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Foto del escritorAmenhotep VII

Sueños - Marcel Proust



En tiempos de aquella mañana cuyo recuerdo quiero fijar sin saber por qué,

estaba ya enfermo, permanecía en pie toda la noche, me acostaba por la

mañana y dormía durante el día. Pero en aquel entonces todavía estaba muy

cerca de mí una época que esperaba ver volver, y que hoy me parece que la ha

vivido otra persona, en la que me metía en la cama a las diez de la noche y, tras

algún breve despertar, dormía hasta la mañana siguiente. A menudo, apenas se

apagaba mi lámpara, me dormía tan de prisa que no tenía ni tiempo para

decirme que ya me dormía. Y media hora después, me despertaba la idea de

que ya era hora de dormirme, quería soltar el periódico que se me antojaba

tener aún entre las manos, diciéndome «Ya es hora de apagar la lámpara e ir en

busca del sueño», y me maravillaba mucho de no ver a mi alrededor más que

una oscuridad que todavía no era quizá tan descansada para mis ojos como

para mi espíritu, a quien le aparecía como algo sin razón e incomprensible,

como algo verdaderamente oscuro.

Volvía a encender, miraba la hora: todavía no era medianoche. Oía el

silbido más o menos lejano de los trenes, que señala la extensión de los campos

desiertos por donde se apresura el viajero que va por una carretera a la próxima

estación, en una de esas noches bañadas por el claro de luna, plasmando en su

recuerdo el placer compartido con los amigos que acaba de dejar, el placer del

regreso. Apoyaba mis mejillas contra las hermosas mejillas de la almohada que,

siempre repletas y frescas, son como las mejillas de nuestra infancia a la que

nos aferramos. Volvía a encender un instante para mirar mi reloj; todavía no era

medianoche. Este es el momento en que el enfermo que pasa la noche en una

posada desconocida y que se despierta presa de una crisis pavorosa, se regocija

al advertir una rayita de luz por debajo de la puerta. ¡Qué felicidad! Ya es de

día, dentro de un momento se levantarán los de la pensión, podrá llamar,

acudirán a prestarle ayuda. Padece con paciencia su sufrimiento. Precisamente

ha creído escuchar un paso… En este momento la raya de luz que brillaba bajo

la puerta desaparece. Es medianoche, se acaba de apagar el gas que había

confundido con la luz de la mañana, y habrá que estarse la larga noche

sufriendo intolerablemente sin ayuda.

Apagaba, me volvía a dormir. Algunas veces, como Eva nació de una

costilla de Adán, una mujer nacía de una mala postura de mi pierna; surgida del

placer que yo estaba a punto de disfrutar, me figuraba que era ella la que me lo

ofrecía. Mi cuerpo que sentía en ella su propio calor quería unirse a ella, y yo

me despertaba. Los demás mortales se me antojaban como algo muy remoto

comparados con aquella mujer a la que acababa de dejar, aún tenía la mejilla

caliente por sus besos, el cuerpo derrengado por el peso de su cuerpo. Poco a

poco se desvanecía el recuerdo, y había olvidado la muchacha de mi sueño

con la misma celeridad que si hubiese sido una verdadera amante. Otras veces

me paseaba durmiendo por esos días de nuestra infancia, percibía sin esfuerzo

esas sensaciones que desaparecieron para siempre con el décimo año, y que

tanto querríamos conocer de nuevo en su insignificancia, como cualquiera que

no pudiese volver a ver ya jamás el verano experimentaría la propia nostalgia

del ruido de las moscas en la habitación, que anuncia el sol caliente de fuera,

incluso el zumbido de los mosquitos que anuncia la noche perfumada. Soñaba

que nuestro viejo cura iba a tirarme de los bucles, lo que había sido el terror, la

dura ley de mi infancia. La caída de Cronos, el descubrimiento de Prometeo, el

nacimiento de Cristo, no habían podido librar del peso del cielo a la

humanidad hasta entonces humillada, como lo había hecho el corte de mis

bucles, que se había llevado consigo para siempre la aterradora aprensión. En

realidad, llegaron otras penas y otros miedos, pero el eje del mundo había

cambiado de centro. Al dormir volvía a entrar con facilidad en aquel mundo de

la antigua ley, y no me despertaba hasta que, habiendo intentado escapar en

vano al pobre cura, muerto desde hacía tantos años, sentía que me tiraban con

fuerza de los bucles por detrás. Y antes de reanudar el sueño, haciéndome bien

presente que el cura había muerto y que yo tenía el cabello corto, ponía sin

embargo buen cuidado de construirme con la almohada, la manta, mi pañuelo

y la pared un nido protector, antes de regresar al mundo fantástico en el que a

pesar de todo vivía el cura, y yo tenía bucles.

