En tiempos de aquella mañana cuyo recuerdo quiero fijar sin saber por qué,
estaba ya enfermo, permanecía en pie toda la noche, me acostaba por la
mañana y dormía durante el día. Pero en aquel entonces todavía estaba muy
cerca de mí una época que esperaba ver volver, y que hoy me parece que la ha
vivido otra persona, en la que me metía en la cama a las diez de la noche y, tras
algún breve despertar, dormía hasta la mañana siguiente. A menudo, apenas se
apagaba mi lámpara, me dormía tan de prisa que no tenía ni tiempo para
decirme que ya me dormía. Y media hora después, me despertaba la idea de
que ya era hora de dormirme, quería soltar el periódico que se me antojaba
tener aún entre las manos, diciéndome «Ya es hora de apagar la lámpara e ir en
busca del sueño», y me maravillaba mucho de no ver a mi alrededor más que
una oscuridad que todavía no era quizá tan descansada para mis ojos como
para mi espíritu, a quien le aparecía como algo sin razón e incomprensible,
como algo verdaderamente oscuro.
Volvía a encender, miraba la hora: todavía no era medianoche. Oía el
silbido más o menos lejano de los trenes, que señala la extensión de los campos
desiertos por donde se apresura el viajero que va por una carretera a la próxima
estación, en una de esas noches bañadas por el claro de luna, plasmando en su
recuerdo el placer compartido con los amigos que acaba de dejar, el placer del
regreso. Apoyaba mis mejillas contra las hermosas mejillas de la almohada que,
siempre repletas y frescas, son como las mejillas de nuestra infancia a la que
nos aferramos. Volvía a encender un instante para mirar mi reloj; todavía no era
medianoche. Este es el momento en que el enfermo que pasa la noche en una
posada desconocida y que se despierta presa de una crisis pavorosa, se regocija
al advertir una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué felicidad! Ya es de
día, dentro de un momento se levantarán los de la pensión, podrá llamar,
acudirán a prestarle ayuda. Padece con paciencia su sufrimiento. Precisamente
ha creído escuchar un paso… En este momento la raya de luz que brillaba bajo
la puerta desaparece. Es medianoche, se acaba de apagar el gas que había
confundido con la luz de la mañana, y habrá que estarse la larga noche
sufriendo intolerablemente sin ayuda.
Apagaba, me volvía a dormir. Algunas veces, como Eva nació de una
costilla de Adán, una mujer nacía de una mala postura de mi pierna; surgida del
placer que yo estaba a punto de disfrutar, me figuraba que era ella la que me lo
ofrecía. Mi cuerpo que sentía en ella su propio calor quería unirse a ella, y yo
me despertaba. Los demás mortales se me antojaban como algo muy remoto
comparados con aquella mujer a la que acababa de dejar, aún tenía la mejilla
caliente por sus besos, el cuerpo derrengado por el peso de su cuerpo. Poco a
poco se desvanecía el recuerdo, y había olvidado la muchacha de mi sueño
con la misma celeridad que si hubiese sido una verdadera amante. Otras veces
me paseaba durmiendo por esos días de nuestra infancia, percibía sin esfuerzo
esas sensaciones que desaparecieron para siempre con el décimo año, y que
tanto querríamos conocer de nuevo en su insignificancia, como cualquiera que
no pudiese volver a ver ya jamás el verano experimentaría la propia nostalgia
del ruido de las moscas en la habitación, que anuncia el sol caliente de fuera,
incluso el zumbido de los mosquitos que anuncia la noche perfumada. Soñaba
que nuestro viejo cura iba a tirarme de los bucles, lo que había sido el terror, la
dura ley de mi infancia. La caída de Cronos, el descubrimiento de Prometeo, el
nacimiento de Cristo, no habían podido librar del peso del cielo a la
humanidad hasta entonces humillada, como lo había hecho el corte de mis
bucles, que se había llevado consigo para siempre la aterradora aprensión. En
realidad, llegaron otras penas y otros miedos, pero el eje del mundo había
cambiado de centro. Al dormir volvía a entrar con facilidad en aquel mundo de
la antigua ley, y no me despertaba hasta que, habiendo intentado escapar en
vano al pobre cura, muerto desde hacía tantos años, sentía que me tiraban con
fuerza de los bucles por detrás. Y antes de reanudar el sueño, haciéndome bien
presente que el cura había muerto y que yo tenía el cabello corto, ponía sin
embargo buen cuidado de construirme con la almohada, la manta, mi pañuelo
y la pared un nido protector, antes de regresar al mundo fantástico en el que a
pesar de todo vivía el cura, y yo tenía bucles.
