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Foto del escritorAmenhotep VII

Sobre la Naturaleza del Fanatismo - Amos Oz



¿Cómo curar a un fanático? Perseguir a un puñado de fanáticos por las montañas

de Afganistán es una cosa. Luchar contra el fanatismo, otra muy distinta. Me temo

que no sé exactamente cómo perseguir fanáticos por las montañas pero puede que

consagre una o dos reflexiones a la naturaleza del fanatismo y a las formas, si no de

curarlo, al menos de controlarlo. La clave del ataque del 11 de septiembre contra

Estados Unidos no sólo hay que buscarla en el enfrentamiento existente entre pobres

y ricos. Dicho enfrentamiento constituye uno de los más terribles problemas del

mundo, pero cerraremos en falso el caso del 11 de septiembre si pensamos que sólo

fue un ataque de pobres contra ricos. No se trata sólo de «tener y no tener». Si fuera

así de simple, uno esperaría que el ataque viniera de África, donde están los países

más pobres, y tal vez que fuera lanzado contra Arabia Saudí y los emiratos del Golfo,

que son los Estados productores de petróleo y los países más ricos. No. Es una batalla

entre fanáticos que creen que el fin, cualquier fin, justifica los medios. Se trata de una

lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha

palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que

la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos. La actual

crisis del mundo, en Oriente Próximo, o en Israel/Palestina, no es consecuencia de los

valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes como claman algunos

racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre

fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia. El 11 de septiembre no es

consecuencia de la bondad o la maldad de Estados Unidos, ni tiene que ver con que el

capitalismo sea peligroso o flagrante. Ni siquiera con si es oportuno o no frenar la

globalización. Tiene que ver con la típica reivindicación fanática: si pienso que algo

es malo, lo aniquilo junto a todo lo que lo rodea. El fanatismo es más viejo que el

islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno

o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo.

Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza

humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado

clínicas donde se practicaba el aborto en Estados Unidos, los que queman sinagogas y

mezquitas en Alemania, sólo se diferencian de Bin Laden en la magnitud pero no en

la naturaleza de sus crímenes. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira,

incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas —

antiárabes y antimusulmanas— por doquier. ¿Quién habría pensado que al siglo XX le

seguiría de inmediato el siglo XI? Mi propia infancia en Jerusalén me ha hecho

experto en fanatismo comparado. El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta,

estaba lleno de profetas espontáneos, redentores y mesías. Todavía hoy, todo

jerosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación instantánea. Todos dicen

que llegaron a Jerusalén —y cito una frase famosa de una vieja canción— para

construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos,

musulmanes, socialistas, anarquistas y reformadores del mundo) han acudido a

Jerusalén no tanto para construirla ni ser construidos por ella como para ser

crucificados o para crucificar a los demás, o para ambas cosas al tiempo. Hay un

trastorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad mental llamada

«síndrome de Jerusalén»: la gente llega, inhala el nítido y maravilloso aire de la

montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una

sinagoga. O si no, se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie

escucha jamás. Incluso hoy, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es

probable que estalle un exaltado seminario callejero entre gente que no se conoce de

nada pero que discute de política, moral, estrategia, historia, identidad, religión y de

las verdaderas intenciones de Dios. Los participantes en dichos seminarios, mientras

discuten de política y teología, del bien y del mal, intentan no obstante abrirse paso a

codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita, nadie escucha.

Excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.

Confieso que de niño, en Jerusalén, yo también era un pequeño fanático con el

cerebro lavado. Con ínfulas de superioridad moral, chovinista, sordo y ciego a todo

discurso que fuera diferente al poderoso discurso judío sionista de la época. Yo era un

chico que lanzaba piedras, un chico de la Intifada judía. De hecho, las primeras

palabras que aprendí a decir en inglés, aparte de yes o no, fueron British, go home!,

que era lo que los chicos judíos solíamos gritar a las patrullas británicas de Jerusalén

mientras las apedreábamos. Hablando de ironías de la historia, en mi novela de 1995,

