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Foto del escritorAmenhotep VII

Una Visión - William Butler Yeats



La tarde del 24 de octubre de 1917, cuatro días después de mi matrimonio, sorprendí a mi esposa haciendo pruebas de escritura automática. Lo que surgía en frases inconexas, con una letra casi ilegible, era tan emocionante, a veces tan profundo, que la convencí para que dedicara una hora o dos diarias al desconocido escritor; y tras media docena de estas sesiones ofrecí consagrar el resto de mi vida a explicar y articular esas frases dispersas. «No —se me contestó—; hemos venido a facilitarte metáforas para la poesía.» El desconocido escritor sacó su tema, al principio, de mi recién publicado Per Arnica Silentia Lunae. Yo había establecido una distinción entre la perfección que proviene del combate del hombre consigo mismo y la que resulta de un combate con las circunstancias; y partiendo de esta simple distinción construyó él una clasificación detallada de los hombres según expresasen de manera más o menos completa uno u otro tipo. Reforzó su clasificación con una serie de símbolos geométricos y colocó dichos símbolos en un orden que respondía a la pregunta que yo formulaba en mi ensayo de si no podría algún profeta señalar en el calendario el nacimiento de un Napoleón o un Cristo. Un sistema de símbolos, ajeno a mi esposa y a mí, aguardaba efectivamente recibir expresión, y cuando pregunté cuánto tiempo supondría se me respondió que años. A veces, cuando mi mente retrocede a esos días primeros, recuerdo que el Paracelso de Browning no consigue el secreto hasta haber escrito su historia espiritual a requerimiento de su maestro bizantino, que antes de su iniciación Wilhelm Meister lee su propia historia escrita por otro, y comparo mi Per Amica con esas historias.

Cuando empezamos con la escritura automática estábamos en un hotel junto al bosque de Ashdown, pero regresamos en seguida a Irlanda y pasamos gran parte de 1918 en Glendalough, en Rosses Point, en Coole Park, en una casa cercana, en Thoor Ballylee, siempre solos más o menos, mi esposa aburrida y cansada de su tarea casi diaria, y yo pensando y hablando de poco más. A principios de 1919, el comunicante del momento —se alternaban continuamente— dijo que pronto iban a cambiar de la palabra escrita a la hablada, ya que así cansarían menos a mi esposa; pero el cambio no sucedió durante unos meses. Me encontraba efectuando una gira de conferencias por América, a fin de conseguir un techo para Thoor Ballylee, cuando llegó. Teníamos uno de esos pequeños compartimentos dormitorio en un tren, con dos literas, y viajábamos por el sur de California. Mi esposa, que llevaba unos minutos durmiendo, empezó a hablar en sueños; y a partir de entonces, casi todas las comunicaciones llegaron de ese modo. Mis maestros no parecían hablar desde su sueño, sino como por encima de él, como si su sueño fuese una marea sobre la que flotaban. Una palabra casual dicha antes de dormirse daba origen a veces a un sueño que irrumpía en las comunicaciones, como emergiendo de abajo, y las turbaba o anegaba, como cuando soñaba que era una gata bebiendo leche o que era una gata durmiendo ovillada, y por tanto muda. La gata volvía noche tras noche; y una vez en que traté de ahuyentarla con el sonido que hacemos como si fuésemos un perro para entretener a un niño, se despertó temblando, y su sobresalto fue tan violento que jamás me he atrevido a repetirlo. Estaba claro, por tanto, que aunque las facultades de discernimiento de los comunicantes se hallaban despiertas, las de ella dormían; o que tenía conciencia de la idea que sugería el sonido, pero no del sonido.

