veces es la
frente de un monje sencillo y a veces el ojo del eterno Buda. En ocasiones
aparece con hierbas y árboles y otras veces es un puro aroma.
No estamos aquí ante un discurso «poético», a no ser que «poético» designe un
estado de ser en el que se afloja la grapa de la identidad, a saber, el estado de una indiferencia especial, en el que el discurso en cierto modo «fluye». Este discurso
fluyente responde al paisaje fluyente del vacío. En el campo del vacío las cosas se
liberan de la célula aislada de la identidad en una unidad de todo, y se liberan en la
libertad y espontaneidad de una compenetración recíproca. De manera parecida al
blanco de la nieve que lo penetra todo, el vacío sumerge las cosas en una indiferencia. En efecto, es difícil distinguir entre el blanco de una flor y el de la nieve
que se posa sobre ella: «Hay nieve sobre las panículas del cañaveral en la orilla; es
difícil distinguir dónde empiezan estas y dónde acaba aquella». En cierto modo el
campo del vacío carece de «límites». Dentro y fuera se compenetran:
Nieve en los ojos, nieve en las orejas: exactamente así es cuando uno se
demora en la región de lo monocromo (es decir, del vacío).
Lo «monocromo» del vacío ciertamente «mata» los colores, que se aferran a sí
mismos. Pero esta muerte los vivifica a la vez. Ellos ganan en amplitud y
profundidad, o en silencio. Por tanto, lo «monocromo» no tiene nada en común con lo
carente de diferencias, o de color, o con la unidad de un solo tono. Podríamos decir:
lo blanco o el vacío es el estrato profundo, o el invisible «espacio de respiración» de
los colores o de las formas. Ciertamente el vacío los sumerge en una especie de
ausencia. Pero esta ausencia los eleva a la vez a una especial presencia. Una
presencia masiva, que «solo» fuera «presente», no «respiraría». La compenetración
recíproca en el campo del vacío no acarrea ningún revoltijo sin figura ni forma.
Conserva la forma. El vacío «es» forma.
El maestro Yunmen dijo una vez:
«La verdadera doctrina no aniquila lo que es. El verdadero vacío no es distinto de lo que tiene forma».
El vacío impide solamente que el individuo se aferre a sí mismo. Disuelve la rigidez
substancial. Los entes fluyen los unos en los otros, sin que ellos se fundan en una
«unidad» substancial. En Shôbôgenzô leemos:
El hombre iluminado es como la luna, que se refleja en el agua
(literalmente: mora, habita): la luna no se moja, y el agua no es perturbada.
Aunque la luz de la luna es ancha y grande, vive en una pequeña porción de
agua. La luna entera y el cielo entero habitan en una gota de rocío de un tallo
de hierba, en una sola gota de agua. La iluminación no rompe el ser particular,
lo mismo que la luna no perfora el agua. El ser particular no perturba el estado
de iluminación, de igual manera que una gota de rocío no molesta al cielo y a
la luna.
Por tanto, el vacío no implica ninguna negación de lo particular. La vista iluminada
ve brillar cada ente en su singularidad. Y nada «domina». La luna sigue siendo amiga
del agua. Los entes moran los unos en los otros, sin imponerse, sin impedir al otro.
El color de la montaña respira
el único cáliz profundo
de una flor de enredadera…
Buson
Por tanto, el vacío o la nada del budismo Zen no son una simple negación del ente,
tampoco ninguna fórmula del nihilismo o del escepticismo. Constituye, más bien, una
afirmación suprema del ser. Lo negado es solamente la delimitación substancial, que
engendra tensiones opuestas. La apertura, la afabilidad del vacío, significa también
que el ente respectivo no solo está «en» el mundo, sino que en su «fondo» «es» el
mundo, y en su estrato profundo «respira» las otras cosas, o les prepara su morada.
Así pues, en una cosa «habita» el mundo entero.
