El viento se filtra con un quedo murmullo a través de los postigos, o sopla con
aterciopelada suavidad sobre las ventanas. De vez en cuando, suspira como un céfiro
de verano agitando las hojas durante toda la santa noche. El ratón de campo se ha
dormido en su abrigado pasadizo subterráneo, el búho se ha instalado en un árbol
hueco en la profundidad de los pantanos; el conejo, la ardilla y el zorro, todos se han
puesto a cubierto. El perro guardián se ha tumbado tranquilo junto al hogar, y el
ganado se ha quedado en silencio en el establo. La tierra misma se ha dormido, como
si fuera su primer, y no su último sueño. Salvo algún ruido de la calle o la puerta de la
casa de madera que chirría débilmente interrumpiendo el desconsuelo de la naturaleza
en su funcionamiento nocturno, el único sonido despierto entre Venus y Marte nos
advierte de una distante calidez interior, un ánimo y fraternidad divinos, donde los
dioses se reúnen, pero que resulta desolador para los hombres. Sin embargo, mientras
duerme la tierra, el aire está despierto y se ha llenado de ligerísimos copos que caen,
como si reinara una Ceres boreal y arrojara su grano plateado sobre todos los campos.
Dormimos, y al final despertamos a la inmóvil realidad de una mañana de
invierno. La nieve yace tibia como el algodón y se acumula sobre el alféizar de la
ventana; el marco hinchado y los cristales helados reciben una luz débil e íntima que
realza la acogedora comodidad interior. La quietud de la mañana es impresionante. El
suelo cruje bajo nuestros pies cuando nos acercamos a la ventana a mirar un claro
sobre los campos. Vemos los techos bajo el peso de la nieve. De los aleros y las
cercas cuelgan estalactitas de hielo, y en el jardín se alzan estalagmitas que cubren su
corazón oculto. Los árboles y los arbustos elevan sus brazos blancos al cielo; y donde
había paredes y setos vemos formas fantásticas que retozan haciendo cabriolas por el
sombreado paisaje, como si la Naturaleza hubiera esparcido sus diseños hechos
durante la noche como modelos para el artista.
Abrimos la puerta en silencio, dejando que caiga dentro la nieve amontonada, y
salimos a enfrentarnos con el aire cortante. Las estrellas ya han perdido parte de su
brillo, y una niebla opaca y plúmbea bordea el horizonte. Una tenue luz bronceada
sobre el este proclama la llegada del día, mientras el paisaje occidental aún
permanece espectral y oscuro, envuelto en una tenebrosa luz tartárea, como si fuera
un reino umbrío.
Se oyen sólo sonidos infernales: el canto de los gallos, el ladrido de los perros,
hachazos contra la madera, el mugir de las vacas… todo parece venir del corral de
Plutón, más allá de la laguna Estigia, no porque evoquen melancolía alguna, sino
porque su bullicio crepuscular es demasiado solemne y misterioso para la tierra.
El rastro fresco de algún zorro o alguna nutria en el huerto nos recuerda que la
noche está repleta de acontecimientos, y la naturaleza primitiva aún sigue en marcha
dejando huellas en la nieve. Abrimos la verja y echamos a andar a paso vivo por el
solitario camino; la nieve seca y quebradiza cruje bajo nuestros pies y nos estimula el
chirrido agudo del trineo de madera que parte hacia el distante mercado, desde la
puerta matinal del granjero donde ha permanecido todo el verano soñando entre las
briznas de hierba y los rastrojos, mientras vemos de lejos la luz de la primera vela a
través de las ventanas nevadas de la granja, como una pálida estrella que emite su
rayo solitario o una severa virtud rezando sus maitines. Las volutas de humo de las
chimeneas empiezan a ascender una tras otra entre los árboles y la nieve.
El humo perezoso se eleva serpenteante de alguna cañada profunda,
e intima poco a poco con el día
demorándose en su viaje hacia el cielo,
mientras el aire recio explora al alba.
Las espirales remolonas juguetean entre sí,
sin propósito cierto, con lentitud,
como el amo adormilado, ahí debajo, junto al hogar,
cuya mente tardía e indolente
aún no se ha lanzado a la corriente arrolladora
del nuevo día, y ahora navegan muy lejos.
El leñador va a paso certero
con intenciones de agitar el hacha matinal.
Pero primero, en el oscuro amanecer,
envía por doquier a su emisario,
el humo explorador, último peregrino,
que alza vuelo del techo en plena madrugada,
para sentir el aire helado e informar al día.