Las sensaciones que tampoco tornarían más que en sueños caracterizan los
años que quedaron atrás y, por poco poéticas que sean, se cargan de toda la
poesía de esa edad, de la misma forma que nada está más lleno del tañido de
las campanas de Pascua y de las primeras violetas que esos últimos fríos del año
que estropean nuestras vacaciones y obligan a encender el fuego durante el
desayuno. No me atrevía a hablar de esas sensaciones, que retornaban algunas
veces durante mi sueño, si no apareciesen casi revestidas de poesía, separadas
de mi vida presente, y blancas como esas flores de agua cuya raíz no agarra en
tierra. La Rochefoucauld dijo que sólo son involuntarios nuestros primeros
amores. Lo mismo sucede con esos placeres solitarios que no nos sirven luego
más que para burlar la ausencia de una mujer, para figurarnos que ella está con
nosotros. Pero a los doce años, cuando me iba a encerrar por primera vez en el
retrete situado en la parte alta de nuestra casa de Combray, donde pendían
collares de semillas de lirio, lo que yo iba a buscar era un placer desconocido,
original, que no era la sustitución de otro. Para ser un retrete era una habitación
muy grande. Cerraba con llave a la perfección, pero la ventana permanecía
siempre abierta, dejando paso a una joven lila que había crecido en la pared
exterior y había metido su olorosa cabeza por el resquicio. Allí tan alto (en el
desván de la quinta), estaba absolutamente solo, pero esta apariencia de
hallarme al aire libre añadía una deliciosa turbación al sentimiento de
seguridad que a mi soledad prestaban los fuertes cerrojos. La exploración que
entonces hice de mí mismo en busca de un placer que ignoraba no me habría
proporcionado más sobresalto, ni pavor, si se hubiera tratado de practicar una
operación quirúrgica incluso en mi médula y mi cerebro. En todo instante creía
que iba a morir. Pero ¡qué me importaba!, mi pensamiento exaltado por el
placer se daba cuenta de que era más vasto, más poderoso que este universo
que percibía por la ventana a lo lejos, de cuya inmensidad y eternidad solía
pensar con tristeza que yo no constituía más que una porción efímera. En aquel
momento, por muy lejos que las nubes se agolparan por encima del bosque
sentía que mi espíritu aún iba un poco más allá, no estaba repleto del todo por
ella. Sentía cómo mi mirada poderosa llevaba en las niñas de los ojos, a modo
de simples reflejos carentes de realidad, hermosas colinas abombadas que se
alzaban como senos a ambos lados del río. Todo eso se detenía en mí, yo era
más que todo eso, yo no podía morir. Tomé aliento un instante; para tomar
asiento sin que me molestara el sol que lo calentaba, le dije: «Quita de ahí,
pequeño, que voy a ponerme yo», y corrí el visillo de la ventana, pero la rama
de la lila no me dejaba cerrar. Por último ascendió un brote opalino en
impulsos sucesivos, como cuando surge el surtidor de Saint-Cloud que
podemos reconocer —pues en el manar incesante de sus aguas tiene la
individualidad que traza con gracia su curva sólida— en el retrato que dejó
Humbert Robert, aunque la multitud que lo admiraba tenía… (laguna en el
manuscrito) que producen en el cuadro del viejo maestro pequeñas valvas
rosadas, rojizas o negras.
En aquel instante sentí como una ternura que me envolvía. Era el olor de la
lila que en mi exaltación había dejado de percibir y que llegaba ahora a mí.
Pero un olor ocre, un olor de savia se mezclaba como si yo hubiese tronchado
la rama. Sólo había dejado sobre la hoja un rastro plateado y natural, como
deja un hilo de araña, o un caracol. Pero en aquella rama, me parecía como el
fruto prohibido del árbol del mal. Y como los pueblos que atribuyen a sus
divinidades formas no organizadas, fue bajo la apariencia de hilo plateado del
que se podía tirar casi indefinidamente sin ver su cabo, y que debía yo extraer
de mí mismo a contrapelo de mi vida natural, como a partir de entonces me
representé yo durante algún tiempo al diablo.
A pesar del olor de rama tronchada, de ropa mojada, lo que prevalecía era
el suave olor de las lilas. Venía a mi encuentro como todos los días, cuando iba
a jugar al parque situado fuera de la ciudad, mucho antes incluso de haber
percibido de lejos la puerta blanca junto a la que balanceaban, como viejas
damas bien formadas y amaneradas, su talle florido, su cabeza emplumada, el
olor de las lilas llegaba frente a nosotros, nos daba la bienvenida en el caminillo
que bordeaba de abajo arriba el río, en donde los rapazuelos ponen botellas en
la corriente para coger pescado, brindando una doble idea de frescor porque no
sólo contienen agua, como en una mesa donde le dan el aspecto del cristal,
sino que son contenidas por ella y reciben una especie de liquidez, allí donde
se aglomeraban los renacuajos en torno a las pequeñas bolas de pan que
arrojábamos, como una nebulosa viva, hallándose todos un momento antes en
disolución e invisibles dentro del agua, poco antes de atravesar el puentecillo
de madera en cuya rinconada, con el buen tiempo, un pescador con sombrero
de paja se abría camino entre los ciruelos azules. Saludaba a mi tío que
seguramente lo conocía, y nos hacía señales de que no hiciéramos ruido. Y sin
embargo nunca he sabido quién era, nunca lo encontré en la ciudad, y así
como hasta el cantante, el pertiguero y los niños del coro llevaban, cual los
dioses del Olimpo, una existencia menos gloriosa de la que yo les atribuía en
cuanto herrero, lechero, e hijo de tendero, en cambio, al igual que nunca había
visto al jardinerillo de estuco que había en el jardín del notario más que
entregado siempre a obras de jardinería, nunca vi al pescador más que
pescando, en la estación en la que el camino se espesaba con las hojas de los
ciruelos, con su chaqueta de alpaca y su sombrero de paja, en el momento
mismo en que las campanas y las nubes deambulaban ociosas por el cielo
vacío, en que las carpas ya no pueden soportar por más tiempo el tedio de la
hora, y con una sofocación nerviosa saltan apasionadamente por los aires a lo
desconocido, en donde las amas de llaves miran su reloj para decir que todavía
no ha llegado la hora de merendar.
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