Las sensaciones que tampoco tornarían más que en sueños caracterizan los

años que quedaron atrás y, por poco poéticas que sean, se cargan de toda la

poesía de esa edad, de la misma forma que nada está más lleno del tañido de

las campanas de Pascua y de las primeras violetas que esos últimos fríos del año

que estropean nuestras vacaciones y obligan a encender el fuego durante el

desayuno. No me atrevía a hablar de esas sensaciones, que retornaban algunas

veces durante mi sueño, si no apareciesen casi revestidas de poesía, separadas

de mi vida presente, y blancas como esas flores de agua cuya raíz no agarra en

tierra. La Rochefoucauld dijo que sólo son involuntarios nuestros primeros

amores. Lo mismo sucede con esos placeres solitarios que no nos sirven luego

más que para burlar la ausencia de una mujer, para figurarnos que ella está con

nosotros. Pero a los doce años, cuando me iba a encerrar por primera vez en el

retrete situado en la parte alta de nuestra casa de Combray, donde pendían

collares de semillas de lirio, lo que yo iba a buscar era un placer desconocido,

original, que no era la sustitución de otro. Para ser un retrete era una habitación

muy grande. Cerraba con llave a la perfección, pero la ventana permanecía

siempre abierta, dejando paso a una joven lila que había crecido en la pared

exterior y había metido su olorosa cabeza por el resquicio. Allí tan alto (en el

desván de la quinta), estaba absolutamente solo, pero esta apariencia de

hallarme al aire libre añadía una deliciosa turbación al sentimiento de

seguridad que a mi soledad prestaban los fuertes cerrojos. La exploración que

entonces hice de mí mismo en busca de un placer que ignoraba no me habría

proporcionado más sobresalto, ni pavor, si se hubiera tratado de practicar una

operación quirúrgica incluso en mi médula y mi cerebro. En todo instante creía

que iba a morir. Pero ¡qué me importaba!, mi pensamiento exaltado por el

placer se daba cuenta de que era más vasto, más poderoso que este universo

que percibía por la ventana a lo lejos, de cuya inmensidad y eternidad solía

pensar con tristeza que yo no constituía más que una porción efímera. En aquel

momento, por muy lejos que las nubes se agolparan por encima del bosque

sentía que mi espíritu aún iba un poco más allá, no estaba repleto del todo por

ella. Sentía cómo mi mirada poderosa llevaba en las niñas de los ojos, a modo

de simples reflejos carentes de realidad, hermosas colinas abombadas que se

alzaban como senos a ambos lados del río. Todo eso se detenía en mí, yo era

más que todo eso, yo no podía morir. Tomé aliento un instante; para tomar

asiento sin que me molestara el sol que lo calentaba, le dije: «Quita de ahí,

pequeño, que voy a ponerme yo», y corrí el visillo de la ventana, pero la rama

de la lila no me dejaba cerrar. Por último ascendió un brote opalino en

impulsos sucesivos, como cuando surge el surtidor de Saint-Cloud que

podemos reconocer —pues en el manar incesante de sus aguas tiene la

individualidad que traza con gracia su curva sólida— en el retrato que dejó

Humbert Robert, aunque la multitud que lo admiraba tenía… (laguna en el

manuscrito) que producen en el cuadro del viejo maestro pequeñas valvas

rosadas, rojizas o negras.

En aquel instante sentí como una ternura que me envolvía. Era el olor de la

lila que en mi exaltación había dejado de percibir y que llegaba ahora a mí.

Pero un olor ocre, un olor de savia se mezclaba como si yo hubiese tronchado

la rama. Sólo había dejado sobre la hoja un rastro plateado y natural, como

deja un hilo de araña, o un caracol. Pero en aquella rama, me parecía como el

fruto prohibido del árbol del mal. Y como los pueblos que atribuyen a sus

divinidades formas no organizadas, fue bajo la apariencia de hilo plateado del

que se podía tirar casi indefinidamente sin ver su cabo, y que debía yo extraer

de mí mismo a contrapelo de mi vida natural, como a partir de entonces me

representé yo durante algún tiempo al diablo.

A pesar del olor de rama tronchada, de ropa mojada, lo que prevalecía era

el suave olor de las lilas. Venía a mi encuentro como todos los días, cuando iba

a jugar al parque situado fuera de la ciudad, mucho antes incluso de haber

percibido de lejos la puerta blanca junto a la que balanceaban, como viejas

damas bien formadas y amaneradas, su talle florido, su cabeza emplumada, el

olor de las lilas llegaba frente a nosotros, nos daba la bienvenida en el caminillo

que bordeaba de abajo arriba el río, en donde los rapazuelos ponen botellas en

la corriente para coger pescado, brindando una doble idea de frescor porque no

sólo contienen agua, como en una mesa donde le dan el aspecto del cristal,

sino que son contenidas por ella y reciben una especie de liquidez, allí donde

se aglomeraban los renacuajos en torno a las pequeñas bolas de pan que

arrojábamos, como una nebulosa viva, hallándose todos un momento antes en

disolución e invisibles dentro del agua, poco antes de atravesar el puentecillo

de madera en cuya rinconada, con el buen tiempo, un pescador con sombrero

de paja se abría camino entre los ciruelos azules. Saludaba a mi tío que

seguramente lo conocía, y nos hacía señales de que no hiciéramos ruido. Y sin

embargo nunca he sabido quién era, nunca lo encontré en la ciudad, y así

como hasta el cantante, el pertiguero y los niños del coro llevaban, cual los

dioses del Olimpo, una existencia menos gloriosa de la que yo les atribuía en

cuanto herrero, lechero, e hijo de tendero, en cambio, al igual que nunca había

visto al jardinerillo de estuco que había en el jardín del notario más que

entregado siempre a obras de jardinería, nunca vi al pescador más que

pescando, en la estación en la que el camino se espesaba con las hojas de los

ciruelos, con su chaqueta de alpaca y su sombrero de paja, en el momento

mismo en que las campanas y las nubes deambulaban ociosas por el cielo

vacío, en que las carpas ya no pueden soportar por más tiempo el tedio de la

hora, y con una sofocación nerviosa saltan apasionadamente por los aires a lo

desconocido, en donde las amas de llaves miran su reloj para decir que todavía

no ha llegado la hora de merendar.


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