Uno está a veces en desacuerdo consigo mismo sobre las preeminencias de diferentes
hombres. Cada uno tiene su excelencia y con ello su propia falta. Este nos place por
la simplicidad, puntualidad e ingenuidad con que progresa en una dirección
determinada que él se ha propuesto. Los momentos de su vivir se siguen
ininterrumpida y fácilmente, todo en él tiene su lugar y su tiempo; nada se tambalea,
nada se turba, y, porque él permanece en lo habitual, por eso mismo raramente está
expuesto a gran fatiga y gran duda. Determinado, claro, siempre igual y moderado, y
adecuado al lugar y al instante, y plenamente en la actualidad, nunca nos es
importuno, a no ser que estemos demasiado en tensión y demasiado exaltados; nos
deja tal como somos, nos entendemos fácilmente con él; precisamente no nos hace
avanzar mucho, tampoco nos interesa propiamente a fondo; pero también es cierto
que no siempre deseamos esto, y, en particular, bajo conmociones violentas no
tenemos por de pronto necesidad más auténtica que la de un trato tal, un objeto tal,
cabe el cual nos encontremos de nuevo lo más fácilmente posible en un equilibrio, en
calma y claridad.
Al carácter descrito lo llamamos preeminentemente natural, y con este homenaje
estamos tan en razón, al menos, como uno de los siete sabios, el cual, en su lenguaje
y modo propio de representación, afirmó que todo es — surgido del agua. Pues, si en
el mundo moral la naturaleza, como efectivamente parece, en su progreso parte
siempre de las más simples relaciones y modos de vida, entonces no sin razón deben
aquellos caracteres llanos ser llamados los caracteres originarios, los más naturales.
El tono natural, preeminentemente propio del poema épico, es fácilmente
reconocible ya en su cara exterior.
Un solo pasaje de Homero es bastante para que se pueda decir lo que en conjunto
puede decirse de este tono. (Como en general, en un buen poema, un período puede
representar toda la obra, así vemos que ocurre con este tono y este poema). Elijo el
discurso de Fénix en el que pretende mover al enojado Aquiles a reconciliarse con
Agamenón y ayudar de nuevo a los aqueos en la lucha contra los troyanos:
Te hice cuan grande eres, Aquiles, semejante a los dioses,
amándote de corazón; pues no querías con otro
ni ir al banquete ni tomar parte dentro, en el palacio,
hasta que, sentándote yo en mis rodillas,
de carne te saciaba, habiéndola cortado en trozos y teniéndote el vino.
Muchas veces me mojaste de un lado a otro en el pecho la túnica
vomitando vino, en la trabajosa niñez.
Mucho, pues, padecí por ti y muchas fatigas sufrí,
pensando: no me concedieron los dioses una descendencia
de mí; pero a ti, Aquiles, semejante a los dioses, hijo
te hice, para que algún día apartes de mí el terrible infortunio.
Doma, Aquiles, el aliento grande; no conviene que tú
tengas un corazón sin piedad; los mismos dioses son flexibles,
de los cuales es mayor la virtud y el honor y la fuerza.
El tono detallado, continuo, efectivamente verdadero, salta a la vista.
Y, así, también en amplitud mayor se atiene luego el poema épico a lo
efectivamente real. Es, si se lo considera (meramente) en su peculiaridad, una pintura
de carácter, y sólo contemplada por completo desde este punto de vista la Ilíada
misma interesa y se explica por todos los lados. En una pintura de carácter están,
además, en su lugar esencial todas las demás preeminencias del tono natural. Esta
visible unidad sensible, el que todo surja preeminentemente del héroe y retorne a él,
el que comienzo y catástrofe y final estén ligados a él, el que todos los caracteres y
situaciones en toda su multiplicidad, junto con todo lo que acontece y es dicho, estén
enderezados, como los puntos de una línea, al momento en que él aparece en escena
en su más alta individualidad, esta unidad es, como fácilmente se entiende, posible
sólo en una obra que pone su fin propio en la presentación de caracteres, y en la que
la fuente principal reside en el carácter principal.
Así, de este punto resulta también la tranquila moderación, que es tan propia del
tono natural, la cual muestra los caracteres tan dentro de sus límites y los matiza
suavemente de múltiple manera.
En el modo poético de que tratamos, el artista es tan moderado no porque tenga
este proceder por el único poético, evita —por ejemplo— los extremos y contrastes
no porque no quiera usar de ellos en ningún caso; más bien sabe que hay extremos y
contrastes de las personas, los acontecimientos, los pensamientos, las pasiones, las
imágenes, las sensaciones, poéticamente verdaderos en el lugar justo; sólo los
excluye por cuanto no vienen bien para la presente obra; él tenía que elegirse una
posición firme, y ésta es ahora el individuo, el carácter de su héroe, tal como, por
naturaleza y formación, ha ganado un determinado ser-ahí propio, una realidad
efectiva. Pero precisamente esta individualidad del carácter se pierde necesariamente
en los extremos. Si Homero no hubiera mantenido de modo tan delicado a su
inflamable Aquiles cuidadosamente al margen del tumulto, apenas distinguiríamos al
hijo de los dioses del elemento que le rodea, y sólo donde lo encontramos tranquilo
en su tienda, como con la lira alegra su corazón y canta hazañas de los hombres en
tanto que su Patroclo se sienta enfrente y permanece en silencio hasta que él termina
el canto, sólo aquí tenemos al joven justamente ante los ojos.
Así, pues, para mantener la individualidad del carácter presentado, de la cual,
para él, se trata ahora ante todo, para eso es el poeta épico tan absolutamente
moderado.
Y, si las circunstancias en las que los caracteres épicos se encuentran son
presentadas con tanta exactitud y detalle, no es porque el poeta ponga todo valor
poético en esa circunstancialidad. En otra ocasión la evitaría en cierta medida; pero
aquí, donde su punto de vista es la individualidad, la realidad efectiva, el ser-ahí
determinado del carácter, también el mundo circundante debe aparecer desde este
punto de vista. Y, que, desde este punto de vista, los objetos circundantes aparecen
precisamente en aquella exactitud, lo experimentamos en nosotros mismos tantas
veces como, en nuestro propio temperamento más habitual, estamos presentes sin
perturbación a las circunstancias en que nosotros mismos vivimos.
Quisiera aún añadir algunas cosas, si no fuese porque temo extraviarme. Añado
que este detalle en las circunstancias presentadas es reflejo de los caracteres
solamente en la medida en que ellos son individuos en general, y todavía no
determinados más de cerca. Lo circundante puede aún ser ajustado de otra manera al
carácter. En la Ilíada, a fin de cuentas, la individualidad de Aquiles, que, sin duda,
está hecha para ello, se comunica más o menos a todo y a cada cosa que le rodea, y
no sólo a las circunstancias, también a los caracteres. En los juegos que se disponen
en honor de Patroclo muerto, los demás héroes del ejército griego portan, más
perceptible o imperceptiblemente, casi todos el color de él, y al final el viejo Príamo
parece, en todo su dolor, aún rejuvenecerse ante el héroe, que, sin embargo, era su
enemigo.
Pero se ve fácilmente que esto último sobrepasa ya el tono natural tal como hasta
ahora ha sido considerado y descrito, en su mera peculiaridad.
En ésta actúa, de todos modos, ya favorablemente sobre nosotros, mediante su
detalle, su constante cambio, su efectiva realidad.
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