Una pantera en el sótano, describo cómo un chico apodado Profi pierde su fanatismo,

su chovinismo, y cambia casi por completo en el espacio de dos semanas gracias a

cierto sentido relativista, a un baño de relativismo. Por casualidad y en secreto, se

hace amigo de un enemigo, concretamente de un sargento de policía británico muy

dulce e ineficiente. Los dos se reúnen a escondidas e intercambian clases de inglés y

hebreo. Y el chico descubre que las mujeres no tienen cuernos ni rabo, una revelación

casi tan chocante para él como el descubrimiento de que ni los británicos ni los árabes

tienen cuernos ni rabo. De alguna forma, el chico desarrolla un sentido de

ambivalencia, una capacidad para abandonar sus creencias en blanco y negro. Pero,

desde luego, paga un precio: al final de esta corta novela ya no es un niño sino una

pequeña persona mayor, un pequeño adulto. Gran parte de la alegría y la fascinación,

el entusiasmo y la simpleza de la vida han desaparecido. Y además, se gana otro

apodo: sus antiguos amigos comienzan a llamarle traidor. Voy a citar la primera

página y media de Una pantera en el sótano porque creo que expresa mejor que nada

lo que pienso en materia de fanatismo. Es el capítulo primero de Una pantera en el

sótano:

Muchas veces en la vida me llamaron traidor. La primera fue a los doce años

y tres meses, cuando vivía en un barrio a las afueras de Jerusalén. Fue durante

las vacaciones de verano, faltaba menos de un año para que el gobierno británico

se retirara del país y naciera, en medio de la guerra, el Estado de Israel.

Una mañana vimos en la pared de nuestra casa, debajo de la ventana de la

cocina, escritas en gruesas letras negras, unas palabras que decían: Profi, boged

shafel! (¡Profi, vil traidor!). El término vil despertó en mí una inquietud que

hasta hoy, mientras estoy sentado escribiendo esta historia, me sigue

interesando: ¿puede haber un traidor que no sea vil? De no ser así, ¿por qué se

molestaría Chita Reznik (reconocí su letra) en añadir la palabra vil? Así que,

entonces, ¿en qué casos la traición no es vil?

El mote de Profi se me quedó desde que era pequeño. Es el diminutivo de

profesor, por la manía que tengo de jugar con las palabras. (Todavía me

encantan las palabras: coleccionarlas, ordenarlas, mezclarlas, darles la vuelta,

formarlas. Más o menos como hacen los que aman el dinero con las monedas y

los billetes, o los que aman el juego con las cartas).

Mi padre había salido a las seis y media de la mañana a comprar el periódico

y se encontró con la pintada debajo de la ventana de la cocina. En el desayuno,

mientras untaba mermelada de frambuesa en una rebanada de pan integral,

hundió de repente el cuchillo casi hasta el mango en el fondo del bote, y con su

voz pausada dijo:

—Muy bonito. Vaya sorpresa. ¿Qué ha tramado Su Excelencia para que nos

honren con esta distinción?

Mi madre dijo:

—No la tomes con él desde por la mañana. Ya tiene bastante con que los

niños lo incordien.

Mi padre iba vestido de color caqui, como casi todos los hombres del barrio

en esa época. Tenía los ademanes y la voz de una persona que siempre tiene toda

la razón. Sacó con el cuchillo una compacta masa de frambuesa del fondo del

bote, cubrió uniformemente las dos mitades de la rebanada, y dijo:

—La verdad es que en nuestros días casi todos usan el apelativo traidor con

demasiada facilidad, pero ¿quién es traidor? Ciertamente, alguien sin honor. Uno

que a escondidas, por la espalda, a cambio de algún dudoso beneficio, ayuda al

enemigo en contra de su pueblo. O para perjudicar a su familia y a sus amigos.

Es más despreciable que un asesino. Y por favor termínate el huevo. El

periódico dice que en Asia la gente se muere de hambre.

Mi madre arrastró el plato hacia ella y se comió el huevo y el resto de pan

con mermelada, no por hambre sino por amor a la paz. Dijo:

—El que ama no traiciona.

Más avanzada la novela, el lector puede descubrir que la madre estaba totalmente

equivocada. Sólo el que ama puede convertirse en traidor. Traición no es lo contrario

de amor; es una de sus opciones. Traidor —creo— es quien cambia a ojos de aquellos

que no pueden cambiar y no cambiarán, aquellos que odian cambiar y no pueden

concebir el cambio, a pesar de que siempre quieran cambiarle a uno. En otras

palabras, traidor, a ojos del fanático, es cualquiera que cambia. Y es dura la elección

entre convertirse en un fanático o convertirse en un traidor. No convertirse en

fanático significa ser, hasta cierto punto y de alguna forma, un traidor a ojos del

fanático. Yo he hecho mi elección.