Cada vez que recibía yo cierta señal preparaba lápiz y papel. Después de sumir en trance repentinamente a mi esposa sentada en una silla, les sugerí que antes de dormirla estuviera ella siempre acostada. Parecían ignorar nuestro entorno, y podían haberlo hecho en algún lugar o momento inoportunos; una vez en que transmitieron la señal en un restaurante explicaron que, al hablar nosotros de un jardín, habían creído que estábamos en él. Salvo al inicio de un nuevo tema en que pronunciaban o escribían una docena de frases de manera espontánea, siempre tenía que preguntarles yo, y cada pregunta debía surgir de una respuesta previa y tener relación con el tema escogido por ellos. Debía hacer mis preguntas con precisión y, como decían que su pensamiento era más rápido que el nuestro, hacerlas sin demora ni vacilación. Me censuraban constantemente las preguntas vagas o confusas; aunque yo no podía formularlas mejor porque, aunque estuvo claro desde el principio que su método expositivo se fundaba en una concepción geométrica, no me permitían dominar tal concepción. Cambiaban de táctica cada vez que mi interés llegaba al grado máximo, cada vez que parecía que al día siguiente se me iba a revelar lo que —no tardé en descubrir— estaban decididos a ocultarme hasta que todo se hallase sobre el papel. El mes de noviembre de 1917 había estado dedicado a una exposición de las típicas veintiocho encarnaciones o fases y a los movimientos de sus Cuatro Facultades; después, el 6 de diciembre, habían dibujado un cono o rotación, relacionándolo con el juicio del alma después de la muerte; y entonces, justo cuando estaba yo a punto de descubrir qué encarnaciones y juicio implicaban asimismo conos o rotaciones, unas dentro de otras y girando en sentidos opuestos, dibujaron dos de estos conos relacionados no con el juicio o las encarnaciones, sino con la historia de Europa. Dibujaron su primera carta simbólica de esa historia, y marcaron en ella los principales años de crisis, a primeros de julio de 1918, pocos días antes de la publicación de la primera edición alemana de la Decadencia de Occidente, de Spengler, obra que, aunque fundada en una filosofía diferente, da los mismos años de crisis y saca las mismas conclusiones generales; a continuación volvieron al juicio del alma. Creo que cambiaron de tema porque, de haber comprendido yo la idea central, no habría tenido curiosidad ni paciencia para seguir su modo de aplicarla, prefiriendo alguna aplicación atropellada por mi parte. En una ocasión me dijeron que no hablase de ninguna parte del sistema, salvo de las encarnaciones, que estaban explicadas casi en su totalidad; porque si lo hacía, las personas con las que hablase lo comentarían con otras gentes y los comunicantes podían tomar esto equivocadamente por sus propios pensamientos.

Por la misma razón, me pidieron que no leyese filosofía hasta que ellos completasen su exposición, lo cual incrementó mis dificultades. Aparte de dos o tres de los principales diálogos platónicos, no conocía nada de filosofía. Las discusiones con mi padre, cuyas convicciones se habían formado al hilo del ataque de John Stuart Mili a sir William Hamilton, habían destruido mi confianza en la filosofía y me habían llevado de la especulación a la experiencia directa de los místicos. Yo había ahondado en otro tiempo en el conocimiento de Blake todo lo que sus inacabados y confusos libros proféticos permitían, y había leído a Swedenborg y a Boehme, y mi iniciación en los «discípulos herméticos» me había llenado la cabeza de imágenes cabalísticas; pero nada había en Blake, Swedenborg, Boehme o la cábala que me ayudase ahora. Me animaron, no obstante, a que leyese historia en relación con su lógica histórica, y biografías en relación con sus veintiocho encarnaciones típicas, a fin de que pudiese dar expresión concreta al pensamiento abstracto de ellos. Empecé a leer con un entusiasmo que no conocía desde que era un adolescente con todo el saber por delante, e hice continuos descubrimientos; y si mi mente regresaba demasiado pronto a la abstracción pura de ellos, decían: «Estamos hambrientos».

Puesto que, según explicaron, debían terminar pronto, otros a los que ellos llamaban «los Frustradores» trataban de confundirnos o de hacernos perder el tiempo. Jamás llegaron a explicar suficientemente quiénes eran estos Frustradores, o por qué procedían así, ni lo harán a menos que consiga terminar yo «El alma en el juicio», pero siempre se mostraban ingeniosos, y a veces crueles.