Y cuando aún flota agachado a ras del suelo,
sin reunir coraje para desatrancar la puerta,
ya ha bajado por el valle con el viento ligero,
y sobre la llanura despliega su espiral aventurera,
envuelve la copa de los árboles, vaga colina arriba,
y entibia las alas del pájaro matinal.
Y ahora, acaso, divisa el día por los confines de la tierra
Desde lo alto del aire vigoroso
como una nube refulgente en la bóveda celestial
y saluda a su amo inmóvil junto a su puerta.
Oímos el ruido de los granjeros cortando leña a lo lejos, sobre la tierra helada, el
ladrido del perro y el clarín del gallo, a pesar de que el aire gélido y tenue sólo
transporta las partículas más finas de sonido hasta nuestros oídos, con pequeñas y
suaves vibraciones, como las olas del más puro y liviano de los líquidos que se
calman enseguida cuando algún elemento grande se hunde hacia el fondo. Los
sonidos llegan claros como campanadas, como si hubiera menos impedimentos que
en verano que los desvanecieran y desgarraran. El paisaje es sonoro, como la madera
seca; hasta los habituales ruidos rurales son melodiosos, y el tintineo del hielo sobre
los árboles es suave y líquido. Hay la mínima humedad posible en la atmósfera, todo
está seco o congelado, y es de una tenuidad y elasticidad tan extremas que se
convierte en una fuente de placer. El cielo lejano y tenso parece converger como las
naves de una catedral, y el aire lustroso centellea como si hubiera cristales de hielo
flotando. Quienes han residido en Groenlandia nos dicen que cuando hiela «el mar
ahúma como cuando se quema un campo de hierba, y se levanta una bruma o niebla
llamada “humo helado”, un humo cortante que suele producir ampollas en la cara y
las manos, muy pernicioso para la salud». Pero este frío puro y estimulante, en
cambio, es un elixir para los pulmones, no tanto una neblina helada como una calina
cristalizada de pleno verano, refinada y purificada por el frío.
El sol, por fin, se levanta a través del bosque lejano, como si sonara débilmente el
címbalo, y derrite el aire con sus rayos, y la mañana viaja con pasos tan veloces que
las distantes montañas occidentales ya se han teñido de dorado. Mientras tanto,
caminamos deprisa sobre la nieve en polvo, templados por un calor interior,
disfrutando aún de un veranillo de San Martín en medio de un creciente bienestar de
los sentidos y la mente. Si nuestra vida se amoldara más a la naturaleza,
probablemente no tendríamos que protegernos del frío y el calor, y la
consideraríamos nuestra protectora y amiga, como las plantas y los cuadrúpedos. Si
alimentáramos nuestro cuerpo con elementos puros y sencillos, y no con una dieta
estimulante y calórica, no necesitaríamos para el frío más forraje que una ramita sin
hojas, pero medraríamos como los árboles, a los que hasta el invierno les parece
templado para su crecimiento.
La maravillosa pureza de la naturaleza en esta estación es un hecho de lo más
placentero. Todos los tocones podridos, las piedras y vallas musgosas y las hojas
muertas del otoño están ocultos debajo de un blanco manto de nieve. En los campos
desnudos y en los bosques tintineantes, se ve la virtud que perdura. En los lugares
más fríos y desolados, incluso la benevolencia más cálida encuentra apoyo. Un viento
frío y penetrante ahuyenta todo contagio y sólo puede resistirlo lo virtuoso; por
consiguiente, respetamos como algo dotado de una especie de testaruda inocencia, de
firmeza puritana, todo lo que encontramos en lugares fríos e inhóspitos, como las
cumbres de las montañas. Todo lo demás parece retirarse en busca de refugio, y lo
que queda fuera debe ser parte del marco original del universo, de un valor tan grande
como el del mismo Dios. Respirar aire límpido es vigorizante. Resulta clara su mayor
pureza y delicadeza, y de buena gana nos quedaríamos fuera hasta tarde; así los
vientos también pueden soplar a través de nosotros como a través de los árboles sin
hojas y aclimatarnos al invierno, como si esperáramos apropiarnos de cierta virtud
pura e inmutable que nos beneficie en todas las estaciones.