Hace un momento me he llamado a mí mismo experto en fanatismo comparado.

No es ningún chiste. Si alguien sabe de una escuela o universidad que vaya a abrir un

departamento de fanatismo comparado, aquí estoy yo para solicitar un puesto de

profesor. Como antiguo jerosolimitano, como fanático rehabilitado, siento que estoy

plenamente cualificado para el puesto. Tal vez sea hora de que toda escuela, toda

universidad, organice al menos un par de cursos de fanatismo comparado ya que

surge por doquier. No me refiero sólo a las manifestaciones obvias de

fundamentalismo y fervor ciego. No me refiero sólo a los fanáticos declarados, esos

que vemos al otro lado de la pantalla del televisor entre multitudes histéricas que

agitan sus puños contra las cámaras mientras gritan eslóganes en lenguas que no

entendemos. No, el fanatismo surge por doquier. Con modales más silenciosos, más

civilizados. Está presente en nuestro entorno y tal vez también dentro de nosotros

mismos. ¡Conozco a bastantes no fumadores que te quemarían vivo por encender un

cigarro cerca de ellos! ¡Conozco a muchos vegetarianos que te comerían vivo por

comer carne! Conozco a pacifistas (algunos de mis colegas del Movimiento de Paz

israelí, por ejemplo) deseosos de dispararme directamente a la cabeza sólo por

defender una estrategia ligeramente diferente a la suya para lograr la paz con los

palestinos. Desde luego, no estoy diciendo que cualquiera que alce su voz contra

cualquier cosa sea un fanático. No estoy sugiriendo que cualquiera que manifieste

opiniones vehementes sea un fanático, claro que no. Digo que la semilla del

fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide

llegar a un acuerdo. Es una plaga muy común que, por supuesto, se manifiesta en

diferentes grados. Un o una militante ecologista puede adoptar una actitud de

superioridad moral que le impida llegar a un acuerdo pero causará muy poco daño si

lo comparamos, digamos, con un depurador étnico o un terrorista. Aún más, todos los

fanáticos sienten una atracción, un gusto especial por lo kitsch. Muy a menudo, el

fanático sólo puede contar hasta uno, ya que dos es un número demasiado grande

para él o ella. Al mismo tiempo, descubriremos que, a menudo, los fanáticos son

sentimentales sin remedio.

Voy a contar una historia a modo de digresión; soy un digresor notorio, siempre

las hago. Un querido amigo y colega mío, el maravilloso novelista israelí Sammy

Michael, tuvo una vez la experiencia, que de vez en cuando tenemos todos, de ir en

taxi durante largo rato por la ciudad con un conductor que le iba dando la típica

conferencia sobre lo importante que es para nosotros, los judíos, matar a todos los

árabes. Sammy le escuchaba y, en lugar de gritarle: «¡Qué hombre tan terrible es

usted! ¿Es usted nazi o fascista?», decidió tomárselo de otra forma y le preguntó: «¿Y

quién cree usted que debería matar a todos los árabes?». El taxista dijo: «¿Qué quiere

decir? ¡Nosotros! ¡Los judíos israelíes! ¡Debemos hacerlo! No hay otra elección. ¡Y

si no mire lo que nos están haciendo todos los días!». «¿Pero quién piensa usted

exactamente que debería llevar a cabo el trabajo? ¿La policía? ¿O tal vez el ejército?

¿El cuerpo de bomberos o equipos médicos? ¿Quién debería hacer el trabajo?». El

taxista se rascó la cabeza y dijo: «Pienso que deberíamos dividirlo a partes iguales

entre cada uno de nosotros, cada uno de nosotros debería matar a algunos». Y Sammy

Michael, todavía con el mismo juego, dijo: «De acuerdo. Suponga que a usted le toca

cierto barrio residencial de su ciudad natal en Haifa y llama usted a cada puerta o toca

el timbre y dice: “Disculpe, señor, o disculpe, señora. ¿No será usted árabe por

casualidad?”. Y si la respuesta es afirmativa le dispara. Luego termina con su barrio y

se dispone a irse a casa, pero al hacerlo —dijo Sammy al taxista— oye en alguna

parte del cuarto piso del bloque llorar a un recién nacido. ¿Volvería para disparar al

recién nacido? ¿Sí o no?». Se produjo un momento de silencio y el taxista le dijo a

Sammy: «Sabe, es usted un hombre muy cruel». Es una historia muy significativa,

porque hay algo en la naturaleza del fanático que es esencialmente sentimental y al

mismo tiempo carente de imaginación. Y, a veces, albergo la esperanza —desde

luego, muy limitada— de que inyectando algo de imaginación en algunos, tal vez los

ayudemos a reducir al fanático que llevan dentro y a sentirse incómodos. No es un

remedio rápido, no es una cura rápida, pero puede ayudar.