El kôan 40 del Mumonkan narra:
Al principio el maestro Isan (Weishan) hacía de cocinero entre los
discípulos de Hyakujo (Baizhang). Este deseaba elegir al presidente para la
montaña Ta-kuei. Junto con (Isan y) el discípulo del asiento más alto fue hacia
el grupo de alumnos e hizo que ambos se manifestaran. Hyakujo tomó un
cántaro de agua, lo puso en el suelo y preguntó: «Si a esto no lo llamáis
cántaro de agua, ¿cómo lo llamáis?». El monje del asiento más alto dijo: «No
lo podemos llamar zapato de madera». Hyakujo preguntó seguidamente a
Isan. Este derribó con el pie al cántaro de agua y salió de allí. Entonces
Hyakujo rió y dijo: «El monje del asiento más alto es inferior a Isan». Y así
ordenó a este la fundación del convento.
El monje del asiento más alto, al responder que el cántaro de agua no puede llamarse
«zapato de madera», delata que está anclado todavía en el pensamiento
substancialista. En efecto, entiende el cántaro de agua en su identidad substancial,
que lo distingue de los zapatos de madera. En cambio, el cocinero Isan derriba el
cántaro de agua con el pie. Mediante este gesto singular «vacía» el cántaro de agua,
es decir, lo arroja al campo del vacío.
Martin Heidegger, en la famosa conferencia La cosa, habla también del cántaro
de una manera muy poco convencional. Con el ejemplo del cántaro Heidegger aclara
allí qué es propiamente la cosa. Primero llama la atención sobre el vacío del cántaro:
¿Cómo aprehende el vacío del cántaro? Aprehende en cuanto toma lo que
es vertido. Aprehende en cuanto conserva lo recibido. […] El doble
aprehender del vacío descansa en el verter. […] Verter desde el cántaro es
escanciar. La esencia del vacío que aprehende está congregada en el escanciar.
[…] Llamamos el regalo a la congregación del doble aprehender en el verter,
que como conjunción constituye por primera vez la esencia plena del
escanciar. Lo que hay de cántaro en el cántaro esencia en el regalo de la
efusión. También el cántaro vacío conserva la esencia que tiene desde el
regalo, por más que el cántaro vacío no permite escanciar. Pero este no
permitir es propio del cántaro y solo del cántaro. En cambio, una guadaña o
un martillo no tienen capacidad para un no permitir este escanciar.
Hasta aquí Heidegger no va más allá de la posición débil del monje del asiento más
alto. Este habría dicho también: el cántaro no es una guadaña. La «esencia» del
cántaro, a saber, el don de escanciar, es lo idéntico en el cántaro, que distingue a este
de la guadaña y del martillo. Heidegger no abandona aquí el modelo de la substancia.
Sin embargo, luego da un paso más, aunque sin derribar el cántaro, sin arrojarlo al
campo del vacío:
En el agua del escanciar se demora la fuente. En la fuente se demora la
roca, y en ella el oscuro arrullo de la tierra, que recibe la lluvia y el rocío del
cielo. En el agua de la fuente se demoran las nupcias del cielo y de la tierra, y
estas se demoran en el vino, que da el fruto de la vid, donde se confían el uno
al otro lo alimenticio de la tierra y el sol del cielo. En el regalo (escancia) del
agua y en el regalo del vino se demoran en cada caso el cielo y la tierra. Pero
el regalo de la efusión es lo que hay de cántaro en el cántaro. En la esencia del
cántaro se demoran la tierra y el cielo.
Por tanto, la cosa no es un algo, a la que le son inherentes determinadas
«propiedades». Más bien, lo que convierte al cántaro en cántaro está en las
referencias mediadas por el «demorar». Junto al cielo y la tierra se demoran en el
regalo de la efusión los divinos y los mortales:
El regalo de la efusión es el sorbo para los mortales. El mortal alivia su
sed. Recrea su musa. Alegra su sociabilidad. Pero el regalo del cántaro a
veces se vierte también para la consagración. Si la efusión es para la
consagración, entonces no calma la sed. Sosiega la celebración de la fiesta en
la altura. […] La efusión es la bebida que se ofrece a los dioses inmortales.