En la naturaleza hay un fuego subterráneo y adormilado que nunca desaparece, y
que ningún frío puede congelar. Termina por derretir las grandes nieves, y en enero
está oculto bajo una capa más gruesa que en julio. En los días más fríos, se desplaza
hacia alguna parte y la nieve se funde alrededor de todos los árboles. El fuego está
cubierto por la capa más delgada en el campo invernal de centeno, que brota a finales
de otoño, y que ahora funde rápidamente la nieve. Sentimos cómo nos calienta. En el
invierno el calor simboliza toda la virtud, y pensamos en un delgado riachuelo con
sus piedras desnudas brillando al sol y en los cálidos manantiales del bosque con el
mismo anhelo que las liebres y los tordos. El vapor que se eleva de los pantanos y las
lagunas nos resulta tan querido y familiar como el que sale de la tetera. ¿Qué fuego
podría igualar al brillo del sol en un día de invierno, cuando el ratón de campo se
asoma junto al muro y el paro carbonero cecea en los desfiladeros del bosque? El
calor proviene directamente del sol, no lo irradia la tierra como en verano; y, cuando
sentimos sus rayos sobre la espalda mientras atravesamos a pie algún valle nevado,
agradecemos esta benevolencia especial y bendecimos al sol que nos ha seguido en
este paseo.
Este fuego subterráneo tiene su altar en el pecho de cada hombre; pues en el día
más frío y en la colina más inclemente el viajero abriga entre los pliegues de su capa
un fuego más tibio que el que arde en ningún hogar. Un hombre sano, en realidad, es
el complemento de las estaciones, y, en invierno, lleva el verano en su corazón. Allí
está el sur; hacia allí han migrado todos los pájaros e insectos, y alrededor del tibio
manantial de su pecho se reúnen el tordo y la alondra.
Al final, al llegar al comienzo del bosque y después de dejar atrás el pueblo,
entramos bajo su protección, como si cruzáramos el umbral y entráramos en una casa
toda revestida y llena de nieve. Sigue hermoso y cálido, tan tibio y alegre como en
verano. Nos detenemos en medio de los pinos, bajo una luz a cuadros, titilante, que se
abre paso sólo un poco por este laberinto, y nos preguntamos si las ciudades habrán
oído alguna vez su sencilla historia. Da la sensación de que ningún viajero lo ha
explorado jamás, y por más que la ciencia revele maravillas todos los días en todas
partes, ¿a quién no le gustaría escuchar sus anales? Los humildes pueblos de la
llanura son su contribución. Sacamos del bosque las tablas que nos cobijan y la leña
que nos calienta. ¡Qué importantes son los árboles de hojas perennes en invierno, ese
trozo de verano que no se desvanece en todo el año, la hierba que no se marchita! Así
de simple, con poco gasto de altitud, es la diversidad de la superficie de la tierra.
¿Qué sería de la vida humana sin bosques, sin esas ciudades naturales? Desde la
cumbre de las montañas parecen jardines de césped recién cortado, ¿pero adonde
iríamos a caminar si no entre estas plantas más altas?
En este claro umbroso cubierto de arbustos de un año, vemos cómo el polvo
plateado yace sobre todas las hojas y ramas secas, depositado en formas tan infinitas
y lujosas que su misma variedad expía la falta de color. Observad las diminutas
huellas de los ratones alrededor de cada tronco y las huellas triangulares de los
conejos. Mientras un cielo puro y elástico está suspendido sobre toda la escena, como
si las impurezas de la bóveda estival, refinadas y encogidas por el casto frío del
invierno, hubieran sido aventadas de los cielos sobre la tierra.
En esta estación, la naturaleza desbarata sus distinciones de verano. El cielo
parece estar más cerca de la tierra. Los elementos son menos reservados y definidos.
El agua se convierte en hielo, la lluvia en nieve. El día es una noche escandinava. El
invierno es un verano ártico.
Cuánto más vivos son los seres que viven en la naturaleza, los animales cubiertos
de pelaje que sobreviven a las noches gélidas en medio de los campos y los bosques
cubiertos de hielo y nieve… ¡y ve salir el sol!
«Los páramos sin comida
que hacen salir a sus pardos habitantes».
La ardilla gris y el conejo son rápidos y juguetones en los valles lejanos, incluso
en la mañana de un viernes frío. Aquí está nuestra Laponia y nuestro Labrador, ¿y
acaso para nuestros esquimales y knistenaux, indios Costillas de Perro, habitantes
de Nueva Zembla y de las islas Spitzberg, no tenemos al cortador de hielo y al
leñador, el zorro, la rata almizclera y la nutria?