Conformidad y uniformidad, la urgencia por «pertenecer a» y el deseo de hacer

que todos los demás «pertenezcan a», pueden constituir perfectamente las formas de

fanatismo más ampliamente difundidas, aunque no las más peligrosas. Recuerden La

vida de Brian, esa maravillosa película de Monty Python, en la que el protagonista

dice a la multitud de sus futuros discípulos: «¡Sois todos individuos!», y la multitud

responde a gritos: «¡Todos somos individuos!», excepto uno que dice tímidamente

con un hilo de voz: «Yo no». Pero todos le mandan callar enfadados. Una vez dicho

que la conformidad y la uniformidad son formas morigeradas pero extendidas de

fanatismo, tengo que añadir que, con frecuencia, el culto a la personalidad, la

idealización de líderes políticos o religiosos, la adoración de individuos seductores,

bien pueden constituir otras formas extendidas de fanatismo. El siglo XX parece haber

dado muestras excelentes en este sentido. Por un lado, los regímenes totalitarios, las

ideologías mortíferas, el chovinismo agresivo, las formas violentas de

fundamentalismo religioso.

Tal vez el peor aspecto de la globalización sea la infantilización del género humano.

El jardín de infancia global, lleno de juguetes y cachivaches, de caramelos y

piruletas. Hasta el siglo XIX, o en algún momento en torno a mediados del mismo

(varía de un país a otro, de un continente a otro, pero grosso modo hasta el siglo XIX),

la mayoría de la gente en gran parte del mundo solía tener por lo menos tres certezas

básicas: dónde pasaré la vida, qué haré para vivir y qué pasará conmigo después de

que muera. Casi todo el mundo —hace unos ciento cincuenta años— sabía que

pasaría su vida donde había nacido o en algún lugar cercano, tal vez en el pueblo de

al lado. Todos sabían que se ganarían la vida como sus padres o de forma similar. Y

que, si se portaban bien, irían a un mundo mejor después de muertos. El siglo XX ha

erosionado, a menudo destruido, estas y otras certezas. La pérdida de dichas certezas

elementales puede haber provocado el medio siglo más plagado de ideologías,

seguido del medio siglo más ferozmente egoísta, hedonista y volcado en los aparatos.

Por lo que respecta a los movimientos ideológicos de la primera mitad, el lema solía

ser: «Mañana será un día mejor». Sacrifiquémonos hoy, impongamos incluso que los

demás se sacrifiquen hoy, de forma que nuestros hijos hereden un paraíso en el

futuro. En algún momento, en torno a mediados de siglo, se reemplazó esta noción

por la de felicidad instantánea. No se trataba ya del famoso derecho a luchar por la

felicidad, sino de la ilusión —actualmente tan extendida— de que la felicidad está

desplegada en las estanterías, de que sólo hay que llegar a ser lo bastante rico para

costearse la felicidad a golpe de billete. Pero el final de cuento «fueron felices y

comieron perdices», la ilusión misma de la felicidad duradera, es, de hecho, un

oxímoron. Puede ser puntual o prolongada pero la felicidad eterna no es felicidad,

igual que un orgasmo sin fin no sería un orgasmo en absoluto.

Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a

cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa,

de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano en vez de dejarles ser. El

fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. A

menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma,

redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe o de tu carencia

de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, lograr que dejes de beber o de votar. El

fanático se desvive por uno. Una de dos: o nos echa los brazos al cuello porque nos

quiere de verdad o se nos lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En

cualquier caso, topográficamente hablando, echar los brazos al cuello o lanzarse a la

yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado

en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un sí mismo bastante

exiguo o ningún sí mismo en absoluto. El señor Bin Laden y la gente de su calaña no

sólo odian a Occidente. No es tan sencillo. Más bien creo que quieren salvar nuestras

almas, quieren liberarnos de nuestros aciagos valores: del materialismo, del

pluralismo, de la democracia, de la libertad de opinión, de la liberación femenina…