La escritura automática se deterioraba, se volvía confusa o sentimental; y cuando se lo hacía notar yo a mi comunicante, éste decía: «Desde tal hora de tal día, todo es frustración». Yo extendía lo escrito, y él lo tachaba todo hasta la respuesta por la que empezaba; pero si yo no adivinaba la frustración, él no decía nada. ¿Estaba constreñido por un drama que formaba parte de las condiciones que hacían posible la comunicación; formaba parte ese drama de la comunicación misma, tenía que ser formulada mi pregunta antes de que su mente se aclarase? Sólo una vez se saltó la norma y, sin esperar a que yo preguntase, declaró frustrada la labor de tres o cuatro días. Un comunicante anterior había dicho que el simbolismo geométrico había sido creado para mi ayuda, lo cual parecía disgustarle; otro se había quejado de que yo lo utilizaba para hacer maquinal el pensamiento de ellos, y no cabe duda de que un Frustrador se aprovechó de mi debilidad cuando describió un modelo geométrico del estado del alma después de la muerte, el cual podía hacerse girar sobre un torno de alfarero. La súbita e indignada interrupción de mi comunicante denotaba una mente bajo la coerción de un sueño que podía rechazar, si así lo deseaba, con bastante fuerza, como rechazamos a veces una pesadilla. Formaba parte del propósito de mis comunicantes afirmar que todos los logros del hombre provienen de su conflicto con lo que se opone a su ser verdadero. ¿Era la misma comunicación tal conflicto? Uno dijo, como si me correspondiese a mí decidir qué papel debía representar yo en su sueño: «Recuerda que te engañaremos si podemos». Por otro lado, parecen hombres vivos, se interesan por todo lo que interesa a los vivos, como cuando en Oxford, donde pasamos nuestros inviernos, preguntó uno al oír ulular un búho en el jardín, si podía guardar silencio un momento. «Sonidos así —dijo— nos producen un gran placer.» Pero algunas frustraciones nos cogieron desarmados. Unos seis meses antes de terminar las comunicaciones, un comunicante anunció que iba a explicar una nueva rama de la filosofía, y pareció añadir: «Pero por favor, no escribas nada, porque al terminar dictaré un resumen». Estuvo hablando casi cada noche durante tres meses, creo; y al final le dije: «Permíteme tomar notas, no puedo retenerlo todo en la cabeza». Se sintió nervioso al descubrir que yo no había escrito nada y, cuando le hablé de la voz, dijo que había sido una interferencia y que no podía resumir. Yo ya había observado que si se les interrumpía el discurso, tenían que esperar a que se presentase un momento apropiado para poder retomar el hilo, y que aunque a veces eran capaces de prever acontecimientos físicos, no podían prever esos momentos. Más tarde, una frustración, si el comunicante no soñó lo que decía, adoptó, como veremos, una forma más cruel.

Los escritos automáticos y discursos en sueños venían acompañados o ilustrados por extraños fenómenos. Durante nuestra estancia en un pueblecito próximo a Oxford, tropezamos dos o tres noches seguidas con lo que parecía ser un soplo de aire súbito y cálido que provenía del suelo, en la misma curva del camino. Una noche en que me disponía a contarle a mi esposa la historia de cierto místico ruso, sin acordarme de que esto podía hacerla creer que se trataba de un episodio de su propia vida, cayó de repente un relámpago entre nosotros y dio violentamente en una silla o una mesa. Luego sonaron también muchos silbidos, generalmente como advertencia de que iba a llegar algún comunicante cuando mi esposa se durmiese. Al principio me inclinaba a pensar que estos silbidos los emitía mi mujer sin saberlo, y una de las veces en que oí el silbido y ella no, notó que pasaba aire entre sus labios como si silbase. Tuve que descartar esta explicación cuando los criados del otro extremo de la casa fueron despertados por un «espectro silbador», y con tal alboroto que pedí a los comunicantes que eligiesen alguna otra señal. Los fenómenos más habituales fueron desde entonces los olores agradables, unas veces a incienso, otras a violetas o a rosas o a alguna otra clase de flor, y tan perceptibles para media docena de nuestros amigos como para nosotros mismos; aunque una de las veces en que mi esposa percibió olor a jacinto un amigo notó olor a colonia. Un olor a rosas inundó toda la casa al nacer mi hijo, y lo percibimos el doctor, mi esposa y yo, y sin duda la enfermera y los criados también, aunque no les pregunté al respecto. Estos olores nos llegaban a mi esposa y a mí, en la mayoría de los casos, cuando cruzábamos una puerta o estábamos en algún lugar pequeño y cerrado; pero a veces se me generaban en el bolsillo o incluso en las palmas de las manos. Cuando nos dirigíamos a Glastonbury, al sacarme las manos de los bolsillos las noté intensamente perfumadas; y al tendérselas a mi esposa para que las oliese, dijo ella: «Flor de espino, espino de Glastonbury, quizá». Rara vez sabía yo por qué venían tales olores, ni por qué eran de una clase y no de otra; pero a veces eran una aprobación de algo que yo había dicho. Cuando hablé de un poema chino en el que un viejo funcionario describe su inminente retiro a un pueblecito habitado por ancianos dedicados a los clásicos, el aire se llenó súbitamente de olor a violetas, y esa noche un comunicante explicó que en un lugar así el hombre podía escapar de esos «nudos» de la pasión que impiden la Unidad del Ser y deben ser expiados entre las vidas o en otra vida (¿no he descubierto yo precisamente ese pueblo aquí, en Rapallo? Porque, aunque Ezra Pound no es viejo, hablamos de Guido Cavalcanti y apenas si discutimos un poco). A veces, si había estado enfermo, un olor astringente, como a madera, inundaba mi habitación; algunas veces, aunque muy pocas, era un olor malo. A menudo se trataba de advertencias: un olor a excrementos de gato anunciaba que debía ser expulsado algún ser; el olor a vela apagada, que el comunicante estaba «hambriento». Poco después del nacimiento de mi hijo volví a casa, donde mi esposa me salió al encuentro con el anuncio: «Michael está enfermo». Un olor a plumas quemadas me había anunciado lo que ella y el doctor habían ocultado. Cuando estaba a punto de finalizar la comunicación regular y empecé el trabajo de estudio y ordenación, me dijeron que en adelante los Frustradores atacarían mi salud y la de mis hijos; y una tarde, al saber por el olor a plumas quemadas que uno de mis hijos iba a caer enfermo en espacio de tres horas, experimenté, antes de conseguir recobrar mi aplomo, el impotente horror medieval a la brujería. No logro descubrir una diferencia clara entre un olor natural y otro sobrenatural, salvo que el natural viene y se va gradualmente, mientras que el otro se presenta de repente y desaparece de igual manera. Pero había otros fenómenos. A veces ellos comentaban mis pensamientos haciendo sonar una campanilla que sólo oía mi esposa; en una ocasión oímos ella y yo a la misma hora de la tarde, ella en Ballylee y yo en Coole, el sonido de una pequeña flauta, tres o cuatro notas, y una de las veces oí una explosión de música en mitad de la noche; y después de concluidas las comunicaciones regulares a través de la escritura y el sueño, los comunicantes hablaban de cuando en cuando: unas veces una palabra, otras una frase entera. A lo mejor estaba dictando a mi esposa, y una voz desaprobaba una frase; y me era tan imposible decir de dónde provenía esa voz como me lo había sido en el caso de los silbidos, aunque estaba seguro de que me llegaba a través de la personalidad de mi esposa. Una vez, un japonés que había cenado con nosotros se puso a hablar de la filosofía de Tolstoi, que fascina a muchos japoneses cultos; yo expuse mis objeciones con vehemencia: «Sería una locura que la adoptase Oriente — dije—, ya que debe hacer frente a Occidente con las armas», y otras muchas cosas por el estilo; después de marcharse, me estaba reprochando mis expresiones exageradas e intempestivas, cuando oí en voz alta y clara estas palabras: «Has dicho lo que queríamos que dijeses». Mi esposa, que estaba escribiendo una carta en el otro extremo de la habitación, no oyó nada, pero descubrió que había escrito esas mismas palabras en la carta cuando no tenían ningún sentido. A veces mi esposa veía apariciones: un gran pájaro negro antes del nacimiento de nuestro hijo; personas con vestidos de finales del siglo XVI y finales del XVII. Hubo fenómenos más extraños aún que prefiero silenciar de momento porque parecen tan increíbles que requerirían una larga historia y muchas disquisiciones.