Aun así, en medio del día ártico, quizá podamos seguir al verano hasta su refugio
y comprender un poco la vida contemporánea. Si nos asomamos a los arroyuelos, en
medio de las praderas heladas, puede que observemos las guaridas submarinas de las
larvas del frígano; sus cápsulas cilíndricas, que las envuelven, hechas de plumas,
ramitas, hierbas, hojas secas, cascaras y guijarros, se parecen en forma y color a los
restos de un naufragio diseminados por el fondo. Ora flotan sobre las piedras del
fondo, ora giran en diminutos remolinos, caen por algún salto de agua, viajan deprisa
con la corriente o se balancean de un lado a otro de una hoja o una raíz. Más tarde
abandonarán sus habitáculos sumergidos y subirán reptando por los tallos de las
plantas y emergerán sobre la superficie como mosquitos, como insectos perfectos que
de ahora en adelante volarán sobre el agua o sacrificarán su corta vida en la llama de
nuestras velas nocturnas. En lo profundo de aquel pequeño valle, los arbustos se
inclinan bajo su peso, y el rojo de los siálidos contrasta con la tierra blanca. Aquí
tenemos las marcas de una miríada de patas que ya han estado en otras partes. El sol
se levanta con tanto orgullo sobre esta cañada como sobre el valle del Sena o el Tíber,
y parece la residencia de un valor tan puro y autosuficiente como nunca se ha visto,
que jamás ha conocido la derrota ni el miedo. Aquí reina la sencillez y la pureza de
una era primitiva, y una salud y una esperanza muy alejadas de los pueblos y
ciudades. En la profundidad del bosque, completamente solos, mientras el viento
sacude la nieve de los árboles y dejamos detrás las únicas huellas humanas, vemos
que nuestras reflexiones son mucho más variadas que las de la vida de las ciudades.
Los paros y trepatroncos son una compañía más inspiradora que la de los estadistas y
los filósofos, y regresaremos a esta última como quien vuelve a una compañía más
vulgar. En este pequeño valle solitario, con su arroyuelo que fluye por la ladera, el
hielo estriado y los cristales de todos los matices, donde los abetos y pinabetes se
elevan a ambos lados, y los juncos y la avena silvestre crecen en medio del riachuelo,
nuestra vida es más serena y digna de contemplar.
A medida que avanza el día, las laderas reflejan el calor del sol, y oímos una
música débil pero dulce allí donde fluye el arroyuelo liberado de su cautiverio y se
derriten los carámbanos de hielo sobre los árboles; vemos y oímos al pájaro
trepatroncos y a la perdiz. El viento del sur funde la nieve al mediodía; aparece el
campo desnudo con su hierba y sus hojas marchitas, y el aroma que exhala nos da el
mismo vigor que una comida fuerte.
Entremos en la cabaña abandonada del leñador y veamos cómo ha pasado las
largas noches de invierno y los días cortos y tormentosos. Porque aquí el hombre ha
vivido protegido por la ladera sur y parece un sitio civilizado y público. Hacemos las
mismas asociaciones que el viajero cuando se detiene en las ruinas de Palmira o
Hecatómpolis. Quizá han empezado a aparecer flores y pájaros que cantan, porque las
flores y las hierbas siguen los pasos del hombre. Estos pinabetes susurraban por
encima de su cabeza, estos nogales americanos eran su combustible y estos pinos
resinosos encendían su fuego; el riachuelo humeante en la hondonada de allí, cuyo
vapor insustancial y transparente sigue ascendiendo con el mismo ajetreo de siempre,
fue su pozo, aunque ahora esté lejos.
Estas ramas de pinabete y la paja sobre la plataforma elevada eran su cama; y
bebía de este plato roto. Pero es evidente que esta temporada no ha estado aquí,
porque los aguadores han anidado sobre este estante el verano pasado. Encuentro
algunas ascuas, como si acabara de marcharse, donde cocía sus alubias. Mientras por
las noches fumaba en pipa, cuya cazoleta sin boquilla está tirada sobre las cenizas,
conversaba con su único compañero, si por casualidad tenía alguno, sobre la
profundidad que al día siguiente tendría la nieve, que ya caía rápida y copiosamente,
o discutían si el último ruido era el chillido de un búho, el crujido de una rama o pura
imaginación. Y a través del ancho hueco de la chimenea, cuando caía la noche invernal, antes de tumbarse sobre la paja, miraba hacia arriba para ver la evolución de
la tormenta, y al ver las estrellas de la Silla de Casiopea brillando por encima de él, se
dormía feliz.
¡Cuántos rastros han quedado que nos ayudan a saber la historia del leñador! Por
este tocón podemos adivinar el filo de su hacha; por el ángulo del corte, si taló el
árbol sin cambiar de lado o de mano; y por la curvatura de las astillas podemos saber
hacia dónde cayó. Este trozo de madera tiene inscrita toda la historia del leñador y del
mundo. En este trozo de papel, que contenía la sal o el azúcar o que era quizá el taco
de su arma, leemos con interés, sentados sobre un tronco del bosque, el cotilleo de las
ciudades, de esas cabañas más grandes, vacías y abandonadas como ésta, de las calles
principales y avenidas. El alero del lado sur de este techo sencillo gotea, mientras el
herrerillo pía en el pino y el tibio calor del sol sobre la puerta tiene algo de benévolo
y humano.
