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Foto del escritorAmenhotep VII

TOLSTÓI Y SHAKESPEARE - george orwell



La semana pasada señalaba que el arte y la propaganda nunca pueden separarse del

todo, y que lo que se supone que son juicios puramente estéticos están siempre

contaminados por lealtades políticas o religiosas. Y añadí que en tiempos difíciles,

como los últimos diez años, en los que ninguna persona inteligente puede ignorar lo

que ocurre a su alrededor o abstenerse de tomar partido, estas lealtades subyacentes

se ven impulsadas hacia la superficie de la conciencia. La crítica se vuelve más

abiertamente partidista, e incluso la pretensión de desapego resulta muy difícil. Pero

no se puede deducir de ello que no exista algo semejante a un juicio estético, que toda

obra de arte sea simple y llanamente un panfleto político y pueda ser juzgada sólo

como tal. Si seguimos ese razonamiento, conducimos nuestras mentes hacia un

callejón sin salida en el que ciertos hechos, significativos y obvios, resultan

inexplicables. Y como ejemplo de esto quiero examinar una de las mayores muestras

de crítica moral y no estética —de crítica antiestética, podríamos decir— jamás

escritas: el ensayo de Tolstói sobre Shakespeare.

Hacia el final de su vida, Tolstói escribió un formidable ataque contra

Shakespeare con la intención de demostrar que este no sólo no era el gran hombre

que afirmaban que era, sino que se trataba de un escritor que carecía por completo de

mérito, uno de los peores autores, y de los más despreciables, que el mundo hubiera

visto. El ensayo generó una indignación enorme en su momento, pero no estoy seguro

de que recibiera jamás una réplica satisfactoria. Es más, hay que señalar que en su

mayor parte no admite réplica. Algunas de las cosas que dice Tolstói son

estrictamente ciertas, y otras son hasta tal punto una cuestión de opinión personal que

no merece la pena entrar a discutirlas. No pretendo decir, claro está, que no haya en el

ensayo detalles que puedan ser contestados. Tolstói se contradice varias veces; el

hecho de lidiar con un idioma extranjero lo lleva a muchas malinterpretaciones, y

creo que no cabe duda de que su odio y sus celos hacia Shakespeare lo llevan a

recurrir a cierta dosis de falsificación, o al menos de ceguera intencionada. Pero esto

no viene al caso ahora. En general, lo que dice Tolstói está a su manera justificado, y

seguramente en su momento actuó como un correctivo muy útil frente a la tonta

adulación de la que era objeto Shakespeare, de moda por aquel entonces. La réplica

no está tanto en nada que pueda decir yo como en ciertas cosas que el propio Tolstói

se ve obligado a decir.

El principal argumento de Tolstói es que Shakespeare es un escritor trivial, vacío,

sin una filosofía coherente, sin pensamientos o ideas dignos de consideración, sin

ningún interés por los problemas sociales o religiosos ni dominio alguno de los

personajes y la verosimilitud, y en la escasa medida en que se pueda decir que tiene

algún tipo de postura identificable, su perspectiva de la vida es cínica, inmoral y

mundana. Lo acusa de escribir sus obras improvisando, sin importarle un rábano la

credibilidad; de andarse con fábulas fantásticas y situaciones imposibles; de hacer

hablar a todos sus personajes en un lenguaje artificial y florido que no tiene nada que

ver con el de la vida real. También lo acusa de incluir en sus obras absolutamente de

todo —soliloquios, fragmentos de baladas, debates, chistes vulgares, etcétera— sin

pararse a pensar si tenían alguna relación con el argumento, y también de dar por

sentadas la política inmoral del poder y las injustas distinciones sociales de la época

en la que vivía. En pocas palabras, lo acusa de ser un escritor atropellado y

descuidado, un hombre de moral dudosa y, por encima de todo, lo acusa de no ser un

«pensador».

Pues bien, gran parte de esto podría rebatirse. No es cierto, en el sentido al que

apunta Tolstói, que Shakespeare sea un escritor inmoral. Puede que su código moral

sea diferente del de Tolstói, pero indudablemente posee un código moral, que es

evidente a lo largo de toda su obra. Tiene más de moralista que, por ejemplo, Chaucer

o Boccaccio. Tampoco es tan estúpido como Tolstói pretende dar a entender. En

algunos momentos, de pasada, podríamos decir, muestra una visión que va mucho

más allá de su tiempo. A este respecto, me gustaría destacar la crítica que Karl Marx

—el cual, a diferencia de Tolstói, admiraba a Shakespeare— escribió sobre Timón de

Atenas. Pero, de nuevo, lo que dice Tolstói es en general cierto. Shakespeare no es un

pensador, y los críticos que afirmaban que era uno de los grandes filósofos del mundo

no sabían lo que decían. Sus pensamientos no son más que un batiburrillo, un cajón

de sastre. Era como la mayoría de los hombres ingleses: tenía un código de conducta,

pero no una cosmovisión ni facultades filosóficas. Y también es muy cierto que a

Shakespeare le importa bastante poco la verosimilitud y que rara vez se toma la

molestia de hacer que sus personajes sean coherentes. Como sabemos, solía robarles

los argumentos a otros y luego los convertía apresuradamente en obras, introduciendo

a menudo absurdidades e inconsistencias que no estaban presentes en el original. De

vez en cuando, si se hace por casualidad con un argumento a prueba de necios

—Macbeth, por ejemplo—, sus personajes son razonablemente coherentes, pero en

muchos casos se ven involucrados en acciones que son completamente increíbles bajo

cualquier criterio convencional. Muchas de sus obras carecen incluso del tipo de

credibilidad propio de un cuento de hadas. En todo caso, no tenemos pruebas de que

