La semana pasada señalaba que el arte y la propaganda nunca pueden separarse del
todo, y que lo que se supone que son juicios puramente estéticos están siempre
contaminados por lealtades políticas o religiosas. Y añadí que en tiempos difíciles,
como los últimos diez años, en los que ninguna persona inteligente puede ignorar lo
que ocurre a su alrededor o abstenerse de tomar partido, estas lealtades subyacentes
se ven impulsadas hacia la superficie de la conciencia. La crítica se vuelve más
abiertamente partidista, e incluso la pretensión de desapego resulta muy difícil. Pero
no se puede deducir de ello que no exista algo semejante a un juicio estético, que toda
obra de arte sea simple y llanamente un panfleto político y pueda ser juzgada sólo
como tal. Si seguimos ese razonamiento, conducimos nuestras mentes hacia un
callejón sin salida en el que ciertos hechos, significativos y obvios, resultan
inexplicables. Y como ejemplo de esto quiero examinar una de las mayores muestras
de crítica moral y no estética —de crítica antiestética, podríamos decir— jamás
escritas: el ensayo de Tolstói sobre Shakespeare.
Hacia el final de su vida, Tolstói escribió un formidable ataque contra
Shakespeare con la intención de demostrar que este no sólo no era el gran hombre
que afirmaban que era, sino que se trataba de un escritor que carecía por completo de
mérito, uno de los peores autores, y de los más despreciables, que el mundo hubiera
visto. El ensayo generó una indignación enorme en su momento, pero no estoy seguro
de que recibiera jamás una réplica satisfactoria. Es más, hay que señalar que en su
mayor parte no admite réplica. Algunas de las cosas que dice Tolstói son
estrictamente ciertas, y otras son hasta tal punto una cuestión de opinión personal que
no merece la pena entrar a discutirlas. No pretendo decir, claro está, que no haya en el
ensayo detalles que puedan ser contestados. Tolstói se contradice varias veces; el
hecho de lidiar con un idioma extranjero lo lleva a muchas malinterpretaciones, y
creo que no cabe duda de que su odio y sus celos hacia Shakespeare lo llevan a
recurrir a cierta dosis de falsificación, o al menos de ceguera intencionada. Pero esto
no viene al caso ahora. En general, lo que dice Tolstói está a su manera justificado, y
seguramente en su momento actuó como un correctivo muy útil frente a la tonta
adulación de la que era objeto Shakespeare, de moda por aquel entonces. La réplica
no está tanto en nada que pueda decir yo como en ciertas cosas que el propio Tolstói
se ve obligado a decir.
El principal argumento de Tolstói es que Shakespeare es un escritor trivial, vacío,
sin una filosofía coherente, sin pensamientos o ideas dignos de consideración, sin
ningún interés por los problemas sociales o religiosos ni dominio alguno de los
personajes y la verosimilitud, y en la escasa medida en que se pueda decir que tiene
algún tipo de postura identificable, su perspectiva de la vida es cínica, inmoral y
mundana. Lo acusa de escribir sus obras improvisando, sin importarle un rábano la
credibilidad; de andarse con fábulas fantásticas y situaciones imposibles; de hacer
hablar a todos sus personajes en un lenguaje artificial y florido que no tiene nada que
ver con el de la vida real. También lo acusa de incluir en sus obras absolutamente de
todo —soliloquios, fragmentos de baladas, debates, chistes vulgares, etcétera— sin
pararse a pensar si tenían alguna relación con el argumento, y también de dar por
sentadas la política inmoral del poder y las injustas distinciones sociales de la época
en la que vivía. En pocas palabras, lo acusa de ser un escritor atropellado y
descuidado, un hombre de moral dudosa y, por encima de todo, lo acusa de no ser un
«pensador».
Pues bien, gran parte de esto podría rebatirse. No es cierto, en el sentido al que
apunta Tolstói, que Shakespeare sea un escritor inmoral. Puede que su código moral
sea diferente del de Tolstói, pero indudablemente posee un código moral, que es
evidente a lo largo de toda su obra. Tiene más de moralista que, por ejemplo, Chaucer
o Boccaccio. Tampoco es tan estúpido como Tolstói pretende dar a entender. En
algunos momentos, de pasada, podríamos decir, muestra una visión que va mucho
más allá de su tiempo. A este respecto, me gustaría destacar la crítica que Karl Marx
—el cual, a diferencia de Tolstói, admiraba a Shakespeare— escribió sobre Timón de
Atenas. Pero, de nuevo, lo que dice Tolstói es en general cierto. Shakespeare no es un
pensador, y los críticos que afirmaban que era uno de los grandes filósofos del mundo
no sabían lo que decían. Sus pensamientos no son más que un batiburrillo, un cajón
de sastre. Era como la mayoría de los hombres ingleses: tenía un código de conducta,
pero no una cosmovisión ni facultades filosóficas. Y también es muy cierto que a
Shakespeare le importa bastante poco la verosimilitud y que rara vez se toma la
molestia de hacer que sus personajes sean coherentes. Como sabemos, solía robarles
los argumentos a otros y luego los convertía apresuradamente en obras, introduciendo
a menudo absurdidades e inconsistencias que no estaban presentes en el original. De
vez en cuando, si se hace por casualidad con un argumento a prueba de necios
—Macbeth, por ejemplo—, sus personajes son razonablemente coherentes, pero en
muchos casos se ven involucrados en acciones que son completamente increíbles bajo
cualquier criterio convencional. Muchas de sus obras carecen incluso del tipo de
credibilidad propio de un cuento de hadas. En todo caso, no tenemos pruebas de que
él mismo se tomara en serio sus obras, salvo como un modo de ganarse la vida. En
sus sonetos ni siquiera se refiere a ellas como parte de sus logros literarios, y sólo en
una ocasión menciona algo avergonzado que había sido actor. Hasta aquí, lo que dice
Tolstói está justificado. La afirmación de que Shakespeare era un pensador de calado
que expuso una filosofía coherente en obras técnicamente perfectas y plagadas de una
sutil observación psicológica, es ridícula.