[…] La bebida consagrada es lo que la palabra «efusión» propiamente
denomina: ofrenda y sacrificio. […] En el regalo de la efusión, que es un
sorbo, se demoran a su manera los mortales. En el regalo de la efusión, que es
una bebida, se demoran a su manera los divinos, que reciben de nuevo el
regalo de la efusión como el don de la ofrenda. En el regalo de la efusión se
demoran de manera diferente en cada caso los mortales y los divinos.
El cántaro «es» en cuanto permite demorarse en sí, en cuanto «congrega» la tierra y
el cielo, los divinos y los mortales. A la «congregación» de los «cuatro» Heidegger la
llama el «mundo» o el «cuadrado» (Geviert). El cántaro «es» el mundo. La «esencia
del cántaro» es la relación de tierra y cielo, de los divinos y los mortales. Ciertamente
Heidegger piensa la cosa desde esta relación de los «cuatro». Pero a la vez se aferra al
modelo de la «esencia». La cosa no está libre del modelo de la substancia. Heidegger
esculpe en ella una interioridad que la aísla monádicamente. Así, una cosa no puede
comunicar con otras cosas. Cada cosa congrega «solitaria para sí» tierra y cielo,
divinos y mortales. No conoce ninguna «vecindad». No hay ninguna cercanía entre
las cosas. Las cosas no moran o habitan las unas dentro de las otras. Cada cosa está
aislada para sí misma. La cosa de Heidegger, como la mónada, carece de ventanas.
En cambio, el vacío del budismo Zen funda una cercanía de vecindad entre las cosas.
Estas hablan entre sí, se reflejan las unas en las otras. La flor del ciruelo habita en el
estanque. La luna y la montaña despliegan una recíproca acción conjugada la una
dentro de la otra.
La campana ha lanzado fuera
el sonido del día. El aroma
de las flores sigue sonando.
Basho
Heidegger también intenta pensar el mundo a manera de relación. Cielo y tierra, los
divinos y los mortales no son realidades fijas, substanciales. Se penetran, se reflejan
los unos dentro de los otros.
Ninguno de los cuatro se queda rígido en su peculiaridad separada. Más
bien, cada uno de los cuatro, dentro de su unión, está expropiado para un
propio. Este expropiante apropiarse es el juego de espejos del cuadrado.
Es interesante la expresión «expropiado para un propio». Por tanto, la expropiación
no anula lo propio. Niega solamente la propie-dad acartonada en sí misma, que se
aferra a sí misma. Cada uno de los cuatro se encuentra por primera vez a través del
otro. Debe lo suyo propio a la relación con el otro. En cierto modo la relación es más
antigua que lo «propio». La «unión» une los cuatro en la «simplicidad de su
referencia recíproca». Pero esta «simplicidad» permanece en sí múltiple o cuádruple.
Así libera a cada uno de los cuatro para su propio. Por tanto, no es aquella unificación
que reprime lo propio a favor de una unidad.
En consecuencia, el «mundo» no es un algo substancial, sino una relación. En
este mundo consistente en la relación lo uno es un reflejo de lo demás.
En cada uno de los cuatro se refleja a su manera la esencia de los otros
restantes. Y allí cada uno se refleja a su manera en lo suyo propio dentro de la
simplicidad del cuadrado.