Tras dos estaciones, esta morada primitiva no deforma el paisaje. Los pájaros ya
recurren a ella para construir sus nidos, y se pueden ver las huellas de muchos
cuadrúpedos que llegan hasta la puerta. De modo que durante mucho tiempo la
naturaleza pasa por alto esta intromisión y profanación del hombre. El bosque todavía
se hace eco alegre y confiado de los golpes del hacha que lo tumban, y, mientras sean
escasos, acrecienta su salvajismo y todos los elementos se esfuerzan en convertirlo en
un ruido natural.
Ahora nuestra senda empieza a ascender gradualmente hacia la cumbre de este
cerro alto, desde cuya pared sur podemos observar el amplio territorio que alberga al
bosque, el campo y el río, y llega hasta las lejanas montañas nevadas. En esa
dirección se divisa una delgada espiral de humo que asciende por el bosque desde
alguna granja invisible, estandarte izado sobre una vivienda rural. Seguramente será
un lugar más cálido y templado, puesto que detectamos el vapor que surge de un
manantial y que forma una nube sobre los árboles. ¡Qué fantástica relación se
establece entre el viajero que descubre esta columna etérea desde algún promontorio
del bosque y quien está sentado allí debajo! El humo se eleva tan silenciosa y
naturalmente como el vapor que exhalan las hojas y dibuja espirales con el mismo
ajetreo que el ama de casa de debajo. Es un jeroglífico de la vida humana y sugiere
cosas más íntimas e importantes que la cacerola que hierve. Allí donde la fina
columna de humo se alza por encima del bosque, como una insignia, se ha asentado
la vida humana; así comienza Roma, se establecen las artes y se fundan imperios,
tanto en las praderas de América como en las estepas de Asia.
Y ahora volvemos a bajar hasta el margen de este lago del bosque, que yace en
una hondonada de las colinas, como si fuera el zumo extraído de éstas y de las hojas
que cada año caen allí. Aunque sin entrada ni desembocadura a la vista, tiene su
historia en la cadencia del oleaje, en los cantos rodados de la orilla y en los pinos que
crecen junto al borde. A pesar de su sedentarismo, no ha estado ocioso, sino que,
como Abu Musa, enseña que «estar tranquilamente en casa es el camino celestial, y
salir, el camino mundano». No obstante, mediante la evaporación viaja más lejos que
nadie. En verano es el ojo líquido de la tierra, un espejo en el seno de la naturaleza.
Los pecados del bosque se lavan en él. Mirad cómo el bosque forma un anfiteatro a
su alrededor, y él es su arena para todo lo que tiene de afable la naturaleza. Todos los
árboles dirigen al viajero a sus orillas, todos los senderos lo buscan, los pájaros
vuelan hacia allí, los cuadrúpedos corren hacia él, hasta el terreno mismo se inclina
hacia el lago. Es el salón de la naturaleza, donde ésta se sienta a acicalarse.
Considerad su silenciosa economía y orden; la forma en que el sol, mediante la
evaporación, quita el polvo de la superficie todas las mañanas, de modo que surja una
superficie fresca constantemente; y, al cabo de un año, pese a todas las impurezas que
se han acumulado dentro, reaparece su líquida transparencia en primavera. En verano,
una música silenciosa parece recorrer la superficie. Pero ahora, una capa de nieve lo
oculta, salvo allí donde el viento ha barrido el hielo desnudo, y las hojas secas se
deslizan de un lado a otro virando y girando en sus pequeños viajes. Una se ha
encallado aquí, contra un guijarro de la orilla, una hoja seca de haya que todavía se
mece como si fuera a zarpar de nuevo. Un patrón de barco talentoso, creo, podría
trazar su curso desde que se cayó del árbol. Aquí están todos los elementos para el
cálculo. Su posición actual, la dirección del viento, el nivel del agua del lago, y todo
lo que se necesite. En sus bordes y nervaduras lastimados está enrollado su cuaderno
de bitácora.
Nos imaginamos en el interior de una casa más grande. La superficie de la laguna
es nuestra mesa de pino o nuestro suelo cubierto de arena, y el bosque que se eleva
abruptamente desde la orilla son las paredes de la cabaña. Los sedales que tiramos
para pescar lucios a través del hielo son una preparación culinaria más grande, y las
personas, sobre el suelo blanco, parecen parte del mobiliario del bosque. Su
actividad, a unos setecientos metros de distancia sobre el hielo y la nieve, nos
impresiona como cuando leemos las hazañas históricas de Alejandro. Parecen dignos
del paisaje, y tan trascendentes como la conquista de un reino.