él mismo se tomara en serio sus obras, salvo como un modo de ganarse la vida. En

sus sonetos ni siquiera se refiere a ellas como parte de sus logros literarios, y sólo en

una ocasión menciona algo avergonzado que había sido actor. Hasta aquí, lo que dice

Tolstói está justificado. La afirmación de que Shakespeare era un pensador de calado

que expuso una filosofía coherente en obras técnicamente perfectas y plagadas de una

sutil observación psicológica, es ridícula.

Pero ¿qué ha conseguido Tolstói? Con este ataque furioso tendría que haber

demolido a Shakespeare por completo, y es evidente que cree haberlo hecho. Desde

el momento en que Tolstói escribió el ensayo, o si más no desde el momento en que

empezó a difundirse su lectura, la reputación de Shakespeare debería haberse

esfumado. Los amantes de Shakespeare tendrían que haber visto que su ídolo había

sido desacreditado, que en realidad no tenía ningún mérito, y deberían haber dejado

de disfrutar con él en el acto. Pero eso no ocurrió. Shakespeare es demolido y aun así,

de algún modo, sigue en pie. Lejos de quedar relegado al olvido como resultado del

ataque de Tolstói, es el propio ataque el que ha caído prácticamente en el ostracismo.

Aunque Tolstói es un escritor popular en Inglaterra, las dos traducciones de su ensayo

están descatalogadas, y tuve que recorrer todo Londres antes de dar con una en un

museo.

Da la impresión por tanto de que, pese a que Tolstói puede encontrarle

explicación a casi todo lo que tenga que ver con Shakespeare, hay algo que no puede

aclarar, y es su popularidad. El propio Tolstói es consciente de ello, y le desconcierta

enormemente. He dicho antes que la respuesta estaba en realidad en algo que él

mismo se ve obligado a decir. Se pregunta cómo puede ser que a ese Shakespeare, un

escritor pésimo, estúpido e inmoral, lo admiren en todas partes; y al final sólo puede

explicarlo como una especie de conspiración mundial para tergiversar la verdad. O

una especie de alucinación colectiva —una hipnosis, lo llama— en la que ha caído

todo el mundo excepto Tolstói. Por lo que respecta a cómo empezó esta conspiración

o delirio, se ve obligado a atribuirlo a las maquinaciones de ciertos críticos alemanes

de principios del siglo XIX. Comenzaron a contar la retorcida mentira de que

Shakespeare era un buen escritor, y nadie desde entonces ha tenido la valentía de

contradecirlos. En fin, no hace falta dedicarle mucho tiempo a una teoría como esta.

Es un disparate. La inmensa mayoría de la gente que ha disfrutado viendo las obras

de Shakespeare no ha estado jamás influida por un crítico alemán, ni directa ni

indirectamente. Y es que la popularidad de Shakespeare es bien real, y se trata de una

popularidad que se extiende a la gente común, en modo alguno estudiosa. Desde su

época en adelante, ha sido un favorito de los escenarios en Inglaterra, y no sólo es

popular en los países de habla inglesa, sino también en la mayor parte de Europa y en

algunas regiones de Asia. Casi al mismo tiempo que digo esto, el gobierno soviético

está celebrando el 325.º aniversario de su defunción, y en Ceilán vi una vez una obra

suya representada en un idioma del que no entendí ni una sola palabra. La única

conclusión a la que podemos llegar es que hay algo bueno —algo sólido— en

Shakespeare que millones de personas corrientes son capaces de apreciar, aunque

Tolstói, casualmente, no lo fuera. Sobrevive aunque lo desenmascaren como un

pensador confundido cuyas obras están llenas de inverosimilitudes. Ya no se lo puede

desacreditar con métodos como este, no más de lo que podemos destruir una flor

echándole un sermón.

Y eso, creo, nos dice algo más sobre un tema al que me refería la semana pasada:

los límites del arte y la propaganda. Nos muestra las limitaciones de cualquier crítica

que sea puramente una crítica de argumento y sentido. Tolstói critica a Shakespeare

no como poeta, sino como pensador y maestro, y en ese aspecto no le cuesta mucho

demolerlo. Y, sin embargo, todo cuanto dice es irrelevante; a Shakespeare lo deja

incólume. Tanto su reputación como el placer que nos reporta continúan siendo

exactamente los mismos. Es evidente que un poeta es algo más que un pensador y un

maestro, aunque tiene que ser también eso de todos modos. Todo texto tiene un

aspecto propagandístico, y aun así en cualquier libro, obra, poema o lo que sea que

pretenda perdurar tiene que haber un residuo de algo que, sencillamente, sea inmune

a su moral o su sentido; un residuo de algo que sólo podemos llamar «arte». Dentro

de ciertos límites, un pensamiento pobre o una moral pobre pueden ser buena

literatura. Si un hombre de la talla de Tolstói no consiguió demostrar lo contrario,

dudo que nadie más pueda conseguirlo.

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