La exposición en sueños concluyó en 1920; entonces empecé el estudio exhaustivo de unos cincuenta cuadernos de escritura automática y un número mucho menor de agendas donde estaba recogido lo que había llegado en sueños. Probablemente la cantidad de palabras dichas en sueños era igual a la de las escritas, pero no me quedaba más remedio que resumir, y gran parte se había perdido por las frustraciones. Había establecido ya una primera concordancia en un gran cuaderno manuscrito, pero ahora la desarrollé bastante más, ordenándola como un fichero. Y entonces, aunque nada me resultaba familiar, salvo las veintiocho fases y el esquema histórico, se me dijo que debía escribir, que debía atrapar el momento entre la madurez y la pudrición: era una metáfora sobre manzanas a punto de caer y recién caídas. Cuando empecé me hicieron saber que me asistían o que aprobaban, pues enviaban una señal tras otra. A veces, si dejaba de escribir y ponía una mano sobre otra, me olían a violetas o a rosas; a veces, la verdad que yo buscaba me llegaba en sueños, o me sentía detenido; pero esto me ha ocurrido desde la adolescencia, siempre que construía una frase, ya fuera en la mente o sobre el papel. Cuando apareció en 1926 la traducción al inglés de la obra de Spengler, unas semanas después de Una visión, descubrí no sólo que las fechas que me habían facilitado eran las mismas que las suyas, sino que lo eran igualmente todas las metáforas y símbolos que me habían parecido de mi exclusiva cosecha. Tanto él como yo habíamos simbolizado una diferencia entre el pensamiento griego y el romano comparando los ojos en blanco o pintados de las estatuas griegas con los globos perforados de las estatuas romanas; los dos habíamos descrito como una ilustración del carácter romano las cabezas, que eran retratos naturalistas, atornilladas a cuerpos hechos en serie; los dos habíamos encontrado el mismo significado en los ojos redondos, como de pájaro, de la escultura bizantina; aunque él, o su traductor, había preferido «mirando al infinito» a mi «mirando el milagro». No sabía de ninguna fuente común, de ninguna conexión entre él y yo, a no ser a través de:

Los seres elementales que, de un lado a otro, vagan por mi mesa.

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