Hemos vuelto a vagar por los arcos del bosque, hasta que, desde su límite, oímos
el distante estampido del hielo de la bahía del río, como si lo movieran mareas
distintas y más sutiles que las oceánicas. Para mí, tenía el extraño sonido del hogar,
sobrecogedor como la voz de un pariente noble y lejano. Un sol suave de verano
brilla sobre el bosque y el lago, y aunque hay sólo una hoja verde para muchas ramas,
la naturaleza disfruta de una salud serena. Cada sonido está cargado de la misma
misteriosa tranquilidad de la salud, tanto ahora con el crujido de las ramas de enero,
como con el suave susurro del viento de julio.
Cuando el invierno orla las ramas
Con su fantástica guirnalda,
Y pone el manto de silencio
Sobre las hojas de ahí debajo;
Cuando el arroyo en su terraza
Se abre camino gorgoteando,
Y el ratón en su morada
Mordisquea el heno de la pradera;
Creo que el verano aún está cerca,
Y acecha debajo,
Donde está el mismo ratón acurrucado
En el brezo del año pasado.
Y acaso el paro desde la rama
Vuelva a trinar con suavidad.
La nieve es el manto del verano
Con el que él mismo se cubre la piel.
Bellos capullos engalanan los árboles
De los que cuelgan deslumbrantes frutos;
El viento del norte suspira una brisa estival
para protegerlos de la helada penetrante.
Traedme buenas nuevas,
Que yo soy todo oídos,
Para una serena eternidad
Que no teme al frío.
El hielo cruje inquieto
Sobre la superficie de la laguna,
Y los duendes hacen alegres cabriolas
En medio del tumulto ensordecedor.
Me apresuro impaciente hacia el valle,
Como si oyera excelentes noticias
De un gran festival que celebra la naturaleza
Y que no puedo perderme.
Retozo con mi vecino el hielo,
Y el temblor amable de cada nueva grieta
Se abre veloz
Sobre el lago jubiloso.
Junto con el grillo,
y las ramas del hogar,
Resuenan en el sendero del bosque
Esporádicos sonidos familiares.
Antes de que caiga la noche emprenderemos viaje sobre patines por el curso de
este río serpenteante, tan lleno de novedades para quien se pasa los días de invierno
sentado al amor de la lumbre de la cabaña, como si se marchara a los hielos polares
con el capitán Parry o con Franklin. Seguir los meandros de su curso, que ora fluye
entre colinas, ora se expande sobre bellas praderas, y forma una miríada de ensenadas
y bahías dominadas por pinos y pinabetes. Los ríos fluyen por detrás de los pueblos,
y vemos todo desde una perspectiva nueva y más salvaje. Los huertos y jardines
llegan hasta él con una franqueza y falta de pretensiones que no tienen cerca de la
carretera. Es el exterior y la frontera de la tierra. No hay contrastes violentos que
ofendan nuestros ojos. La última cerca de la granja es una rama de sauce que se
balancea y conserva aún su frescura, y aquí, al fin, desaparecen todas las cercas y ya
no nos cruzamos con ningún camino. Ahora podemos internarnos en la región por el
camino más llano y retirado, y, sin subir ninguna colina, ascendemos por amplias
superficies planas hasta las praderas de las tierras altas. El fluir de un río es un
ejemplo maravilloso de la ley de la obediencia; el sendero para un hombre anhelante,
el camino por el que una bellota puede flotar segura con su carga. El rocío y la
llovizna homenajean a las pequeñas cascadas ocasionales, cuyos precipicios no
cambian el paisaje y atraen al viajero de cualquier parte. Desde su remoto interior, la
corriente lo lleva por escalones anchos y fáciles, o por una suave pendiente, hacia el
mar. Por lo tanto, como cede rápido y constantemente a las irregularidades del
terreno, se asegura el camino más fácil.
Ahora nos acercamos al imperio de los peces; no existe ningún territorio de la
naturaleza que esté completamente cerrado para el hombre en todos los momentos.