El mundo como «juego de espejo» acontece más allá de la relación de
fundamentación. Ningún «fundamento» antepuesto es capaz de «explicarlo». Así,
Heidegger recurre a una formulación tautológica:
El mundo esencia en cuanto mundea. Esto significa: el mundear del
mundo ni puede explicarse por otro, ni puede fundarse desde otro. Esta
imposibilidad no se cifra en que nuestro pensamiento humano es incapaz de
tal explicar y fundamentar. Más bien, lo imposible de explicar y de fundar en
el mundear del mundo se debe a que algo así como causa y fundamento es
inadecuado al mundear del mundo. […] Los cuatro unitarios quedan ahogados
en su esencia si nos los representamos tan solo como realidades aisladas, que
estén fundadas la una por la otra y deban explicarse la una desde la otra.
Ninguno de los cuatro es una realidad aislada. El mundo no es una unidad que conste
de «substancias» aisladas. En cierto aspecto también Heidegger «vacía» el mundo. El
centro del «anillo de reflejo y juego» entre los «cuatro» está vacío. Sin embargo,
Heidegger no se queda dentro de esta dimensión de la relación. Podríamos decir
también: Heidegger no mantiene hasta el final la dimensión de la relación, es decir, la
ausencia de la interioridad substancial. Ya la figura del «anillo» sugiere una cierta
interioridad, a pesar de su centro vacío. Su condición de figura cerrada llena el vacío
del centro con una interioridad. El pensamiento de Heidegger no se mantiene referido
por entero a la dimensión de la relación o de lo horizontal. Esto se esclarece en la
figura del Dios. En efecto, a través de la relación del mundo Heidegger mira hacia
«arriba». Y en la región de lo divino se encuentra una ventana que es como un icono,
pues los divinos no son idénticos con «Dios». Están ordenados a aquel «Dios» que no
se disuelve en la «relación» del mundo. Dios, en virtud de esta existencia
extramundana, puede retirarse «a sí mismo», o construir una interioridad. Así, la
interioridad, que en gran medida le falta a la «relación», se restablece en un «él»
divino.
El Dios es […] desconocido y, sin embargo, es la medida. Más aún, el
Dios que permanece desconocido, en cuanto «se» muestra como el que él es,
tiene que aparecer como el que permanece desconocido.
Esta interioridad hace posible la invocación de Dios. Y lo cierto es que el mundo no
está «vacío» mientras remite a Dios. El mundo del budismo Zen, que descansa en el
vacío, está vaciado tanto de anthropos como de theos. No «refiere» a nada. Se tiene la
impresión de que Heidegger hace circular el «anillo» del mundo en torno a un oculto
eje teológico. Este singular movimiento circular hace surgir otra interioridad en el
centro «vacío».
Sin duda Heidegger conoce la figura del vacío en el budismo Zen. También en el
diálogo ficticio con el «japonés», Heidegger hace que este indique que el escenario
del juego del Nô está «vacío». A esta figura del vacío proyecta Heidegger
entonces su pensamiento. E inserta en ella una interioridad que sin duda es extraña al
vacío del budismo Zen. Heidegger utiliza el vacío para caracterizar la figura
fundamental de su pensamiento, el «ser». El «ser» designa lo «abierto», que hace
patente todo ente, aunque sin revelarse a sí mismo. No es él mismo un «ente», pero
todo ente le debe su contorno de sentido. Hace que el ente sea como «es en cada
caso». Con ello el ser posibilita la respectiva relación con el ente. En ese contexto
Heidegger convierte el «cántaro» en una semejanza de lo abierto del ser. Según esta
imagen, el «vacío» o el «centro vacío» del cántaro no es un mero resultado. En
efecto, lo que sucede no es que las paredes configuradas del cántaro dejen un vacío
como un lugar no ocupado por nada. Más bien, el vacío hace que las paredes surjan
en torno a él. El vacío es, en cierto modo, anterior a las paredes. No es el vacío el que
se debe a las paredes, sino que las paredes brotan del vacío:
Aquí conocemos […] que no se trata de que un vacío cualquiera es
cerrado tan solo por las paredes y se deja sin llenarse de «cosas», sino que, a
la inversa, el centro vacío es lo que determina, acuña y soporta el trazado de
las paredes y sus márgenes. Estos no son sino la irradiación de aquello
originariamente abierto que hace esenciar su apertura, para conseguir un
encerramiento (la figura de botijo) en torno a lo esenciante y mirando a ello.