Todo esto, según los fundamentalistas islámicos, es muy pero que muy perjudicial

para la salud. Con toda seguridad, la meta inmediata de Bin Laden no era Estados

Unidos. Su meta inmediata era convertir a los musulmanes pragmáticos, moderados,

en auténticos creyentes, en su tipo de musulmanes. El islam estaba debilitado por los

«valores norteamericanos». Pero para defender el islam no sólo hay que golpear a

Occidente y golpearlo fuerte. No. Al final, hay que convertir a Occidente. Sólo

prevalecerá la paz cuando el mundo se haya convertido no ya al islam, sino a la

variedad más rígida, feroz y fundamentalista de islam. Será por nuestro bien. Bin

Laden nos ama esencialmente. El 11 de septiembre fue un acto de amor. Lo hizo por

nuestro bien, quiere cambiarnos, quiere redimirnos. Muy a menudo, todo comienza

en la familia. El fanatismo —creo— comienza en casa. Precisamente por la urgencia

tan común de cambiar a un ser querido por su propio bien. Comienza por la urgencia

de la autoinmolación por el bien de un vecino muy querido. Comienza por la urgencia

de decirle a un hijo: «tienes que hacerte como yo, no como tu madre» o «tienes que

hacerte como yo, no como tu padre» o «por favor, sé muy diferente de ambos». O

cuando los cónyuges se dicen entre sí: «tienes que cambiar, tienes que hacerte como

yo o de lo contrario este matrimonio no funcionará». Con frecuencia, comienza por la

urgencia de vivir la propia vida a través de la vida de otro. De anularse uno mismo

para facilitar la realización del prójimo o el bienestar de la generación siguiente. La

autoinmolación suele infligir terribles sentimientos de culpa en el beneficiario; esto

es, manipulación o, incluso, control de él o ella. Si yo tuviera que elegir entre los dos

tipos de madre del famoso chiste judío, la que dice a su hijo: «¡Termina el desayuno o

te mato!» o la que dice: «¡Termínate el desayuno o me mato!», probablemente

elegiría el menor de los dos males, no terminarme el desayuno y morir en vez de no

terminarme el desayuno y pudrirme en la culpa el resto de mi vida.

Volvamos ahora al sombrío papel de los fanáticos y el fanatismo en el conflicto

entre Israel y Palestina, entre Israel y gran parte del mundo árabe. El choque entre

israelíes y palestinos no es, en esencia, una guerra civil entre dos segmentos de la

misma población, del mismo pueblo, de la misma cultura. No es un conflicto interno

sino internacional. Afortunadamente. Porque los conflictos internacionales son más

fáciles de resolver que los internos, que las guerras religiosas, que las luchas de

clases, que las guerras de valores. He dicho más fácil, no fácil. En esencia, la batalla

entre judíos israelíes y árabes palestinos no es una guerra religiosa. Aunque los

fanáticos de ambos bandos hagan lo imposible por convertirlo en guerra religiosa.

Fundamentalmente, no es más que un conflicto territorial sobre la dolorosa cuestión:

«¿De quién es la tierra?». Es fundamentalmente un conflicto entre derecho y derecho,

entre dos reivindicaciones muy convincentes, muy poderosas, sobre el mismo

pequeño país. Ni guerra religiosa, ni guerra de culturas, ni desacuerdo entre dos

tradiciones. Simplemente una verdadera disputa estatal sobre quién es el propietario

de la casa. Y creo que puede resolverse.

He dicho antes que, de alguna forma exigua, de forma cauta, la imaginación tal

vez pueda inmunizar parcial y limitadamente contra el fanatismo. Creo que una

persona capaz de imaginar lo que sus ideas implican, como en el caso del bebé que

llora en el cuarto piso, puede convertirse en un fanático a medias, lo que ya entraña

una ligera mejoría. Ahora quisiera contar hasta qué punto la literatura es siempre la

respuesta, porque la literatura contiene un antídoto contra el fanatismo mediante la

inyección de imaginación. Quisiera poder recetar sencillamente: leed literatura y os

curaréis de vuestro fanatismo. Desgraciadamente, no es tan sencillo.

Desgraciadamente, muchos poemas, muchas historias y dramas a lo largo de la

historia se han utilizado para inflar el odio y la superioridad moral nacionalista. A

pesar de todo, hay ciertas obras literarias que creo pueden ayudar hasta cierto punto.