Nuestros pies se deslizan deprisa sobre profundidades insondables, donde en verano
nuestro sedal tienta a la mustela de río y al abadejo; y donde el majestuoso lucio
acecha por los corredores que forman los juncos. Los pantanos profundos e
impenetrables donde vadean las garzas y se agacha el avetoro se hacen permeables a
nuestros veloces zapatos, como si se hubieran instalado mil vías férreas. De un
impulso llegamos a la cabaña de la rata almizclera, el colono más antiguo, y la vemos
huir bajo el hielo transparente, como un pez peludo, hacia su agujero en la orilla. Nos
deslizamos rápidamente sobre praderas donde no hace mucho «el segador afiló su
guadaña», a través de lechos de arándanos congelados que se mezclan con la hierba.
Patinamos cerca de donde el mirlo, el papamoscas norteamericano y el tirano
colgaron sus nidos sobre el agua y los avispones se instalaron en el arce del pantano.
¡Cuántos alegres pájaros cantores, siguiendo al sol, han partido de este nido de abedul
plateado y papo de cardo! En el borde exterior del pantano está instalada la aldea
sobremarina que nadie ha penetrado. En este árbol hueco, el pato silvestre cría a su
pollada, y se escabulle cada día a buscar alimento entre los helechos.
En invierno, la naturaleza es un escaparate de curiosidades, lleno de especímenes
secos en su posición y orden naturales. Las praderas y los bosques son un hortus
siccus. Las hojas y las hierbas están perfectamente rígidas en el aire sin tornillos ni
pegamento, y los nidos de los pájaros no están sobre ramas artificiales, sino donde
ellos los han construido. Vamos a pie enjuto a inspeccionar el trabajo del verano en el
espeso pantano, y vemos lo que han crecido los alisos, los sauces y los arces,
testimonio de los soles calientes, los rocíos y lloviznas fertilizantes. Vemos los
adelantos que han hecho las ramas en el lujuriante verano… más adelante estas
yemas dormidas las ayudarán a elevarse un poco más hacia los cielos.
De vez en cuando vadeamos campos de nieve, bajo cuyas profundidades el río se
pierde durante un trecho y reaparece a la derecha o a la izquierda, donde menos se lo
espera; aún sigue su curso debajo, con un rumor ligero y estertóreo, como si también
hubiera hibernado como el oso y la marmota, y nosotros hubiéramos seguido su débil
huella de verano hasta donde se oculta, debajo de la nieve y el hielo. En un primer
momento pensamos que los ríos se vacían y secan en pleno invierno, o que se
congelan completamente hasta que la primavera los disuelve; pero su volumen ni
siquiera ha disminuido, porque sólo un frío superficial se extiende sobre ellos. Miles
de manantiales que alimentan los lagos y arroyos siguen fluyendo. Sólo dejan de
manar unos pocos manantiales superficiales que se ocupan de llenar los embalses
profundos. Los pozos de la naturaleza están debajo del hielo. Los arroyos de verano
no se alimentan de nieve derretida, tampoco el segador sacia su sed sólo con esto. Los
arroyos están crecidos cuando la nieve se funde en primavera porque el trabajo de la
naturaleza se ha demorado; el agua se ha convertido en hielo y nieve, y las partículas
son menos parejas y redondas, por lo que no encuentran su nivel tan pronto.
A lo lejos, sobre el hielo, entre el bosque de pinabetes y las colinas cubiertas de
nieve, está el pescador de lucios con los sedales en alguna ensenada retirada, como un
finlandés, con los brazos metidos en su capote; absorto en pensamientos nebulosos,
níveos y escurridizos como peces; él mismo es un pez sin aletas, un poco separado de
su cardumen; silencioso y erecto, parece hecho como para estar envuelto en nubes y
nieves, como los pinos de la orilla. En estas escenas silvestres, los hombres están
inmóviles o se mueven lenta y pesadamente por el paisaje, y han sacrificado la
animación y vivacidad de los pueblos por la callada sobriedad de la naturaleza. Su
presencia no hace menos salvaje el paisaje que el arrendajo o la rata almizclera, sino
que es parte de él, tal como están representados los nativos en los viajes de los
primeros navegantes, en Nootka Sound y en la costa noroeste, cubiertos de pieles
antes de que un trozo de hierro los tentara a la locuacidad. Pertenece a la familia
natural del hombre, y está plantado más hondo y con más raíces en la naturaleza que
los habitantes de las ciudades. Acercaos a él y preguntadle por su suerte, y veréis que
él también es un adorador de lo invisible. Escuchad con qué sincera deferencia y tono
reverente habla del lucio del lago, al que nunca ha visto, su cardumen de lucios
primitivo e ideal. Aún sigue conectado a la orilla, como enganchado a un sedal, y sin
embargo recuerda la época en la que pescaba a través del hielo de la laguna, mientras
los guisantes crecían en el huerto de su casa.