Así en lo que encierra se refleja el acto en que esencia lo abierto.
Lo «que circunscribe» es la «irradiación» del vacío. Lo abierto del «centro vacío»
«exige» el encerramiento «en sí». Este «en sí» da testimonio de la interioridad del
vacío. El vacío o lo abierto es en cierto modo el «alma» del cántaro. La figura o la
forma sería la irradiación de esta interioridad anímica.
Por tanto, también para Heidegger el vacío es todo menos una mera ausencia de
algo. Más bien, expresa un acontecer dinámico que, sin mostrarse a sí mismo en
«algo», soporta, acuña, «determina», trans-forma y con ello ajusta en una unidad
tonal. El vacío se manifiesta como un temple de ánimo que pone el «fundamento»,
que «templa» todo lo que se hace presente. El temple fundamental ata, congrega lo
múltiple que se hace presente en una tonalidad envolvente, en la interioridad de una
voz. En esta transformación el vacío despliega un lugar. El lugar se mantiene y
recoge en la fuerza congregante e «interiorizante» del vacío.
Con mucha frecuencia este aparece como una carencia. El vacío se
considera entonces como la ausencia de algo que llene lo hueco y los espacios
intermedios. Ahora bien, el vacío está hermanado precisamente con lo
peculiar del lugar, y por eso no es una ausencia, sino un producir. De nuevo el
lenguaje puede darnos una señal. En el verbo alemán leeren (vaciar, despejar)
habla el lesen (recoger, cosechar y, en otra acepción, «leer») en el sentido
originario del congregar que actúa en el lugar. Vaciar el vaso significa:
congregarlo como lo contenedor que ha quedado libre como tal. El vacío no
es pura nada. Tampoco es ninguna carencia. En la encarnación plástica el
vacío entra en juego bajo la forma de búsqueda y esbozo de fundación de
lugares.
El vacío «despeja», congrega lo que se hace presente en un conjunto recogido del
lugar. Es lo que mantiene junto, lo que «determina, acuña y sustenta», y eso en cierto
modo precede a lo soportado, a lo acuñado. Es «invisible», pero baña en su luz todo
lo visible, hace que lo presente se trasluzca en su sentido. El vacío, que congrega y
«templa», confiere al lugar una interioridad, una «voz». Lo «anima». Heidegger
comprende el lugar desde esta fuerza congregadora.
Originariamente la palabra «lugar» (Ort) significa la punta de la lanza. En
ella confluye todo. El lugar congrega hacia sí lo más alto y supremo. Lo
congregante lo penetra todo y en esta penetración confiere esencia a todo. El
lugar, lo congregante, busca hacia sí, guarda lo buscado, pero no como una
cápsula que encierra, sino de tal manera que se trasluce en lo congregado y lo
ilumina, y así lo hace salir por primera vez en su esencia.
La «punta de la lanza», que hace que todo afluya hacia ella, da forma intuitiva al
movimiento fundamental de la interioridad, que determina también el vacío de
Heidegger. Al vacío del budismo Zen le falta toda «punta». Allí el vacío no domina
como aquel centro congregador que lo «busca todo hacia sí» o lo «reclama a su
alrededor y de cara a él». Está vaciado de esta interioridad y fuerza de gravedad del
hacia sí. Y precisamente la ausencia de una «punta» dominadora lo hace «afable». El
vacío del budismo Zen está más «vacío» que el de Heidegger. Podríamos decir: el
vacío del budismo Zen carece de «alma» y de «voz». Está «disperso», más que
«congregado». Lleva inherente un recogimiento singular, un «recogimiento sin
interioridad», un «temple sin voz».
Hacia el aroma del ciruelo
salió de pronto el sol
en la estrecha senda del monte.
Basho
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