Pero ¿qué ha conseguido Tolstói? Con este ataque furioso tendría que haber
demolido a Shakespeare por completo, y es evidente que cree haberlo hecho. Desde
el momento en que Tolstói escribió el ensayo, o si más no desde el momento en que
empezó a difundirse su lectura, la reputación de Shakespeare debería haberse
esfumado. Los amantes de Shakespeare tendrían que haber visto que su ídolo había
sido desacreditado, que en realidad no tenía ningún mérito, y deberían haber dejado
de disfrutar con él en el acto. Pero eso no ocurrió. Shakespeare es demolido y aun así,
de algún modo, sigue en pie. Lejos de quedar relegado al olvido como resultado del
ataque de Tolstói, es el propio ataque el que ha caído prácticamente en el ostracismo.
Aunque Tolstói es un escritor popular en Inglaterra, las dos traducciones de su ensayo
están descatalogadas, y tuve que recorrer todo Londres antes de dar con una en un
museo.
Da la impresión por tanto de que, pese a que Tolstói puede encontrarle
explicación a casi todo lo que tenga que ver con Shakespeare, hay algo que no puede
aclarar, y es su popularidad. El propio Tolstói es consciente de ello, y le desconcierta
enormemente. He dicho antes que la respuesta estaba en realidad en algo que él
mismo se ve obligado a decir. Se pregunta cómo puede ser que a ese Shakespeare, un
escritor pésimo, estúpido e inmoral, lo admiren en todas partes; y al final sólo puede
explicarlo como una especie de conspiración mundial para tergiversar la verdad. O
una especie de alucinación colectiva —una hipnosis, lo llama— en la que ha caído
todo el mundo excepto Tolstói. Por lo que respecta a cómo empezó esta conspiración
o delirio, se ve obligado a atribuirlo a las maquinaciones de ciertos críticos alemanes
de principios del siglo XIX. Comenzaron a contar la retorcida mentira de que
Shakespeare era un buen escritor, y nadie desde entonces ha tenido la valentía de
contradecirlos. En fin, no hace falta dedicarle mucho tiempo a una teoría como esta.
Es un disparate. La inmensa mayoría de la gente que ha disfrutado viendo las obras
de Shakespeare no ha estado jamás influida por un crítico alemán, ni directa ni
indirectamente. Y es que la popularidad de Shakespeare es bien real, y se trata de una
popularidad que se extiende a la gente común, en modo alguno estudiosa. Desde su
época en adelante, ha sido un favorito de los escenarios en Inglaterra, y no sólo es
popular en los países de habla inglesa, sino también en la mayor parte de Europa y en
algunas regiones de Asia. Casi al mismo tiempo que digo esto, el gobierno soviético
está celebrando el 325.º aniversario de su defunción, y en Ceilán vi una vez una obra
suya representada en un idioma del que no entendí ni una sola palabra. La única
conclusión a la que podemos llegar es que hay algo bueno —algo sólido— en
Shakespeare que millones de personas corrientes son capaces de apreciar, aunque
Tolstói, casualmente, no lo fuera. Sobrevive aunque lo desenmascaren como un
pensador confundido cuyas obras están llenas de inverosimilitudes. Ya no se lo puede
desacreditar con métodos como este, no más de lo que podemos destruir una flor
echándole un sermón.
Y eso, creo, nos dice algo más sobre un tema al que me refería la semana pasada:
los límites del arte y la propaganda. Nos muestra las limitaciones de cualquier crítica
que sea puramente una crítica de argumento y sentido. Tolstói critica a Shakespeare
no como poeta, sino como pensador y maestro, y en ese aspecto no le cuesta mucho
demolerlo. Y, sin embargo, todo cuanto dice es irrelevante; a Shakespeare lo deja
incólume. Tanto su reputación como el placer que nos reporta continúan siendo
exactamente los mismos. Es evidente que un poeta es algo más que un pensador y un
maestro, aunque tiene que ser también eso de todos modos. Todo texto tiene un
aspecto propagandístico, y aun así en cualquier libro, obra, poema o lo que sea que
pretenda perdurar tiene que haber un residuo de algo que, sencillamente, sea inmune
a su moral o su sentido; un residuo de algo que sólo podemos llamar «arte». Dentro
de ciertos límites, un pensamiento pobre o una moral pobre pueden ser buena
literatura. Si un hombre de la talla de Tolstói no consiguió demostrar lo contrario,
dudo que nadie más pueda conseguirlo.
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