No obran milagros pero pueden ayudar. Shakespeare puede ayudar mucho: todo

extremismo, toda cruzada que no se compromete a llegar a un acuerdo, toda forma de

fanatismo termina, tarde o temprano, en tragedia o en comedia. Al final, el fanático

nunca es más feliz ni está más satisfecho, así muera o se convierta en bufón. Es una

buena inyección. Y Gógol también puede ayudar: hace tomar conciencia

grotescamente a sus lectores de lo poco que sabemos, incluso cuando tenemos el

ciento por ciento de razón. Gógol nos enseña que nuestra propia nariz puede

convertirse en un enemigo terrible, incluso en un enemigo fanático. Y puede que uno

acabe persiguiendo fanáticamente a su nariz. No es una mala lección. Kafka es un

buen educador a este respecto, aunque estoy seguro de que nunca pretendió

aleccionar con su obra contra el fanatismo. Pero Kafka nos muestra que también hay

oscuridad y enigma cuando pensamos que no hemos hecho nada malo en absoluto.

Eso ayuda. Hablaría mucho más de Kafka y Gógol y de la sutil conexión que veo

entre ambos. Pero lo dejaremos para otro seminario. Pienso que William Faulkner

puede ayudar. El poeta israelí Yehuda Amijai expresa todo esto mejor de lo que yo

pudiera hacerlo cuando dice: «Donde tenemos razón no pueden crecer flores». Es una

frase muy útil. Así, en cierto modo, algunas obras literarias pueden ayudar; no todas

ellas. Y sin tomarse lo que voy a decir al pie de la letra, me atrevería a asegurar que,

al menos en principio, creo haber inventado la medicina contra el fanatismo. El

sentido del humor es un gran remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con

sentido del humor. Ni he visto que una persona con sentido del humor se convirtiera

en un fanático, a menos que él o ella lo hubieran perdido. Con frecuencia, los

fanáticos son muy sarcásticos y algunos tienen un sarcasmo muy sagaz, pero nada de

humor. Tener sentido del humor implica habilidad para reírse de uno mismo. Es

relativismo, es la habilidad de verse a sí mismo como los otros te ven, de caer en la

cuenta de que, por muy cargado de razón que uno se sienta y por muy terriblemente

equivocados que estén los demás sobre uno, hay cierto aspecto del asunto que

siempre tiene su pizca de gracia. Cuanta más razón tiene uno, más gracioso se vuelve.

Uno puede ser un israelí cargado de razón, un palestino cargado de razón o cualquier

cosa cargada de razón. Con sentido del humor, puede que además uno sea

parcialmente inmune al fanatismo.

Si pudiera comprimir el sentido del humor en cápsulas y luego persuadir a

poblaciones enteras para que se tragaran mis píldoras humorísticas, inmunizando así

a todo el mundo contra el fanatismo, puede que algún día accediera al Premio Nobel

de Medicina en vez de al de Literatura. ¡Pero cuidado! La propia idea de comprimir

sentido del humor en cápsulas, de hacer que otros se traguen mis píldoras

humorísticas por su propio bien, curándose así de su trastorno, está ligeramente

contaminada de fanatismo. Mucho cuidado, el fanatismo es extremadamente

pegajoso, más contagioso que cualquier virus. Se puede contraer fanatismo

fácilmente, incluso al intentar vencerlo o combatirlo. Leyendo los periódicos o

viendo la televisión, es posible comprobar todos los días lo fácilmente que la gente se

convierte en fanática antifanática, en cruzados anti-yihad antifundamentalistas. A la

postre, si no podemos vencer al fanatismo, tal vez podamos al menos contenerlo un

poco. Como he dicho antes, la habilidad de reírnos de nosotros mismos es una cura

parcial, la habilidad de vernos como nos ven los demás es otra medicina. La habilidad

de existir en situaciones con final abierto, incluso de aprender a disfrutar de dichas

situaciones, de aprender a gozar de la diversidad, puede también ayudar. No estoy

predicando un relativismo moral total. Desde luego que no. Intento hacer hincapié en

la necesidad de imaginarnos unos a otros. Hagámoslo en todos los niveles,

empezando por el más cotidiano. Cuando luchamos, cuando nos quejamos.