Mientras vagábamos, las nubes se han vuelto a reunir, y ahora unos copos de
nieve dispersos empiezan a descender. Caen cada vez más rápido dejando fuera de la
vista los objetos distantes. La nieve cae sobre todos los bosques y campos, sin dejarse
ni una grieta: junto al río y la laguna, sobre la montaña y el valle. En este pacífico
instante, los cuadrúpedos están recluidos en sus refugios y los pájaros, encaramados a
sus ramas. No hay tanto ruido como cuando hace buen tiempo, pero todas las laderas,
las paredes grises y las cercas, el hielo lustroso y las hojas que hasta entonces no
estaban enterradas, se ocultan silenciosa y gradualmente, y se pierden las huellas de
los hombres y los animales. La naturaleza reafirma su papel y borra los rastros del
hombre con muy poco esfuerzo. He aquí cómo Homero describió lo mismo:
«Los copos caen pesada y rápidamente en un día de invierno. Los vientos están
adormecidos y la nieve cae sin cesar cubriendo la cumbre de las montañas, las
colinas, las llanuras donde crecen los lotos y los campos cultivados. Cae también en
las ensenadas y en la orilla del mar espumoso, pero las olas la derriten en silencio».
La nieve empareja todas las cosas y las envuelve más profundamente en el seno de la
naturaleza, así como en el lento verano la vegetación trepa por la cornisa del templo y
los torreones del castillo, y la ayuda a triunfar sobre el arte.
El áspero viento nocturno sopla por el bosque y nos advierte que volvamos sobre
nuestros pasos, mientras el sol se oculta detrás de la tormenta cada vez más negra, y
las aves buscan su varal y el ganado, su establo.
El extenuado buey trabajador
se detiene cubierto de nieve
y exige el fruto de su labor.
Aunque el invierno está representado en el almanaque como un anciano frente al
viento y el aguanieve arrastrando su capa, preferimos considerarlo un alegre leñador,
joven y de sangre caliente, tan entusiasta como el verano. La grandeza inexplorada de
la tormenta mantiene al viajero animado. No bromea con nosotros, sino que mantiene
una dulce seriedad. En invierno llevamos una vida más interior. Tenemos el corazón
tibio y jovial, como una cabaña cubierta de nieve, con las puertas y ventanas
semiocultas, pero de cuyas chimeneas surge alegremente el humo. Las tormentas que
impiden salir aumentan la sensación de comodidad de nuestra casa, y en los días más
fríos estamos contentos de sentarnos junto al hogar y ver el cielo por la chimenea, de
disfrutar de la vida tranquila y serena que se puede tener en un rincón caldeado junto
al fuego, mientras escuchamos el mugido del ganado allí fuera o el ruido del grano
que se muele en algún granero distante durante toda la tarde. Sin duda, un médico
talentoso podría determinar nuestro grado de salud observando cómo estos ruidos
sencillos y naturales nos afectan. No gozamos de un lujo oriental, sino boreal,
alrededor de tibias estufas y fuegos de leña, y miramos la sombra de las motas en los
rayos del sol.
A veces nuestro destino se vuelve tan doméstico y familiarmente serio que puede
hasta ser cruel, considerando que durante tres meses la suerte de la humanidad está
envuelta en pieles. La Revelación Hebrea no tiene en cuenta toda esta jubilosa nieve.
¿No hay religión para las zonas templadas y frías? No conocemos escritura alguna
que registre la benignidad pura de los dioses en una noche de invierno de Nueva
Inglaterra. Jamás se han cantado sus alabanzas, sólo se ha menospreciado su
turbulencia. La mejor escritura, después de todo, registra tan sólo una fe pobre. Sus
santos viven en la reserva y la austeridad. Dejemos que un hombre valiente y devoto
pase un año en los bosques de Maine o Labrador, y veamos si el Antiguo Testamento
habla adecuadamente a su estado y experiencia desde el comienzo del invierno hasta
que se disuelven los hielos.
Ahora comienza la larga noche de invierno alrededor del fogón del granjero, en la
que los pensamientos de los moradores viajan muy lejos, y los hombres son, por
naturaleza y necesidad, compasivos y generosos con todas las criaturas. Ahora, en la
feliz resistencia al frío, el granjero recoge su recompensa, piensa en su preparación
para el invierno y ve con ecuanimidad por los cristales brillantes «la mansión del oso
del norte», porque ahora la tormenta ha pasado.
La esfera completa y etérea,
descubriendo a la vista infinitos mundos,
brilla con vehemente intensidad; y toda la bóveda
titila su estrellado resplandor de polo a polo.
Comments