Imaginémonos precisamente cuando sentimos que tenemos un ciento por ciento de

razón. Incluso cuando se tiene un ciento por ciento de razón y el otro está totalmente

equivocado, sigue siendo útil imaginar al otro. De hecho, lo hacemos todo el rato. Mi

última novela, El mismo mar, versa sobre un puñado de seis o siete personas

diseminadas por el globo, que se sienten casi en comunión mística. Se presienten, se

comunican todo el tiempo entre sí de forma telepática, aunque están diseminadas por

los cuatro rincones de la tierra.

La habilidad de existir en situaciones con final abierto: escribir una novela, por

ejemplo, implica entre otras cargas la necesidad de levantarse cada mañana, beber

una taza de café y empezar a imaginar al otro. ¿Qué pasaría si yo fuera ella? ¿Qué

pasaría si yo fuera él? En mi experiencia personal, en mi propia historia vital, en mi

historia familiar. No puedo dejar de pensar muy a menudo que, con una leve

modificación de mis genes o de las circunstancias de mis padres, podría ser él o ella,

podría ser un poblador de la orilla occidental, podría ser un extremista ultraortodoxo,

podría ser un judío oriental de un país del Tercer Mundo, podría ser alguien diferente.

Podría ser uno de mis enemigos. Imaginarlo es siempre una práctica socorrida.

Hace muchos años, cuando todavía era un niño, mi sapientísima abuela me

explicó con palabras muy sencillas la diferencia entre judío y cristiano, no ya entre

judío y musulmán, sino entre judío y cristiano: «Mira —dijo—, los cristianos creen

que el Mesías ya estuvo aquí una vez y que, desde luego, regresará algún día. Los

judíos mantienen que el Mesías está todavía por llegar. Por esto —dijo mi abuela—

ha habido tanta ira, tantas persecuciones, derramamiento de sangre, odio… ¿Por qué?

¿Por qué no podemos esperar todos sin más y ver qué pasa? Si el Mesías vuelve

diciendo: “¡Hola, me alegro de volver a veros!”, los judíos tendrán que ceder. Si, al

contrario, el Mesías llega diciendo: “¿Qué tal estáis?, me alegro de conoceros”, toda

la cristiandad tendrá que disculparse con los judíos. Mientras tanto —dijo mi sabia

abuela— sólo vive y deja vivir». Ella era definitivamente inmune al fanatismo.

Conocía el secreto de vivir en situaciones con final abierto, en conflictos no resueltos,

en la otredad de los demás. Como ya he dicho, el fanatismo comienza en casa.

Debería concluir diciendo que el antídoto también se puede encontrar en casa:

está en potencia en las yemas de los dedos cuando escribimos. Ningún hombre es una

isla, dice John Donne. Me atrevo humildemente a añadir a esta maravillosa sentencia

que ningún hombre ni ninguna mujer es una isla, pero que cada uno de nosotros es

una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. Una

mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la

nación, al sexo y al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y la otra mitad deseando que

la dejen sola contemplando el océano. Pienso que nos deberían dejar ser penínsulas.

Todo sistema político y social que nos convierte a todos y cada uno de nosotros en

una isla darwiniana y al resto de la humanidad en enemigo o rival, es una

monstruosidad. Pero al mismo tiempo, todo sistema ideológico, político y social que

quiere convertirnos sólo en moléculas del continente también lo es. La condición de

península constituye la propia condición humana. Es lo que somos y lo que

merecemos seguir siendo. Así que, en cierto sentido, en cada casa, en cada familia, en

cada relación humana, tenemos de hecho una relación entre un número de penínsulas,

y será mejor que lo recordemos antes de intentar modelarnos, darnos la espalda

mutuamente e intentar que el de al lado se vuelva como nosotros, mientras que lo que

él o ella necesita es contemplar un rato el océano. Y ésta es la verdad de los grupos

sociales, las culturas, las civilizaciones. Y de las naciones. También, sí, de israelíes y

palestinos. Ninguno de los dos bandos es una isla ni puede mezclarse por completo

con el otro. Esas dos penínsulas deberían estar relacionadas y, a la vez, dejadas a su

aire. Sé que es un mensaje poco usual en días de violencia, ira, venganza,

fundamentalismo, fanatismo y racismo, campando a sus anchas en Oriente Próximo y

en otras partes.

Por lo que se refiere al sentido del humor, imaginar al otro, reconocer la península

que hay en cada uno de nosotros, puede constituir al menos una defensa parcial

contra el gen fanático que todos llevamos dentro.



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